Las niñas ya no quieren ser princesas (I)

¿A ver si va a resultar que las niñas, lo que quieren, es ser hombres?

«…Y a los niños les da por perseguir el mar dentro de un vaso de ginebra»

 Joaquín Sabina

A Isabel Álvarez Risco

No es lo mismo «hacer ciencia» (si es que la ciencia es algo que pueda hacerse y si es que la ciencia es algo que se declina en singular) que «hacer ciencia en femenino». Ahora, todo se hace con perspectiva de género, en femenino y dando a las mujeres la oportunidad, jamás vista en nuestra larguísima historia como especie, de «ocupar puestos de responsabilidad tradicionalmente reservados a los hombres».

Las niñas ya no quieren ser princesas, sino biólogas, generalas, ministras de Igualdad o asesoras de Género y de Perspectiva Trans en el gabinete de alguna oscura subsecretaría de Estado. Y si alguna niña tiene la infeliz ocurrencia de querer ser una princesa, ya se encargará el sistema educativo, a través de los centros escolares o de las series y películas de las multiformes plataformas digitales, que tanto monta, de quitarle una tan ridícula idea de la cabeza.

Las niñas del siglo XXI ya no sueñan con largos vestidos, tocados imposibles, danzas interminables en salones dorados por el resplandor de cientos de velas y un largo y apasionado romance que culmina en un matrimonio esplendoroso y una vida doméstica ideal. Se trata de una aspiración utópica e irrealizable, en la inmensa mayoría de los casos, pero no por ello menos natural.

Las niñas del siglo XXI, nos dicen los profetas del Progreso, sueñan con batas blancas, cuentas bancarias con muchos ceros, reconocimiento social y profesional y óvulos congelados, en la espera de poder encontrar, entre tanto éxito mundano, un huequecito de tiempo libre para dedicarlo a ese hobby, tan de abuelas, de criar hijos. Se trata de una aspiración moderna, emancipada, científico-positiva y relativamente fácil de alcanzar. No por ello menos antinatural.

¿A ver si va a resultar que las niñas, lo que quieren, es ser hombres?

Las viejas feministas (que eran las feministas posmodernas en los años 70 y 80), han descubierto tarde y con estupor un viejo adagio de la teología moral católica: cuanto más se esfuerza uno en destruir la naturaleza, con tanto mayor vigor vuelve ésta siempre a imponerse. Las viejas feministas han descubierto tarde y con estupor que la porción de funestas consecuencias del pecado original atribuida al varón, a saber, la dominación ejercida sobre la mujer con dureza y aspereza, no puede ser simplemente ignorada. Ha de ser reducida a servidumbre y domesticada conforme a las prudentes enseñanzas de la Iglesia sobre el matrimonio, que exige a las esposas sumisión y a los esposos no ser para sus esposas causa de amargura y, aún más, amarlas como Cristo amó a Su Iglesia —mandamiento que no encuentra parangón en la situación «frágil y subordinada» de la fémina…—. Negar con pertinacia que exista una cierta superioridad natural (en ciertos ámbitos de la vida social y doméstica, mientras que en otros no) del varón sobre la mujer y defender, con no menos pertinacia, una igualdad exquisitamente aritmética en todos y cada uno de los aspectos de esa misma vida social y doméstica, no sólo es un absurdo teórico fenomenal (como tantas y tantas viejas feministas reconocerían de buen grado), sino que, como todos los desvaríos de la razón pura, produce monstruos de la más perversa índole. Las viejas feministas están asistiendo, con temor y temblor, al siniestro espectáculo de una caterva de hombres que se encaraman sin piedad y sin respeto a las tribunas y a los púlpitos más sagrados del feminismo para afirmar, con rotundidad y ante el silencio glacial y cobarde de una joven Eva, de nuevo y permanentemente engañada por la antigua serpiente, que ellos también son sujeto del feminismo. El movimiento trans, lo concedemos sin reservas, es la última victoria del patriarcado (tal y como lo entienden las feministas); patriarcado que no es un principio de la sociedad tradicional sino, como diría Chesterton, una idea cristiana que se ha vuelto loca.

Cuando las niñas quieren ser hombres, resulta que los hombres empiezan a querer ser niñas. Nada tiene, pues, de sorprendente, que los pocos niños que aún quieren ser niños, ante tan desolador panorama, busquen ahogar sus desengaños en mares de ginebra.

Pero, en fin, examinemos la cuestión minuciosamente: ¿es cierto que las niñas ya no quieren ser princesas?

Si es así, no ha de extrañarnos. El conocimiento que la inmensa mayoría de las minas de hoy en día posee de las princesas, es de una ñoñería y una cursilería espantosas, que no les inculca en absoluto el sentido del deber, del sacrificio y de la vida dedicada al servicio de los demás. Se trata de princesas completamente estúpidas y que no tienen ninguna dificultad ni contrariedad que enfrentar en sus perfectas existencias de merengue, purpurina y unicornios rosas.

La afirmación de que las protagonistas de los cuentos tradicionales pueden reafirmar estereotipos sexistas puede estar justificada. Es una cuestión distinta de si los estereotipos sexistas están o no justificados. Y no vamos a entrar hoy a valorar ninguna de las dos. Pero afirmar que los cuentos tradicionales reafirman el estereotipo de una niña semi estúpida que no es capaz de enfrentarse a las dificultades de su vida cotidiana, hasta que un hombre viene a salvarla de sus dificultades y de su propia estupidez, no sólo es falso, sino la prueba evidente de que, quien tales cosas afirma, no conoce los cuentos tradicionales. Y eso me parece extraordinariamente grave.

Una cosa es que Cenicienta y la Bella Durmiente del Bosque no puedan resolver definitivamente sus complejas situaciones domésticas y existenciales hasta la llegada providencial de un señor con el que terminan casándose. Y otra muy distinta, que las mencionadas señoritas hayan aguardado con una paciencia y una resignación puramente pasivas la llegada salvadora del señor en cuestión. Una cosa es que los cuentos afirmen, con rotundidad, que las soluciones que pasan por enseñar a una pandilla de simpáticos ratoncillos antropomorfos a coser o por refugiarse en una cabaña destartalada en compañía de tres venerables ancianas con signos evidentes de senilidad son soluciones puramente provisionales a los problemas relacionados con madrastras que ejercen sobre una violencia física y psicológica y brujas-dragón que quieren asesinarnos. Y otra cosa es decir que no hay que adoptar dichas soluciones intermedias, mientras no haya otro remedio. Cosa que los cuentos clásicos no dicen nunca.

Una cosa es que los cuentos señalen, como algo que es, por otra parte, bastante evidente, que la mejor y más honorable solución para una muchacha que sufre violencia intrafamiliar es casarse con un señor que la respete, la ame y pueda protegerla de los miembros tarados de su familia; o que resulta extremadamente conveniente ser objeto del cortejo de un príncipe armado de rodela y de espada matadragones cuando se sufre una insidiosa persecución por parte de uno. Porque, de hecho, ni Cenicienta podía escapar de su familia, ni la princesa Aurora a su dragón, ni estaban en disposición anímica, física ni moral de tomar las armas para defenderse.

Porque tomar las armas para defenderse y matar, llegado el caso, a los dragones que acosan a las inocentes princesas, es algo que suelen hacer los hombres y que suele repugnar a las mujeres. Suele ser el caso en una abrumadora mayoría de circunstancias. Por eso, los cuentos tradicionales, cuentan ese tipo de circunstancias, porque como todo lo que tiene que ver con la tradición y con las cosas heredadas de nuestros mayores, pretenden regular, aconsejar e ilustrar a la mayoría de la gente, no a una minoría selecta y absolutamente excepcional.

A lo mejor las niñas ya no quieren ser princesas porque se han cansado de esperar a que los niños quieran ser príncipes. Y a lo mejor es que las princesas «no tradicionales» o no resultan atractivas, o no son princesas. Y en ese caso, no sólo estaremos de acuerdo con las feministas jacobinas: no queremos que las niñas quieran ser princesas, sobre todo de esa especie nueva de princesa que se parece mucho más a Gloria Steinem que a Sissi.

Continuará.

G. García-Vao

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