Autobiografía de un mierda – Cap. 5 QUÉ MARRÓN ES LA DIVERSIÓN

5/5 - (3 votos)

Con tanto sensacionalismo en la prensa que nos ha tocado vivir y el acojono
exacerbado de los padres actuales ante cualquier contingencia, justificada o no,
relacionada con sus hijos, si nos llegan a ver jugar de pequeños, hubiesen
llenado miles de folios con firma y DNI para que todos los padres del sitio de
donde yo vengo perdieran ante un juez la custodia de sus hijos.
Si ya mi generación, la más formada en cosas inútiles en la historia del país,
carece de una absoluta madurez vital que le impide ver más allá de las cuatro
tontadas que le enseñaron y que emplee la mayor parte de su sudor en agarrarse
con labios y dientes a la nueva teta sustitutiva de la materna, aunque ello les
aboque a una existencia como jugador de banquillo cuando están obligados ser
titulares indiscutibles, no quiero ni imaginar en que boñiga danzante de colores
se habrían transformado sin pelotazos, porrazos, cabestrillos, raspones,
chichones y carreras.

Cuando no estábamos levantando las faldas a las niñas a ver que había
debajo (todo ello sin haber sido adoctrinados como educados ciudadanos) nos
gustaba perdernos entre los olivos, los pinares y terrenos arados imaginando
que éramos cowboys, espadachines o soldados en una peligrosa misión.
Subidos a los árboles, cayendo de ellos, saltando paredes de huertos buscando
el membrillo maduro escapando del paisano de turno, armado con un buen
palo, que se cagaba en todos nuestros muertos y vivos por pisarle el sembrado.
Nos metíamos en cuevas y cazábamos murciélagos. Allí nos fumábamos
nuestros primeros cigarrillos e invitábamos al ciego roedor, al que después, no
sé por qué, los mayores inmolaban en una pira funeraria a modo vikingo. Es
difícil de explicar por qué coño había que prenderle fuego al bicho, pero se
hacía. En aquellos tiempos los animalitos las pasaban bien putas. Si no se les
quitaba el nido, se les tiraba con una escopeta de balines, a las moscas se le
quitaba las alas y si eras lagartija, pues se te cortaba la cola y se te suministraba
aire por el ano hasta que se le salían los ojos de las cuencas. ¿Por qué? Porque se
podía, como se hacen todas las cosas en la vida.
Quizá el mejor juego era el de los terronazos. Hacer dos bandos
enfrentados y armados con terrones que cogías del suelo a modo de bolas de
nieve. Si te daban, pues estabas muerto y abandonabas el juego con una
mancha marrón en la ropa sin más daño que las dos ostias que te daba después
tu madre por venir hecho un guarro. Claro que no siempre era así y cabía la
posibilidad real y palpable de que el terrón llevase un premio sorpresa, como
los kinder, pero en forma de piedra. Entonces había llanto, crujir de dientes y
ostias entre el que recibió y el que la tiró. Muchas veces estas piedras no
aparecían por error, sino que los más brutos las buscaban para darle un poco
más de chicha al juego. Te reventaban la boca y si encima llorabas, a parte de
ser el hazmerreír del resto, te podían caer dos más por dudar de la honestidad
de tu contrincante que, como he dicho antes, solía ser la bestia parda con la
que no tienes ninguna posibilidad de ganar.
Lo más divertido era si entre las dos posiciones de los ejércitos pasaba algún
civil con la boina calada. Entonces nos escondíamos y firmábamos una
pequeña tregua para atacar al paisano desinformado de que allí se estaba
librando una cruenta guerra. Jódete, Suiza.
Otro juego del top ten era mosca. Este me gustaba menos. Dos hileras de
chicos colocadas una enfrente de la otra. Uno de nosotros debía pasar entre ese
pasillo de cuerpos y llegar hasta el final. Por el camino tenías que ver si alguien
se movía, que sería el siguiente en pasar. ¿Y por qué se movería alguien? Pues
para darte una ostia en la cabeza cuando no mirabas. Tensión, sudor, miedo,
adrenalina y cogotones. No habrán llorado críos con este divertimento propio
de psicópatas. ¿Que por qué jugábamos? Porque entonces daba igual si los veías
o no moverse, te llevabas las ostias igual, así que mejor hacerlo amparados bajo
unas precarias reglas.
También nos gustaba ir mucho a los basureros. La de tesoros que podías
encontrar entre las cáscaras de plátano y las compresas: juguetes medio rotos,
relojes sin correa, balones pinchados, alguna moneda, revistas, revistas porno…
nos encantaba pasar las horas entre la mugre con la ilusión de encontrar el
santo grial. Y si no, pues recogíamos todas las medicinas que encontrábamos,
pastillas, jarabes, sobres y los mezclábamos en un bote para ver qué salía. Era lo
que más nos gustaba, pero los padres nos prohibieron ir cuando un niño, a
modo de hormigonera, hizo la mezcla en su estómago y se murió

Comentarios

Comentarios