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CARMEN RABELL
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En Troubling Confessions (Confesiones problemáticas), Peter Brooks plantea
que la confesión tiene todavía un aura de verdad que rebasa el confesionario
religioso. Los policías y agentes extraen confesiones de los interrogados
mediante métodos análogos a los que empleaba la Inquisición. Los policías
realizan preguntas sin que el interrogado sepa por qué ni de qué ha sido
acusado (inquisitio), emplean la tortura (física o sicológica) y le dan la ilusión al
detenido de que solo confesando puede librarse el sujeto del peso de ocultar
una verdad liberándose de la culpa, lo cual no es sino una falacia retórica de
raigambre católica que se ha incrustado en un sistema de poder policial y
jurídico “secular”.
Brooks discute una amplia variedad de casos en los cuales sujetos han
confesado crímenes horrendos que no cometieron, simplemente porque los
policías tuvieron la habilidad de fingir el papel de confesor que, como diría
Foucault, extrae una verdad del confesado y ejerce el poder de consolar,
castigar o perdonar. Según Brooks, hay una compulsión por confesar porque por
nuestra tradición cultural y religiosa, cargamos y sentimos el peso de la
circulación de culpas. La confesión, entonces, puede ser una liberación de
algún sentido de culpa pero no necesariamente de “la culpa”, de aquello por lo
cual el sujeto ha sido sometido al interrogatorio.
El resultado, entonces, no es consolación ni perdón ni verdad alguna, sino la
injusticia de quitarle a veces la libertad a un sujeto inocente en cuya psiquis se
ha incrustado el deseo religioso de expiación creyendo en la posibilidad de
perdón y redención, cargando incluso culpas que le son ajenas.
Tanto valor se le da a la
confesión y al poder del
confesor de extraer la verdad
del confesado, que muchas
veces ni se toma en cuenta
que lo confesado contradice
sustancialmente la
evidencia. Me pregunto si no
puede haber situaciones
todavía más siniestras.
Después de todo, los policías
o agentes conocen
elementos de la evidencia, y
pueden fácilmente dirigir al
confesado para construir la
narración a partir de la
narración a partir de la
“verdad” que quieren
extraer.
¿Cómo secularizar la
confesión? No darle más
valor que al resto de la
evidencia, sobre todo si la
contradice, o grabar los
interrogatorios en su
totalidad para corroborar que
se le han leído a los
interrogados los “Miranda
rights” y que no se ha inducido o manipulado la narración de los hechos, son
elementos que, según Brooks, pueden ayudar a depurar la confesión, en el
terreno jurídico, de esa aura religiosa de verdad “a priori”.
Soñemos con este reino de justicia. Entre tanto, a nivel personal, pensemos en
el fin más práctico de aprender a deslindar la confesión del sentido religioso de
perdón y consolación recordando que aunque el poder del confesor era tripartita
en la Edad Media y el Renacimiento, su análogo contemporáneo le ha dejado el
perdón y la consolación a Dios y la adjudicación de penitencias al estado.
Pareciera que la división entre iglesia y estado funcionara como dos fuerzas
complementarias. La primera enseña el sentido de culpa, la necesidad de
consolación, perdón y hasta la posibilidad de redención terrena y extraterrena.
La otra aplica una penitencia que puede mandar a un sujeto directito a la otra
vida, con el solo consuelo de que el rezo de su madre lo saque de penas y lo
lleve a descansar.
Antes de liberar a Jinés de Pasamonte, aquel pícaro que soñaba con escribir su
propia biografía, Don Quijote le pregunta al guarda por qué lo lleva encadenado
a galeras:
—Este, señor, va por canario,
digo, por músico y cantor.
—Pues ¿cómo? —repitió don
Quijote—.
¿Por músico y cantores van
también a galeras?
—Sí señor —respondió el
galeote; que no hay peor
cosa que cantar en el ansia.
—Antes he oído decir —dijo
don Quijote— que quien
canta, sus males espanta.
—Acá es al revés —dijo el
galeote— que quien canta
una vez, llora toda la vida.
—No lo entiendo —dijo don
Quijote.
Mas uno de los guardas le dijo:
—Señor caballero, cantar en el ansia se dice entre esta gente “non santa”
confesar en el tormento (222).
Si bien Peter Brooks señala que la cultura religiosa ha creado en nosotros una
compulsión por confesar, cada cual con una circulación propia de culpas por
expiar, y le ha dejado en herencia al estado las técnicas físicas y sicológicas
para convertirnos en “cantores ansiosos”, a veces sin necesidad de tormento,
nuestro lenguaje popular da cuenta del peligro de tal exposición pública de
palabras. No hay que “cantar en el ansia” como Jinés de Pasamonte. Después
de todo, “en boca cerrada, no entran moscas” y “entre un sí y un no, hay la
mismita cantidad de letras”, “chitón”.
So pena de ser demasiado simple, pienso que el mejor antídoto para la
compulsión de confesar, es actuar con la suspicacia de un paranoico. Para
desarrollar esta habilidad, no hay nada mejor que haber nacido y crecido en el
Puerto Rico de los años 60 y 70, cuando el carpeteo era la orden del día. Como
mi padre se llama Narciso Rabell, igualito que el primo que peleó en la
Revolución Cubana, nos carpetearon a todos por si acaso. Nuestras cartas se
perdían, nuestras solicitudes nunca llegaban, hasta la aceptación en la U.P.R.
se perdió y también mi primera solicitud de un pasaporte.
En estas circunstancias,
había que hacerlo todo por lo
menos tres veces, como la
señal de la cruz, pidiendo
“por favor” y dando las
gracias. Con todo y eso, mi
gracias. Con todo y eso, mi
padre nos decía siempre que
no nos podíamos dar el lujo
de pasar una luz amarilla ni
de quitarle la etiqueta a
nuestras propias almohadas,
so pena de terminar presos.
Sus consejos paranoicos
eran justificados porque “ser
paranoico no quiere decir
que a uno no lo anden
persiguiendo”. Jinés de
Pasamonte fue liberado por
don Quijote del castigo de la
penitencia producida por
confesar bajo tortura,
nosotros teníamos que
andar derechitos porque
hasta sin abrir la boca, nos
podían fabricar casos o como
mínimo, seguir haciéndonos
la vida de cuadritos.
Aunque irme a estudiar a Nueva York en el 1984 pareció ser el santo remedio a
las cartas y solicitudes perdidas, ahora había que desconfiar de un lugar donde
todo funcionaba con demasiada eficacia. Tanto me preocupaba entonces la
confesión y el empleo de la tortura para extraer “la verdad” del confesado que
en 1987, en plena dictadura militar de Pinochet, decidí participar en el congreso
“Mujer, cultura y contracultura” con un ensayo sobre “O Jardim das Oliveiras”,
de Nélida Piñón, analizando este tema que aunque aludía a la dictadura del
Brasil, era bastante parecida a la realidad chilena de entonces.
Confieso, sin sentido de culpa, que la técnica renacentista de la distancia de
tiempo y lugar permitía tocar temas de los que no se debía hablar abiertamente
sin faltar al “decoro”. ¡Como si esas cosas ocurrieran en “otra época” y “en otro
espacio”!
¿Quién iba a pensar que
habiendo salido ilesa tras el
atrevimiento de dictar una
ponencia sobre confesión y
tortura en el Chile de
Pinochet, iría a vivir una
experiencia indecorosa en el
tiempo y lugar menos
pensado, el aeropuerto JFK
de Nueva York? Como
catorce años antes de aquel
9/11 de dos torres gemelas
no existía en los aeropuertos
la opción “humanitaria” de
someterse a rayos X, sin
miedo al cáncer, para que el
ojo del vigilante penetrara
las íntimas entrañas del
cuerpo, una gorda forzuda,
más siniestra que las siete
bellezas del film de Lina
Wertmüller, estuvo a cargo
de “desencuerarme” y hacer
la pesquisa de quién sabe
qué cosa, desde los pies
hasta los orificios de la nariz
y las orejas.
Pensé en todo momento que estaba siendo víctima de lo que entonces
llamaban “racial profile”. ¡Que en pleno aeropuerto me vinieran a detener
igualito que por “driving while being black” me sacaba de tiempo! Pero pensé
que haber encontrado solo secreciones biológicas en los orificios corpóreos sería
suficiente para que me dejaran salir de aquel encierro no deseado y volver a
caer en tiempo y espacio. Ya me veía diciéndole al taxista: “207 West 106,
between Amsterdam and Broadway”. Pero tuve la mala suerte de que al abrir
las maletas, encontraran tantos y tantos libros primorosamente envueltos con
ropa, arpilleras chilenas y “chompas” peruanas, que decidieron someterme a un
interrogatorio de más de seis horas.
Debió haber sido el interrogatorio más insulso de la historia, pero yo tenía una
rabia tremenda por saber que no era por brutos que me preguntaban lo mismo
tantas veces, sino para que me contradijera en algo y seguir torturándome con
más preguntas. Era más lo que pasaba por mi mente que lo que contestaba.
¡Para algo había servido la sublime paranoia preventiva de un Narciso Rabell
que sin haber pisado Cuba, había tenido que aprender a ocultar el viaje que no
hizo.
De modo que veinte veces
me preguntaron para qué
había ido a Santiago de
Chile, y veinte veces repetí
la monserga del congreso
sobre “Mujer, cultura y
contracultura”, ocultando,
por supuesto, todas las
boberas de que me hubiese
podido sentir culpable: como
aceptar que mi amigo
Ernesto, promotor cultural,
me convenciera de
disfrazarme de actriz para
desayunar, almorzar y cenar
gratis en cuanto restaurante
de Santiago había por la sola
actuación de comer
emperifollada con mi abrigo
ruso, sombrero y botas de
tacones altos. Gracias le
daba a mi padre y a mi
Puerto Rico carpetero, por
habérseme ocurrido echar a
la basura en pleno Santiago
el “queque de marihuana” que otro conocido santiaguino me regaló para que
me lo comiera en el avión y pudiera dormir a pata suelta desde Santiago hasta
Nueva York”. Chitón.
Próxima pregunta: “¿por qué usted fue por tierra, en bus, a Perú?” --“Porque
un avión me hubiese dejado en Lima sin ver el desierto de Atacama ni parar en
Tacna ni en Arequipa camino a Cuzco”. “¿Tiene usted familia en Tacna?” “¡No!”
“¿Por qué quiso parar en Tacna?” En venganza, les conté La señorita de Tacna,
de Vargas Llosa, con dramatización y todo, y creí convencerlos de que era razón
suficiente para parar allí, además de comprar unas cuantas mazorcas asadas.
Las moronas preguntas se repetían sin cesar. “¿Tiene familia en Arequipa o en
Cuzco?” “¡No, si ya le dije que soy puertorriqueña, no arequipeña ni cuzqueña,
aunque ya ve que hasta riman!” “¿Qué interés tiene usted en Arequipa y Cuzco
si no tiene familia allí?” Creo que debieron tomarme por mentirosa, porque les
había dicho desde el principio que era estudiante doctoral de Lenguas y
Literatura Hispánicas, pero tuve la gentileza de explicarles una y otra vez, que
estaba entregada a una suerte de turismo literario grandemente influido por Los
ríos profundos, de José María Arguedas, Comentarios reales, del Inca Garcilaso
de la Vega, y Residencia en la tierra, de Pablo Neruda.
Mientras tanto, pensaba para
mis adentros: “qué suerte
que no me traje ni por
ocurrencia unas cuantas
bolsitas de té de coca, de
esas que nos daban en el
hotel de Cuzco para no
‘apunarse’ en las alturas de
Machu Pichu”.
Después de haber escuchado
mis historias ultra abreviadas
de La señorita de Tacna, Los
ríos profundos, Residencia
en la tierra y Comentarios
reales por espacio de más de
seis horas, se les ocurrió por
fin llamar a Román de la
Campa, el director de
departamento de Stony
Brook, para confirmar mi
“supuesto congreso” de
“Mujer, cultura y
contracultura”, y corroborar
contracultura”, y corroborar
cuáles de mis comentarios
eran reales, en qué ríos profundos andaba y si de verdad residía en la tierra, o
estaba más despistada que Mamaé, la vieja solterona de La señorita de Tacna
de Vargas Llosa. ¡Ya podían hasta citarlos a todos de memoria!
Después de haber torturado a estos agentes con la razón de la sinrazón de viajar
por el mundo con un abrigo negro ruso, un sombrero, unas botas negras de
tacón, y una maleta llena de libros envueltos en arpilleras, chompas y hasta
ropa íntima como si necesitaran protección, encuentro a Jaime esperándome
más blanco que sus canas blancas y sin entender cómo podía haber sido la
primera en llegar a recoger mis maletas en la correa del equipaje y haberme
tomado 7 horas en salir de aquel entuerto. “No te preocupes, Jaime, que éstos
deben haber sufrido las sobre seis horas de interrogatorio de viaje literario con la
angustia de no haberme podido arrancar una sola verdad por la cual se pueda
castigar o consolar a nadie”.
Los había mareado con
ficciones, reprimiendo la
compulsión de confesar
pena ni culpa alguna y
enojadísima de que el
racismo les hiciera incapaces
de ni siquiera imaginar a
una puertorriqueña que
transitara por el mundo por
el puro placer del viaje
literario. Al llegar a nuestro
apartamento de la 106,
soltamos las maletas,
tomamos algo y prendimos
la tele para relajarnos del
agobio de casi más de 6
horas de interrogatorio inútil.
Para variar, el noticiero
anunciaba la búsqueda de
otro criminal altamente peligroso a punto de podrir la gran manzana.
“Ciudadana americana, ojos marrón, cabello negro largo, tez bronceada, abrigo,
botas y sombrero negros, peligrosa integrante de Sendero Luminoso, presunta
asesina del jefe de policías de Arequipa; entró por tierra a Chile y es probable
que se encuentre en Manhattan”, repetía el noticiario.
No supe ni sé qué pensar. ¿Habla la confesión de culpas, pero no
necesariamente de “la culpa”? ¿Me habían sometido a un interrogatorio
delicadísimo y yo, sin siquiera saberlo, me lo había tomado como si se tratara
de un juego literario, de una ficción? Sigo, en todo caso, igualmente
convencida: la toma de conciencia de la confesión compulsiva, del impulso de
raigambre religiosa que activa la circulación de culpas prometiendo expiación,
perdón, redención y hasta salvación por cargar culpas ajenas, le arranca el aura
de verdad al juego discursivo de poder confesional; lo desacraliza para esquivar
su descarnada manipulación y circulación de mentiras.
Lista de referencias:
Arguedas, José María. Los ríos profundos. Buenos Aires: Losada, 1958.
Brooks, Peter. Troubling Confessions: Speaking Guilt in Law and
Literature. Chicago; London: The U of Chicago P, 2000.
Foucault, Michel, El orden del discurso. México: Tusquets, 1970.
----------. Historia de la sexualidad. México: Siglo XXI, 1983.
--------- . Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones. Madrid: Alianza,
1984.
Neruda, Pablo. Residencia en la tierra. Ed. Hernán Loyola. Madrid:
Cátedra, 1987.
Piñón, Nélida. “O Jardim das Oliveiras”. O calor das coisas. Río de Janeiro:
Nova Frontera, 1980.
Rabell, Carmen. “Relaciones entre poder y discurso en ‘O Jardim das Oliveiras’,
de Nélida Piñón”. Escribir en los bordes. Santiago de Chile: Cuarto Propio,1990.
233-241.
Vargas Llosa, Mario. La señorita de Tacna. Barcelona: Seix Barral, 1981.
Vega, Garcilaso de la (el inca). Commentarios reales. Lisboa: Pedro Crasbeek,
1609.
Lista de imágenes:
1. Arresto de Lolita Lebrón luego de disparar en el congreso, 1954.
2. Harriet Tubman, ex-esclava y "conductora" del viaducto clandestino que
llevaba esclavos al norte de EEUU para liberarlos. Sirvió de espía a la unión
durante la guerra civil estadounidense.
3. Tania la guerrillera, Haydée Tamara Bunke Bider, única mujer en el ejército
guerrillero del Ché Guevara y espía revolucionaria en Bolivia.
4. Josephine Baker, reina del vaudeville francés, espió para la resistencia
francesa en París durante la segunda guerra mundial.
5. Mata Hari, Margaretha Geertruida Zelle, espía durante la primera guerra
mundial, fue acusada de ser agente doble y fusilada por los franceses en 1917.
6. Maria Krystina Janina Karbek, a.k.a. Christine Granville, polaca que espió
para los británicos durante la segunda guerra mundial.
7. Mary Edwards Walker, la única mujer en estados unidos condecorada con la
medalla de honor estadounidense. Era abolicionista, feminista y fue arrestada
por espía por los confederados durante la guerra civil estadounidense.
8. Elizabeth Terril Bentley fue primero espía para los soviéticos en Estados
Unidos y luego desertó de la KGB e informó para la FBI estadounidense.
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