Nunca he ganado nada como corredor: solo unas cuantas medallas y camisetas por participar, pero una vez gané un Oscar. Eso es lo que le cuento a mis hijos. Aquello ocurrió hace ya mucho tiempo, en la primavera de 1980, cuando, en lugar de estar hincando los codos de cara a mis exámenes finales en Cambridge, me pasé la mayor parte del tiempo en un set de rodaje. Fue todo muy raro. No tenía una especial afición por el cine y esta película en concreto, un drama histórico sobre unos corredores que habían muerto hacía ya mucho tiempo y que habían ido a la universidad en la década de los 20 del siglo XX, parecía bastante aburrida. Pero pagaban diez libras al día.

Nada de lo que vi en el set me iba a hacer cambiar de opinión: aquello iba a ser un rotundo fracaso. Nadie había oído hablar del director (Hugh Hudson) ni de ninguna de las supuestas estrellas que trabajaban en la película (Ben Cross, Ian Charleson, Nigel Havers). ¿Y qué decir del productor (David Puttnam)? En cuanto a las escenas relacionadas con el atletismo, vistas de cerca, estaba claro que eran de todo menos convincentes. Me equivoqué. Carros de fuego se estrenó hace más de 40 años, concretamente en 1981, y fue un éxito comercial y de crítica. Pero ahí no acabó la cosa.

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El director de cine Hugh Hudson hablando con el actor Ben Cross en el plató de "Carros de fuego", 1981. Cross interpreta en la película al atleta judío Harold Abrahams.

En 1982, ganó cuatro de los siete Oscar de la Academia a los que fue nominada. A uno de los cuales, por cierto, yo había contribuido. Pero ya hablaremos de eso más adelante. Lo interesante, después de todos estos años, es que Carros de fuego sigue siendo el mejor largometraje jamás realizado sobre el mundo del atletismo. Si no lo has visto, no esperes un minuto más. Si ya lo has hecho, échale otro vistazo. Ha envejecido bien. El periodo en el que está ambientada no parece más lejano hoy que hace 40 años, y los dilemas morales a las que se enfrentan sus protagonistas son atemporales.

¿De qué trata la película Carros de fuego?

La película cuenta la historia de un grupo de jóvenes corredores británicos –Harold Abrahams, Eric Liddell, Aubrey Montague y Henry Stallard– que compitieron en los Juegos Olímpicos de París en 1924. Dos de ellos, Abrahams y Liddell, ganaron el oro. Lo que se cuenta no es al 100% como ocurrió, pero se basa en hechos reales y las desviaciones de la realidad tienen un propósito creativo. En realidad, los atletas británicos ganaron tres medallas de oro en esos Juegos. Abrahams en los 100 metros, Liddell en los 400 y Douglas Lowe en los 800.

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El equipo británico desfilando en los Juegos Olímpicos de 1924 en una escena de "Carros de fuego", dirigida por Hugh Hudson, 1981. La escena se rodó en el centro deportivo Oval de Bebington, Merseyside.
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El equipo británico regresa triunfante a casa tras los Juegos Olímpicos de París, en una escena de "Carros de fuego", dirigida por Hugh Hudson, 1981.

Pero Lowe no quería que se utilizara su historia en la película y hubo que recurrir a un personaje ficticio, Lord Lindsay, basado en parte en Lowe y en parte en Lord Burghley (campeón olímpico en los 400 m vallas en los Juegos Olímpicos de 1928). Burghley y Lowe eran estudiantes de Cambridge, al igual que Abrahams y Stallard. Montague estudiaba en Oxford, pero en la película aparece como estudiante de Cambridge junto a los demás. Son detalles que no son importantes, a menos que seas un experto en historia del deporte.

Es irrelevante que, para cuando se celebraron los Juegos Olímpicos de 1924, los héroes ya hubieran dejado de ser estudiantes. Lo fundamental, desde el punto de vista de la película, es el deseo de transmitir el ambiente que se respiraba en ambas universidades: elegante, encantador y exclusivo. Tampoco importa que la forma en la que la película describe la rutina de entrenamiento de Lord Lindsay sea una exageración de la que llevaba a cabo Lord Burghley.

Lindsay pone una serie de vallas en los terrenos que rodean su mansión y su mayordomo coloca una copa de champán en cada una de ellas. El desafío consiste en superar cada obstáculo sin tocarlo, de forma que no se derrame ni una gota. En la vida real, Burghley, utilizó cajas de cerillas, no champán, y trató de tirarlas, no de dejarlas en su sitio. Lo que era completamente cierto era lo de la mansión y el mayordomo.

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El atleta Harold Abrahams, interpretado por Ben Cross, se entrena para los Juegos Olímpicos de 1924 con el entrenador Sam Mussabini, interpretado por Ian Holm, en una escena de "Carros de fuego", dirigida por Hugh Hudson, 1981.

¿De qué trata la película Carros de fuego?

Lo que yo no sabía cuando se rodó la película es que el atletismo amateur en Gran Bretaña fue, durante gran parte del siglo XX, exclusivo de las clases más acomodadas. Los hombres de Oxford y Cambridge comían mejor y tenían más dinero que los atletas de orígenes más humildes y acaparaban la atención de los seleccionadores. Ganaron siete de las 17 medallas de oro individuales que Gran Bretaña consiguió en atletismo entre 1896, cuando comenzaron los Juegos modernos, y 1956.

Y, por supuesto, por cada atleta olímpico de Oxbridge (nombre por el que se conoce al conjunto de ambas instituciones) que ganó una medalla de oro en esos 60 años, hubo otros muchos que regresaron con las manos vacías. Otros grandes atletas como Roger Bannister y Chris Chataway también merecían una oportunidad, pero no disponían de las ventajas de sus otros compañeros y siempre partieron en desigualdad de condiciones. Otro gran corredor británico, Derek Ibbotson, vio cómo era sustituido en la prueba de los 1.500 en los Juegos Olímpicos de 1956 por un atleta de Oxford con peor marca. Ibbotson, que tuvo que conformarse con un bronce en la distancia que peor se adaptaba a sus condiciones, la de los 5.000 m, venía de un instituto público.

La puntilla llegó en los Juegos de Londres de 1948, cuando un desconocido estudiante de medicina, John Mark, fue el elegido para entrar con la antorcha olímpica en el estadio. Fue un desprecio hacia el gran corredor de media distancia Sydney Wooderson quien creyó hasta el final que sería el portador de la antorcha. Mark, a diferencia de Wooderson, estudiaba en Cambridge y (como el jefe del comité organizador, Lord Burghley) había sido presidente del club de atletismo de la universidad.

Las diferencias también se plasmaron a nivel ideológico. Los prebostes de la universidad se habían decantado por el amateurismo, una idea que significaba algo más que no correr por dinero. Se suponía que los atletas debían competir por amor al deporte. Se trataba de conseguir la victoria, como dice Abrahams en Carros de fuego, con “la aparente falta de esfuerzo de los dioses’’, mientras recuerda que, en palabras del padre de los Juegos Olímpicos modernos, otro admirador de Oxbridge, el barón Pierre de Coubertin, “lo esencial en la vida no es conquistar, sino luchar bien”.

Para los atletas aficionados, el profesionalismo era la peor forma de hacer trampa y se consideraba, incluso, como una traición. Para los corredores de orígenes más humildes, como Gordon Pirie, el amateurismo era una farsa: un código escrito y controlado por las élites educadas en Oxbridge, quienes, a diferencia de la gente común, podían permitirse entrenar y competir al más alto nivel sin ningún tipo de compensación económica. Pirie despreciaba a los “viejos dictadores” del atletismo británico y el amiguismo que practicaban con los miembros de Oxford y Cambridge. Ellos, a su vez, consideraban a los que no eran de Oxbridge como meros advenedizos. La brecha no hizo sino crecer. Pirie e Ibbotson establecieron récords mundiales y ganaron medallas olímpicas como aficionados, pero terminaron sus carreras deportivas probando, en una actitud desafiante, en el circuito profesional.

Carros de fuego refleja ambos puntos de vista. Abrahams, cuyo deseo de ser un velocista de talla mundial se atribuye en parte al antisemitismo que ha vivido en sus propias carnes, contrata a un entrenador profesional, Sam Mussabini, para mejorar su técnica. Cuando los dirigentes del Trinity y del Gonville & Caius lo acusan de “representar el papel de comerciante” con el único propósito de ganar, nuestras simpatías se dirigen sin lugar a dudas hacia Abrahams. Lo mismo ocurre con Mussabini. No puede entrar en el estadio olímpico por ser entrenador profesional, así que durante la final se queda en su habitación del hotel. Desde allí, tendrá que mirar por la ventana para escuchar el himno nacional y el izado de la bandera que le revelará quién ha sido el ganador.

La historia real que hay detrás de la película Carros de Fuego

La película es todo un homenaje al espíritu deportivo. Desde el momento en que escuchamos los primeros acordes de la célebre banda sonora de Vangelis y vemos al grupo de atletas, vestidos de blanco, corriendo descalzos por una playa, nos damos cuenta de que estamos ante la historia de unos jóvenes idealistas, que corrieron, como dice uno de los personajes, “con esperanza en sus corazones y alas en los pies”. No se trata solo de ganar. Es una historia de inocencia deportiva, de unos jóvenes héroes que se inspiran, en parte, en el pensamiento de la generación perdida que les precedió y que, como les recuerda el director de Gonville & Caius a su llegada a Cambridge, “murieron por Inglaterra y por todo lo que ella representa’’ en la Primera Guerra Mundial.

Más adelante, vemos a Eric Liddell entrenando por las cañadas escocesas, disfrutando del viento en su rostro; y, de nuevo, se nos recuerda la emoción de correr por correr. Hugh Hudson lo llamó “la pura alegría física de ser joven”. Liddell lo expresa de otra manera. “Yo creo que Dios me hizo con un propósito”, explica. “Pero Él también me hizo rápido. Y cuando corro, siento que se complace”. A veces, nosotros también sentimos lo mismo. Es extraño, porque no se trabajó la velocidad de los actores. Estaban en forma, porque se habían entrenado durante meses junto al exentrenador olímpico Tom McNab, pero su condición física no era mejor que la de los extras. En algunos casos era incluso peor. Si observamos detenidamente las secuencias en las que los atletas corren, es posible darse cuenta de que hay corredores que se esfuerzan por no adelantar a los protagonistas.

Hay otra cosa extraña en Carros de fuego: no hay muchas secuencias en las que se corra y las que hay son breves, con un plano general o a cámara lenta. Existe una indudable emoción relacionada con el hecho de correr, pero procede más de los dramas internos, no de la acción en la pista. Quizás por eso la película sigue siendo tan atractiva. Nada puede igualar la emoción inherente al deporte de élite, pero la emoción dramática es otra cosa. Es lo que mejor saben hacer los actores y los cineastas.

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El director de cine inglés Hugh Hudson en el plató de "Carros de fuego", 1981.

Carros de fuego no fue para nada una película innovadora. Cuenta una historia normal y corriente sin muchas complicaciones o atisbos de ironía. Sin embargo, su sencillez le permite alguna que otra licencia en los momentos de mayor intensidad. Los dos personajes principales, Abrahams y Liddell, son presentados como dos outsiders. Abrahams era de clase media, judío y una persona muy seria en todo lo que tenía que ver con el deporte. Se muestra muy resentido por el desprecio que le profesan por esos tres aspectos, mientras se educa entre los miembros más privilegiados de la élite inglesa.

Liddell era un escocés muy religioso, que había estudiado en la Universidad de Edimburgo, jugó al rugby en Escocia y pasaría los últimos veinte años de su vida como misionero en China, y un personaje que es capaz de retirarse de la prueba de los 100 m lisos (su especialidad) en unos Juegos Olímpicos al enterarse de que se celebrará un domingo. Todo está en la película. Pero también hay aspectos que no concuerdan con la realidad.

Abrahams se nos muestra como la primera persona capaz de completar el Great Court Run del Trinity College. La prueba consiste en recorrer el perímetro del patio más grande de la universidad, de 339 metros, en el tiempo que tarda el reloj del patio en dar las doce (alrededor de 44,4 segundos). En realidad, nunca lo consiguió. Fue Lord Burghley quien lo hizo en 1927 (una hazaña que no volvió a repetirse hasta que otro estudiante, Sam Dobin, lo logró en 2007). Pero la escena presenta de forma precisa dos hechos verídicos: que Abrahams era un atleta de gran talento y que fue educado en un ambiente elitista en el que sus excepcionales cualidades lo hacían aparecer ante los demás como alguien ‘sospechoso’.

Con Liddell, la principal desviación de la realidad es el momento en el que, mientras se sube al barco que le llevará a Francia para participar en los Juegos Olímpicos, se entera de que una de las eliminatorias de los 100 metros se disputará en domingo. De esta forma, se ve obligado a elegir entre sus creencias, que sostienen que competir los domingos va contra la ley de Dios, y sus sueños como atleta. Su decisión de retirarse le afecta anímicamente y provoca la indignación de los dirigentes del deporte británico.

El Comité Olímpico Británico le presiona para que cambie de opinión. Hasta el mismísimo príncipe de Gales habla con él. Pero Liddell se mantiene firme. Todo esto es cierto, pero el momento en el que se entera de que la prueba se celebra un domingo, su decisión final y la presión a la que se vio sometido tuvieron lugar varios meses antes. Cuando Liddell llega a París, las cosas ya se habían calmado y se le había encontrado un lugar para competir en los 400 metros. En la película, esa posibilidad se produce en el último minuto, gracias a un conmovedor gesto de Lord Lindsay.

Estas no son las únicas licencias que se permitieron los cineastas para hacer que la historia nos tocara la fibra sensible. El duelo antes de los Juegos en el que Liddell vence a Abrahams, provocando una crisis en su confianza, no ocurrió en realidad. El orden de las carreras de Abrahams en los Juegos también se tergiversa, de modo que su triunfo llega al final. ¿Importa eso? Poco, en realidad. La historia verídica había caído tan profundamente en el olvido allá por 1980, que esas licencias eran un precio que valía la pena pagar para que volviesen a recordarse.

La película tuvo tanto éxito que muchas veces no se tienen en cuenta los problemas que surgieron y que hicieron muy difícil llevar el proyecto a buen puerto. Conseguir el dinero no fue tarea fácil y todo estuvo a punto de suspenderse, si no llega a ser por la inyección económica de última hora por parte de la familia Al-Fayed (Dodi Al-Fayed aparece en los créditos). Luego estaba el problema de las autoridades de la Universidad de Cambridge, que en el último momento denegaron el permiso de rodaje al darse cuenta de que sus predecesores aparecerían como unos esnobs antisemitas.

Carros de fuego: algunas de las increíbles curiosidades de la película

1. Los extras eran alumnos de Cambridge

El director, Hugh Hudson, antiguo alumno de Eton, recurrió a sus contactos en aquella institución y gran parte de la película se rodó allí. Esto hizo que se dudara en contratar a estudiantes de Cambridge como extras, pero supongo que éramos capaces de proyectar esa sensación de satisfacción con uno mismo fuese cuál fuese el lugar dónde estuviéramos. Se necesitaría lo último en tecnología de reconocimiento facial para identificar mi rostro en la película. Muchas veces, ni siquiera puedo afirmar con rotundidad que soy yo, y mi intento de llegar a ser un extra profesional fue tan lamentable que creo que toda micarrera se vino abajo en aquellos momentos.

2. Una película cargada de realidad

Sin embargo, en la mayoría de los aspectos, la película destacó por el talento, el compromiso y la idoneidad de quienes participaron en su realización. Desde el momento en que David Puttnam se topó con la historia de Eric Liddell en un libro estadounidense y luego con la de Harold Abrahams en otro inglés, las cosas empezaron a ir rodadas. Para escribir el guion, se eligió a uno de los mejores: Colin Welland. Su labor de investigación consiguió desempolvar una gran cantidad de información y conseguir el testimonio de algunos testigos presenciales.

Encontró unas cartas de Aubrey Montague que no dudó en utilizar para la película, asistió al servicio religioso que se ofició en recuerdo de Harold Abrahams en 1978, y que aparece al principio y al final de la película, e incluyó detalles como lo de las copas de champán de Lord Lindsay. Ian Charleson, con una gran trayectoria en el mundo del teatro, había oído hablar del proyecto y estaba tan convencido como Puttnam y Hudson de que el papel de Liddell le iba como anillo al dedo. Sin duda, así fue.

3. No se grabó en París y y está repleto de actores consagrados

El Merseyside, con su decadente grandeza, resultó ser un buen sustituto (y más barato) de París. También fueron muchos los actores ya consagrados a los que no les importó interpretar papeles secundarios. Entre ellos destacan John Gielgud y el director Lindsay Anderson como los pomposos directores universitarios, o Ian Holm como Sam Mussabini. En cuanto a los jóvenes talentos, podemos citar a Charleson, Cross y Havers, además de Nicholas Farrell y Daniel Gerroll como Montague y Stallard, respectivamente. Luego estaba la banda sonora, cuyo tema principal, compuesto por Vangelis, resultó fundamental para crear la atmósfera de la película. Hudson la describió como “un personaje más”.

No era el tema que Puttnam y Hudson habían pedido (querían uno que Vangelis ya había compuesto anteriormente y que se usaría en El año que vivimos peligrosamente, de 1982). Vangelis insistió en tocarla delante de ellos y cuando la escucharon se dieron cuenta de que aquello… era lo que necesitaban. Vangelis dijo que se había inspirado en su padre, un corredor aficionado. Sin él, la cinta habría sido tan solo una buena película de época. La banda sonora le dio alas a todo lo demás.

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El poder y la gloria: yo también he ganado un Oscar

Cuando veo la película ahora, a veces me distraigo con lo impreciso de mis recuerdos. ¿Participé en esa escena o no? Si es así, ¿dónde se rodó? Sorprende todavía lo fácil que es quedar atrapado en la trama y que las escenas más importantes sigan teniendo tanta fuerza. Ahora me doy cuenta de dónde proviene. No está relacionada con el hecho de correr. En los momentos clave, no se corre. Tampoco tiene que ver con el guion. Apenas hay diálogos. En cambio, las escenas destacan por su calma, su tensión y su gran carga emocional.

Cuando Liddell, con la cara empapada por la lluvia, mira hacia el Canal de la Mancha, luchando contra su conciencia en la cubierta del barco que lo lleva a Francia, o cuando Abrahams y sus rivales se agachan en la línea de salida de la final de los 100 metros, con el mundo de Abrahams, reducido al ‘pasillo’ que se abre frente a él, “de cuatro pies de ancho, y solo 10 segundos para justificar toda mi existencia”, lo que nos atrapa es la sensación de que el tiempo se detiene. No pasa nada. En cada escena aparece un solo hombre, inmóvil. Sin embargo, la quietud nos adentra en el momento que están viviendo, y nos permite compartir tanto la presión como la soledad que siente el velocista.

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Frank Edwards//Getty Images
El actor y guionista británico Colin Welland sostiene su Oscar al mejor guión original por "Carros de fuego" tras la ceremonia, el 29 de marzo de 1982. Con el autor polaco Jerzy Kosinski, que entregó el premio.

Gran parte de esa fuerza viene de la composición visual y de la forma en que la cámara se para en los detalles: las paletas con las que los atletas cavan un agujero en la pista de ceniza o cómo la cadena de Abrahams, un regalo de Mussabini, se balancea como un péndulo… Pero los momentos de mayor intensidad provienen de la música, con sus ecos inquietantes, hasta que sentimos que nosotros también estamos viviendo la lucha de esos héroes. Y este, supongo, es un momento tan bueno como cualquier otro para hablar de ‘mi’ Oscar.

Mi momento estelar es muy pequeño, en una escena que muestra la afición de Abrahams por las óperas cómicas de Gilbert y Sullivan. Durante un par de minutos de la representación de La muchacha que amaba a un marinero, se me puede escuchar cantar en el coro de “He is an Englishman” y luego en el escenario junto a Abrahams. No es el punto culminante musical de la película, pero las piezas musicales cortas también se tienen en cuenta a la hora de decidir el Oscar a la mejor banda sonora original.

Es en ese argumento en el que he basado a lo largo de los años mi afirmación de que, en cierto sentido, yo también he ganado un Óscar. En la película se cuenta que la hazaña del patio del Trinity correspondió a Harold Abrahams, cuando en realidad fue obra de Lord Burghley. ¿Por qué no puedo presumir yo de mi contribución a que Vangelis ganara el Óscar? Y ahora me doy cuenta de lo afortunado que fui al participar en la película, aunque fuese de manera tan insignificante.

Por Richard Askwith, autor de Feet in the Clouds: a Tale of Fell-running and Obsession, de Running Free: a Runner’s Journey Back to Nature y de Today We Die a Little: Zátopek, Olympic Legend to Cold War Hero.