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Revista chilena de neuro-psiquiatría

versión On-line ISSN 0717-9227

Rev. chil. neuro-psiquiatr. vol.51 no.1 Santiago mar. 2013

http://dx.doi.org/10.4067/S0717-92272013000100008 

ARTÍCULO DE REVISIÓN

 

La persona del terapeuta: eje fundamental de todo proceso terapéutico

The person of the therapist: core of any therapeutic process

Tita Szmulewicz E.1

1 Psicóloga Clínica Pontificia Universidad Católica de Chile y Supervisora acreditada. Terapeuta Familiar y de Pareja. Magíster Psicología Clínica: Estudios Avanzados de Familias y Parejas. Universidad Alberto Hurtado. Unidad de Terapia de Familia y Pareja Universidad Alberto Hurtado. Unidad de Investigación en Terapia de Pareja Universidad del Desarrollo.

Correpondencia a:


The person of the therapist has been a subject mentioned from early practice of psychotherapy. However the importance and mention of the subject, very few studies have addressed to this matter. It seems that the focus is centered on the patients who consult and / or therapeutic processes. This review wanted to raise the hegemony that the person of the therapist has to perform any psychotherapy. It is knew that the bond between therapist and patient(s) allows a successfully therapy process, then the therapist's subjectivity is crucial because it is the therapist who should make the principal efforts to build, to hold and reconstruct it. The therapist can no longer be seen as a neutral, but as someone who inevitably is revealed in each intervention. Then, it is important to know what is spoken when referring to the person of the therapist and which are the essential features that come into play in psychotherapy. For this it is necessary to observe the therapeutic process from the perspective of mutuality, bi-directionality and asymmetry. At the same time, we want to know the concept of self disclosure of the therapist as an essential tool, not only in the construction of the link, but maintaining the same and in the recovery of ruptures of the alliance. The ruptures of the alliance are the greatest fear of the therapist and, also, the best opportunity to advance the therapeutic process. Latter being understood that the energy of the therapist will be permanently placed on repairing the bond, positioning himself as another legitimate, able to understand, contain and help the patient to make the crossing involving this encounter.

Key words: Person of the therapist, mutuality, asymmetry, self-disclosure, impasses.


Resumen

La persona del terapeuta ha sido un concepto mencionado desde los inicios del ejercicio de la psicoterapia. No obstante su mención y la importancia que tiene el tema, son muy pocos los estudios que se han referido a esto. Pareciera que el foco está puesto más bien en los pacientes que consultan y/o en los procesos terapéuticos. En esta revisión bibliográfica se ha querido plantear la hegemonía que la persona del terapeuta tiene para llevar a cabo cualquier psicoterapia. Siendo el vínculo un elemento central que permite realizar toda terapia, la subjetividad del terapeuta es de crucial importancia, ya que es el terapeuta quien debe hacer los mayores esfuerzos para construirlo y quien debe hacer los mayores esfuerzos, también, por sostenerlo. El terapeuta ya no puede ser visto como una persona neutral, sino como alguien que inevitablemente se devela en cada intervención. Es preciso entonces saber de qué se habla cuando se refiere a la persona del terapeuta y cuáles resultan ser las características esenciales que se ponen en juego dentro de una psicoterapia. Para esto se requiere observar el proceso terapéutico desde una óptica de mutualidad, bidireccionalidad y asimetría. Al mismo tiempo, se desea conocer el concepto de la autodevelación del terapeuta como una herramienta esencial, no sólo en la construcción del vínculo, sino en la mantención del mismo y en la recuperación de las rupturas. Las rupturas de la alianza constituyen, por una parte, el mayor temor del terapeuta y, por otra, la mejor ocasión para hacer avanzar el proceso terapéutico. Esto último, en el entendido de que la energía del terapeuta estará permanentemente puesta en la reparación del vínculo, posicionándose como otro legítimo capaz de comprender, contener y ayudar al paciente a realizar la travesía que implica este encuentro.

Palabras clave: Persona del terapeuta, mutualidad, asimetría, autodevelación, rupturas.


 

Introducción

Los discursos profesionales han estado centrados sólo en las consecuencias que tiene la psicoterapia en la vida de los pacientes y en la construcción de realidades terapéuticas. No obstante, esta actividad se realiza en medio de discursos que también constituyen la vida y la construcción de mundo del terapeuta. El hacer terapia impacta sobre la vida y el quehacer del terapeuta al ser incluido de una manera tan íntima en el mundo interno de los pacientes (White, 2002).

Previo a la primera consulta, los pacientes traspasan una gran barrera de pudor, desconfianza y miedo al depositar en el terapeuta toda su esperanza de ser contenidos, entendidos y ayudados. Esta entrega es un privilegio único. Participar tan profundamente de los relatos de vida de los pacientes enriquece la propia vida del terapeuta; le permite incorporar nuevas narrativas sobre sí mismo, sobre su paciente y sobre otros pacientes, los que se benefician en forma recursiva del aprendizaje obtenido a través de la práctica (Goldbeter-Merenfeld, 2003).

El terapeuta puede reescribir y cambiar significados simbólicos de ciertos acontecimientos de su vida a partir de la resignificación que hacen los pacientes de su propia vida. La actividad terapéutica repercute en la relación que tiene el terapeuta con el mundo y en sus relatos de identidad personal, así como en la atribución de significados que hace de sí mismo, de su vida y de su trabajo. De hecho, las experiencias importantes de su labor pueden alterar el quién es y qué le es constitutivo. Pueden sostener y alentar, al mismo tiempo, la tarea terapéutica (White, 2002).

El self está construido sobre la base de múltiples posiciones del yo, desde donde una persona estructura o se vocea a sí mismo. Rober (2005) nos dice que estas voces poseen dos aspectos: uno que refleja el sí mismo experiencial del terapeuta y otro que refleja el sí mismo profesional del terapeuta.

El sí mismo experiencial lo remite a los recuerdos, a las imágenes y a las fantasías que surgen en lo que observa, y el sí mismo profesional lo remite a las hipótesis que prepara para intervenir en la terapia. Ambos se entrelazan de manera que puedan tener algún sentido para el subsistema consultante, creando así un espacio reflexivo (Rober, 2005).

Sobre el trabajo del terapeuta, Stolorow y Atwood (2004) hacen especial hincapié en que no existe el terapeuta neutral, sino aquel que interviene desde sus propios prejuicios y convicciones, interactuando con los del paciente permanentemente. El terapeuta está entrenado para investigar esta interacción. Si el paciente no concuerda con las acotaciones que hace el profesional o no se considera entendido, entonces será objeto de un nuevo esfuerzo empático por parte del terapeuta y no se definirá como fuerzas de resistencia del paciente.

El terapeuta no es una persona imparcial que esté capacitada para percibir correctamente al otro y asirlo en forma cabal. Por el contrario, es alguien que se presenta en la terapia con la inevitabilidad de sus sentimientos, percepciones, pensamientos y propia biografía que lo autodevelan en forma continua frente al paciente y que, a su vez, lo implican en una relación que transforma no sólo la realidad del paciente, sino la suya también (Aron, 1996).

La existencia de verdades múltiples y de la construcción social de estas verdades ha puesto énfasis en la mutualidad y reciprocidad del proceso terapéutico más que en el anonimato del terapeuta. En este contexto, uno de los elementos esenciales es la co-construcción del vínculo, aún cuando se debe considerar la asimetría del encuentro, es decir, es el paciente quien debe sentirse comprendido, respetado, valorado, contenido y ayudado y es el terapeuta quien debe hacer los esfuerzos personales y técnicos para que esto ocurra (Safrán & Muran, 2005).

El terapeuta no sólo debe ser capaz de considerar su propia subjetividad dentro del proceso terapéutico, sino además promover conversaciones con sus pacientes en donde se incluya la experiencia de ellos respecto de la subjetividad del terapeuta. La intersubjetividad que se inaugura en el contexto terapéutico provoca la actualización de subjetividades únicas que generan, a su vez, comprensiones únicas. Benjamin nos habla de "la inspección minuciosa del encuentro de dos mentes, cada una de ellas con una multiplicidad propia" (Benjamin, 1997, p. 57). La intersubjetividad siempre implica una dialéctica entre (re)conocer al otro y ser (re) conocido por otro. Ambos deseos operan también en el terapeuta y esta tensión lo hace temer entrar en un camino de autodevelación que no sea el adecuado (Aron, 1996).

No sólo es importante saber que no se puede, como terapeuta, dejar de reflejar la subjetividad, sino que es necesario hacerlo al servicio de la comprensión de la subjetividad del paciente. Para esto es imprescindible estar consciente de que siempre hay material personal que no ha sido resuelto.

El terapeuta debe tener una especial preocupación por estar atento al modo en que organiza su mundo interno, su historia y su contexto, de manera tal que estas dificultades se transformen en recursos al servicio del proceso terapéutico y no en intervenciones iatrogénicas.

Uso de la persona del terapeuta

El uso de la persona del terapeuta en el proceso terapéutico, es más que una simple autodevelación. Se refiere a poder saber quién es y cómo se relaciona con los pacientes en forma habitual (Reupert, 2008). De hecho, no es tan importante que el terapeuta distinga, de entre sus emociones, los elementos pertenecientes a sus propias experiencias y aquellos que son aportados por el paciente. Lo importante es el poder recabar y describir, lo mejor posible, los elementos constitutivos de la relación, la naturaleza de la experiencia del interjuego entre la subjetividad individual y la intersubjetividad (Baldwin, 2008).

Harry Aponte et al (2009) plantean la necesidad que tiene el terapeuta de desarrollar una habilidad especial para utilizar su biografía y sus experiencias emocionales internas a favor de identificarse y, a la vez, diferenciarse de sus pacientes. Entonces, cada experiencia terapéutica se transforma en única e irrepetible, lo que no significa que el terapeuta se enfrente a esta improvisadamente o carente de técnicas y conocimientos pertinentes.

Por una parte, debe ser capaz de retraerse emocionalmente del sistema consultante para mirar la representación o coreografía que desde los pacientes surge y, al mismo tiempo, debe estar lo suficientemente implicado para ser empático (Aponte, 1992).

Harlene Anderson (citada por Rober, 2005) plantea la tensión constante entre el aspecto ingenuo que el terapeuta debe mostrar frente al paciente y el aspecto reflexivo. El considerar las voces internas puede implicar el usarlas o no en forma explícita en la terapia. El terapeuta debe entrenarse en resolver esta incertidumbre: cuándo usar sus vulnerabilidades y cuándo no; cómo equilibrar el uso de su sí mismo experiencial con la destreza en el manejo de técnicas y conceptos afines al proceso que observa (Lutz & Spell, 2009).

Si el terapeuta hace uso de su self en la terapia y está, de esa manera, plenamente presente en el proceso, es mucho más probable que alcance niveles de comprensión y de profundidad mayor y, por lo tanto, pueda visibilizar la fragilidad y el poder de la vida del otro (Baldwin, 2008).

Dado que el camino hacia el conocimiento personal es un proceso que no tiene fin, pues mientras se viva se sigue teniendo experiencias, el ensamblaje terapéutico también es continuo, de modo que la tarea de ver/entender al otro va unida con la tarea de verse/entenderse.

Mony Elkaim (2008), respecto a esto último, menciona dos conceptos: resonancia y ensamblaje. La resonancia se refiere a que una regla que opera en el sistema consultante también opera en la familia nuclear o familia de origen del terapeuta. Del desarrollo personal y continuo del terapeuta depende el estar atento a ello, el poder distinguirlas y el poder usarlas al servicio de la terapia.

El autor habla de ensamblaje cuando las resonancias están compuestas por elementos disímiles que pueden llegar a ser complementarios a las dificultades de los pacientes o interferentes con estas. Esto va a depender, nuevamente, de la capacidad que tenga el terapeuta para ver, entender y utilizar estos principios a favor de la tarea terapéutica (Elkaim, 2008).

Ambos fenómenos, resonancia y ensamblaje, se refieren a las intersecciones que se producen entre el mapa de mundo del paciente y el mapa de mundo del terapeuta. El mapa de mundo remite a las creencias que se han desarrollado a partir de las experiencias primordiales y que emergen en la actualidad, aunque el territorio en que se encuentren los sujetos sea distinto. Dichas intersecciones también producen determinados sentimientos que no pueden aparecer sino en esas circunstancias y en la medida en que algún elemento toca la fibra sensible del terapeuta (Elkaim, 2008).

Al mismo tiempo que constituyen una posibilidad de ofrecer una comprensión útil para el sistema consultante pueden constituir, si no se reflexiona lo suficiente, una intervención que conduzca a reforzar la construcción de mundo, tanto del terapeuta como del paciente. A esto se le ha denominado "cambio uno" o más de lo mismo (Watzlawick, Weakland & Fish, 1989). Por el contrario, si estos dos subsistemas, que funcionan de manera autónoma, interactúan provocándose un cambio estructural sin destruirse, surge un nuevo sistema. Maturana (1984) habla de la existencia de un cambio de segundo orden, de un acoplamiento estructural.

Sólo cuando la construcción de mundo del terapeuta tiene un desfase o no encaja perfectamente con la construcción de mundo del paciente, es cuando la terapia avanza y puede tener efecto. La comodidad extrema implica la paralización del proceso (Goldbeter-Merinfeld, 2003).

Los distintos estados del self del paciente que aparecen en el transcurso de la terapia y/o de la sesión evocan estados del self complementarios en el terapeuta, y este fenómeno no siempre surge como un elemento positivo para el tratamiento. Por esta razón, Bromberg (2001) insiste en que el terapeuta debe prestar especial atención a esta dinámica para evitar intervenciones que impacten negativamente en el paciente y también para facilitar la comprensión de sus propios estados afectivos.

Mutualidad y Asimetría en la Terapia

La idea, aún sostenida desde tradiciones clásicas, acerca de la capacidad que tiene el paciente de convocar al terapeuta a una relación que remite a sus patrones histórico-biográficos, no considera que, tal vez, puede ser el mismo terapeuta quien involucre al paciente en un tipo de interacción que más tiene que ver con su propia idiosincrasia e incluso con su convicción de categorías preestablecidas acerca del funcionamiento psicológico y relacional (Stolorow y Atwood, 2004).

En el caso del terapeuta de familia y/o pareja, sigue trabajando en su propia familia de origen, puesto que es sensible a algo que ya conoce y estas son las cosas que puede ver (Goldbeter-Merinfeld, 2003). La terapia, por tanto, es una co-creación de ambos personajes (terapeuta y paciente(s), debiendo considerarse que, además, cada uno de ellos entra al diálogo desde otros diálogos en los que viene participando, los cuales sí fuerzan por continuar. Entonces, parafraseando a Pirandello, el encuentro terapéutico sería algo así como dos autores en busca de un guión (Pirandello, 1972).

El terapeuta, no obstante, es el que tiene que hacer los mayores esfuerzos, dado su entrenamiento, para facilitar la travesía del paciente por las angustias que producen lo no-yo y el impulso a rechazar la ajenidad. Este mayor esfuerzo podría dirigirse hacia la admisión compasiva del otro en el sistema terapéutico.

El aceptar, sostenidamente, la validez de la realidad subjetiva del paciente y la propia realidad subjetiva como algo ineludible y nunca equivocada, permite al terapeuta enmendar las rupturas durante el tratamiento, lo que constituye el mecanismo básico para sostener la alianza, lo que a su vez permite que la terapia se realice. Stolorow y Atwood (2004), explicitan que... "cualquier amenaza a la validez de la percepción de la realidad constituye una amenaza mortal para el self y para la misma organización de la experiencia"... (p. 158).

Para Aron (1996), la importancia de la bidireccionalidad y la mutualidad en la relación terapéutica se expresa a través del reconocimiento que hace el paciente de los estados afectivos del terapeuta. El paciente tiene una noción de la subjetividad del terapeuta y el promover su develación constituye la base para la creación del vínculo y para la posibilidad de cambio. De allí la necesidad de investigar, acuciosa y permanentemente, la experiencia del paciente acerca de la subjetividad del terapeuta (Aron, 1996).

Es necesario que el paciente pueda hablar libremente de aquello que le resulta doloroso en su terapeuta, ya sean actitudes, comentarios y/o gestos. Y el terapeuta debe ser capaz de ponerse en el lugar del paciente para hacer una comprensión que le dé sentido a las percepciones del paciente y que le resulte compasiva de su dolor.

El entrenamiento y el deseo de responder a las premisas sobre las cuales se basa este trabajo no parecen ser suficientes a la hora de enfrentar al paciente. El paciente se integra a la relación con el terapeuta a partir de un diálogo que trae desde fuera de la sesión y el terapeuta enfrenta la sesión desde sus propios diálogos anteriores. El paciente anterior deja una voz, las contingencias hablan permanentemente y el rol convoca a sumarse al diálogo de este paciente que entra como si la vida de él y la del terapeuta comenzaran en ese momento.

La asimetría entre paciente y terapeuta radica principalmente en esto. El paciente tiene la libertad de ocupar el espacio con el contenido que desee y el terapeuta tiene que sumarse, sin tardar, a su relato y a sus afectos, de lo contrario, la sesión cae en un desperdicio del que luego es difícil deshacerse.

Autodevelación del terapeuta

La asimetría obviamente genera un aura de poder sobre la persona del terapeuta. Paradójicamente, si este ser inalcanzable se muestra disponible a través de su espontaneidad y participación emocional, es vivido como un regalo mágico que ayuda al paciente a ir construyendo su propia realidad como alguien querible y valioso. Cualquier cosa que haga o diga el terapeuta impacta sobre el paciente y este, a la vez, impacta sobre el terapeuta. Aron (1996) enfatiza la ubicuidad de los sentimientos del terapeuta en el proceso terapéutico, es decir, la imposibilidad de no autodevelarse frente al paciente y de no alterarlo al punto de influir activamente en la transferencia. Por esto, la relación paciente-terapeuta está continuamente cambiando y están siempre afectándose el uno al otro. La autodevelación del terapeuta conduce a una menor aparición de fenómenos transferenciales disruptivos (Baldwin, 2008).

Riera (2001) plantea la necesidad de entender que la relación terapéutica es una relación humana y, como tal, el volverse un terapeuta neutro es un atentado violento contra la naturaleza de esa relación. La autodevelación del terapeuta conlleva un poderoso mensaje en el sentido que es alguien que no se asusta de ninguna persona, incluyéndose a sí mismo. La develación se enmarca dentro del flujo discursivo del paciente y contiene sentimientos propios acerca de lo que el paciente está narrando y no sobre hechos de la vida personal del terapeuta.

White (2002) enfatiza la posibilidad de disminuir la relación de poder instalada en el contexto terapéutico, lo que contribuye a que se desarrollen relaciones que ponen en tela de juicio la marginación de las identidades de los consultantes y más bien instan a construir la otredad. Se reconoce y se relevan los conocimientos y habilidades que el paciente posee, permitiéndole expresar nociones más densas sobre sí mismo y sobre los demás. También este ejercicio enriquece la propia identidad del terapeuta, en tanto persona y profesional.

La interacción de ambas subjetividades, si están afectivamente sintonizadas, provoca una conscien-cia intersubjetiva reflexiva en el paciente. Estos momentos de encuentro, que son momentos distintivos, en donde hay una conexión auténtica entre el paciente y el terapeuta, promueven el cambio en el sentido de las resignificaciones del sí mismo del paciente y un cambio en el espacio intersubjetivo. El efecto terapéutico del vínculo entre paciente y terapeuta está en los procesos intersubjetivos que Stern (2000) llama "conocimiento relacional implícito" (p. 209).

Cuando los pacientes relatan experiencias de vida que les han hecho perder la fe en que haya alguien que pueda contenerlos y ayudarlos genuinamente, el proceso de vinculación con el terapeuta radica en cultivar la esperanza y en que el paciente exponga sus sentimientos de abandono, que se reactivan en la relación con el terapeuta (Safren & Muran, 2005).

Si estos sentimientos de falta de fe son muy intensos, es altamente probable que el terapeuta también sienta desesperación y, entonces, una de sus tareas es verbalizarla, de modo que el paciente también pueda reconocer, aceptar y compartir la propia. El reconocer la participación valida la percepción del paciente respecto de sus afectos le devuelve la confianza en sí mismo, desmitifica al terapeuta y, por lo tanto, reduce su necesidad de auto protegerse, facilitando la exploración del aporte que hace en la interacción con el terapeuta, ". Así inicia el camino de vuelta del exilio para volver a ser miembro de la comunidad humana...[...]... La respuesta compasiva y comprensiva del terapeuta frente a la desesperación del paciente permite a este disponer de una experiencia en la que es atendido y cuidado y, en su dolor, está vinculado a otra persona..." (Safrán & Muran, 2005, p. 115).

La congruencia es la llave maestra de la curación. Si el terapeuta dice una cosa y siente otra, genera un ambiente de deshonestidad emocional que se hará inseguro para el paciente. La incongruencia, por tanto, no sólo trae como consecuencia el retraimiento del paciente, sino que también dificulta el flujo relacional percibido por el mismo terapeuta y entorpece el proceso (Baldwin, 2008).

Por el poder que los pacientes les confieren a sus terapeutas no son capaces, las más de las veces, de verbalizar la sensación de riesgo en que se sienten y, si son percibidos como resistentes por su necesidad de auto protección, se sentirán deslegitimados y aún más vulnerables. Si la terapia es una experiencia íntima, el sentirse seguros y cuidados, dentro de este espacio, resulta esencial para el crecimiento y la apertura (Baldwin, 2008).

Justamente, la autodevelación del terapeuta es una manera también de mostrar al paciente que la terapia es una relación mutua con otro ser humano que tiene sentimientos, opiniones, experiencia de vida, que no es renuente a hablar acerca de esto cuando las circunstancias lo ameritan, pero que tampoco lleva sobre sí las respuestas acerca de la vida del otro.

Una adecuada autodevelación también conlleva riesgos respecto de la alianza, pero no se puede ser creativo en terapia sin tomar riesgos y, por otro lado, la misma apertura genuina del terapeuta puede ayudar a enmendar las rupturas en el vínculo. Lo importante es que usar la persona del terapeuta, dentro del proceso y al servicio de este, lo hace más real (Baldwin, 2008).

Es mucho más fácil imponerse frente al paciente que usar toda la fuerza del alma para hacer que el paciente permanezca siendo él mismo. El verdadero maestro responde en forma positiva a la peculiaridad del otro (Buber, 1977).

La tarea del terapeuta, frente al sistema consultante, es hacer distinciones y explicar la experiencia relacional que está ocurriendo, de tal manera que se produzca una comprensión en donde ninguno de los dos subsistemas quede dañado sino, por el contrario, emerja una danza que promueva la fortaleza del vínculo y, como consecuencia de ello, pueda ofrecer nuevos significados y nuevas distinciones como una gama de posibilidades de seguir siendo.

Rupturas en el proceso terapéutico

El sistema que se co-construye en la terapia cambia en forma permanente, y esto ocurre a partir de la comprensión, disección y reorganización de este, luego de lo cual ni el terapeuta ni el paciente seguirán siendo los mismos. Por otro lado, las explicaciones de mundo que aparezcan serán de utilidad, o no, sólo si funcionan para ambos. Dentro de este proceso se incluyen, como ejes esenciales, las rupturas y posteriores recomposiciones de la alianza.

La asimetría en la terapia y la tarea de mantener el foco en las necesidades del paciente es una condición potencial, ya que en el interjuego del ajuste entre ambas posiciones surgen, a nivel profundo y, las más de las veces, inconsciente y no formulado, respuestas simétricas. Si el terapeuta no sólo es capaz de recoger el impasse que esto produce, sino que también de perdonarse a sí mismo, el paciente tiene la opción de hacer lo mismo. Asumir la responsabilidad del daño infligido, pedir perdón y perdonarse resultan condiciones preliminares para restaurar el proceso terapéutico (Safran & Muran, 2005).

Al producirse un desencuentro aparece la culpa, la vergüenza y la sensación de inadecuación por parte del terapeuta, constituyéndose un escenario que hace difícil enfrentar el dolor del otro. El terapeuta teme no ser sujeto de reconocimiento por parte del paciente, debido al daño causado en contra de él, por lo tanto, se siente tentado a asumir el rol opuesto, no asumiendo su responsabilidad y haciendo más difícil la reconciliación (Safran & Muran, 2005).

La tarea del tercero personificado, aquella posición de testigo que el terapeuta pueda levantar para investigar la contribución, tanto de él como del paciente, le permite sobrevivir a lo anterior y deconstruir el daño (Benjamin, 2006). Todo lo que el paciente siente como doloroso respecto de las intervenciones del terapeuta tiene que ver con las heridas psicológicas que aún están abiertas, que no han cicatrizado y que, por lo tanto, cada vez que reciben un golpe, se abren nuevamente y desencadenan una respuesta angustiosa, una ruptura de la alianza y una sensación de re-traumatización, que es el terapeuta quien debe reparar.

Winnicott (2008) dice que el terapeuta debe cuidar la zona intermedia que se inaugura en el contexto terapéutico. Si la confianza depositada por el paciente en su terapeuta falla, no se debe inundar este espacio potencial con interpretaciones que provengan de él. Una ruptura en la alianza podría significar que el espacio potencial desaparece, que los sujetos se vuelcan hacia su subjetividad, que la terceridad colapsa, que la relación se simetriza e implica que el terapeuta, que hace las veces de cuidador primario, en lo que se refiere a la regulación de los afectos, ha desaparecido por demasiado tiempo o espacio, por lo tanto, al paciente no le es posible reconocerse, pues no es reconocido; entonces la relación terapéutica se corrompe.

Ogden (1994) habla que, tanto el terapeuta como el paciente, niegan su subjetividad de distintas formas subvirtiendo poderosamente su experiencia como sujetos separados. El movimiento dialéctico entre subjetividad e intersubjetividad se fractura parcialmente, dando como resultado la subyugación del tercero analítico. El terapeuta y el paciente deniegan un aspecto de sí mismos, por lo cual la nueva entidad intersubjetiva creada, el tercero analítico subyugante, llega a ser un vehículo a través del cual esos pensamientos podrían ser pensados, esos sentimientos podrían ser sentidos y esas sensaciones podrían ser experienciadas (Ogden, 1994).

Para que el terapeuta pueda brindar a sus pacientes un espacio transicional óptimo, en donde se desarrolle una relación que permita la recuperación del juego y del crecimiento, también él debe contar con un espacio de contención y soporte necesario para dar cuenta de sus propias fragilidades, puntos ciegos y fallas en el reconocimiento del otro. El crecimiento personal del terapeuta y el desarrollo de la consciencia sobre sí mismo se erigen como pilares básicos para su evolución profesional, constituyendo variables relevantes para investir una adecuada alianza (Safran & Muran, 2005).

Stolorow y Atwood (2004) plantean que habría dos fenómenos a tomar en cuenta cuando el terapeuta se enfrenta a un impasse con su paciente. Debiera pensarse en que se produjo una conjunción intersubjetiva, es decir, "los principios que estructuran las experiencias del paciente dan lugar a expresiones que son muy parecidas a las configuraciones centrales de la vida psicológica del analista" o una disyunción intersubjetiva que "ocurre cuando el terapeuta asimila el material expresado por el paciente en configuraciones que alteran significativamente el significado originario que tienen para el paciente" (Stolorow & Atwood, 2004, p. 171).

Poder hacer la diferencia entre ambos fenómenos no es tarea fácil para ningún terapeuta. Siempre es un ejercicio a posteriori, una vez que ha ocurrido el evento y, por lo tanto, la mirada de un tercero es bienvenida y necesaria en estas circunstancias. La supervisión puede ser un espacio en donde el terapeuta encuentre la posibilidad de mirar desde otro lugar lo que está pasando en su relación con el paciente. Es un tercero que devela aspectos que no han estado disponibles para el terapeuta hasta ese momento (Aron, 2006; Aponte & Carlsen, 2009).

El terapeuta no sólo habla con palabras, ya que el impacto que estas tengan sobre el paciente está mediado por los sentimientos que están siendo transportados al mismo tiempo que las palabras. Esto hace que a veces los intentos por reparar las rupturas no sean exitosos, por el contrario, muchas veces pueden empeorar la alianza, lo que no debe desanimar al terapeuta, sino comprometerlo aún más en la búsqueda de estrategias creativas ilimitadas como parte del desafío de restablecer el buen curso del proceso. Lo anterior, que puede parecer una tarea titánica, podría perfectamente transformarse en lo que se denomina "experiencia emocional correctora" y constituir un punto de inflexión en la terapia. Los intentos empáticos que haga el paciente para resolver los quiebres también contribuyen positivamente, ya que evitan la disminución de los sentimientos amorosos del terapeuta respecto de él (Safran & Muran, 2005).

Como resultado de un ajuste en el desencuentro surge la posibilidad de aceptar la subjetividad propia, la del otro y, al mismo tiempo, reabrir el espacio intersubjetivo. Se preserva así la mutualidad y el reconocimiento, en desmedro de la complemen-tariedad en la que, tanto paciente como terapeuta, pueden identificarse sólo con una posición (Aron, 2006).

Evitar la exploración exhaustiva de los entrampes puede tener que ver con las limitaciones y sensibilidades que percibe el terapeuta en los pacientes o con las propias ansiedades y conflictos. De hecho, una de las cosas que más complican al terapeuta es el poder sostener la incertidumbre y la fragilidad del vínculo.

Que el terapeuta tolere las tensiones, que maneje la cercanía y la distancia y que, a la vez, realice intervenciones atingentes, resulta bastante más difícil en una terapia de pareja y de familia, debido al balance permanente que debe propiciar en aras de proteger, comprender y ayudar a todos miembros del sistema y simultáneamente, trabajar en las dificultades de la relación.

A modo de epílogo se propone una frase respecto del fin de una terapia: "... considerando que la experiencia y su organización están inextricablemente enclavadas en un contexto intersubjetivo, se puede aceptar e incluso, dar la bienvenida, al vínculo residual del paciente con el analista como una fuente potencial de sustento emocional para el futuro" (Stolorow & Atwood, 2004, p. 45). La idea de ubicar al paciente en un polo de autonomía absoluta respecto de su terapeuta, como modo ideal de término del proceso, no sólo es poco realista sino también resulta poco deseable. El terapeuta debe ser capaz de tolerar la dependencia del paciente sobre todo al principio del tratamiento. Esta sería la única manera de fomentar la autonomía (Cirillo, 2010).

El equilibrio permanente entre autonomía y dependencia hace de las relaciones íntimas espacios más fructíferos y duraderos. Lo que lleva a recordar que al terapeuta también le cuesta separarse de sus pacientes; que también atraviesa por un duelo cada vez que esto ocurre, por lo tanto, este vínculo residual podría constituir una forma de objeto transicional para ambos.

 

Referencias bibliográficas

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Correspondencia: Tita Szmulewicz E. Av. Los Leones 220 of. 406, Providencia. E-mail: titaszmulewicz@gmail.com

Recibido: 17/10/2012 Aceptado: 07/01/2013

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