Víctor Ruiz Iriarte
nació en Madrid,
el 24 abril de 1912, en la calle de Santa Engracia
44, 3.º, en el barrio de Chamberí, donde
entonces habitaba su familia. Algún error se
debió de cometer al efectuarse los trámites
de inscripción civil, puesto que consta que
nació el día 27 y no el 24 de abril tanto
en la documentación oficial como en la personal.
Su madre siempre mantuvo el 24 como fecha del nacimiento
de Víctor, y ese día lo celebraba la
familia. En la parroquia de Chamberí, Santa
Teresa y Santa Isabel, situada en la plaza que actualmente
se llama Pintor Sorolla y todo el mundo conoce simplemente
como Iglesia, fue bautizado con los nombres de Víctor
Ignacio Cirilo el 5 de mayo de 1912, según consta
en el libro de bautismos.
Sus padres procedían
de Aragón: Víctor
Andrés Ruiz Fraguas había nacido en Zaragoza
el 21 de julio de 1886, hijo de don Cirilo y doña
Francisca. La madre del futuro comediógrafo,
Emilia Iriarte Sanz, había nacido en un pueblo
de la provincia de Zaragoza, Paniza, el 11 de septiembre
de 1882. Era, pues, cuatro años mayor que su
marido cuando contrajeron matrimonio en la Iglesia
de la Seo de Zaragoza el 20 de febrero de 1909. Poco
después se produjo el traslado a Madrid, donde
don Víctor se estableció como escultor-decorador
por cuenta propia. De esta forma, el ambiente urbano
madrileño, especialmente el de su querido barrio
de Chamberí, dentro de una familia de clase
media, constituye el marco de la formación y
primeras experiencias del futuro escritor. (1)
Desde
una fecha que sitúo en torno a los cinco
o seis años hasta los diez, fue enviado al colegio
de las Hijas de la Caridad de la calle Martínez
Campos. «Aprendí a leer en el colegio de
las monjas de María Inmaculada. Guardo una profunda
y tierna gratitud para la elemental pedagogía
de aquellas monjitas culpables de las horas más
felices que he pasado en mi vida. Porque la verdad es
que nada me ha gustando tanto como leer un buen libro» (1958,
fol. 1). (2)
A partir
de los diez años, en 1922,
comienza sus estudios en el colegio que los Hermanos
Maristas tenían en el paseo del Cisne, hoy Eduardo
Dato, frontero al de las Damas Negras. Ruiz Iriarte
ha referido en ocasiones la atracción que sentía
por materias como la historia o la literatura combinada
con el desinterés por matemáticas y química. (3)
Estos
años de niñez le proporcionaron experiencias
que, andando el tiempo, se convertirían en materia
de su abundante producción periodística.
Unas veces como relato de circunstancias ya desaparecidas,
otras como contrapunto a una sociedad que se transforma,
en los artículos de Ruiz Iriarte encontramos
transparentada, con gran frecuencia, su misma vida.
Una vida sin grandes sobresaltos, típica de
una familia de la clase media de la época. Los
jueves le llevaban al cine a ver películas de
Charlot, a quien conocería años más
tarde en Suiza, o de Tom Mix; otras veces al teatro,
a ver a María Guerrero o alguna obra de Galdós,
o zarzuelas y sainetes. En sus artículos no
faltará la vena crítica de una clase
social herida por el afán de apariencia, que
va a veranear a San Sebastián en trenes especiales
y económicos, (4) que
tiene una sillería dorada, intocable, porque
es para las visitas, o que sepulta a la mujer en el
hogar bordando hermosos e inútiles pañitos,
mientras el hombre gasta las horas en el café o
en la plaza de toros.
Entre sus actividades de niño se encontraba
una ardiente devoción por la lectura: Verne,
Salgari, Marden, y su inclinación por la pintura
y el dibujo, para los que estaba magníficamente
dotado, que ejercía retratando a las visitas
que iban a su casa o dedicando abundantes horas del
día a sus lápices y carboncillos. Incluso,
un poco en broma, Ruiz Iriarte afirmó que «en
medio del beneplácito de mi familia, había
decidido ser un gran pintor (1952, 44a)». (5)
El
nacimiento de su vocación al teatro tiene un
origen bien preciso que el autor relató en más
de una ocasión. Su padre, que era un entusiasta
aficionado al arte escénico, junto con algunos
amigos aragoneses había formado un Grupo Artístico
que actuaba donde podía y a beneficio de quien
se dejara. En una ocasión, este Grupo Artístico
representó La Sobrina del cura, de
Arniches, en el llamado Salón Luminoso, un local
próximo
a la glorieta de Cuatro Caminos, y como el reparto
exigía
la aparición de un numeroso grupo de niños,
el pequeño Víctor y su hermana Pilar
hicieron su «debut» como actores. La breve
actuación
del futuro dramaturgo no reveló precisamente
precoces condiciones para el mundo de la escena («Viaje» 1:
44 y 45). Pero no fue este suceso ni el teatrito de
juguete, con el que entretuvo tantas horas de su niñez
quienes despertaron su vocación teatral, como
en el caso de Benavente (649-51), ni las solitarias
imitaciones de un director de orquesta que hacía
frente a un espejo, al compás de sus propios
cantos. El descubrimiento vino un poco después:
Un
día, rebuscando en todos los rincones de
la casa algo nuevo para mi precoz e insaciable ansia
de lector, encontré, amarillentos y olvidados,
unos ejemplares de La novela teatral. Eran El
místico, de Rusiñol; Las
cacatúas,
de García Álvarez y Casero; Charito,
la samaritana, de Torres del Alamo y Asenjo; El
Rey Galaor, de Villaespesa; La casa
de Quirós,
de Arniches; El río de oro, de Paso
y Abati; Todos somos unos, de Jacinto Benavente… (6)
Leí esas comedias absorto, en una dulce y plena fascinación; una
y otra vez, muchas veces. Creo que llegué a aprenderme varios trozos de
memoria. En mi imaginación perdieron todo
su prestigio los viejos y queridos seres: Jack Francinet,
Dick Turpin, Meter Moscarda, Rafles, Buffalo Hill,
Artagnan [sic], Athos, Porthos, Aramis,
se convirtieron en absurdos fantoches, indignos de
ser amados. Todos se oscurecieron detrás del seductor encanto
de los recién aparecidos personajes de ficción. Estos, sí,
eran unos seres prodigiosos, que hacían reír y llorar. Era el Gran
Milagro. Era el Teatro. («Viaje» 2: 44b)
Poco
después, tendría quince años,
escribe su primera comedia en un cuaderno escolar y
la lee a su familia. Deslumbrado por el descubrimiento,
paulatinamente fue afirmándose su decisión
de dedicar su vida al teatro: «Ya se comprenderá que
cuando un chico de quince años,
auténticamente seducido por el teatro, comienza
a escribir comedias, no hay quien lo detenga. Todavía
sigue» («Viaje» 2: 45a-b).
Debió de
permanecer en el colegio de los Maristas hasta el año
1925, siguiendo el entonces vigente Plan Callejo, que
consistía en tres
años de bachillerato. En una fotografía-recuerdo
del colegio que conserva la familia aparece Ruiz Iriarte
sentado delante de una pizarra en la que está escrita
la fecha «Mayo de 1925», que probablemente
es la de su despedida del colegio. (7)
El
abandono de las actividades escolares estuvo provocado
por motivos de salud. Tendría catorce años
cuando sufrió unos alarmantes trastornos intestinales.
Meses más tarde el médico de la familia
advirtió serias anormalidades en su desarrollo
físico, que desembocaron en una acondroplasia.
Aunque inicialmente no sufriera limitaciones físicas
extraordinarias, con el paso del tiempo su capacidad
de movimiento sufrió recortes serios. Para intentar
compensar el desequilibrio existente entre el crecimiento
mental y físico, el médico de la familia
aconsejó que dejara de asistir al colegio y de
leer. Puede imaginarse el impacto que estos acontecimiento
debieron producir en el ánimo de Ruiz Iriarte
adolescente. A partir de este momento comenzó a
ayudar a su padre en el taller de escultor-decorador
que éste poseía. Quedó separado
del ritmo de vida de los que hasta ese momento fueron
sus compañeros y amigos del colegio, y no pudo
frecuentar la universidad, un ámbito que le hubiera
tocado frecuentar durante la República y del que
se habría beneficiado extraordinariamente.
Por
otra parte, esta desgracia tuvo influencias positivas
para el futuro escritor: se encontró en unas
condiciones favorables para cultivar sus dos más
fuertes inclinaciones, la lectura y la pintura. En
el taller paterno dedicó muchas horas al dibujo
y al diseño de los encargos que recibían.
Y en su casa se encerraba para leer a escondidas, en
contra de la indicación médica. Su enanismo,
con todas sus repercusiones, en su propia psicología
y en sus relaciones con los demás, debió de
influir no poco para que su carácter se fuera
tiñendo en aquellos años de melancolía
y soledad. En 1956, en una palabras pronunciadas ante
el monumento a los Quintero en el Parque del Retiro
madrileño, se refería a la adolescencia
como «esos años atroces e inolvidables» (1956).
A
todos estos sucesos hay que unir la crisis religiosa.
Nació en una familia
cristiana y se educó en dos colegios de religiosos. En la época
de su paso por los Maristas llegó a ser congregante. Sus indiscriminadas
lecturas, la defectuosa asimilación de la formación religiosa recibida
y lo poco adecuado de los métodos que entonces seguían los Hermanos,
más el tremendo impacto de su enfermedad llevado a solas, son probablemente
las causas que originaron el abandono de las prácticas religiosas durante
toda su vida. Siempre mantuvo, sin embargo, un profundo respeto hacia la Iglesia
y las creencias ajenas. De hecho, el modo de enfocar el mundo y las relaciones
humanas, reflejado en su obra dramática, revela la existencia de una fe
en Dios y da relieve a valores espirituales y trascendentes. Sobre este punto,
las únicas palabras que conozco de Ruiz Iriarte
son las recogidas en Cien
españoles y Dios, libro de entrevistas
de José María
Gironella: «…no puedo seguir creyendo en aquel atroz infierno de
litografía tenebrosa, lleno de diablillos feroces (…), tal como
con escasísima imaginación, poca perspicacia y gravísimo
error pedagógico me describieron en mi niñez. Mi idea, mi intuición,
mi presentimiento de Dios excluye la posibilidad de un fuego físico y
eterno como castigo a mis culpas. Aquella pavorosa visión de un más
allá tuvo en mí varias consecuencias, y todas francamente negativas
y dramáticas: consiguió llenar de pesadillas mis sueños
infantiles, me inundó en mi adolescencia de un miedo pueril a la vida
y originó, en mi primera juventud, un periodo de escepticismo del que,
a lo largo, del tiempo, no me fue fácil reponerme» (554). (8)
Con
los años treinta comienza su gran batalla
por introducirse en el mundo del teatro. En esa lucha
se mantendría, tenazmente, durante más
de diez años, hasta ver estrenada su primera comedia
en 1943 por un grupo de aficionados. A sus veinte años,
firmemente decidido a ser escritor, comenzó a
frecuentar diversos cafés y a trabar amistad con
otros colegas. «Yo iba algunas mañanas al
Europeo. Pero mi lugar predilecto, al atardecer, era
la cueva de la antigua “Elipa”, aquel viejo
túnel con su bóveda revestida de azulejos
blancos que parecía un monstruoso cuarto de baño
o una estación de Metro» («Viaje»:
2, 46a). Años después y en más de
una ocasión describiría en artículos
periodísticos sus recuerdos y su opinión
sobre el fenómeno de los cafés. En uno
titulado «Defensa de los cafés», aparecido
en diversos diarios en junio del 59, rememoraba su primera
asistencia a una tertulia de café en compañía
de su padre, cuando aún era un niño, y
se refería a quienes dicen que «el café (…)
no ha sido más que una escuela de vagabundos.
Cuando la verdad es que el café ha significado
todo lo contrario: diálogo, conversación –pura
secuencia platónica–, civilización».
Con buen humor, reconocía también sus defectos: «Todavía
se escribía en los cafés. En el café han
escrito muchos buenos escritores, pero, desde luego,
todos los malos» («Viaje»: 2, 46a).
Son
años de entusiasmo y esperanza. El joven
Ruiz Iriarte que hacia 1930 leía La città morta, La
Gioconda o La figlia di Yorio, de D’Anunnzio,
comparte con los hombres de su generación el
deseo de caminos nuevos en la literatura.
Los bullangueros
estudiantes de Pérez Lugín (…)
nos resultaban un poco tontos (…). Nos gustaba
la poesía pura (…), nuestros
predilectos solían ser Juan Ramón, Salinas
y Guillén. A
Machado y a García Lorca se les daba menos importancia,
porque se les entendía muy bien… Decíamos
pestes de las novelas de Palacio Valdés y de
las comedias andaluzas (…). Una de mis diversiones
favoritas era reunir a mis amigos para leerles en
voz alta El nudo gordiano,
de Eugenio Sellés. La perversa intención
que yo ponía en
mi lectura conseguía arrancar de mis oyentes
verdaderos torrentes de carcajadas. («Viaje»:
2, 45b)
Para un autor joven y completamente desconocido resultaba
muy difícil
despertar el interés de algún empresario
hacia sus obras y prácticamente
imposible verlas en escena. Eran escasas las convocatorias
para concursos y el único
procedimiento consistía en presentarse al
responsable de la compañía
o a alguien influyente con un original bajo el brazo.
Las tentativas frustradas le convencieron de que
no conseguiría nada hasta que su nombre no
sonase en los círculos literarios. Para conseguirlo,
como tantos otros autores de la época, tentó la
vía del periodismo. (9)
Poco
después de proclamarse la República,
vio publicado en un semanario de poquísimos
lectores su primer artículo. Cuenta el autor
que versaba sobre las mujeres oradoras y que estuvo
originado por su presencia en un mitin izquierdista,
dirigido por una mujer, que se celebraba en un cine
de Chamberí y que terminó en un fenomenal
escándalo. (10) Escribió y
publicó también algunos otros de comentario
político. En
una entrevista, muchos años más tarde,
hablando acerca de sus opiniones políticas,
señalaría su coincidencia «un poco
con las cosas de la izquierda, otro poco con las cosas
de la derecha. En fin, así éramos
los que nos considerábamos independientes».
De hecho, los artículos
que publicó en Nueva Política,
semanario republicano, demuestran una madurez impropia
de sus veintipocos años.
Comenzó a colaborar
en la revista Ciudad,
dirigida por Víctor
de la Serna, junto a Eduardo Blanco Amor, Manuel Abril,
que como crítico
había colaborado en Cruz y Raya, y
otros. En el número
17 (3 abr. 1935: 15) se inserta una colaboración
suya, un artículo
titulado «La posesión del jardín»,
por el que recibió cuatro
duros. (11)
A
través de un amigo conoció a Pedro Mourlane
Michelena, autor de innumerables artículos y
crónicas, que dirigió la
revista Escorial entre
1947-50. Mourlane, muerto en 1955, ejercía en
aquellos primeros años
treinta la crítica literaria en El Sol y
aceptó de Ruiz
Iriarte colaboraciones consistentes en notas de libros
por las que no percibía
dinero alguno. Tuvo, en cambio, ocasión de conocer
a otros colaboradores de la sección de Mourlane,
jóvenes como él. (12)
También entró a formar parte de la redacción
de un semanario, subvencionado por una entidad comercial
para su propia propaganda, cuyo nombre no he logrado determinar. «Yo
hacía reportajes, artículos literarios y unos
repugnantes extractos de la “Gaceta” que, en
letra minúscula, ocupaban varias páginas. Eso
de extractar la “Gaceta” a mí me ponía
frenético, porque bien comprendía yo que éste
no era camino para hacerme famoso» («Viaje»:
3, 39a). Tampoco era camino para obtener cierta solvencia
económica, puesto que aunque los redactores tenían
asignado un sueldo de cuarenta duros al mes, de hecho no
se cobraba nunca. Era redactor jefe Enrique Mullor de Quesada,
periodista que ocupaba también un puesto en El
Sol y que, aparte de algunas actividades de
tipo político,
había sentido una incipiente y frustrada vocación
teatral. La negativa experiencia de Mullor en el mundo del
teatro –terminó quemando todas sus comedias,
no estrenadas, naturalmente, y olvidó para siempre
su interés por la escena– no desanimó a
Ruiz Iriarte, que continuó firme en su propósito
de llegar a ser autor dramático.
Mientras dedica
tiempo y esfuerzo a su variada labor periodística –desde
entrevistar a Benjamín
Jarnés (Ciudad 1 may. 1935) hasta confeccionar
esos extractos de la “Gaceta”– escribe
comedia tras comedia con la esperanza de que algún
empresario o actor de renombre se interese por ellas.
Comedias sobre las que el propio Ruiz Iriarte ironizaría
con esta caricatura:
Yo mismo he escrito dramas
angustiosísimos
que a mí mismo me hacían
llorar (…). He creado alguna madre, tan desventurada
como la que más,
que durante tres actos –y a veces cuatro: mi
crueldad no tenía límites– pasaba
verdaderas amarguras para comunicarle al galán
joven que era su única
y legítima madre (…). Cuando, como punto
final del drama, yo escribía
esta impresionante palabra: ¡Madre!, me estremecía
de placer. («Viaje»:
2, 47a)
No creo que este texto contenga
otro testimonio que el de un nuevo rechazo del teatro
neorromántico
de Echegaray y sus seguidores, al que gustaba de parodiar
cómicamente Ruiz Iriarte, como hemos visto en
el caso de Sellés.