OPINIÓN

Pierre Cardin: el futuro no era esto

De tanto perseguir el mañana, Pierre Cardin quedó atrapado por su pasado. Acotados por una coyuntura sociocultural y política única, los ideales indumentarios del creador francoitaliano siempre tuvieron fecha de caducidad, aunque él se empeñó en que su nombre tuviera la fuerza suficiente para trascenderlos. Aunque solo fuera como modelo de negocio
Pierre Cardin el futuro no era esto
Collage: Óscar Germade/ Foto: Getty Images

En diciembre de 1974, Pierre Cardin encontraba su lugar en la portada de la revista ‘Time. Tenía 52 años y, se dijo, era la primera vez que un diseñador de moda alcanzaba tamaño privilegio. Poco había de moda sin embargo en aquella cubierta. Quizá porque, en realidad, a finales de 1974 Pierre Cardin apenas contaba ya para la creación indumentaria. A partir del año siguiente se hablaría más de sus colecciones de mobiliario/diseño industrial y esculturas domésticas que de sus prendas, estudios geométricos con el círculo como punto de partida, demasiado rígidas para vestir el hedonismo disco, demasiado pop para el gusto de las hornadas irritantes del punk en un momento, además, en el que la ironía retro estaba reservada al dandismo teddy de los cincuenta. El revival mod aún tardaría en llegar y, cuando lo hizo, lo último que le interesaba al creador era abundar en su pasado, por muy glorioso que hubiera sido. “Mi destino es el mañana”, había proclamado en 1966. El problema es que, a principios de los ochenta, aquel mañana ya era ayer.

En realidad, nunca hubo futuro en la moda para Pierre Cardin más allá del preciso instante futurista que supo interpretar. El suyo es el caso del creador que, después de dar respuesta a las inquietudes indumentarias de un momento dado (la locura de la carrera espacial en los sesenta), no fue capaz de superarlas, trascenderlas. Es más, si se piensa fríamente, su alcance es breve, reducido a una concepción del mundo, de la sociedad, con fecha de caducidad. Cuando, de visita en las instalaciones de la Nasa, un vigilante de seguridad tuvo la deferencia –soborno de 50 dólares mediante– de dejarle vestir el traje de astronauta con el que Buzz Aldrin pisó la Luna, cerró su ciclo. Era 1971, y la humanidad ya orbitaba en el espacio no precisamente vestida por él. Incluso el cine había preferido a otro (el británico Hardy Amies) para ataviarla en la referencial ‘2001: una odisea del espacio’, un par de años atrás. “En 2069, caminaremos sobre la Luna o Marte con mis conjuntos ‘Cosmocorps’. Las mujeres lucirán sombreros campana de plexiglás y vestidos tubulares. Los hombres llevarán pantalones elípticos y túnicas cinéticas”, había profetizado. Sus predicciones no fueron más allá del otoño/invierno de 1967. No le faltaba razón al despiadado Pierre Bergé cuando, en plena disputa por la autoría del naciente ‘prêt-à-porter con su protegido Yves Saint Laurent, dijo aquello de “El suyo es un nombre que no recordaremos dentro de un año”. Bueno, sí que lo sería, pero por razones ajenas al estricto ejercicio de la creación.

Retrato de Pierre Cardin en su casa.jack burlot

La del éxito de la producción en serie no fue la única disputa que mantuvo en su día el diseñador francoitaliano. Con Mary Quant también tuvo sus dimes y diretes por la introducción de la minifalda. La británica terminaría admitiendo que no fue idea de nadie más que de las jóvenes que, a principios de los sesenta, en plena rebelión generacional, comenzaron a acortar el bajo de sus faldas y vestidos, una demanda que también hacían en las tiendas. Cardin no dio su brazo a torcer. Posiblemente porque sobre la mini cimentó su idea del estilo unisex: al alargar los chalecos para hombre, creó un diálogo inesperado con los minivestidos de mujer, de manera que las proporciones de las prendas resultaban equiparables. Bastaba con lucir unos y otros sobre sus pantalones cilíndricos –antecedentes del pitillo– para que el efecto fuera el de la transgresión de género. Para la época, claro, supuso un revulsivo, también porque fue el único de sus coetáneos que se atrevió a vestir a modelos femeninas y masculinos con la misma pieza, un mono negro cerrado con cremallera. Poco más ha quedado suyo para los anales, aparte de un momento de experimentación textil que desembocó en la creación de un tejido propio, el Cardine (homenaje a su apellido italiano real), una fibra sintética de polivinilo que tampoco pasaría el corte de la década prodigiosa. Que no hay mucho más donde rascar lo prueba la última muestra que se le ha dedicado, ‘Pierre Cardin: Future Fashion’, en el Brooklyn Museum de Nueva York, clausurada a principios de 2020: poco más de 170 prendas en exposición para una carrera que ha mantenido el pulso durante medio siglo. ¿Cómo? Explotando su nombre hasta la extenuación.

Cerca de un millar de artículos licenciados con su nombre/logo (esto es, producidos y, en no pocos casos, directamente ideados por terceros) componen en verdad el genuino legado de Pierre Cardin, el que en realidad le llevó a aquella portada de ‘Time’. Están los muebles y los objetos de decoración salidos de su taller parisino o del de la compañía japonesa Yamada Shomei, en colaboración con diseñadores industriales del alcance de Passera, Manzon o Pergay, por supuesto; pero además una retahíla infinita de corbatas, llaveros, toallas, bolígrafos, paraguas, coches, chocolates y hasta latas de conservas. “Una corbata es diseño, una caja de bombones es diseño, una lata de sardinas es diseño. ¿Dónde está la diferencia? ¿Por qué una corbata da prestigio y una caja no?”, inquiría en una entrevista en ‘Financial Times’ en noviembre de 2000, cuando saltaron los primeros rumores sobre su intención de vender la firma (una maniobra que intentó finalmente en 2011, sin resultados). Nadie en la industria ha sabido o ha querido dar otra respuesta a su pregunta que no fuera el ostracismo al que se lo condenó prácticamente desde los años noventa. Como cuando fue expulsado de la Cámara Sindical de la Costura de París, en 1959, por atreverse a producir en serie una colección a despachar en los grandes almacenes Printemps, Pierre Cardin volvía a convertirse en un forajido –desclasado, si se prefiere– por haber puesto su nombre hasta en papel higiénico, perdiendo su identidad como creador y desvirtuando para siempre su imagen de marca.