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Perfiles UdeC: Igor Wilkomirsky, el hombre detrás de las patentes

Allá por fines de los años 40, poseer una bicicleta era privilegio de algunos pocos. Eran símbolo de estatus y además resultaban muy caras, y el hoy ingeniero Igor Wilkomirsky soñaba –como todo niño- con ellas, pero su familia no podía costear algo semejante. Ello, no obstante, no lo desanimó. En el patio de la vivienda familiar (una de aquellas clásicas casas del Concepción de antaño, de un piso y con larguísimo corredor)  se impuso la tarea de construirse una.
Y lo consiguió. Tenía unos 10 u 11 años, y utilizando materiales de desecho, restos de otras bicicletas y fabricando él mismo unas ruedas de madera a las cuales clavó unos neumáticos, pudo contar por fin con el codiciado vehículo: un triciclo a cadena.  Su inventiva no se detuvo allí. Con la complicidad de su hermano, el patio de la casa fue llenándose de radios galena e incluso “carromatos de cuatro o seis ruedas”, según recuerda. En todo caso, no fue lo único. Juntos también levantaron una pequeña estación meteorológica, en la cual medían la presión atmosférica, el agua caída y el viento, y más tarde construyeron un televisor, con una película de papel como imagen.
Es por ello que desde niño tuvo claro que lo suyo era ser ingeniero. Cuando llegó el momento de postular a una carrera, en la Universidad de Concepción sólo se dictaba Ingeniería Química, pero no lo dudó ni por un momento e ingresó a esa carrera.
Luego vendrían los posgrados. En Estados Unidos realizó un Máster of Science (en la Escuela de Minas de la Universidad de Colorado) y para su regreso a Concepción lo esperaba un puesto como académico en la UdeC. Tras algunos años estuvo enseñando, hasta que una oferta laboral lo llevó a Huachipato (en 1965), donde se desempeñó como metalurgista por cuatro años, y también como encargado de atención a clientes en la oficina de Santiago, pero a fines de 1969 decidió regresar a su alma máter.
Era ya 1972 cuando, junto a su familia, tomó nuevamente el avión rumbo a Norteamérica, esta vez a cursar un doctorado en Canadá, en la Universidad de British Columbia en Vancouver, donde terminó en 1974. Tras ello, atravesó el continente desde la Costa Pacífico a la Atlántica, para instalarse en el Centro de Desarrollo de la Tecnología de New Brunswick, un lugar que fue clave para su posterior –y destacada- carrera profesional, pues fue allí donde “vi cómo las ideas originales eran patentadas y después llevadas a la práctica. En otras palabras, me di cuenta que las ideas originales había que registrarlas”, relata. Fiel a lo anterior, tomó su tesis doctoral –sobre una nueva tecnología relacionada con el molibdeno- y la patentó de inmediato. A fines de marzo de este año (2012) fue contactado por una empresa norteamericana que está interesada en aplicarla.
El regreso del científico
Hacia 1980 Igor Wilkomirky tuvo que decidir entre quedarse en Canadá o regresar a la UdeC. La decisión no fue simple, ya que tenía una vida relativamente cómoda en el país del norte y se estaba abriendo campo en el ámbito científico, pues de hecho había ya patentado cuatro o cinco productos en ese país y otros dos en Estados Unidos. Estaba, además, fascinado trabajando en investigaciones relacionadas al zinc y el cobalto y apasionado con la libertad intelectual que existía, la misma que hoy valora por sobre todas las cosas dentro de la Universidad de Concepción.
Sin embargo, se le acababa el plazo para regresar a la UdeC y cumplir de ese modo con el compromiso que había adquirido con esta (que financió sus estudios de doctorado), pero además de lo meramente legal, había también un asunto sentimental: “estaba además el hecho de que uno siempre quiere volver a su tierra, a estar con la familia, con los seres queridos, que conforman en definitiva lo que uno es en esencia”, rememora.
Finalmente regresó y asumió como profesor titular del Departamento de Ingeniería Metalúrgica, iniciando al mismo tiempo una carrera como investigador que hoy lo tiene convertido en el académico que más patentes ha producido en la historia de la UdeC (y probablemente también en Chile), pues a la fecha posee 16 productos patentados en Chile y 18 en el extranjero, además de seis patentes en trámite. Casi la totalidad de estas son compartidas con empresas metalúrgicas, mineras y/o con la Universidad de Concepción.
Modesto en extremo, señala que él se considera un docente igual a todos los demás y asevera que el desarrollo de las patentes en la UdeC (que desde hace varios años cuenta con una Unidad de Propiedad Intelectual, radicada en el seno de la Vicerrectoría de Investigación y Desarrollo) surgió cuando, a principios de los ’80, la universidad estrechó sus vínculos con la gran minería, lo que llevó a los académicos de su departamento y otros a generar innovaciones que no sólo tenían el sello tecnológico como una marca indeleble, sino que además estaban marcadas por una preocupación ambiental muy profunda, lo que ha sido recibido con beneplácito por las industrias del sector, señala.
De hecho, le cuesta decir cuál es su producto más querido, pero tras pensarlo unos segundos, afirma que seguramente se trata de un sistema de conversión continuo de cobre que inventó pocos años atrás (y que actualmente se encuentra en etapa de planta piloto en la fundición de Chuquicamata), “por lo relevante que es para la industria, pues permite remplazar tecnología muy antigua y contaminante por otra que es más eficiente y no daña el ambiente”.
El emprendimiento
Respecto de los reconocimientos que ha recibido en el plano del patentamiento, argumenta nuevamente que él sólo es un profesor que ha tenido la oportunidad de desarrollar “cosas que me interesan” y señala que si bien quizá acá llame la atención, “la función de inventar o crear cosas es lo normal en otros países, como Estados Unidos, y aquí debería ser parecido. Los profesores de ingeniería debemos desarrollar tecnologías y emprendimientos además de enseñar, eso es lo normal. Pensemos, por ejemplo, en el Tecnológico de Massachusetts, el MIT, que debe tener más patentes que todas las universidades chilenas. Deberíamos ir hacia allá, y por eso es que no creo que haya algo extraordinario en lo que hago”.
De hecho, el profesor Wilkomirsky es un hombre absolutamente alejado de los estereotipos del inventor apasionado o del sabio distraído. Su oficina, atiborrada de libros y documentos, está -sin embargo- en completo orden, y él mismo señala que divide lo que es trabajo de vida hogareña, en la cual se distrae en su taller, pasea en bicicleta e incursiona en la agricultura. En verano, sale a acampar en su motorhome y aprovecha de pescar en el Lago Galletué, en Alto Bío Bío, aunque –de todos modos- se sonríe cuando recuerda que su veta de ingeniero sale a flote cada vez que alguno de sus nietos afirma con orgullo que "el tata es capaz de arreglar cualquier cosa”.
A continuación, un breve video en el cual el Dr. Wilkomirsky relata lo que significan para él la Ciencia y la Universidad de Concepción: