| marzo 2024, Por Pedro Fernandez Quiroga

De la guerra y el perdón en Sierra Leona

“Éramos catalogados como la Atenas del Noroeste de África” dice Yvonne Denise Aki-Sawyerr, alcaldesa de Freetown, la capital de Sierra Leona. Luego la UNESCO confirmará que, un puñado de años después, Sierra Leona se ubica entre los 10 países con peor tasa de alfabetización del continente. 

No. Nada es lo que fue. Es lo que quedó.

Entre 1991 y 2002 Sierra Leona sufrió una guerra civil más que violenta. El conflicto causó 70.000 muertes y más de 10.000 niñas y niños fueron esclavizados y usados como soldados, de los cuales más del 50% eran menores de 15 y el 28% menores de 12. Después de más de 10 años de acciones bélicas la ONU y Gran Bretaña decidieron poner fin al trance.

Es lo que quedó. El país es un cúmulo de matices, una metamorfosis que oscila entre lo que pudo haber sido y lo que les impusieron ser, luego de una guerra en la que participaron el gobierno local, Liberia, Europa y Estados Unidos con la finalidad de atesorar los diamantes.

La selva que fue, ya no lo es tanto, y los animales hicieron las veces de alimento en los momentos más atroces. Un PBI per cápita de 488 dólares -puesto 190 de 196 entre los países más pobres- y casi un pueblo que come una vez al día. “Pero al menos no hay guerra”, dirán algunos, con sus brazos regados de marcas y un dejo de orgullo por la reconciliación que -con altibajos- se propaga en el país más redondo del mundo.                                   

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Cuando llegás a Sierra Leona el calor te penetra y mucha gente te sonríe. El aeropuerto está abarrotado de empleados, subempleados y uno que otro oportunista que intenta cobrar por cualquier servicio, desde cargarte una valija hasta abrirte una puerta. Como en pocos lugares, en el Aeropuerto Internacional de Lugni, cada trámite incluye un pedido de coima desprovisto de maldad y de cualquier decoro. Nada tiene que ver con el embrollo que nos imaginamos en Sudamérica.

Aquí la persona sonríe, se tira un lance -cual ficha timbera- para salvar el día, la semana o el mes. Incluso el año, dirán. Puede ser a través de la oralidad y sin ningún tapujo: do you have some money to give me? O a través de la escritura o la mímica, redactando en un papelito el mismo pedido o abriendo un cajón y gesticulando para inducir al turista de turno, confiando en su coreografía y en la buena voluntad del visitante. Si la misión se concreta es una gran alegría, pero en caso de fracasar no hay mayores traumas y concluye con un saludo cordial y un deseo de buena suerte.

Los perfiles de las personas que llegan a Sierra Leona son, en mayor o menor medida, los siguientes: locales de una muy reducida clase alta que viajaron por Inglaterra y regresan o que directamente viven allí y pasan a saludar; empleados de alguna organización internacional; etcéteras de  diplomáticos de geografías más o menos interesadas en fortalecer lazos; chinos que arriban para trabajar en alguna de las tantas empresas connacionales que explotan los recursos -pocos- que le quedan al país; voluntarios de ONGs; sacerdotes y, los menos, empleados de las autodenominadas empresas de impacto social o curiosos que viajan para conocer la realidad de una geografía de la que  se sabe poco, más allá de los diamantes de sangre y, por supuesto, el ébola.

Se puede llegar al centro de la ciudad de Freetown por ruta, pero la manera más rápida es por agua. Todos los arribados se apiñan en un barco que en una hora recorre parte del océano y los deposita en tierra firme. Previo a eso, cuando los primeros botes anclados en la costa comienzan a divisarse desde la barca, algún diplomático dirá entre risas que -de noche- la costa sierraleonesa se parece a la de Mónaco, pero a la luz del día las construcciones ampulosas viran a moradas de chapa a medio terminar y los ferraris se transformarán en autos de tercera mano o en moto taxis que llevan hasta 5 personas.

Panorámica de algunas casas de Freetown que dan al Océano Atlántico. Foto: Mariano Herrera.
Panorámica de algunas casas de Freetown que dan al Océano Atlántico. Foto: Mariano Herrera.

El Google Maps convida información; desde Freetown hasta Madina, pueblo cercano a la frontera con Guinea, hay casi 5 horas de viaje. Una máxima de tinte esnob, de tanto en tanto es cierta; lo que sucede en las aplicaciones poco tiene que ver con la vida real. Nadie nos dirá que no es recomendable hacer el periplo de la capital al norte en un solo día.

Cinco son las horas de viaje de Freetown a Kambia, que está a mitad de camino, y 7 desde ese pequeño epicentro de taxis donde ofrecen los asientos y los techos para que las personas puedan acercarse a cualquier punto.  Pueden ser más dependiendo de la cantidad de percances que sufriera el automóvil o de la cantidad de veces que el chofer y los tripulantes decidieran bajar para charlar y disfrutar del sol.

En el libro “Los Hombres Leopardo se están extinguiendo” José Chema Caballero, que llegó al país en el rol de cura y dejó los hábitos para quedarse con el pueblo sierraleonés durante la guerra y ser un actor protagónico del proceso de reconciliación, analiza la ayuda internacional en África y, puntualmente, en Sierra Leona. Además, se pregunta las razones de la reconciliación en el país; si es el hartazgo de matarse a diario o un recorrido extraordinario del perdón. Y se vuelve a preguntar: ¿cuánto durará la paz?

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La cerveza llama a cuerpos en Madina. Pero los esquiva, no es cosa de locales. El León es una moneda que cuesta mucho y dura poco, y el valor de la Star se escapa a cualquier presupuesto personal. Nadie nos dirá, tampoco, que si compramos una tendrán que ser varias: en un país donde se comparte desde las comidas hasta los techos de los autos, es lógico que haya que repartir las cervezas.

El sol se mezcla con el polvo que te salpica en la cara, y se inhala como tufo a pescado disecado.  Hace más calor que en todo el país o eso parece, porque no se divisa ni una pizca de agua para refrescarse.

Madina fue uno de los rincones donde el estruendo de la guerra más impactó. Eso explica su radiografía:  estructuras rotas, como espejismos de bonanzas pasadas, montones de escuelas que intentan resurgir sin docentes autorizados, una salita médica deteriorada y un pueblo sin luz eléctrica. También explica un dato demográfico: parte de la población conformó una milicia local para defender al pueblo, otra parte -los más jóvenes- fueron secuestrados como niños y niñas soldado por parte de las tropas rebeldes y las del gobierno, y otra minoría encabezó al citado ejército rebelde que devastó la aldea. Todos conviven.

Por momentos el viento habla más que la gente. Por momentos, también, hay risas y hasta peleas, que se tornan otra vez en carcajadas sin mucha explicación. Y después el silencio.

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Madina es el pueblo más grande del municipio –chiefdom– de Tonko Limba, que está dentro del distrito de Kambia. Chiefdom viene de Chief, los líderes de cada municipio del país. Los extranjeros que llegan deben hablar con ellos para informarles las actividades que van a realizar. La escena es más o menos así: pedís permiso e ingresás a una suerte de tinglado. Allí está el Chief con un séquito de gente alrededor que se limita a reír. Pedís permiso para hablar, pedís permiso para fumar, pedís permiso para tomar agua, pedís permiso para sentarte. Pedís permiso. Son déspotas de micromundos, con una extraña devoción por el fútbol argentino.  Riquelme, Maradona, Messi… y las puertas se abren.

Una calle de tierra conecta todo con todo. Las casas -que pueden ser grandes o chicas, de chapa o de material- tienen algo en común; a todas les falta algo importante: electricidad, puertas, ventanas o techo que las hacen parecer incompletas. Las ferias de ropa, los puestos de comida con un stock que se compone de alguna cebolla, pescado disecado y bolsas de arroz, algún bar, los centros de carga de teléfonos donde la gente acumula los celulares para no quedarse sin batería y los colegios, las iglesias católicas y las mezquitas.

Donde se reúnen adultos y niños es en los cines, que se conforman por una televisión de 21 pulgadas y una serie de banquetas que hacen las veces de butacas para alrededor de 80 personas. Allí se dan cita para ver cualquier partido de fútbol, en general, europeo. Se encienden grupos electrógenos y comienza la maratón que concluye de noche cuando todo queda en penumbras, salvo la luna y las estrellas que se ven más fofas y cándidas desde el noroeste de África.

Donde se reúnen solo niños es en la estación de servicio, que parece resquebrajarse y caerse, pero se empeña en mantenerse en pie. No hay muchos autos, pero sí mucha gente. Los chillidos de excitación boicotean al mutismo, los chicos se ríen y le dan la mano a un hombre de más de 60 años y menos de metro y medio de altura, que luce una Taqiyah, una chomba y una bermuda azules.

En 1998 el coronel Joseph Ziddy lideró a una parte del ejército liberiano que cruzó la frontera para luchar junto al Frente Revolucionario Unido de Sierra Leona (RUF) contra el gobierno local, que presidía Joseph Saidu Momoh y que se valía de cierta ayuda de Gran Bretaña. La milicia rebelde sierraleonesa estaba encabezada por Foday Sankoh, pero tenía el apoyo del dictador -por entonces presidente liberiano- Charles Taylor que contaba con fuerza de choque entrenada por la Libia de Kadafi y financiada por Francia y Estados Unidos. El pretexto era la igualdad y el fortalecimiento de la democracia, la realidad indica que el objetivo solapado -o no tanto- era la extracción de diamantes.

Para hablar con Ziddy hay que ser paciente. Cuando los chicos se van recién hay que acercarse, es un rockstar. Ziddy combatió en Kenema, Port Loko y Kambia, hasta llegar a Madina. Allí decidió quedarse, se instaló en una casa y al único niño que había quedado dentro -hijo y hermano de una familia huida- lo cobijó como su guardaespaldas. Un hombrecito de menos de 15 con un rifle que pesaba más que su cuerpo.

Joseph Ziddy pidiendo por la paz en su nuevo hogar, Madina. Ziddy fue uno de los coroneles del ejército rebelde liberiano que ocupó Sierra Leona durante la Guerra Civil. Fue quien estuvo al mando de la ocupación de Madina. Foto: Mariano Herrera.
Joseph Ziddy pidiendo por la paz en su nuevo hogar, Madina. Ziddy fue uno de los coroneles del ejército rebelde liberiano que ocupó Sierra Leona durante la Guerra Civil. Fue quien estuvo al mando de la ocupación de Madina. Foto: Mariano Herrera.

A menos de cinco minutos de caminata de la estación de servicio, donde Ziddy hace reír a los niños, vive James. El ex niño, el exsoldado y una fisonomía que reúne a esos dos universos contrapuestos que en un pasado no tan lejano se mezclaron en su vida.

—Nos tomaron por sorpresa, salieron de la selva, recuerda.

Primero parado, después sentado, siempre bajo la copa de un árbol, James mira a todos los costados. Hace mímicas.

—Muchos huyeron, incluso mi familia.

Sintió su olor, dice, mientras parece olfatear, y se acostumbró a vivir con ellos. Me acostumbré a sus prácticas, reafirma. Que no eran tan malas como las de los otros, vacila. Ziddy, a pesar de todo, era un buen hombre, se convence. 

—Nos obligaban a tomar vino y a caminar junto a ellos por la selva. Armados, aunque por suerte nunca tuve que matar a nadie.

Luego nos dirán que los niños soldados también eran obligados a fumar porros y a tomar cocaína cortada con pólvora. Brown brown, enfatizarán. También nos dirán que fueron sometidos a matar; a matar gente inocente, amigos y hasta familiares.

Reflexionarán, dibujarán una sonrisa y soltarán una frase que retumba en las construcciones mentales de otros mundos: “Ahora somos hermanos y hermanas, vivimos juntos, hasta con algunos dormimos en las mismas camas”.

James Alimamy Samura sentado cerca de su casa en Madina. James fue uno de los tantos niños secuestrados como soldados en la ciudad de Madina, en el distrito de Tonko Limba, al norte de Sierra Leona. Foto: Mariano Herrera.
James Alimamy Samura sentado cerca de su casa en Madina. James fue uno de los tantos niños secuestrados como soldados en la ciudad de Madina, en el distrito de Tonko Limba, al norte de Sierra Leona. Foto: Mariano Herrera.

Cuando Ziddy habla vuelve a un pasado selectivo. Nos cuenta que antes de trabajar en la estación de servicio fue el entrenador del equipo de fútbol de Madina, mientras envuelve sus sandalias en la tierra que -asegura- supo ser el pasto de la cancha del pueblo. Su sonrisa le gana a los ojos, y nos alardea con el invicto de centenares de partidos que tuvo el equipo, aunque no haya documentos que avalen esa faena. Que era más un Mourinho que un Guardiola, pero que todos lo respetaban.

Es un pasado que se detiene justo después de la guerra civil. Luego se anima y salta el umbral. Se sitúa en ese momento. La cara se cae y los ojos se derraman por encima de sus dientes. La esclerótica no es blanca, es roja y su boca escupe a borbotones:

—Lo que vi en la guerra no se lo imaginan. Yo vivía en paz en Liberia, hasta que Charles Taylor desató la guerra. Primero en mi país, mataron a mi esposa y a mis hijos, los destriparon, cuenta, mientras hace el gesto de la cuchilla, de abajo hacia arriba.

Parece vencido.

Cuando James habla se va al futuro. Se jacta de querer que los niños de su pueblo tengan educación. Necesitan dinero, y él tiene un proyecto personal que se encarga de buscar esos sponsors. Sonríe, toma a un niño que pasa caminando por ahí. Parece un político.

La mayor porción de los más de 8 millones de habitantes que tiene Sierra Leona son niños de 0 a 4 años. Se pasean solos, saludan a propios y extraños. Las cifras les dan vida hasta no más de los 60.

—La experiencia pasada no puede vulnerar el futuro. Mírenme, por todo lo que pasé, las cosas que me hicieron Ziddy y toda su gente, pero aquí estoy, levanta la voz James.

Ese slogan un tanto acartonado es la excusa para volver a la guerra.

Suspira, frena, recuerda, Ziddy: “Yo era coronel, y tuvimos que cruzar a Sierra Leona por órdenes del gobierno. Recorrimos todo el país, meses, años, días y noches disparando… Ya no quiero más guerra. Mis últimos días quiero vivirlos en paz aquí, Sierra Leona salvó mi vida”.

Cuando la cúpula del RUF se rendía y la ONU y Gran Bretaña dibujaban la paz en Sierra Leona, Ziddy seguía siendo el mandamás de Madina. Entre las telarañas que se tejen en cada cabeza, parece absurdo e inadmisible pensar en que un invasor pueda quedarse en la tierra invadida, cuando su poder se había terminado.

James reconoce:

—Cuando veo a Ziddy lo saludo. Siempre pienso que pudo haberme matado.

Y no lo hizo.

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Este trabajo es producto de una de las versiones del taller “Contar el mundo” organizado por El Dipló y Revista Late

 

 

 

 

 

 

 

  

 

 

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