Imágenes de la vuelta a casa.

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Siempre trato de ser consciente y apreciar cuando las cosas marchan bien, porque tengo presente que el camino está repleto de baches, de dimensiones variables, más pequeños o más grandes. Los hay que molestan y otros que hacen tambalear todos nuestro mundo hasta parecer que todo lo que conocemos se resquebraja en pedazos. Asusta toparse con ellos, pero lo bueno - y por experiencia lo puedo afirmar- aunque el resto del camino parezca una subida interminable por senderos oscuros, la llanura tarde o temprano vuelve, del mismo modo que la energía, las risas y los momentos felices.

Tras tres meses de viaje, 94 días en total, recorridos Turquía e India, esta es la última crónica. El camino, por ahora, se acaba aquí inesperadamente, por sorpresa, tras encontrarme con uno de esos baches que requiere de mi presencia inmediata en la isla. Necesito volver a casa, con los míos.

Lo que puedo afirmar, a pesar de esta amarga sorpresa final, es que no me arrepiento de nada. Fueron muchos los miedos iniciales de lanzarse a emprender mi primer gran viaje. Pedí una excedencia en un trabajo que disfrutaba, me despedí de mi entorno por un tiempo indeterminado, tuve que ahorrar durante meses, afrontar la incertidumbre del viajar sola por tanto tiempo por lugares lejanos…¿Estaba siguiendo mi corazón o estaba echando mi vida a perder? Cuatro meses después vuelvo sin quererlo, obligada por las circunstancias, pero con la certeza de haberme arriesgado y haber ganado los mejores tres meses de mi vida hasta la fecha.

El precipitado retorno a casa y cuando casi incendio el aeropuerto de Palma

La vuelta la decidí por esas circunstancias vitales ese mismo día, un lunes por la mañana. Compré el vuelo con cinco horas de antelación y con toda la tristeza del mundo abandoné el hotel en medio de la selva que me hospedaba gratis. Pasé de Cochin, el sur de la India, a Chennai, en la zona centro del país, en un vuelo en el que estuve todo el rato llorando mientras un militar indio majísimo que se sentaba a mi lado me trataba de consolar como podía, pese a no compartir ningún idioma en común. Tras 10 horas de espera, embarqué de Chennai rumbo a Dubai, en el Golfo Pérsico. Al viajar barato, fue la primera vez que fui en un avión de ala ancha, de los de película, con dos pasillos, asientos cómodos, manta, cojín y hasta tres comidas gratis. La verdad que aquellas comodidades lograron calmarme algo, además de las amenas charlas con mi compañero de asiento, un granjero sudafricano que regentaba una granja ecológica en Chennai, pero que se iba a la boda de un amigo en Israel.

Con mis pintas de mochilera en el avión más lujoso en el que he viajado nunca, de Chennai rumbo a Dubai.

En Dubai fue bajar y subir a otro avión, que me iba a llevar en 8 horas de vuelta a Europa tras tres meses fuera. Aterricé en Lyon (Francia) con una hora de margen para recoger las maletas, volverlas a facturar y pasar todos los controles de seguridad. Mientras flipaba con la limpieza, el orden, el silencio y lo guiris que parecían esos europeos, había tanta cola por todo que tuve que echarle morro y colarme por todo para llegar corriendo -literalmente- cuatro minutos antes de que cerrasen la puerta de embarque.

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Y al fin, tras 26 horas de aeropuerto en aeropuerto y volver casi de la otra cara del planeta, llegué a Palma. He de reconocer, a riesgo de parecer sensiblona, que me hizo mucha ilusión leer la cartelería en catalán nada más poner un pie fuera del avión. Esteia a casa.

Me esperaban en la terminal de Llegadas mi padre, mi hermano y dos de mis mejores amigas, que habían venido solo para darme un abrazo. Estaba muy nerviosa: iba a verlos otra vez desde diciembre, estaba en casa cuando hacía un día esa posiblidad no se me cruzaba por la cabeza, y otras cosas que tenía que gestionar emocionalmente. Vamos, que me pegó el tembleque de piernas y cuando de camino a recoger las maletas divisé la sala de fumadores, me metí de cabeza. Necesitaba -lo siento por los mayores y los cultos, pero ya que es mi última crónica me expreso con confianza con los lectores que hayan seguido mis peripecias- mi ‘pitipausa’, fumar tranquila un cigarro y tratar de recomponerme y ubicarme.

¿Que por qué cuento yo esto tan detalladamente? Porque ya que estamos les cuento la última liada del viaje. Estaba tan nerviosa que tiré el cigarrillo en la basura sin apagarlo. Me quedé hablando por teléfono al lado, tan ensimismada en la conversación que me asustaron dos pasajeros haciéndome señas con cara de espanto, señalándome la basura. Llamas. Salían llamas. Había provocado un incendio en la zona de fumadores en los cinco minutos que llevaba en la isla. «Ya verás como acabo protagonizando una noticia viral nada más llegar a Mallorca», pensé, mientras los guiris me gritaban «Water! water!» -agua en inglés-. Arrojé lo poco que me quedaba de una botella que había comprado en Dubai, pero me tuvieron que ayudar otros pasajeros, echado agua y hasta coca cola. El conato de incendio de la basura se apagó, y solo quedó el olor a plástico quemado y yo pasando mucha vergüenza. «Bueno, sal con toda la dignidad que te quede, que por suerte creo que aquí nadie te conoce», me animé a mí misma.

Sí, le hice una foto a la papelera quemada porque sabía que por mucha vergüenza que pasara en el momento, me reiría de ello en un futuro.

El reencuentro con los míos

Tras el periplo de aviones y el susto final, llegó el emotivo reencuentro, con abrazos, besos y mucho cariño. Eran los de siempre y ahí estaban, como si me hubiera marchado la semana pasada. Precisamente, esta ha sido una de las ideas con las que me quedo de los últimos días: el nido. Y es que uno puede embarcarse en viajes por tierras lejanas, emprender proyectos solo, pero si cuida de su nido, de la gente a la que quiere, siempre están, sujetando a uno cual una red de apoyo cuando el mundo parece romperse a pedazos. Desde aquí, mi más sincero agradecimiento a las personas de mi nido particular.

Y no solo eso, sino que también sigue estando el Mercadona -que lo he echado mucho de menos en la India y que fue mi siguiente parada tras llegar a casa del aeropuerto-; el edificio de Gesa sigue ahí; las obras de la Plaza España de Palma continúan; la Seu permanece igual de preciosa e imponente a los ojos de esta palmesana... Sí, hay farolas nuevas en mi calle -de las que mi hermano ni siquiera se había percatado-, y una amiga ahora tiene novio; y otra, un nuevo trabajo. La vida continúa, pero sin grandes cambios. Y yo siento que vuelvo de un viaje a otro mundo y a otro tiempo.

Obviamente compré quelitas en el supermercado y después tocó la ardua tarea de deshacer el equipaje material -que no el emocional- de tres meses de viaje.

«Cuando viajas, cada día lo vives el doble», dijo el año pasado el viajero Tony Wheeler a La Vanguardia. Puedo corroborar la tesis y aumentar la apuesta. He vivido en tres meses lo que en un año de por sí intenso. Vuelve otra Marina, distinta a la de diciembre, con aprendizajes de por vida fruto de vérselas con una mano delante y otra detrás a diario y del contacto con mucha gente con visiones de vida diferentes. En fin, me despido ya de las crónicas, siento haber dado la tabarra cada semana, pero lo último que desde este punto les repito a riesgo de ser pesada es: atrévanse a viajar, a conocer mundo, y sobre todo sigan soñando y arriesguen un poquito por esos sueños. Yo lo seguiré haciendo. Este, tengan claro, es el final del primer gran viaje. Pero vendrán muchos más.