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La casa torcida

Autore(a)s: Agatha Christie
Libro La casa torcida
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CAPÍTULO UNO
    Conocí a Sofía Leónides en Egipto, hacia el final de la guerra. Ocupaba un puesto administrativo bastante importante en uno de los departamentos del Ministerio de Asuntos Exteriores en ese país. La conocí primero en su aspecto oficial y pronto pude apreciar la eficiencia que la había llevado hasta aquel puesto, a pesar de su juventud (por aquella época acababa de cumplir veintidós años).
    Además de ser muy agradable a la vista, tenía la mente muy clara y un especial sentido del humor que me encantaba. Nos hicimos amigos. Resultaba muy fácil el hablar con ella y disfrutamos mucho las veces que salimos juntos a cenar o bailar.
    Todo esto ya lo sabía yo. Lo que no supe hasta que me destinaron a Oriente, al final de la guerra europea, era que estaba enamorado de Sofía y que quería casarme con ella.
    Estábamos cenando en el restaurante «Shepheard» cuando hice este descubrimiento. No fue para mí ninguna sorpresa, sino más bien el reconocimiento oficial de un hecho conocido hacía tiempo. La miré con ojos distintos pero todo lo que vi me era familiar desde mucho antes. Me gustaba todo en ella, el cabello oscuro y rizado, que brotaba orgulloso de su frente, el azul brillante de sus ojos, la pequeña barbilla, cuadrada y luchadora, la nariz recta. Me gustaba su traje gris claro, de buen corte, y la blusa blanca rizada. Todo su aspecto, tan inglés, me atraía poderosamente, después de tres años sin ver mi tierra natal. Nadie, pensé, podría ser más inglés. Y en el mismo momento en que pensaba así, se me ocurrió de pronto si Sofía sería inglesa como parecía. Era como la representación teatral de lo inglés, y la realidad no puede ser tan perfecta.
    Me di cuenta de que a pesar de la confianza con que nos habíamos hablado, discutiendo nuestras ideas, lo que nos gustaba y lo que nos disgustaba, lo futuro y las amistades y conocimientos comunes, Sofía nunca había mencionado ni su casa ni su familia. Ella sabía todo lo referente a mi persona (era, según indiqué anteriormente, una buena oyente); pero sobre ella, yo no sabía nada. Nunca hasta aquel momento había caído en la cuenta de ese hecho.
    Sofía me preguntó en qué estaba pensando.
    Yo le contesté la verdad:
    —En ti.
    —Comprendo —dijo. Y pareció como si realmente comprendiera.
    —Puede que no volvamos a vernos en un par de años —dije—. No sé cuándo volveré a Inglaterra. Pero tan pronto como vuelva, la primera cosa que haré será ir a verte para pedirte que te cases conmigo.
    Me oyó sin pestañear. Estaba allí sentada fumando, sin mirarme.
    Durante unos segundos me sentí nervioso, temiendo no me comprendiera.
    —Escucha —dije—. A lo que estoy completamente decidido es a no pedirte ahora que te cases conmigo. No resultará bien. Primero, puede que me dieras calabazas, y entonces sería muy desgraciado y probablemente me ataría a alguna mujer repugnante, sólo para curar mi vanidad. Y si no me dieras calabazas, ¿qué íbamos a hacer? ¿Casarnos y separarnos inmediatamente? ¿Ponernos en relaciones formales y prepararnos para una larga espera? No podría consentir que hicieras esto. Puede que encontraras otro hombre y que te sintieras obligada a ser «leal» conmigo. Hemos vivido en una atmósfera febril, en la que todo quería hacerse muy de prisa. Los matrimonios y los asuntos amorosos se hacían y deshacían a nuestro alrededor. Me gusta que vuelvas a casa, libre e independiente, que mires a tu alrededor, formes tu opinión del mundo de la posguerra y decidas qué es lo que quieres de él. Lo que hay entre tú y yo, Sofía, tiene que durar. No me interesa un matrimonio de otra clase.
    —Tampoco a mí —dijo Sofía.
    —Por otra parte —dije—, creo que tengo derecho a decirte… bueno, a decirte lo que siento.
    —Pero sin lirismos innecesarios, ¿verdad? —murmuró Sofía.
    —Pero, querida, ¿no comprendes? He tratado de no decirte que te quiero…
    Me detuvo.
    —Comprendo, Carlos. Y me gusta esa manera rara que tienes de hacer las cosas. Puedes ir a verme cuando vuelvas… si todavía lo deseas.
    Me tocó a mí el turno de interrumpir.
    —Sobre eso no hay ninguna duda.
    —Sobre todas las cosas queda siempre la duda. Siempre puede haber un factor incalculable que lo eche todo a rodar. Para empezar, no sabes mucho de mí, ¿verdad?
    —Ni siquiera sé en qué parte de Inglaterra vives.
    —Vivo en Swinly Dean.
    Asentí con la cabeza al oír el nombre del conocido barrio de las afueras de Londres, que se enorgullece de sus tres campos de golf.
    Sofía añadió suavemente, en un murmullo:
    —En una casita torcida [1] …
    Debí mostrar mi asombro porque ella pareció divertida y explicó, completando la cita:
    —«Y todos vivían juntitos en una casa torcida». Así somos nosotros. No es que la casa sea pequeña precisamente.
    —¿Es muy numerosa tu familia? ¿Tienes hermanos y hermanas?
    —Un hermano, una hermana, madre, padre, un tío, una tía política, un abuelo, una tía abuela y una bisabuela.
    —¡Qué barbaridad! —exclamé ligeramente sorprendido.
    Ella se rió.
    —Claro que normalmente no vivimos todos juntos. La guerra y los bombardeos nos han reunido. Pero no sé —reflexionó, frunciendo el ceño—; puede que espiritualmente la familia haya vivido siempre junta, bajo la protección y mirada de mi abuelo. Tiene una gran personalidad mi abuelo. Tiene más de ochenta años y mide un metro cuarenta y cinco centímetros, y a su lado todo el mundo parece desdibujado.
    —Debe ser muy interesante —aventuré.
    —Lo es. Es griego, de Esmirna. Se llama Arístides Leónides. —Y añadió con un guiño—: Es inmensamente rico.
    —¿Crees que quedará algún rico cuando esto se acabe?
    —Mi abuelo seguirá siendo rico —dijo Sofía con convencimiento—. Por mucho que expriman a los ricos con impuestos, a él no le harán mella. Será él quien exprima a los exprimidores.
    Tras una corta pausa, añadió:
    —Me pregunto si te
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