Las razones de la mediocridad de la Selección española y su rechazo al Real Madrid
Las razones de la mediocridad de la Selección española y su rechazo al Real Madrid
Ángel del Riego

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Las razones de la mediocridad de la Selección española y su rechazo al Real Madrid

El estilo implantado por Guardiola en el Barça se ha apoderado de una Selección Española en la que todos los jugadores parecen sacados del mismo molde y La Masia aglutina poder

Foto: Luis de la Fuente, durante el partido frente a Colombia en Londres. (EFE/Neil Hall)
Luis de la Fuente, durante el partido frente a Colombia en Londres. (EFE/Neil Hall)

Hace unos días, la Selección Española de fútbol jugó un partido amistoso contra Colombia. La Roja estaba llena de jóvenes entusiastas que fueron convenientemente ridiculizados por James Rodríguez. James es un exjugador cuyo ritmo es el de Aníbal cruzando los Alpes subido a un elefante pero con un pie izquierdo que sigue emitiendo destellos de la radiación cósmica original. Esa radiación que ha abandonado definitivamente al fútbol patrio.

Los jugadores de la selección ibérica eran intercambiables. Llevan siéndolo desde que el tiki-taka pasó de ser un estilo futbolístico al correlato moral de una época donde todo es anunciado por megafonía; donde no es posible el secreto ni el misterio y la naturaleza se envasa al vacío para ponerla en un estante de colores amables a gusto del consumidor.

Recordemos. España ganó una Eurocopa con Luis Aragonés en el año de gracia del 2008. No había rencores ni soldaditos de plomo. Tampoco un horizonte claro. Antes del torneo, se presentía que la suerte podía cambiar. Como en 1986. Como en 2002. Como contra la Francia de Zidane en 2006. Todas esas selecciones llevaban detrás el brillo del buen juego. Algo sencillo de imaginar, pero imposible de definir. "El buen juego se parece tanto al amor", se hubiera dicho en el Twitter del 2012, y verdaderamente es así.

placeholder James Rodríguez tuvo un impacto demoledor contra España. (Reuters/Hannah Mckay)
James Rodríguez tuvo un impacto demoledor contra España. (Reuters/Hannah Mckay)

Brasil 82, un equipo inolvidable

Una proyección carnal sobre la pelota que es domesticada y obedece como en un embrujo. El buen juego en Argentina, el país que piensa el fútbol y verbaliza las esquinas vacías, es el juego de pase, libre y abierto, donde la táctica es sólo un mapa general por donde se debe orientar el jugador, que con un talento siempre unido al balón, desordena de mil formas diferentes al equipo rival hasta llegar al gol.

La quintaesencia de ese buen juego fue la Brasil del 82. Equipo sin posiciones fijas donde —como mucho— los jugadores tenían roles definidos y el equilibrio brotaba armónico de las pequeñas asociaciones entre los futbolistas. Ese equipo no ganó nada, parecía no querer pagar ninguna deuda con el demonio del azar o el de los lugares comunes. Y el destino es siempre cruel con quien reta así a lo dioses.

Foto: El centrocampista Sócrates, durante su participación con Brasil en el Mundial de 1982. (EFE/Roger Parker)

Tenía un portero sin brazos, un delantero sin pies y centrales sordomudos. Pero nadie se olvidó de ellos. Su memoria serpenteó los años y rompió muchos diques que el fútbol-hormigón del 1-0 que merodeaba cualquier final de los 70/80, había levantado. Una de las razones de la fascinación de ese Brasil era el tremebundo disparo de la mayoría de sus jugadores. Nadie la pega como los brasileños. No le dan de plano, sólo la tocan con unos dedos —nadie sabe cuales— y la pelota sale fortísima y tocada, buscando esos huecos tan grandes que hay en las porterías.

La edad de oro de la Selección Española

En algún momento entre el 2006 y el 2008, en España se encendió la virtud. Quizás fue ese partido en el que Sergio Ramos marcó un gol al que habían precedido 20 toques seguidos. O quizás otro. Pero todos fueron conscientes. Este es un país de impresiones instintivas y muchas veces acertadas. Esas impresiones crean una idea a la que se le pone un nombre y después viene la mentalidad y la estructura. Una vez que pasa esto ya nada escapa del fanatismo español. Todo hay que llevarlo hasta el extremo y sólo emociona lo más puro de ese estilo manierista adonde se converge.

El juego del 2008 era lejanamente parecido al de aquel Brasil. Posiciones más fijas pero con la pelota igual de bien tratada. Era un vals. Quizás menos arrogancia en el talento, menos porcentaje de divinidad en el toque, pero con defensas-perro y delanteros de verdad. En la zona central, un montón de chavales pequeños, listos y muy técnicos pasándose el balón como quien hilvana un tapiz. Eso, solo era una parte del juego de la Selección, pero se tomó erróneamente por el todo. Los Silva, Iniesta y Xavi. Su juego era emocionante y remitía a las fábulas que leemos de niños. El listo, el inocente, el de corazón puro y coraje infinito (Iniesta), es el que se lleva el tesoro, el que salva a la princesa, el que rompió su trono y cortó su pelo y de sus labios hizo brotar el Aleluya.

placeholder Un Mundial único en la historia. (EFE/Juan Carlos Cárdenas)
Un Mundial único en la historia. (EFE/Juan Carlos Cárdenas)

Pero todos se olvidan de los otros. De Ramos y su energía infinita. De Marchena con el hacha, de Puyol y su fiereza. De Villa y Torres, dos delanteros de verdad que marcaban goles de verdad. Jugadores de más de 25 goles por temporada, que es donde está la raya del apoteosis. En realidad no se olvidaban, simplemente se había creado un relato, una narrativa a favor de una idea bien verbalizada —el tiki-taka— que hacía que esos jugadores pareciesen secundarios en una película de acción. De los que mueren rápido o acompañan al héroe. Y el héroe era siempre Iniesta. O Xavi. Los chavales de La Masia. El estilo-nación que en el 2010 Del Bosque fue puliendo hasta que se trajo un Mundial para España.

Aunque la propaganda del Barça ayudó lo suyo —y el Barça de Pep lo era todo en aquel momento— el que una idea estupenda acabara en un fanatismo pobre, inmóvil y estéril, fue cosa de todos, o casi todos. De los periodistas, de los entrenadores y de las canteras, que influidas por el éxito, importaron el estilo Barça en masa y convirtieron las canteras españolas, antaño heterogéneas, en una masa viscosa de donde salían por cientos extremos clones de Pedro, medios tísicos de 1'70 con dos años de recorrido en la élite y delanteros que se asociaban como nadie y marcaban 10 goles por temporada.

Hay que recordar algo muy importante: el Barça compra a los delanteros. No les hace falta construirlos, algo prácticamente imposible con su sistema educativo. Está Messi, sí, pero Messi es como Vinícius. Un genio comprado muy joven y al que había que pulir. Sus constantes existían previamente.

El momento en que todo cambió

Hay que recordar otra cosa: la gran generación española que alumbró los éxitos 2008/2012, surge de todo tipo de canteras y todo tipo de métodos. La Masia surte de mediocampistas y de un central como Piqué. Puyol es una rara avis única en su especie, como Iker. El gol es cosa de aquella fantástica cantera asturiana —Villa— y de un atlético que se hizo contra las circunstancias: Torres. Ramos es un defensor andaluz de la estirpe de Hierro. Los de los descampados sol y sombra, capaces del cataclismo y del poema. Y muchos otros, cada uno de su padre y de su madre, construyen un equipo con toque, gol, fiereza y agonía.

Justo lo que se destruyó con la homogeneización edulcorada y moral del fútbol español post-2012. Esa Eurocopa 2012 con una selección que ya no era libre ni alegre. Era un monumento a la posesión conservadora, quizás la aportación más coñazo de España a la cultura universal. Eso no quiere decir que hiciera un mal fútbol. De hecho era un juego de altísima escuela que quizás sólo ellos fueron capaces de imaginar, de trazar y de lleva a buen puerto.

placeholder Gerard Piqué celebra la Eurocopa. (Reuters/Carl Recine)
Gerard Piqué celebra la Eurocopa. (Reuters/Carl Recine)

Pero dentro de ese juego estaba ya el virus de manierismo, del estilo por el estilo. Era el final de una época desde donde se pasó de la ilusión a la gloria y de la gloria a la decadencia como si cada dos años fueran una era geológica. Aunque Xavi Hernández era la idea, el mejor de aquel equipo 2012 fue Xabi Alonso. Y Ramos y Arbeloa los que lo sostenían desde atrás.

Era un equipo sin delanteros donde los goles los marcaban un elegido diferente en cada momento. Arbeloa, del que no quiso prescindir Don Vicente, a pesar de dejar caer hace unos días que "no hace falta ser muy buen jugador para ser buen entrenador". Algo que en boca del seleccionador es un insulto condescendiente, muy digno de aquel que fue expulsado del Madrid y desde entonces va desgranando un veneno lento cada vez que le ponen un micrófono delante.

El grave problema del fútbol español

Ese mismo veneno, latente, hipócrita, no tan fácil de desenmascarar, es el que han tenido los últimos seleccionadores contra el Madrid, o todo lo que huela a merengue; y es el ambiente del fútbol español desde la época de Mourinho. Esto ya está muy hablado. Pero para explicar la mediocridad sencilla de la Selección Española, hay más cosa.

Desde la última Eurocopa victoriosa, España sólo ha dado jugadores "que juegan bien". Jugadores que juegan correctamente. Quizás Morata, con su fatúm a cuestas de canterano del madrid que no triunfó en la casa madre, es el que se sale del camino trillado. Esos jugadores han sido fabricados cuidadosamente en canteras que son como madrasas, copias de la ideología xavista original. El toque y me voy. Recepción, control orientado y pase al compañero que esté libre. El juego aseado. Los extremos abiertos, rápidos y que provocan grititos en los comentaristas "jugadores de los que ya no se ven", dicen.

placeholder Cubarsí, De la Fuente y Morata, en un entrenamiento. (EFE/RFEF)
Cubarsí, De la Fuente y Morata, en un entrenamiento. (EFE/RFEF)

Aunque haya 4.000 disponibles en diferentes tamaños, marcas y colores. Un estilo que dio rápidamente un correlato moral que estaba escondido en el fútbol español —siempre desconfiado del futbolista muy físico— y que eclosionó con el discurso paternalista de Del Bosque. Del Bosque, un verdadero formador del espíritu nacional. Un espíritu que limitaba al norte con el talento voluptuoso y a ratos fiero de Zidane y al sur con Cristiano Ronaldo, el gran antagonista de la selección española que además lleva encima todas las cualidades contra las que el fútbol español conspira: el individualismo, la chulería, el regate vertiginoso, la pegada monumental. Esos goles bellos como películas de catástrofes que aquí son considerados una herejía.

El fútbol español fue espabilando lentamente con la llegada de Luis Enrique. Por lo menos no parecía comatoso. Se cambió el barroco por la sencillez y un cierto vértigo, pero seguía faltando lo fundamental: gol y centrales. No había gol porque los chavales no estaban educados en el egoísmo innato del goleador. Y no había centrales puesto que la ideología guardiolista había corroído hasta el sentido común más elemental. Dar patadas es del paleolítico y la agresividad un residuo del pasado, así que los centrales son chavales sin complejos que sacan el balón jugado y se adelantan siempre que pueden a los rivales. Eso es el plan. Pero el plan sólo funciona en las películas, y en las españolas, tampoco.

El exilio de Sergio Ramos y los jóvenes del Barça

Como la selección era una selección de niños, se expulsó sin miramientos al único hombre disponible: Sergio Ramos. Y se explicaba una y mil veces que eso era un residuo del pasado y que convenía mirar al futuro. Todo eran chavales con un futuro prometedor y en esas seguimos. Pero parece que el futuro no acaba de llegar. Como un horizonte intermedio pero inalcanzable.

Como en el final de las guerras, unos chicos cada vez más jóvenes, sustituyen a caídos en combate de 20 años. Sus nombres se van acortando, quizás hasta la nada. Pedri, Gavi, Pau. Eso da una impresión de frescura que el juego desmiente con contundencia. Lo hizo James Rodríguez, veterano pintor de batallas con una zurda de miel. Los únicos récords que se baten en la selección son los de precocidad. Ahora es Cubarsí, que ha tardado dos meses desde su debut en primera hasta llegar a la selección. Lo de Lamine Yamal fue infinitesimal.

Foto: Luis de la Fuente, en rueda de prensa. (EFE/Zipi Aragón)

Se empezó a oír su nombre y ya estaba con la casaca roja puesta: 16 años de lozana juventud. Antes que él fue Gavi, que desde su debut en primera hasta dar el salto a la selección tardó un mes. Pedri tardó algo más, unos 6 meses, más o menos lo mismo que Balde que estuvo en el último mundial sustituyendo a Gayá. Ansu Fati tardó casi un año desde su debut en el Barça hasta su debut en la selección. Ahora parece una eternidad.

El resto de jugadores de otros equipos, tardan mucho más. Dos, tres, cuatro años. O a veces el infinito, como es el caso de Brahim, que con 24 seguía suscitando dudas razonables en la Federación. De los jugadores del Barca, Ansu ya no es de este mundo. Pedri encadena lesiones y bajos estados de forma. De Balde y Gavi no hay noticias, ambos lesionados también, pero los novísimos Lamine y Cubarsí, están predestinados al paraíso. Sin duda llegarán al paraíso. Pero no en esta vida. En esta vida es James Rodríguez el que —por ahora— dicta las sentencias.

Hace unos días, la Selección Española de fútbol jugó un partido amistoso contra Colombia. La Roja estaba llena de jóvenes entusiastas que fueron convenientemente ridiculizados por James Rodríguez. James es un exjugador cuyo ritmo es el de Aníbal cruzando los Alpes subido a un elefante pero con un pie izquierdo que sigue emitiendo destellos de la radiación cósmica original. Esa radiación que ha abandonado definitivamente al fútbol patrio.

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