Manolo Blahnik, Óscar Domínguez y Emilio Machado
tribuna

Manolo Blahnik, Óscar Domínguez y Emilio Machado

En China ya dejan vender sus manolos a Blahnik, que llevaba más de 20 años intentándolo por competencia desleal. Los chinos han sido justos con el paisano, que está a punto de cumplir 80 años y 50 de oficio. Al celebérrimo palmero de origen checo que vive en su casa de Bath, en Reino Unido, autoconfinado desde que estalló la COVID porque ha visto morir a muchos amigos, le hemos oído decir cosas muy inteligentes sobre el arte y la vida, sobre el genio y la creatividad. Diariamente, dibuja sus pedestales icónicos que calzan mujeres célebres y anónimas en todo el mundo que le recuerdan a su madre Manuela, la que le inspira desde la lejana posguerra en La Palma haciendo zapatos en la escasez con tejidos viejos, como un día me reveló; él mismo pinta y esculpe sus diseños con madera de arce antes del largo proceso industrial de una obra preciosista a caballo entre la artesanía y el arte excelso.


Blahnik es, como Óscar Domínguez, un canario en el olimpo de Europa, uno vive en su arcadia inglesa y otro lo hizo en Montparnasse hasta su trágica muerte. En el retrato oficial de Kate Middleton junto a Guillermo de Inglaterra, que acaba de presentarse, la duquesa de Cambridge luce en los pies un par de manolos verdes. Blahnik libra desde sus cimientos una batalla agotadora por alcanzar la metamorfosis perfecta de la mujer en nuestro tiempo. Ellas han puesto en sus manos sus pies.


Los dos, Blahnik y Domínguez, están en boga esta semana y han reaparecido como si regresaran tras sus respectivos paréntesis. Blahnik, premio Taburiente de nuestra casa, admite estar en prisión a cubierto de neumonías, leyendo a Thomas Mann o Dostoievski en su propio metaverso inglés, soñando una realidad inventada en el encierro impuesto para protegerse mientras el mundo se cae a pedazos por la pandemia y la guerra. Domínguez se recluía en su estudio de la calle Campagne Première, nº 23, de París, para pintar con la mirada de un guanche en una cueva de seres metamórficos. El hallazgo de la película Chez les Montparnos, de Claude Bernard, con las únicas imágenes del pintor en color nos ha reencontrado con el surrealista, su rostro sonriente con un capote de torero en las manos, en su atelier, afeitado y reluciente como si no estuviera enfermo de una acromegalia galopante y pocos meses después no se fuera a quitar la vida, el fin de año de 1957, nos lo hace más cercano que nunca antes. Mi recordado Gilberto Alemán -el periodista que me instruyó en sus secretos profesionales y políticos de enfant terrible de su época- habría disfrutado esta semana con la portada de DIARIO DE AVISOS en la que su mítico pariente abre la mirada de par en par, en sus postrimerías, como si quisiera dejarnos el recuerdo de un hombre alegre y despreocupado de sus demonios interiores. Al profesor José Carlos Cabrera, que ha sido el detective del descubrimiento hecho público por Filmoteca Canaria, le debemos esta resurrección inesperada de Domínguez. Cuando Lucas Fernández hizo la película sobre el pintor, este cobró vida ante quienes no lo conocimos personalmente encarnado por el actor Joaquim de Almeida. Ahora lo hemos visto sonreír en color y su imagen nos resulta más cercana.


“Bienvenidos a Tenerife en el Támesis”, exclamó irónico el alcalde de Londres bajo 40 grados, en un país descabezado políticamente al mismo tiempo que Italia, en mitad del conflicto bélico del este de Europa que ha puesto las economías del continente patas arriba. El infierno estival británico, que está volviendo loco a un país inexperto en calor, coincide con esa disparatada vida privada de sus dirigentes, empezando por el que se va, el premier Boris Johnson, “un hombre hablando en su propio funeral”, como dicen entre los tories, sus correligionarios, al verlo despedirse sacando pecho en Westminster mientras lo ponen a parir por las fiestas de la pandemia en Downing Street y el legado de sus incontinencias. Johnson, en ocasiones, tiene arrebatos que recuerdan a Oscar Domínguez, cuando no al mismísimo Picasso, su amigo y cómplice, o a Dalí, que le dio alas en aquel movimiento junto a Max Ernst y Breton. Dalí era un pintor surrealista divinizado por sí mismo como un producto que rivalizaba con su propia obra y daba que hablar tanto por sus cuadros como por sus excentricidades.
Emilio Machado, otro canario en el palco de los grandes pintores isleños, que fue discípulo de Dalí, me contaba sus vivencias con el célebre catalán, un genio de las artes plásticas, mediáticas y literarias. Machado, como Blahnik y Domínguez, es un canario en la diáspora, ahora en Barcelona como antes en Nueva York, y anhela crear en Santa Cruz una fundación con su extraordinaria obra. Machado, de ingente producción, es un artista olvidado y lejos, tras el telón de acero del procés, que no olvida sus raíces. Ama Santa Cruz, donde vivió hasta el otro día en la casa familiar de su padre arquitecto, tras agotar los años de la pasión americana en la ciudad de los rascacielos y en México, donde es considerado un pintor mexicano. Este palmero como Blahnik es, como Domínguez, un extranjero en su tierra y, como el viento, da saltos a la isla, va y viene, del Atlántico al Mediterráneo, cercado por la pandemia como un ciudadano del mundo que siente nostalgia de la amistad, esa gran damnificada de esta era de clausura.

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