Abril
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Abril

“Especialistas hay que hablan de estrés infantil. Es el mundo adulto que despliega sus neuras sobre el camino de baldosas amarillas”
Ilustración: María Luisa Hodgson

Luis Mateo Díez ha ganado el Cervantes, el premio más importante de las letras hispánicas. No conocía al escritor. Me lo había perdido. Imposible leerlo todo. Después de muerto tendré tiempo. Eso espero. Antes las primaveras pasaban de Pascuas a Ramos, aunque quisiéramos crecer. Ahora la vida se va en un santiamén. Será porque pensamos demasiado en ella. En la infancia no piensas. Vives. La infancia debería durar más. O toda la vida.

El octogenario Luis Mateo Díaz dice que de niño escuchaba lo que la voz contaba y que eso le llevó a escribir. Ahora la vida, insisto, apenas escucha y el albor es demasiado pronto adolescente y carne de diván. Será que no se estremece en el silencio de un adagio, en el cálido abrazo del folk. Se perrea en la bazofia.

De pibe jugaba al ajedrez. Leía algo de teoría de aperturas y atendía los movimientos de quienes pensaban más. Partidas, palabras y la discreción del peón enseñaron a ganar y perder. Décadas después la nostalgia del tablero estremece cuando mi pequeño Manuel mueve piezas ajeno al rumor de la iniquidad. Pero el guardián vela impertérrito, incluso en lo lejano del valle. La Mérica, la montaña alta, protege entre lagartos gigantes y olor a tarajales. Algún día volaremos de nuevo con Dick Van Dyke al volante de Chitty Chitty Bang Bang.

Especialistas hay que hablan de estrés infantil. Es el mundo adulto que despliega sus neuras sobre el camino de baldosas amarillas. El ánimo desinquieto se etiqueta con el trastorno por déficit de atención e hiperactividad. Los boliches son fósiles del paleolítico en patios contemporáneos de colegio en donde el cortisol y TikTok son tendencia. La existencia y sus circunstancias se somatizan en un continuo de padecimientos y ombliguismos. ¡Qué difícil ser menor en la esfera madura de filias, fobias y memeces! Y qué suerte ser menor para abstraerse en juegos banales y escenarios maravillosos alejados de la verborrea política y de la cohorte opinadora encantada de su verdad. Cómo gusta a la galaxia adoradora la reprobación voraz, el sarcasmo, la injuria, la rabia, la risa mezquina, la destrucción, el hacha de guerra, amortajar cadáveres aún vivos. Y luego dicen que las niñas y los niños son crueles.

Educarse no termina a los diez ni a los quince ni a los veinte. No termina nunca. Perilla y depilación estilizan el porte, la superflua dignidad. La silicona desafía la fuerza de la gravedad. En el fondo, majaderías. La actitud es otra cosa. Está por encima del espejo, de la carne y el lifting. El brillo va por dentro: desvelos, autocrítica, renuncias y alegría. No vale eso de Baroja de que el mundo es ansí. No vale eso de Summers de que to er mundo e güeno. Milongas. Justificar el abismo es una necedad, un bucle indulgente. Rectificar es posible. No por afán de perfección, sino por recuperar pantalones cortos con tirantes, lucir trenzas con lazo y explotar en el morro un chicle Bazooka. Elogio de lo pueril. Civiliza la lúcida ingenuidad. Solo hay que aproximarse a la sabiduría, dijo el poeta Alexander Pope. Solo hay que asumir lo rotundo de lo mundano. Si quieres, con un toque de surrealismo.

Creyones para la fealdad. Colores sobre blanco. Luz. El elefante azul de Playskool fue el primero. Las cinco vocales del murciélago y la historia hasta la zeta. La nuestra. Aquellos veranos con fotografías eternas en los cajones retratan risas resplandecientes que no envejecen. La sangre de mi sangre y el pelo blanco a los cincuenta y tantos que enreda los soles de amores. Abril floreciente de Esther: el aliento de mi hija.

Al atardecer, al llegar la mañana, nos aproximamos a lo que siempre quisimos ser.

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