El reciente estreno de Netflix, La lavandería, es una película basada en uno de los escándalos de corrupción más importantes de los últimos tiempos: los Panamá Papers. Más precisamente, enfoca en la punta del ovillo, en los abogados del buffet Mossack Fonseca, de quienes se descubrió (en una investigación desarrollada por más de 400 periodistas de diferentes nacionalidades) que se encargaban de ocultar millonarias sumas pertenecientes a distinguidas personalidades del mundo, y de, entre otros delitos, evadir impuestos en sus países de origen.

Pero vamos por partes. En primer lugar, hay que decir que Netflix ya se ganó una demanda judicial por parte de dichos abogados, quienes intentaron impedir el estreno de la película. Pero sólo una mirada ingenua evitaría pensar que la demanda también sirve de publicidad, o si no que Netflix explique por qué la película sí, pero el documental Panamá Papers nunca estuvo disponible para verse en la plataforma. La respuesta, para la empresa que domina el entretenimiento audiovisual en nuestro país, es muy sencilla: el documental incrimina a nuestro presidente Macri.

Los verdaderamente ricos están todos sucios, Netflix incluido. Por eso La lavandería entra; porque si bien denuncia, no deja de ser livianita. Veamos. ¿Qué significa livianita? Que a quienes “denuncia” en realidad ya habían sido denunciados, y que la película no aporta ningún nombre nuevo. Los dos abogados (Mossak y Fonseca), el ministro de Islandia y la empresa Odebrecht son mencionados en la película, y son los mismos que no pudieron escaparle a la prensa global y, en consecuencia, a la justicia que sigue haciéndose la boluda para aplicar las penas más livianitas que la sociedad pasiva le permita. La lavandería no profundiza, pero bueno… algo es algo.

Lo más destacable de esta película es la simpleza con la que explica el entramado tan difícil de seguir –diseñado para eso– de estas empresas de la corrupción. A partir de un caso puntual, una viuda que intenta cobrar un seguro por la muerte de su marido en un accidente “asegurado” por una empresa fantasma, seguimos el camino hasta Mossack Fonseca. En una de las primeras escenas, vemos cómo el causante del accidente, asegurado por fantasmas, escucha de boca de su abogado que “está al horno”, porque su aseguradora es como las mamushkas: cuando llega el momento de pagar, se descubre que fue adquirida por una segunda firma, que a su vez se la morfó una tercera, y otra cuarta, y así hasta llegar a un teléfono que nadie atiende y nadie sabe a quién pertenece. Detalle más, detalle menos, algo muy sencillo de captar, y con gran distinción respecto a otras películas con datos de economía, como la “genial” La gran apuesta (2015) que a la media hora es como leer porreado Ámbito Financiero.

Las actuaciones de Gary Oldman, Antonio Banderas y, por sobre todos, Meryl Streep son fabulosas. Oldman y Banderas personifican a los abogados delincuentes. Streep encarna dos personajes: la damnificada y una empleada administrativa de las offshore. Y los tres rompen la cuarta pared, le hablan directo al espectador, atraviesan el lente para que su voz abandone por instantes el cuerpo del personaje, y sean los actores quienes apuntalen la denuncia que la película pretende sostener. En el caso de Oldman y Banderas, lo hacen varias veces a lo largo de toda la película, indicándole al espectador dónde poner el ojo, para entender bien las tramoyas. En cuanto a Meryl Streep, recién atraviesa la cuarta pared en el final, y no solo la cuarta sino también las otras tres. Cuando su voz abandona al personaje, también traspasa el decorado, y queda delante del verde croma para denunciar con voz propia. Streep, una vez que sale del personaje, no regresa nunca.

Así como la ruptura de la cuarta pared es utilizada para darle peso a la denuncia y guiar al espectador no muy ducho en cuestiones económicas y de lavado; el humor que contienen algunas escenas desinfla esta construcción, ya sea a propósito o por negligencia (este texto se inclina por la primera opción). El ejemplo más claro de esto es cuando otro personaje de la película, otro hombre enriquecido de manera ilegal, negocia con la tenencia de acciones y el silencio de su hija que lo descubre infiel. No es que la escena sea poco creíble, por el contrario, para creer en inescrupulosos basta revisar la biografía de nuestro presidente y, por ejemplo, las recientes declaraciones sobre su finado y mafioso padre. Lo que hace ruido es otra cosa, cómo se muestra, casi llegando al extremo del gag. Diluir la imagen de los delincuentes es una estrategia muy conocida: se los hace pasar como tontos y no como lo que son. Salvando las abismales distancias hacia la pedorrez, lo que hace Tinelli con los políticos más hijos de puta (todos ligados a los medios en los que el pudrecerebros se desarrolla).

Más allá de lo inevitable, Estados Unidos no sale tan salpicado. Como cuando las series que tratan el flagelo del narcotráfico ponen el ojo en la producción en países latinoamericanos y no en el consumo yanqui, para mostrar muerte, La lavandería viaja a Asia. El delincuente que estafa a su propia hija es negro. Los paraísos fiscales que se muestran, no los que se nombran, están fuera de los límites del imperio asesino del norte. En este sentido, La lavandería no te engancha ninguna tela fina. La lavandería te la deja más suavecita que el documental Panamá Papers. Siendo que, por ejemplo, la película se atreve a saltar la cuarta pared, lo que un espectador que no se rió con los gags preguntaría es por qué no se utilizaron otros recursos para denunciar más a fondo. Por qué cuando el final se perfila, al estallar el caso Oderbrech, no se mencionan nombres propios. Por qué no se menciona a la periodista Caruana Galizia, asesinada luego de denunciar a funcionarios de Malta y sus vínculos offshore. Quizá películas como esta existen para que ciertos espectadores sigan haciéndose los pelotudos, creyendo que alguien trabaja para mejorar el mundo. Como Greenpeace, que quizá sea propiedad de los mismos que contaminan, así nos quedamos tranquilos en casa porque hay otro que lucha por nosotros (y encima le donamos plata). O, tal vez, si Netflix y la industria cinematográfica estuviesen limpias, y mencionasen que Mauricio Macri es Oderbrech y varias empresas fantasmas más, escucharíamos butacas crispadas, escupiendo venenosas frases como “Gary Oldman es K, Antonio Banderas es K, Meryl Streep es una yegua y Netflix es de La Cámpora”.

Calificación: 5.5/10

La lavandería (The Laundromat, Estados Unidos, 2019). Dirección: Steven Soderbergh. Guion: Jake Bernstein, Scott Z. Burns. Fotografía: Steven Soderbergh. Montaje: Steven Soderbergh. Elenco: Gary Oldman, Meryl Streep, Antonio Banderas, James Cromwell, Jeff Michalski, Jane Morris. Duración: 95 minutos. Disponible: Netflix.

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