Saga Bond: Sean Connery (IV), por Julián Valle Rivas

Saga Bond: Sean Connery (IV), por Julián Valle Rivas

operacion trueno james bondPor qué la película más taquillera del periodo Connery, ganadora del Óscar a los Mejores Efectos Visuales (confesado el relativo valor que concedo a este tipo de reconocimientos), es para mí la más narcotizante e infumable de su singladura se podría argumentar, gracias a la fuerza expansiva y revitalizante de las palabras, por la desidia que el actor comenzaba a mostrar hacia el personaje que minaba su ánimo como los días minaban la frondosidad de su tejado craneal, el cual comenzaba a manifestarse fofo y desangelado, como acongojado o aplastado por las inmarcesibles desesperanzas arrastradas por el tiempo.

 

   Habían transcurrido sólo tres años desde la primera entrega y se presentaba a un Connery condensado por los turbios designios de la madurez. Aquel 007 que, derrochante de lozanía, deslizante de impureza, se había enfrentado al Doctor No, se descubría mortal, sincrónico, como cualquiera de sus congéneres. Aunque, justo es reconocerlo, Sean Connery conservaba y conservó, cualidad imperecedera, ese porte, esa presencia arrebatadora en pantalla cuya derrota ni siquiera se encontraba al alcance de las devastadoras competencias atribuidas a los años.


    Connery ya había impactado sobre la mesa de los productores Broccoli y Saltzman su deseo de desvincularse del papel con la sutileza con la que una hoja seca impacta sobre el suelo, al desprenderse de su rama. Agotado o hastiado, el compromiso (y, quizá, una bonificación económica) vigorizó su interés, pero su cuerpo parecía querer infringir las leyes evolutivas, dispuesto a saltar un quindenio en menos de dos años. Todavía en 1965 la afirmación se ensacaba en el terreno de la teoría. El esfuerzo físico, amén de la apariencia, que exigía el protagonismo o el temor al encasillamiento serían factores determinantes en su posicionamiento. Curiosamente, Connery no era consciente de que su sombra había quedado proyectada en el muro de las leyendas cinematográficas. Proyección que supo vivificar, cuando, cual dios munífico, atendió a los ruegos de su regreso en 1971, incluso en su versión libre o apócrifa, en 1983.


    Para «Operación Trueno», mientras Guy Hamilton grapaba a sus sienes los laureles por «James Bond contra Goldfinger», Terence Young había trabajado en la nueva producción, junto con Broccoli, Saltzman y Kevin McClory, escogiendo a un equipo de camarógrafos especializados en rodajes subacuáticos y manteniendo a Richard Maibaum como guionista preferente y engranaje (a partir de la idea adaptada de Jack Whittingham y Kevin McClory), y el apoyo de John Hopkins; a Ted Moore, en la fotografía; y John Barry, para la música, con tema de cabecera escrito por Don Black e interpretado por el incombustible Tom Jones, diseñado para el personaje (la composición incorpora acordes del tema principal). Peter Hunt supervisó ahora la labor de edición a cargo de Ernest Hosler. Retomaron sus papeles, por su parte, Bernard Lee, Lois Maxwell y Desmond Llewelyn.


    Un liminar estupefaciente abre el largometraje en el que James Bond asesina a un miembro de SPECTRA, el coronel Jacques Bouvar (Bob Simmons) —éste ha fingido su muerte—, sirviéndose, para huir del lugar, de la famosísima mochila propulsora, que, honestamente, con los minutos invertidos en encasquetarse, quitarse el aparatejo y encajarlo en el maletero del Aston Martin (se requiere la colaboración de dos personas), cuya capacidad descarta el largo viaje repleto de bártulos, habría tardado menos, si hubiera salido corriendo por una de las puertas de la mansión. No hay problema, pese a, dada su practicidad: todo caballero ha de disponer de su mochila propulsora; además, el bólido del Agente 007 cuenta con una pantalla trasera antibalas que se despliega a discreción y dos potentes chorros de agua a presión, ingobernables para cualquier secuaz del montón que ose perseguirlo. El caso es que el espectador asiste a la tradicional junta general de villanísimos de la organización criminal, presidida, cómo no, por Ernst Stavro Blofeld, durante la que causará baja el número nueve, por expulsión directa. El número dos, Emilio Largo (Adolfo Celi), da las pautas del nuevo plan: reclamar una exorbitante suma de dinero a los gobiernos. SPECTRA —se irá descubriendo a medida que la trama se desarrolle— robará dos bombas nucleares de la OTAN y amenazará con explotarlas en Gran Bretaña, si no se le abona la cantidad. Para ello, suplanta al piloto, mayor François Derval (Paul Stassino), seducido por la exuberante asesina Fiona Violpe (Luciana Paluzzi), por un mercenario a quien se le ha realizado una cirugía estética en un centro de salud donde, mala suerte, James Bond se recupera de una lesión ocasionada durante su enfrentamiento con Bouvar. El agente británico comienza a ser testigo de sucesos extraños en la clínica, algo le huele a podrido. Entretanto, el avión que transporta las bombas queda a merced de SPECTRA y es ocultado en el fondo del mar. La misión conducirá a Bond hasta Nassau tras Dominique Derval (Claudine Auger), hermana del piloto, a quien ha visto muerto en la clínica, y amante de Largo. Allí se reúne con Felix Leiter (Rik Van Nutter) y Q, para surtirle los artilugios más innovadores del Servicio Secreto, y pronto hallarán el avión bien custodiado por un equipo de submarinistas poco amistosos. En fin, por resumir, ahorrándole los cabeceos a los que el suscribiente ha sucumbido en este punto de la trama, Largo y Bond se harán la puñeta recíproca o mutuamente, completando la cuadratura Fiona y Dominique. La historia se plaga de escenas subacuáticas, echando el resto en la batalla definitiva entre los dos bandos que, sin duda, tendría su mérito técnico por aquel entonces. Por descontado, termina el filme con pelea en barco, muerte del maloso Largo y rescate de Dominique.


    La cuarta entrega fue un triunfo arrasador, lo tecleaba al principio; empero su presupuesto se había triplicado, respecto de su antecesora, y la saga se había popularizado, había demanda, había ansia de 007. Sin embargo, no soporto «Operación Trueno». La narración que avanza en paralelo me resulta lenta y aburrida, de chiste la introducción, muy evidente lo artificioso de las escenas submarinas rodadas en un estanque de estudio, demasiado de iluminación y escasez de diseño por momentos. La lógica dificultad de movimientos bajo el agua resta intensidad a la lucha, y se abusa hasta el extremo de la aceleración de secuencias… Será que tanta agua me ahoga la atención, la atracción hacia una miscelánea de espionaje y acción; será que el físico del actor me desdibuja la imaginación, la imagen esperada del protagonista.


Julián Valle Rivas

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