Quincaj� (1967), Miguel �ngel Asturias (Ciudad de Guatemala, 1899 - Madrid, 1974)


Miguel �ngel Asturias
(Ciudad de Guatemala, 1899 - Madrid, 1974)

5. Quincaj� (1967)
El espejo de Lida Sal
(M�xico, Siglo XXI Editores, 1967, 146 p�gs.)



      �Oh, valientes que escuch�is las historias de Quincaj�, o�d la primera!

       Desaparec� del mundo, no porque haya muerto, hubiera sido mejor, sino porque ni me ven, ni me oyen, ni me sienten, como ven, oyen y sienten a los que hachan, aserran, cocinan, construyen, hornean, muelen, cargan, siembran, podan, curan, tejen, escriben, miden, pintan, pesan, esculpen, cantan y trabajan la pluma. A m�. s�lo cuando desaparece alguien de la familia, me llaman y aparezco en las casas como espanto, como si se apareciera la imagen de la desaparici�n, y ni por eso me ven, por contemplar al otro desaparecido, al que yo vengo a llevarme, y si les hablo me oyen sin o�rme, escuchan sus lamentos o las perdidas palabras, en los caminos del o�do, del que me trajo en mala hora a casa, y si alguna vez les abrazo, los brazos dan consuelo, no me sienten, igual que si los abrazara un funcionario
       As� se lamentaba Quincaj�, as� dec�a, as� hablaba, el pensamiento fijo en la palabra tambaleante, los dedos inquietos en las manos inm�viles, porque a esa hora de la tarde, despu�s de cumplir con las libaciones rituales, no ten�a la cabeza cabal.
       Luego se dijo, palade�ndose la lengua de estropajo, gruesa, hormigosa, dulce de la miel de abejas nativas con que se daba sabor de rosicler a la bebida del rilo de la desaparici�n, hecha con miel corteza de �rbol v agua no vista por mujer, se dijo, habl�, movi� su palabra.
       ��Ah, si pudiera entrar al servicio de la Diosa de las Palomas de la Ausencia, la sagrada Ixmucan�, dejar�a este encaminar y encaminar desaparecidos hasta la encrucijada de los cuatro caminos, donde los dejo, despu�s de se�alarles el buen camino, el camino por donde no han de perderse, y de advertirles que no est�n muertos, que s�lo han desaparecido del mundo de los vivos! �Ah, si pudiera entrar al servicio de la Diosa de las Palomas de la Ausencia, la sagrada Ixmucan�, si pudiera desandar todo lo caminado encaminando desaparecidos, que es la distancia que me separa de la Puerta de los Calendarios!
       Y mientras hablaba, las cavidades naranjas de sus ojos se llenaban de agua, rojas las alcantarillas de sus lagrimales.
       ��Ah, si me fuera dable llegar a la Puerta de los Calendarios me deslizar�a, despegado del gran p�rpado sin peso de mi sombra, de la sombra que nos acompa�a escondida en el cuerpo, record�ndonos siempre que nosotros tambi�n somos sombras que aparecemos y desaparecemos, p�rpado que a la hora de la desaparici�n, es la desaparici�n misma que se nos echa encima y nos cubre por completo! �Me deslizar�a m�s all� de la Puerta de los Calendarios a lo largo de la estera amarilla, tejida con cueros de serpientes de luz, y como todos los que andan por ella, desandan eternidades, desandar�a en pocos pasos todo lo caminado encaminando desaparecidos y no volver�a jam�s a Panpetac!
       Se contempl� las manos pintadas de azul, sus dientes tambi�n asomaban azules entre sus labios carnosos, saboreando, mientras anochec�a, como el m�s sutil vino de la desaparici�n, la posibilidad de entrar al servicio de la divina Ixmucan�, y no volver m�s a Panpetac.
       De madrugada, los ayudantes llamaron a su casa, sin conseguir que abriera la puerta. Primero tocaron suavemente, con el endurecido migaj�n de sus nudillos. Despu�s a golpes. Acababa de desaparecer el que m�s hab�a hecho por las construcciones con cal en Panpetac, antes toda vegetal, casas de troncos, techos de hojas de palmera, y ahora mineralizada, petrificada, un tal Tugun�n, y era necesario estar junto a su cuerpo de hombre vac�o, antes que saliera el sol. Asistirlo, pronunciar sobre su cuerpo las palabras que evitan que los huesos del que se vac�a y se va, se llenen de silencio, y el canto que hace que se llenen de m�sica los huesos.
       Cansados de golpearle la puerta, sin obtener respuesta, los ayudantes entraron por el gallinero, entre el esc�ndalo amodorrado de las gallinas y los gallos, y le llamaron a voces:
       ��Quincaj����!... �Quincaj����!
       El eco se o�a redondo en la tiniebla. Nadie contest�. En la cocina hallaron fuego enterrado bajo un volcancito de ceniza. Sacaron algunas brasas, las vivaron a soplidos, y encendieron una astilla de ocote que primero chirri� resinosa con el dolor del perfume que se acerca al fuego, y despu�s solt� la llama.
       El lecho de Quincaj� todo revuelto. A juzgar por los movimientos que quedaron perdidos en las ropas de cama, vueltas y m�s vueltas, manotazos, estirones, despernancamientos. rodillas al pecho, pies a distancia, y por el desorden en que se encontraba la habitaci�n, vajilla rota, muebles maltrechos, la batalla hab�a sido horrorosa, pero no se inquietaron los ayudantes, content�ndose con sonre�r con sus dientes azules, porque sab�an que esto pasaba cada vez que Quincaj� luchaba con la serpiente de su borrachera ritual.
       ��Quincaj����!... �Quincaj����...! �siguieron dando voces y como no contestara, el eco en la tiniebla se o�a redondo, se marcharon a cumplir con el desaparecido Tugun�n, el de las construcciones con cal el de las construcciones minerales, antes que el sol que los gallos anunciaban pintara de colores la tierra, y por falta de asistencia m�gica se le llenaran los huesos de silencio y no de m�sica. aunque se lo merec�a por haber dado nacimiento a las ciudades de piedra y echado a las afueras, a los barrancos, las casas vegetales de Panpetac casas de troncos que reto�aban mientras dorm�a el hombre, reto�aban y echaban ra�ces, de paredes de ca�as* que de d�a ten�an el color de la luna, y techos piramidales.
       Nadie volvi� a saber de Quincaj�. Desaparecido por desaparecido, pretiri� desaparecer de Panpetac sin acompa�amiento de pla�ideras, sin m�sica de flautas, sin sus ayudantes que entonces le hubieran servido de principales guiadores.
       Un pastor de cabras con las pupilas como granizos negros, cont� que asomado el d�a se le hab�a pintado y despintado �le los ojos un hombre que le pregunt� por d�nde quedaba la Puerta de los Calendarios.
       Quincaj� pensaron los que lo oyeron, Quincaj� dijeron" los que le vieron mover su palabra, mover sus labios, mover su lengua, mover sus pupilas de granizo negro, de ese granizo que llovi� al comienzo del mundo para que todos tuvieran ojos en Panpetac
       �Desapareci� el desaparecedor! �Desapareci� el desaparecedor Quincaj�...!, lloraban los ayudantes, arremolinados en su tristeza alegre de ser uno de ellos el que lo sustituir�a, pero aunque toda la ciudad le lloraba recordando sus virtudes y el defecto de su afici�n a las bebidas rituales, Quincaj� estaba contento de haber desaparecido de Panpetac. donde, antes de su desaparici�n, era ya un honorable desaparecido, por su funci�n de acompa�ar a los que desaparec�an y por su edad, pues los muy viejos, todos los que superan su tiempo, van siendo como desaparecidos entre los vivos.
       Nadie tuvo duda. Quincaj� fue el que pregunt� al cabrero por d�nde quedaba la Puerta de los Calendarios, Quincaj�, como le llamaban por haber nacido en una regi�n famosa por sus osos mieleros, los m�s grandes y feroces borrachos, porque se embriagan con miel y matan con sus garras empapadas en dulzura, y tambi�n famosa por sus templos y juegos de pelota.
       ��Ah, si la divina Ixmucan�, Diosa de las Palomas de la Ausencia, me permitiera quedar a su servicio �se iba repitiendo Quincaj��, pero para eso me tengo que despintar las u�as y tos dientes azules!
       Todo lo hizo. No parec�a despintarse, sino irse pintando de blanco, a medida que raspaba con la piedra p�mez el color de duelo de sus u�as y sus dientes. �No m�s ara�os azules de Quincaj�! �No m�s risas azules de Quincaj�!
       Qued� tan satisfecho de su trabajo que no se conoc�a con las u�as y los dientes blancos, como las u�as y los dientes del ma�z blanco. Pero tambi�n deb�a cortar sus cabellos de hilos gruesos pestilentes a llanto seco. No tenia con qu� cortarlos. Se content� de recogerlos sobre sus orejas. �Ah, sentir las orejas destapadas! Era otro. Era un hombre nuevo. O�r, o�r sin la cortina ritual de sus viejas mechas sobre los pabellones de sus orejas jam�s expuestas al sol.
       M�s adelante comi� ca�as dulces, en un valle profundo, al pie de las Monta�as de las �guilas Blancas por sus picachos desnudos con apariencias de �guilas, y bebi� agua de coco y durmi� al lado de su cuchillo de obsidiana, temeroso de los jaguares y los pumas que empezaban a rondar su olor. El miedo a los dientes y a las garras de las fieras la trituraba los huesos cuando se desplomaba de cansancio, y lo hac�a correr pavorido, trepar a los �rboles, otear horizontes infinitos, saltar regatos, cuando recobraba las tuerzas v husmeaba, present�a, o�a en el viento la proximidad de los jaguares y los pumas.
       No alcanz� a huir esa noche. Un tigre lo siti� en una cueva. Se dio cuenta que estaba andando bajo tierra, porque sobre su cabeza todo se ve�a oscuro, sin estrellas. Una ca�da de agua retumbaba adentro. Y all� hab�a un grillo, un grillo que le vio entrar con sus ojitos de canela caliente.
       �Quincaj�, no tengas miedo �oy� que le dijo el grillo�, yo puedo m�s que el tigre. Esc�ndete m�s adentro para que no te huela y me comprometo a salvarte...
       Era tan peque�a cosa aquel animalito que no le hizo caso. �No voy a desaparecer, se dec�a Quincaj�, sino a morir! �Qu� doloroso! �Yo que acompa�� tanto desaparecido hacia los cuatro caminos no alcanc� la suerte de la desaparici�n sino la muerte! i El que es devorado por una fiera, muere, muere su carne, y en ese caso me convertir� en tigre, dejar� de ser Quincaj�!
       ��No dejar�s de ser Quincaj�! �Te salvar�!... �le segu�a el pensamiento el grillo, sin dejar de mirarlo con sus ojitos de canela caliente.
       ��C�mo vine a caer en garras de la muerte! �se lamentaba Quincaj��. �Mejor desaparecido! �Mejor desaparecido!..
       ��Te salvar�! �le repet�a el grillo, en su chirrido� �Te salvar�! Yo puedo m�s que el tigre.
       ��Puedes m�s que el tigre, infeliz insecto?... �se indign� no tanto contra el animalito, cuanto con �l mismo que crey� que era el que se forjaba aquel lenguaje de esperanza, en la peor de las postrimer�as, la de la muerte.
       ��Puedo m�s que el tigre! �Te salvar� con mi canto! �Esc�ndete m�s adentro para que no te huela, y mis aliadas son dos veces el n�mero de estrellas que hay en el cielo, s�lo que convertidas en gotas de agua!
       La presencia arrolladora del felino que penetr� a la cueva de un salto (�Ah. c�mo liberar su furia de los barrotes de oro de su piel! �Oh, valientes que escuch�is las historias de Quincaj�!) no le dio tiempo a dudar del grillo, a preguntarse si el grillo pod�a o no salvarlo con su canto. Era su postrer esperanza. Y corri� a esconderse a lo m�s hondo de la cueva, por donde se o�a caer en cascada un inmenso rio subterr�neo.
       ��Grill����! �rugi� el tigre� callas o le aplasto .
       ��O te aplasto yo a ti! �chirri� el grillo con aire festivo.
       ��T� a m�?
       ��S�, yo a ti, porque si dejo de cantar se desploma la cueva sobre nosotros! �Yo sostengo el techo de la cueva con m� canto, por eso no me callo!
       ��Calla, te he dicho, y obedece, pues prefiero morir aplastado que perder mi presa y morir de hambre!
       ��No! �No! �No puedo callarme! �Estoy sosteniendo la cueva con m� canto! �S�lo que esperes que me salga dejo de cantar! �No quiero quedar enterrado en esta triste cueva!
       ��Pero que sea pronto... �se abalanz� el tigre contra el grillo de ojitos de canela caliente, sin lograr amedrentarlo, romper el ritmo de sus �ngulos en movimiento�, porque ya me tarda la gana de comerme a mi presa...!
       El chirrido del grillo se oy� apartarse de la cueva. Riii... Riii... Riii... se iba yendo, poco a poco.
       Se detuvo antes de salir:
       �Mira que si me voy, ya estoy para salir, se desploma la cueva que mi canto sostiene...
       El felino por �nica respuesta se golpe� los flancos con la cola. Dos latigazos que el eco de la sombr�a oquedad repiti� multiplicados.
       ��Riii...! �Riii!... �sosten�a el grillo la cueva con su canto.
       Pero se apart�, se sali�, y el pavor de Kinkaj� fue tan espantoso, que �l que ya estaba incrustado de espaldas contra el muro del fondo, al darse cuenta que lo buscaba el tigre, se apoy� con todas sus fuerzas, desesperadamente, y no s�lo cedi� el murall�n, sino se derrumb� la cueva.
       Silencio. El �ltimo rugido de la fiera en medio de un gran terremoto. Y ahora, s�lo el canto del grillo:
       ��Riii...! �Riii...!
       No ve�a nada. Unos grandes p�rpados de lodo endurecido. No o�a nada. Unos grandes tapones de lodo endurecido. Y sobre su piel el peso de su vestimenta de lodo que lo iba oprimiendo, ahog�ndolo, reduci�ndolo a piedra.
       No era un muerto. Era un desaparecido. Esto lo consol�. Aunque no llegara a la Puerta de los Calendarios. Pero deb�a asistirse o bien desaparecer �l mismo, para que sus huesos no se llenaran de silencio sino de m�sica, para que sus huesos fueran cortados y convertidos en flautas, para que su cr�neo fuera aprovechado de panza de tamborcitos.
       (�Oh, valientes que escuch�is las historias de Quincaj�! �Esta es la primera y son cientos...!)
       ��Qui�n me golpea? �pregunt� Quincaj�, metido en su coraza de Iodo vuelto piedra.
       ��C�mo qui�n te golpea...! �y en la voz crey� reconocer al tigre, pero el tigre hab�a muerto aplastado por la cueva que sosten�a el canto del grillo.
       �S�, no s� qui�n me golpea.
       ��Pues deb�as saberlo! �y al o�r por segunda vez el bramido m�s dorado que el del tigre, se dio cuenta que era un puma.
       �Esperar� a que llueva para que se deshaga esa caparaz�n que tienes encima.
       ��Y c�mo est� el cielo? �le tembl� la voz a Quincaj�. Morir. Morir. No. era horroroso saber que iba a morir. �Por qu� no lo dejaban as� como estaba, ya enterrado, desaparecido a medias, pero en v�as de desaparecer por completo?
       Empez� a llorar, pero pronto se dio cuenta que con sus l�grimas iba a humedecer la c�scara, de su caparaz�n, y que por all� pod�a empezar a banquetearse el puma.
       ��No, no debo llorar! �se dec�a, pero lloraba, nada ni nadie corta el llanto del que va a morir.
       ��C�mo est� el cielo? �remont� su esperanza�, no me has contestado. Toda su esperanza la lijaba en que fuera un d�a sin una nube.
       �Se est� nublando... �le contest� el puma, tajante, mentiroso.
       �Ah, maldito grillo, mi benefactor en la cueva, maldito porque mejor hubieras dejado que me manducara el tigre, bien que uno no tiene preferencia por le�n o tigre para que se lo coman, pero al menos no me hubieras dado la esperanza de que las gotitas de agua, m�s numerosas que las estrellas del cielo, eran tus aliadas y me ayudar�an a salvarme. Por el contrar�o, lejos de protegerme como t� dec�as, ahora disolver�n m� caparaz�n de lodo, y el puma me comer� en seguida.
       Pero, el puma impaciente empez� a arrancarse los bigotes con las garras. El pomp�n de su cola llegaba hasta sus fauces y lo masticaba, embadurnado de saliva, sin encajarle mucho los dientes presa de la desesperaci�n de no poderse mandar al est�mago, con el hambre que ten�a, aquella vianda tan apetecible. Pero ya llover�a. Sus pupilas, brillantes como almendrones, paseaban por el cielo lavado. Ni una nube.
       Su desasosegamiento lo hizo dar unos manotones sobre la caparaz�n de lodo p�treo que guardaba a Quincaj�, y un rugido de felicidad parti� el silencio. A manotazos pod�a romper el barro y de aquella como olla en pedazos saldr�a el hombre cocido en su sudor, como quien dice en su jugo.
       ��Qui�n me salvar�? �se preguntaba Quincaj�, sintiendo que se le destrozaba el cr�neo, la cabeza, los huesos todos, a cada manotazo del puma sobre el envoltorio.
       No lo pudo evitar. Uno de sus manotazos precipit� la mole de barro con su presa adentro, por una ladera que daba a un rio de veloz corriente y cauce profundo. Salt�, el�stico y dorado, con la velocidad del rel�mpago, pero no pudo atajarlo, trueno fue su bramido y cay� de lomo, con las piernas abiertas, juguete por unos momentos del caudal del agua que se llev�, se trag� a Quincaj�, en lo que ya era algo as� como su costra funeraria. All� est� el puma en la orilla, lami�ndose con la lengua cosquillosa la pelambre mojada, sin dejar de ver al r�o, y m�s lejos, entre pe�ascales, el espectro de un hombre con los huesos molidos, molida la carne, que no parec�a salir del fondo de las aguas, sino haber rodado por un despe�adero.
       Albore� el d�a y pas�. Albore� otro d�a y pas�. Alborearon y pasaron muchos d�as con sus noches de enjambres dorados y furiosos.
       Por fin pudo Quincaj� escupir una baba de hiel verdosa, contrayendo las costillas casi quebradas, con la boca como embudo de �l mismo hacia afuera: v�mito amargo, �cido, de fuego muerto que verde� entre los cangrejos charolados, caprichosos, combativos, y las tortugas de carne ceniza encerradas en el lujo de sus careyes.
       Agotado, sin memoria, vac�o, tuvo la sensaci�n de volver a ser Quincaj� por la gratitud que se prendi� a su pecho como una enredadera a su respiraci�n. A alguien ten�a que agradecer el no haber muerto, el poder desaparecer, as�, por consunci�n. A alguien... y a la vista del cielo el gran varioloso de oro, las mir�adas de estrellas fulgurantes le recordaron que hab�a salvado de perecer ahogado en el fondo del r�o, por la premura con que las gotitas de agua deshicieron la caparaz�n de lodo que lo encerraba, y que antes' hab�a escapado de terminar triturado entre las mand�bulas del puma, porque esas mismas gotitas no hab�an acudido a los llamados de la fiera que rug�a con un rugido vertebrado y profundo, para que las nubes creyeran que era el trueno y corrieran a poner al rayo las s�banas calientes de la lluvia.
       El grillo se lo anunci�. Millares de gotitas de agua, tantas como estrellas hay en el ciclo, te salvar�n. Y se hab�a cumplido. No vinieron en forma de lluvia. Se unieron hasta convertirse en l�minas para ocultarlo en el fondo de un rio. Y ahora, lo liberaban de la cueva ambulante que envolv�a su cuerpo. Cada uno de aquellos mundos redonditos, invisibles, embeb�a una pan�cula de tierra dura, la ablandaba, la humedec�a, se la llevaba. Y as� fue como su cuerpo qued� libre y flotando tan en la orilla que el vaiv�n de la corriente lo arrastr� a los pedregales.
       �Tiuh...! �Tiuh...!, pas� un gavil�n no muy grande. Quincaj� pudo mover la cabeza para seguir su vuelo, contemplarlo en medio de la comba azul, inm�vil, detenido, y caer como una sonda, preciso, carnicero, hacia la serpiente mojada del r�o, pero se desvi� y al levantarse de nuevo, llevaba una perdiz herida en sus peque�as garras.
       ��Gavil�n! �Gavilancillo...!
       ��Tiuh...! �Tiuh...!
       ��Gavil�n, Gavilancillo, no es una perdiz la que llevas en tus garras sino mi coraz�n! Gota a gota pierdo mi miel de rub�es y no llegar� al pa�s a donde iba. Extravi� el camino y ahora el humo se amontona en mis ojos. �Ori�ntame! �D�jame que me dispare de todos los puntos falsos del arco de los flecheros cadenciosos a los cuatro costados del cielo! No ser� yo el primero en llegar a donde el sol levanta sus estandartes, que es hacia donde voy, si no me enga�o, si Panpetac espalda de tierra mojada, sigue entre los cardos, sobre los cardos, al Poniente.
       ��Tiuh...! �Tiuh...!
       ��Tiuh...! �Tiuh...!, dame las cuatro memorias del sue�o del hombre despierto. Necesito seguir adelante, pero no puedo sin antes colocar las lluvias en sus estruendos de plata, en su silencio a los �rboles secos y en su congoja a los animales en brama. Los dioses, los seres, las cosas, no pueden quedar as�, sin que yo las ordene, les d� su cabida en la luz, en el misterio, en la sombra, en la palabra devoradora. �En medio de mi pecho, se detendr� mi coraz�n, como te detienes t� en medio del cielo? �Ver� sin coraz�n el pa�s de la Diosa de las Palomas de la Ausencia...?
       (�Oh, valientes, no le mir�is, o�dlo! �No le mir�is la cara pantanosa, o�dlo!)
       �Los pies entre las piedras no echan ra�ces. Entre las piedras y la cal y las arenas. Por eso pude escapar de Panpetac. Nadie puede irse de las ciudades vegetales. Y por eso me voy de aqu� con s�lo sacudir mis tobillos sucios de arena h�meda, ahora que los cangrejos y las ara�as empiezan a considerar mis dedos parte de su anatom�a. Tengo el cuerpo de fuera. El r�o me amonton� todo el cuerpo afuera. Nada me dej� dentro. Y all� pudo caber la muerte que ya empezaba a traer sus colchas de sue�o. �Luceros! �Luceros lanares con titilar de balido! �Voy contra vientos y luceros...!



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