Llenos de gracia (2022), de Roberto Bueso

Película inspirada muy libremente en un hecho real, la estancia del niño Valdo Lopes, originario de Cabo Verde, en un orfanato de Aravaca, donde puso todo su cariño y atención una monja, la hermana Marina, de la Orden de las Esclavas y aficionada al balompié, lo que posibilitó que con los años se convirtiera en futbolista profesional. Cuenta la historia de un grupo de niños en un colegio que acoge huérfanos llamado El Parral, en 1994, al que llega un verano una monja, sor Marina, como profesora de los que sin padres con los que quedarse, se quedan allí durante las vacaciones. El lugar está en decadencia, con pocas monjas, y cualquier día podría echar el cierre. Y los niños son gamberrillos, y están poco motivados. Pero la hermana Marina sabrá ganárselos, con la complicidad de otras dos hermanas, la ingenua bibliotecaria sor Angelines, y la fornida sor Tatiana, de origen rumano. La idea de dar nuevos bríos al equipo de fútbol y participar en un torneo de verano, despierta las ilusiones de todos.

Roberto Bueso, con el concurso en el guión de Óscar Díaz, está lejos de los logros de su inspirado debut, La banda. La impresión es la de una película de encargo, que se encuadra en lo que últimamente se ha dado en llamar “feel good movies”, películas para sentirse bien, con buenísimas intenciones y buen rollito, y que pretende llegar al público familiar, lo que incluye a quien será su competidor en pocas semanas, Santiago Segura y su saga Padre no hay más que uno. Pero una cosa es la meta, y otra que se consiga llegar a ella.

Estamos ante una trama deslavazada, de personajes poco desarrollados, con pasajes reiterativos o que aportan poco –la estancia en una casa de ricos, la feria...– y que confía sobre todo en dos bazas: en la recreación del mundo de los chavales preadolescentes, con sus conversaciones en las que asoma su primer acercamiento al sexo, y la ilusión que les supone el fútbol; y en la gracia natural de Carmen Machi, y su posible capacidad de ser la versión femenina de Segura, en lo relativo a hacernos reír.

Supone un tremendo error no haberse documentado un poquito más acerca de cómo puede ser la vida en un colegio y una comunidad de religiosas, todo suena a impostado con clichés bastante tontunos. Sorprende por ejemplo que nadie rece en este film –bueno, hay una excepción, la breve mirada que la hermana Marina dirige a un crucifijo–, y que se introduzca sin que venga a cuento la primera comunión de los críos y una confesión, y con un tono, cuando menos, irreverente. No les habría venido mal echar un vistazo a Sonrisas y lágrimas, con bastantes elementos comunes, aunque la diferencia en el resultado final sea como la de la noche y el día.

Se puede entender la necesidad de crear un “villano” que planee cerrar El Parral, para hacer carrera, pero resulta bastante ridículo el cura compuesto por Manolo Solo; y no tienen mejor fortuna en sus roles Paula Usero con su plana monja, tan inocentona, la madre superiora de Nuria González, de evolución nada trabajada, o Pablo Chiapella como bedel supuesto experto en fútbol. Los críos, debutantes, resultan bastante naturales, pero la insistencia en el sexo resulta exagerada y sin duda que parte del potencial público familiar no lo verá de su agrado ni conveniente para la chiquillería; se echa en falta en cambio algo que apunte con un poquito de hondura a la nostalgia de una familia en estos chavales, al final lo único que les define son las bromas; de todos modos hay algún momento simpático, como la noche de acampada, propicia para que la hermana Marina les haga confidencias.