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Biografía de la Habana Vieja

Hacia  1515 un puñado de españoles encabezados por el Capitán Panfilo de Narváez y Fray Bartolomé de las Casas establecieron la penúltima villa cubana en la costa sur de la actual provincia de La Habana. Pero aquel emplazamiento duró poco. Los fundadores emigraron hacia la costa norte acercándose al Estrecho de la Florida cuyas rápidas corrientes favorecían la navegación. Así llegaron a un puerto de garganta angosta y bolsón desmesurado, bien protegido contra los huracanes por unas colinas.

por Manuel Pereira

Hacia 1515 un puftado de espaftoles encabezados por el Capitán Pánfilo de Narváez y Fray Bartolomé de las Casas establecieron la penúltima villa cubana en la costa sur dé la actual provincia de La Habana. Pero aquel emplazamiento duró po­co. Los fundadores emigraron hacia la costa norte acercándose al Estrecho de la Florida cuyas rápidas corrientes favorecían la navega­ción. Así llegaron a un puerto de garganta an­gosta y bolsón desmesurado, bien protegido contra los huracanes por unas colinas. 

En la orilla oeste de esa bahía quedó defini­tivamente fundada la villa de San Cristóbal de La Habana, en el mes de noviembre de 1519, un día del cual no se guarda recuerdo, pues las Actas del Cabildo que van desde ese afio hasta 1550 fueron quemadas por el cor­sario francés Jacques de Sores. 

Cuenta la tradición oral que siguiendo la usanza de la época los fatigados fundadores cantaron la primera misa y celebraron su pri­mera reunión debajo de una ceiba, a cuya sombra comenzó a crecer aquel poblado de bohíos, pues al pincipio los europeos adopta­ron la arquitectura indígena: casas hechas con hojas de palma, techo a dos aguas y piso de tierra. 

La fiebre del oro y la ansiedad fáustica cau­tivó tanto la imaginación de aquellos conquis­tadores que sólo pensaban en buscar riquezas en tierra firme (México, El Dorado, El Da­rién) y la fuente de la Eterna Juventud en La Florida. La incipiente villa cayó en el olvido y sólo alcanzó el título de ciudad cuando la Corona Espaftola comprendió que, por su posición geográfica, era la escala principal en la Ruta de las Indias. Llave del Nuevo Mun­do, toda la plata y el oro de América tenía que pasar por la ensenada habanera en su via­je a la Metrópoli. 

Pronto corsarios y piratas advirtieron ese tráfico y no tardaron en atacar. La Habana se fortificó y un cinturón de piedra la amura­lló, volviéndola inexpugnable. Aún hay testi­gos de aquel frenesí arquitectónico: el Mo­rro, la Punta y el Castillo de la Real Fuerza. 

Empotrado sobre una roca a la boca del puerto -como el de San Juan de Puerto Rico el de Arica en Chile- el Morro lanza desde 1630, cada noche, las seftales luminosas de su faro facilitando la navegación. Edificado en­tre 1555 y 1577, el Castillo de la Real Fuerza es el más antiguo de América y la primera construcción del género en el continente en que se emplearon los trazados renacentistas que revolucionaron la arquitectura militar. Sobre uno de sus baluartes se erigió una Torre del Homenaje en cuya cúpula se colocó una veleta giratoria conocida por Giraldilla en evidente alusión a la Giralda de Sevilla. 

El célebre cañonazo de las nueve -que asusta a los extranjeros y rectifica la hora de los habaneros- es otra reminiscencia de aquellas nóches de antorcha y puñal, pues anunciaba el cierre de las puertas de la mura­lla (construida en el siglo XVII y demolida hacia 1865) ya que a partir de esa hora La Ha­bana estaba en riesgo de ser asaltada por los piratas. 

La importancia que fue adquiriendo el puerto convirtió a la ciudad en una urbe ma­rítima. Aserradores, ebanistas de ribera, cala­fates, tallistas de arboladura y peones inun­daron sus calles atiborradas de almacenes, talleres de artesanos y tiendas de mercaderes. Los principales navíos de la Flota Española se construían en los astilleros habaneros. 

La ciudad también se evangelizó: la espa­da era una cruz terrenal y la cruz una espada celestial. La Cruz Verde de la calle Amargu­ra, incrustada en una de sus esquinas, aún se­ñala las paradas de las peregrinaciones del Vía Crucis hasta la iglesia del Cristo del Buen Viaje. Pero la iglesia más antigua que conser­va La Habana es la de Espíritu Santo (edifica­da entre 1638 y 1661), la única que conserva· intactas sus catacumbas. 

Simultáneamente La Habana tuvo sus pla­zas. La Plaza de Armas; la llamada Vieja (an­tes Nueva), la de San Francisco, la del Cristo del Buen Viaje y la más famosa: la Plaza de la Catedral. Comenzada su construcción en 1748 por la Compañía de Jesús, la Catedral es la eclosión del Barroco, el esplendor de las formas desenroscadas. Libro de piedra, músi­ca petrificada: sus volutas labradas en roca coralífera evocan las espirales de humo del habano. 

La fachada de la Catedral expresa mejor que ninguna otra edificación nuestro barro­co, que se distingue de otros por la sencillez de sus líneas y por el movimiento sensual que recorre sus volúmenes. 

En el interior del templo está el nicho de Cristóbal Colón, aunque también en Sevilla se exhibe su sarcófago cargado por las esta­tuas de cuatro colosales marinos, y se dice que en Santo Domingo yacen los despojos mortales del Almirante. Los palacios de condes y marqueses que configuran la Plaza de la Catedral forman el conjunto más armonioso y mejor conservado de La Habana Vieja. "Esta es la plaza colo­nial más bella de América", dijo el fundador del Bauhaus, Walter Gropius. 

Un diálogo incesante entre arquitectura y naturaleza fue el signo · distintivo de estas construcciones que se fueron acriollando hasta hacerse cubanas. La persianería para permitir el paso de los terrales, los vitrales po­licromados para atenuar la reverberación de nuestra luz y las caIIes estrechas para som­brear aceras y tender toldos son las principa­les constantes de un estilo urbanístico y arqui­tectónico integrado al paisaje, donde la pie­dra, el mar y la vegetación conviven perma­nentemente.

Una yagruma crece en un bal­cón, los muros atesoran fósiles de madrépo­ras y ninguna casa le vuelve la espalda al mar, porque todas buscan su brisa. 

La Habana también tiene sus pequeños misterios. Las piedras de los muros conservan las marcas de los canteros talladas a golpe de hacha: son iniciales, signos indescifrables. No pocas tejas -de las moldeadas sobre los muslos de los tejeros·donde adquirían su for­ma definitiva- están selladas con las uñas de los pulgares; y hay una que hasta lleva un adagio grabado en ideogramas chinos: "Lo que el corazón manda, la mano lo realiza". 

En los patios suelen dialogar las palmas con las columnas, como si en ese contrapunto sus fustes se confundieran, transmutándose las columnatas en palmares de piedra. Estas correspondencias, estas. sinestesias, recorren el laberinto de una ciudad que no creció ajena a su entorno, sino que se desarrolló en la respiración de los helechos, aprovechando las veleidades de la luz, asumiendo el ritmo pro­teico de las olas, imponiéndose ella misma co­mo un organismo vivo y dinámico. La Haba­na Vieja es un animal habitable, un caracol hechizado. 

La influencia árabe se delata en la orna­mentación geométrica de los alfarjes, en los arabescos de hierro, en los arcos polilobula­dos, en las estrellas grabadas a fuego en las te­chumbres, en la proliferación de fuentes en los patios. Son añoranzas del cielo estrellado de los desiertos. Es la sed insaciada del mudé­jar. Si a alguna ciudad del mundo se parece La Habana es a Sevilla, solo que sus paredes no están encaladas, pues sus colores tradicio­nales siempre fueron el verde y el azul: otra vez la vegetación y el mar, que son las secretas pasiones de la ciudad. 

En 1762 los ingleses abren una brecha en el Morro y ocupan La Habana durante once meses. Las fortificaciones que tan tenaz resis­tencia ofrecieron a piratas y filibusteros cedie­ron ante la dinamita británica. El sabio hu­mor popular denominó aquel momento co­mo "la hora de los mameyes", por el color rojo de las casacas inglesas. 

España recuperó La Habana y, escarmen­.tado por la victoria inglesa, el Rey Carlos 111 mandó construir sobre el cerro de la orilla oeste del puerto una fortaleza ciclópea: la Cabaña. La Habana se convirtió en la prime­ra plaza fuerte de América, aunque para ello hubo que invertir tales fortunas que, abruma­do por las cifras, Carlos III salió al balcón de su palacio y pidió un catalejo para contem­plar desde España los altos muros de la Caba­ña que "tanto me ha costado -dijo- que debe verse desde aquí". 

Ya para esa época La Habana, con sus 30.000 vecinos, era una de las principales ur­bes del Nuevo Mundo: más poblada que Boston, Nueva York o Filadelfia. Los estu­ches de los cortesanos de Luis XVI contenían rapé habanero y nuestros azúcares comenza­ban a endulzar a Europa. 

El auge azucarero transformó a La Haba­na de tierra de paso en terminal. Hacia fines del siglo XVIII unos mil barcos entraban anualmente en la bahía para cargar azúcar y descargar mercancías de ultramar. La inde­pendencia de los Estados Unidos lanzó hacia la ciudad a comerciantes ávidos de riquezas. La Revolución de Haití la llenó de franceses. Elegancia y cosmopolitismo se enseñorearon del ambiente mientras que un polvorín de es­clavos estaba por estallar . 

De este modo entró la capital cubana en el siglo XIX, y en su arquitectura entró el estilo neoclásico. Remedo abreviado del Partenón, el Templete se levanta a un tiro de ballesta del malecón, en el sitio donde se supone fue fundada la ciudad hace más de cuatro siglos y medio. El Templete fue un homenaje a la fundación y algo más: un monumento de adhesión a España que la Capitanía General hacía en nombre de la "Siempre Fidelísima" Habana, en medio  de una América sublevada. Las columnas de la verja del Templete están rematadas con piñas de bronce, símbolo frutal haba­nero. Detrás de la verja está la ceiba fun­dacional -o mejor, una descendiente de aquella, pues la original murió envenenada por la sal del mar hacia mediados del XVIII.

La Habana conoció rápidamente los inven­tos del siglo. La máquina de vapor de doble efecto, perfeccionada por Watt en 1792, fun­cionaba en la ciudad cuatro años más tarde. La capital de Cuba fue la cuarta en el mundo en establecer el ferrocarril; la tercera en dis­poner de alumbrado de gas. Morse no hace más que iniciar la campaña para difundir su sistema telegráfico y ya La Habana tiene ten­didas grandes líneas. El teléfono llega con su inventor. Es más, el sistema telefónico auto­mático se instala allí antes que en ninguna otra parte del mundo pues esta ciudad fue es­cogida como vitrina para la experiencia. Mar­coni en persona inaugura en La Habana la primera planta de radio. Seis meses después de exhibirse en París, se montan en la capital cubana los primeros aparatos de cine que lle­garon a América.

Es un siglo de prosperidad ... de aparente prosperidad porque desde 1868, en la zona más oriental del país, se ha encendido la lla­ma de la guerra independentista contra el co­lonialismo español.

Mientras tanto el esplendor se adueña de La Habana, y aún pueden verse las mansio­nes de los nobles, lujosas aunque de escala humana, en las que el hierro se impone, des­plazando lentamente a la madera. Puertas ta­chonadas de clavos, guardavecinos y guarda­cantones; bocallaves y aldabones; tejados que son dentaduras de barro; lo que hoy lla­mamos Habana Vieja, y que no es más que la entonces Habana intramuros, es un hervi­dero de imágenes. 

Esta es la Habana de Martí y de Carpen­tier. Por aquí pasaron -deslumbrados­Humboldt, Einstein, Sara Bernhardt, Gari­baldi, Juan Ramón Jiménez, Lorca, Antonio Artaud, Maiacovski, lsadora Duncan, André Breton, Caruso, Simón Bolívar, Benito Juá­rez, Francisco de Miranda, Valle-lnclán, lgor Stravinsky ... 

El siglo XX se inicia entre nosotros con la bandera de las muchas estrellas flotando en el Morro. Después de treinta años de guerra contra España, los cubanos no logran su total independencia a causa de la intervención ar­mada de los Estados Unidos de Norteaméri­ca. Posteriormente se proclamará una repú­blica amañada y frustrante. Se apagan los úl­timos faroles de gas y resplandece la luz eléc­trica. Tranvías en lugar de volantas. Asfalto donde había empedrado. El art-nouveau y el art-decó rozan fugazmente algunas construc­ciones. Pero el estilo imperante es el de los bancos extranjeros: ese estilo grandilocuen­te, ecléctico y escenográfico. Mientras, la no­bleza primero y la burguesía después se des­plazan hacia los barrios que surgen extramu­ros (El Cerro, El Vedado), y sus mansiones se convierten en falansterios, que en La Habana se conocen con el nombre de solares.

Hacinamiento y promiscuidad son las cla­ves de la Habana intramural durante la pri­mera mitad del siglo actual. El puerto se llena de tugurios con lumínicos en inglés para un país donde más de un millón de personas no saben leer castellano. Algunos monumentos históricos son sacrificados para levantar ver­daderos adefesios de cristalería importada. 

El historiador cubano Emilio Roig de Leuchsenring (1889-1964) protesta, pero las demoliciones continúan y sólo el triunfo de la revolución, en enero de 1959, logra congelar el avance destructor que en nombre de la "modernidad" y la "civilización" amenaza­ba con llenar de rascacielos el sector más anti­guo de la capital. Después de medio siglo de indolencia gubernamental, la Revolución heredaba una Habana Vieja aquejumbrada y malherida.

Tierra de paso durante tantos años, en esta ciudad se han ido encontrando gentes de las más diversas procedencias (africanos, euro­peos, chinos, yucatecos...) en una amalgama, en un caleidoscopio del que brota nuestra única y diversa identidad étnica, ética y estéti­ca. Cruce de culturas, de estilos, de iconogra­fías, de mitologías: sea por el diseño angosto de sus calles, o porque los balcones están tan cerca unos de otros, lo cierto es que el "haba­naviejero" es un ser expansivo, locuaz, cor-. dial. Gentes humildes, los que moran en esta ciudad, en lo que fueran palacios, son como príncipes nuevos que no necesitan heráldica, porque llevan la nobleza en el alma. 

No se salvan del día a la noche 465 años de piedras, pero La Habana vieja se salvará, re­construyendo su espléndido rostro, no para convertirse en museo muerto, sino para ser un museo viviente y vivible. La Habana Vieja se salvará, con sus faroles de gas y un buque en lontananza; con su amoroso malecón y sus sombras chinescas; con su cañonazo de las nueve y el murmullo de las fuentes; con sus adoquines mojados y el ojo parpadeante del cíclope que vive en el Morro desde siem-pre y para siempre. ­

About the authors

Novelista y periodista cubano. Sus novelas El Comandante Veneno y El ruso han sido traducidas a diversos idiomas. Sus reportajes sobre Nicaragua se han publicado con el título de Cró-Nicas (nica, apócope de nicaragüense). Desde hace algunos años trabaja en una novela sobre la Habana Vieja.