La expulsión de los jesuitas y Carlos III

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Uno de los temas más controvertidos en la historia reciente de España es la expulsión de los jesuitas en el siglo XVIII, que para más desasosiego fue decretada por el rey católico Carlos III el 27 de febrero de 1767. Los jesuitas suscitaban ánimos a favor y en contra en las mismas proporciones, como muestra de ello tenemos los dos siguientes ejemplos. El marqués de Tanucci los retrataba como “sediciosos, enemigos de los soberanos y de las naciones, ladrones públicos, llenos de vicios y principalmente ateos”; para el papa Clemente XIII eran miembros de un instituto “no sólo inocente, sino pío, útil y santo, en su objeto, en las leyes y en sus máximas”, y así se lo hizo saber por carta a Carlos III.

El proceso tuvo componentes muy complejos al no tratarse sólo de una actuación religiosa, sino sobre todo política y la consecuencia fue la prisión y destierro de los jesuitas de Portugal, la disolución de los de Francia y la expulsión o extrañamiento de los de España. En el momento de la expulsión España contaba con cerca de 5000 jesuitas repartidos entre España, América y Filipinas. En España tenía colegios y residencias en 117 ciudades, en la capital 132 colegios y más de 90 en América y Filipinas.

Para saber por qué se llegó a esta extrema solución nos tenemos que ir principios del siglo, los portugueses habían ocupado la colonia de Sacramento, cerca del estuario de La Plata. España lo recuperó, pero con el Tratado de Utrecht ― firmado entre 1713 y 1715 ― se vió obligada a devolvérsela. Detrás de todo esto estaba Inglaterra parapetada en su satélite portugués. El 13 de enero de 1750 se firma el Tratado de Límites por el que Portugal debe devolver Sacramento a España, pero a cambio de entregarle una extensa franja de terreno, donde se encontraban las reducciones jesuíticas. En Lisboa ya corrían vientos adversos para la Compañía.

El rey de España Fernando VI tenía como confesor y consejero al padre Rávago jesuita, y al marqués de la Ensenada como defensor y aliado de los mismos. Pero en oposición a ellos estaban el ministro Carvajal, anglófilo, y el embajador inglés en Madrid, Benjamín Keene.

En el año 1751 se produce la segunda condena pontificia contra la masonería: Próvidas, decretada por el papa Benedicto XIV, el cual enlazaba la condena con la que ya hizo el papa Clemente XII.

El padre Rávago define a los masones como “deístas casi todos, hombres sin más religión que su interés y libertinaje”, y prevenía que el interés de la secta no era otro que “abrasar a Europa y trastornar la religión y el Estado”. Fernando VI respaldó la condena del papa y expidió un decreto contra la invención de los francmasones. En el año 1753 el marqués de la Ensenada logra firmar un Concordato con Benedicto XIV en el que se concede al rey español la facultad para provisionar beneficios y otros cargos eclesiásticos. Tal concordato se interpretó como un respaldo de la Santa Sede al apoyo español a la cruzada antimasónica.

Estas medidas no gustaron nada a la Inglaterra y Francia ilustradas, llenas de ministros impíos, enciclopedistas y en muchas ocasiones masones. Es necesario conocer que la mayor parte de los grandes ilustrados fueron educados por jesuitas, por lo tanto y citando la figura metafórica que empleó Freud, fue un auténtico “asesinato del padre” por unos hijos que ansias desmesuradas de poder. Entre otros sortilegios volvieron a poner en circulación los “Monita Secreta”, que eran unas supuestas constituciones secretas por las que se gobernaba la Compañía de Jesús, con la perversa intención de gobernar el mundo. Más o menos lo mismo que los Protocolos del Sion que fomentaron el antisemitismo a principios del siglo XX.

La cuestión es que en 1758 el marqués de Pombal acusa a los jesuitas de matar al rey de Portugal José I, se confiscan sus bienes y se les expulsa del reino. En 1764 el ministro Étienne-François Chioseul les expulsa de Francia acusados de conspirar contra la vida de Luis XV. En España la excusa fue el motín levantado contra Esquilache, uno de los ministros reformistas de Carlos III, en 1766. Su casa fue asaltada y se produjeron revueltas callejeras. Aparentemente el levantamiento se produjo como protesta por unas medidas que obligaban a cambiar la indumentaria a los madrileños, la realidad fue más complicada y además no se dieron explicaciones de los motivos reales justificados de la expulsión.

El secretario de Gracia y Justicia, Manuel Roda y Arrieta, en carta dirigida a Nápoles a primeros de agosto de 1767, expresamente afirmaba que el rey le había mandado advertir que, aunque fueran muy fundados los motivos de la expulsión, y se pudiesen averiguar otros muchos, “no le parecía a S.M., que en caso de resolverse la expulsión, se dijesen la causas, sino generalmente, que por justos y urgentes motivos se había concluido que no convenían al Estado”. Roda no se queda en esto, muestra su impiedad escribiendo a su cómplice francés, el ministro Choiseul: “la operación nada ha dejado que desear: hemos muerto al hijo, ya no nos queda más que hacer otro tanto con la madre, nuestra Santa Iglesia Romana”.

Pedro Rodríguez de Campomanes, Ministro de Hacienda, que en 1764 se negó a recibir en España a los jesuitas expulsados de Francia, en su calidad de Fiscal del Consejo de Castilla fue el autor material del “Dictamen fiscal de expulsión de los jesuitas de España”, a los pocos meses del motín de Esquilache que hicieron que el rey Carlos III huyera de Madrid y se refugiase en Aranjuez.

Carlos III como ejemplo de rey ilustrado y encarnación del Estado intentó potenciar el regalismo, de tal forma necesitaba recuperar facultades o prerrogativas reconocidas a la nobleza o al clero. Y en este sentido chocó frontalmente con los jesuitas, los cuales, desde su fundación, a parte de los tres votos religiosos: pobreza, obediencia y castidad, tenían uno propio impuesto por su fundador san Ignacio de Loyola que era la obediencia incondicional al Papa de Roma. Debido a esto, “la razón de Estado” permitía al rey eliminar “Estados dentro del Estado” como los jesuitas que estaban exentos de su autoridad, puesto que dependían directamente del papa.

Merece la pena detenernos un momento en analizar varios aspectos del “Dictamen fiscal” de Campomanes. Uno de los alegatos que esgrime es que cualquier delito cometido por un particular debe ser imputado al cuerpo entero de los jesuitas; es el mismo argumento que se empleó para acabar con los templarios en Francia a principios del siglo XIV. Para justificar la expulsión sigue dando explicaciones responsabilizando a los jesuitas de: 1) los motines de Madrid; 2) el ambiente internacional anti jesuítico manifestado en Francia y Portugal; 3) la lucha por un triple poder económico, político y social, supuestamente atribuido a los jesuitas; 4) el choque ideológico que suponía la resistencia jesuítica a la Ilustración; 5) el aislamiento de los jesuitas. La actitud personal y agresiva de Campomanes contra los jesuitas era más que evidente, sus manifestaciones se remontaban a años atrás en los que ya intentó acabar con el monopolio jesuítico en la enseñanza y la educación de la juventud.

En los papeles de la Consulta del Consejo Extraordinario del 30 de abril de 1767, se comprueba que la raíz del asunto es el espíritu de fanatismo y sedición, y el intolerable orgullo que se había apoderado de la Compañía de Jesús. Orgullo que era especialmente nocivo al reino y a la prosperidad, puesto que contribuía al engrandecimiento de la Corte de Roma de la que recibía órdenes secretas, que realizaban, aunque fuesen contra los ciudadanos, los magistrados o contra el soberano.

No es que el gobierno español estuviese en conflicto con Roma, pero los mejores defensores de Roma que eran los jesuitas habían dejado de estar en favor del rey, por su inclinación o disposición natural a defender al vicario de Cristo. Al igual que pasó en el extranjero, se utilizaron otras Órdenes religiosas e incluso al episcopado para generar hostilidad contra la Compañía. Se envenenó a la opinión pública con libelos de tal forma que Carlos III y sus ministros, se vieron en la necesidad de deshacerse de los jesuitas. A parte de ser un mural de defensa de la curia romana, eran una resistencia a las reformas sociales y culturales que el monarca y sus ministros querían implantar en España.

Los jesuitas habían alcanzado cotas de poder que el rey no consintió, y además tenían el monopolio de la enseñanza entre las clases altas de la sociedad. Controlaban la juventud, los colegios mayores, los cargos importantes del Estado, la mayor parte de la Cátedras, de las magistraturas de Audiencias, Cancillerías y Consejos. Esta red de intereses era incompatible con el absolutismo regalista de Carlos III, quien al subir al trono una de las primeras cosas que hizo fue despedir al padre Rávago, último confesor real jesuita.

Como muestra del desastre que supuso la retirada de los jesuitas de las reducciones americanas don Marcelino Menéndez Pelayo escribía:

        “Nada queda sin castigo en este mundo ni en el otro; y sobre los pueblos que ciegamente matan la luz del saber y reniegan de sus tradiciones científicas manda Dios tinieblas visibles y palpables de ignorancia. ¿Quién duda hoy que la expulsión de los jesuitas contribuyó a acelerar la pérdida de las colonias americanas? ¿Qué autoridad moral ni material habían de tener sobre los indígenas del Paraguay ni sobre los colonos de Buenos Aires los rapaces agentes que sustituyeron al evangélico gobierno de los padres, llevando allí la depredación y la inmoralidad más cínica y desenfrenada?

“El retroceso cultural que trajo la disolución de los jesuitas en toda Europa es ya indiscutible, pero sus efectos para España fueron especialmente graves: se rompió un lazo insustituible entre la Corona y todo un conjunto de pueblos americanos que muchas veces no tenían otra imagen de España que la muy positiva transmitida por los padres”

José Carlos Sacristán

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1 thought on “La expulsión de los jesuitas y Carlos III”

  1. Excelente artículo!!
    Entonces diria que, mas que pelearnos con media hispanoamerica denostando a Sanmartines y Bolivares; deberiamos asumir que los peores traidores a España y a los españoles fueron los propios monarcas (FVII; etc) que “engordaron” masones y permitieron a la masoneria cumplir su sueño de gobernar nuestra tierra; destruir el imperio; la Iglesia y gran parte de nuestras tradiciones

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