Fresas salvajes | Ingmar Bergman | Cine Divergente

Fresas salvajes

Road movie por el subconsciente Por Yago Paris

Al principio de Fresas salvajes (Smultronstället, Ingmar Bergman, 1957) tiene lugar una escena aparentemente intrascendente entre el protagonista del relato, el doctor Isak Borg (Victor Sjöström), y su ama de llaves, Agda (Jullan Kindahl). Acaban de tener una pequeña discusión que no termina de solventarse, por lo que el anciano médico da con la que, a su parecer, es la mejor manera de resolver el conflicto. «Le compraré algo y volverá a ser amable. No soporto a las personas rencorosas. No le haría daño ni a una mosca, así que mucho menos a Agda». Siendo una escena rodada con ligereza y utilizando un tono cómico, fácilmente esta reflexión en voz alta por parte del protagonista de la cinta podría pasar inadvertida, pero su aseveración encierra la clave para comprender la manera de razonar y de relacionarse con los demás de un personaje al que conoceremos con total profundidad durante el resto del metraje. Una situación que se verbaliza con cruda franqueza a través de otro de los personajes clave de la obra, su nuera Marianne (Ingrid Thullin): «Eres un viejo egoísta, tío Isak. No tienes consideración por nadie, solo te escuchas a ti mismo. Pero lo disimulas bajo tus buenos modales de viejo y bajo tu encanto. Eres un egoísta inflexible. Por mucho que digan que eres un gran amigo de la humanidad, los que te conocemos bien sabemos quién eres. No nos engañas». Lejos de ser algo que escandalice al doctor Borg, esto es, en el fondo, lo que su subconsciente le lleva diciendo desde hace un tiempo, a través de sueños en los que se ve forzado a escuchar lo que no quiere oír cuando está despierto, como es el caso del que vive cercana la hora de metraje, en el que se fusiona su temor a ser un mal médico con la consideración que su esposa tenía de él, que un examinador de tribunal verbaliza de la siguiente manera: «También, profesor Borg, se le acusa de faltas menores, pero graves: insensibilidad, egoísmo, falta de consideración».

Se trata de una serie de escenas clave trenzadas para dar forma al núcleo de la película, que consiste en la autoevaluación que realiza el protagonista sobre su vida, una vez que ha llegado al ocaso de la misma. Con 78 años y 50 ejerciendo como médico, Isak Borg se dispone a recibir un homenaje en la universidad de Lund, lo que se convierte en el desencadenante que desata una serie de incertidumbres a las que no ha querido hacer frente hasta ese momento. Sin saber muy bien cómo ni por qué, el protagonista se embarca en un viaje por carretera junto a su nuera, lo que servirá de pretexto para ir repasando diferentes aspectos de su vida, desde la relación con su familia (hijo, nuera, madre, esposa) hasta sus recuerdos de infancia, lo que a su vez permite repasar aspectos de la condición humana como las dualidades amor/desamor, juventud/vejez, realidad/recuerdos o vida/muerte.

Fresas salvajes

1.- Road movie nórdica

Entre la herencia clásica, con obras como La odisea de Homero, y todo el imaginario cinematográfico del cine estadounidense de posguerra, Ingmar Bergman elabora una auténtica road movie que es a la vez canónica del género —el viaje físico que se convierte en viaje interior— y profundamente personal, habida cuenta de los temas recurrentes que se tratan a lo largo de los 88 minutos de duración de la cinta —la colisión entre fe y razón, la manera de enfrentarse a la muerte, la incomunicación en el matrimonio o la férrea educación católica.

La travesía consiste en un recorrido de Suecia de norte a sur hasta llegar a la ciudad de Lund, donde tendrá lugar la ceremonia de homenaje. Un evento que funciona como mcguffin de manual, puesto que apenas se le presta atención al acto en sí. Sin embargo, a pesar de que el desplazamiento físico permite el encuentro con múltiples personajes, que entran en la historia con la misma facilidad con la que salen, desde un grupo de jóvenes autoestopistas que quieren llegar a Italia hasta un matrimonio desquiciado que no para de discutir, en esta cinta la clave del viaje se sitúa no tanto en lo que se vive sobre el asfalto como en lo que acontece en las diferentes paradas que se efectúan a lo largo del recorrido. Al pasar por puntos determinantes de la vida del protagonista, el filme fuerza al personaje a enfrentarse con diferentes aspectos de su pasado, como sus recuerdos de infancia con su numerosa familia en el campo, la relación que mantiene con su estricta madre, todavía viva a sus 94 años, o el pueblo en el que trabajó en su juventud, probablemente el momento de su vida en el que fue más feliz y lugar en el que todos le profesan admiración —una situación que se refleja en el trato que recibe por parte de los dueños de la gasolinera del pueblo, que, debido a los innumerables servicios prestados en el pasado, insisten en que el doctor no pague por la gasolina. De esta manera se establecen las bases para desarrollar una suerte de road movie nórdica, que funciona perfectamente como película de género atípica y como colosal ejercicio de autor.

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2.- ¿Un batiburrillo de temas?

Como ya se ha explicado, la cinta toca múltiples conceptos, todos ellos habituales en el cine de Bergman. Como era habitual en el cineasta sueco, cada nueva entrega en su filmografía consistía en una nueva revisión de las obsesiones que asediaban su existencia, un modelo que posteriormente han potenciado cineastas como Woody Allen o Hong Sang-soo. En el caso de Fresas salvajes la situación se lleva al extremo, pues diferentes temáticas aparecen y se entremezclan hasta el punto de que podría considerarse que, más que una adecuada exposición de sus temas recurrentes se trata de una exposición verborreica y descontrolada de todo lo que aparentemente pasaba por la mente del cineasta en aquella época. A pesar de que puede haber parte de cierto en tal afirmación —probablemente el debate entre fe y razón queda un tanto desdibujado en el conjunto de la cinta, con apenas una escena de disputa entre dos de los jóvenes autoestopistas que acompañan al protagonista—, resultaría injusto limitar el análisis a señalar que la exposición de las diferentes reflexiones roza la gratuidad. Una perspectiva que resulta más estimulante para quien esto escribe consiste en entender la mecánica de la construcción del guion como un reflejo de la vivencia que está experimentando el protagonista, al que se le agolpan en la mente toda una serie de asuntos que le inquietan, le desasosiegan y a los que, en su mayoría, no encuentra una respuesta definitiva con la que cerrar el debate interno en el que se encuentra inmerso. Resulta sencillo pensar en Isak Borg como una suerte de alter ego futuro de Ingmar Bergman, que por aquel entonces tenía 39 años, por lo que, en el fondo, la inquietud que vive el personaje de ficción es similar a la que vivió, aparentemente durante toda su existencia, el personaje real que se situaba tras las cámaras. Desde el punto de vista de la ficción, cobra total sentido que el protagonista haga un repaso en profundidad de las cuestiones filosóficas que han marcado su vida, por lo que la manera caótica en que estas son expuestas en la cinta, probablemente de manera voluntaria, solo suma a la hora de construir el retrato de un ser en plena crisis existencial.

Dentro de las citadas temáticas cobra especial relevancia el tema de la muerte. El final de la década de los cincuenta debió de ser un momento en el que Ingmar Bergman se obsesionó con el fin de la vida, pues solo así se entiende que, en el mismo año, 1957, crease dos de sus mejores obras, la cinta a analizar y El séptimo sello (Det sjunde inseglet). A pesar de los evidentes vasos comunicantes que se establecen entre ambas cintas, resulta igual de sencillo descubrir las diferencias que ponen de manifiesto que se trata de dos aproximaciones distintas a un mismo tema. Mientras aquella era una película que ponía el foco sobre el aspecto más instintivo, el miedo a dejar de existir, y cómo dicho temor confrontaba con la idea de Dios y la consiguiente necesidad de creer para hacer más llevadera la idea de la muerte —una cinta angustiosa que el propio realizador aseguró que estaba directamente influenciada por el miedo al holocausto nuclear—, en Fresas salvajes el foco se coloca sobre cómo afrontar todo lo que se ha vivido cuando la vida está a punto de agotarse, por lo que la mirada, lejos del desasosiego, se posa sobre la recapitulación de las vivencias pasadas y funciona, casi como si se tratase de un precedente de cintas como ¿Conoces a Joe Black? (Meet Joe Black, Martin Brest, 1998), como una manera de poner los asuntos en orden antes de alcanzar el sueño eterno. Teniendo esta idea en mente resulta especialmente lúcida la elección de Victor Sjöström como actor protagonista, quien en el momento del rodaje tenía exactamente la misma edad que el personaje que interpretó. El también director —La carreta fantasma (Körkarlen, 1921)—, figura paterna dentro del mundo del cine para Bergman, con quien compartía buena parte de sus inquietudes vitales, establece una suerte de nexo metacinematográfico que redondea su carrera profesional con el dato de haber sido esta su última aparición en la gran pantalla.

Otro de los subtextos a los que más atención se le presta es al de las relaciones familiares, con especial mención a cómo la educación recibida en la infancia, de fuerte influencia católica, condiciona, normalmente para mal, en el carácter de las personas. Esta situación se evidencia en uno de los recuerdos de Isak, en el que visita la casa de veraneo de su familia y, en una escena aparentemente intrascendente, Bergman aprovecha para retratar a una madre autoritaria, de las que solo ofrece críticas a sus parientes, como si de la versión sueca de una cinta de Alfred Hitchcock se tratase. Esta escena dialoga con otra que se produce en el presente, que corresponde a aquella en la que el protagonista hace un alto en el camino para visitar a su anciana madre. En este punto resulta determinante la atención que el realizador pone sobre la acompañante de Isak, su nuera Marianne. Desde que ambos entran en la sala, con un plano que los retrata de frente, se observa cómo el doctor avanza hacia su progenitora y sale del encuadre, mientras que la joven, impactada ante lo que ve, queda petrificada en un primer plano en el que, gracias a los matices de la soberbia interpretación de Ingrid Thullin, se entiende todo lo que pasa por su cabeza en ese momento. Como posteriormente verbalizará en una conversación con el propio Isak, la mujer sufre una revelación a través de la que alcanza distintas reflexiones. Por un lado, en primera instancia entiende por qué su suegro es como es. Con echar un simple vistazo al despacho y a la actitud de su madre comprende que buena parte de las malas conductas que presenta el anciano vienen heredadas de una mujer despótica, gélida, que apenas muestra empatía o afecto por su hijo. En un segundo plano de reflexión, Marianne se sitúa a sí misma en el foco de la escena al pensar en las consecuencias del hijo que desea tener —anteriormente se nos ha informado que está embarazada y que su intención es dar a luz. Viendo los patrones de educación y comportamiento, que no solo se han transmitido de la abuela al padre, sino también del padre al hijo —es decir, a su marido—, Marianne sufre ante la idea de traer al mundo a una persona que pueda sufrir el mismo calvario que estos pobres infelices han tenido que vivir durante sus respectivas existencias.

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Por otro lado, la escena funciona como una manera de explicitar la mirada que el director ha depositado sobre su obra. No cabe ninguna duda de que el protagonista absoluto de la función es Isak, quien hace un amplio repaso de su vida, sus actos, sus recuerdos y los momentos clave que han determinado su existencia, pero la película en realidad no está contada desde su punto de vista, o no de manera exclusiva —las únicas escenas en las que se puede hablar de narración subjetiva son las correspondientes a los sueños y los recuerdos. Si bien es cierto que el filme abre con sus reflexiones en voz en off, este se construye, aparte de como un camino de autodescubrimiento del personaje principal, también como una observación desde fuera. La cinta carece de planos subjetivos en los que se enfatice que la mirada de la cinta es la del protagonista, y, a pesar de que se profundiza en aspectos trascendentales e íntimos de Isak, la cámara siempre acompaña desde fuera al personaje, quien difícilmente quedará dentro del plano, como una manera clara de señalar que en realidad se trata de un retrato, y no de un autorretrato. Todas las decisiones de puesta en escena culminan en la citada escena en la que el protagonista va a visitar a su madre, y esto es así gracias al citado plano en el que la cámara se queda con el personaje de Marianne. De esta forma se expone a las claras que, en realidad, la mirada moral de la cinta se sitúa en el lugar de Marianne, quien de manera pasiva ejerce de jueza de la evolución de Isak. Un lugar que es también el de Ingmar Bergman, quien no solo se autoanaliza, sino que, desde fuera, juzga lo que observa.

3.- El peso del subconsciente

Aunque la obra de Bergman expone argumentos de sobra para sustentarse como road movie en la que repasar la vida de un personaje anciano, lo que eleva Fresas salvajes a la categoría de película única es la enorme presencia del subconsciente del protagonista en la narración, lo que se expone mediante el uso de una mezcla de sueños, recuerdos y flashbacks. No se trata de una decisión gratuita, de un desvío artístico con el que coquetear con el surrealismo sin justificación; sin ir más lejos, es la clave que desencadena todo el relato. Como se ha expuesto anteriormente, Isak lleva un tiempo con una serie de inquietudes en su mente, sin saber muy bien en qué consisten exactamente. Puesto que no quiere enfrentarse al abismo de analizar toda su existencia, su subconsciente utiliza la vía de los sueños para comunicarse con la parte consciente de su ser, y es precisamente uno de estos pasajes, la segunda escena de la cinta, la que prende la mecha para provocar la reacción, que en este caso consiste en que el personaje decida llevar a cabo el improvisado viaje por carretera.

Desde el punto de vista de la puesta en escena, los momentos visualmente más impactantes son los que corresponden a las diferentes escenas oníricas, debido a que son en estas en las que se puede hacer uso del surrealismo para crear instantes de enorme carga metafórica a partir de una narración simbólica, llena de interrogantes y carente de coherencia racional. Destaca, dentro de la primera escena onírica, el instante en el que Isak ve su propio cadáver, que cobra vida para agarrarle del brazo y mirarle, una situación que se resuelve con un progresivo e intensísimo travelling de aproximación a la cara de cada personaje, hasta el punto de que la imagen acaba desenfocada. También merece mención el ya citado sueño en el que es evaluado como médico, una escena en la que el desasosiego ante la incompetencia laboral se refleja en el instante en el que determina que una mujer está muerta y, acto seguido, esta abre los ojos, le mira a la cara y comienza a reírse de manera histérica. Gracias al excelente juego con la iluminación, que corrió a cargo de Gunnar Fischer, las escenas oníricas se convierten en las más estimulantes desde el punto de vista puramente visual.

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Sin embargo, desde el punto de vista narrativo destaca el juego que se establece entre ficción, recuerdo y flashback en las escenas en las que Isak visita su pasado, con especial mención a la primera de ellas, que tiene lugar en la casa de veraneo de su familia. El primer aspecto que llama la atención es el hecho de que en realidad lo que se muestra no puede ser un recuerdo suyo, puesto que, como se expresa durante la escena, Isak se había ido con su padre, y sin embargo él aparece, como si estuviera reviviendo la experiencia. De esta manera Bergman aborda el frágil mundo de los recuerdos, en el que el paso del tiempo puede llegar a provocar auténticos desbarajustes entre lo que se recuerda y lo que realmente ocurrió. En este primer recuerdo Isak revive, o más bien imagina, uno de los momentos que determinó su existencia: aquel en el que su prima Sara, la joven de la que estaba enamorado, se decanta por Sigfrid, uno de los hermanos de Isak, a pesar de que ya estaban comprometidos. En el diálogo que se establece entre ellos dos se retrata a Isak como un ser bondadoso y carente de maldad, en contraposición al pícaro Sigfrid. A su vez, se muestra la duda que le invade a Sara, quien se arrepiente de lo que hace a pesar de que no puede contener la pulsión pasional que le nace cuando está cerca de Sigfrid. De esta forma, Isak queda como la gran víctima del entuerto, y Sara como una mujer que toma una mala decisión de la que se arrepentirá en el futuro.

Por un lado, la escena puede interpretarse como un momento clave de la vida de Isak, el instante en el que pierde la inocencia y comienza a fraguarse el carácter agrio y egoísta que le caracterizará posteriormente. En este sentido resulta elocuente que la escena transcurra en un lugar en el que crecen fresas silvestres, esas fresas salvajes que dan título a la cinta, puesto que se trata de un símbolo sueco del renacimiento de la vida, ya sea del amor de estos nuevos dos amantes como del propio Isak, que mediante este falso recuerdo recupera sus emociones hacia Sara. Por otro lado, no deja de resultar llamativo que este recuerdo, que Isak nunca llegó a vivir y realmente no se sabe si llegó a ocurrir —más allá de que este estuviera o no presente—, se genere en la mente del protagonista de esta manera concreta, puesto que en el fondo lo que refleja es lo que a Isak le gustaría que hubiera pasado: una vez que el desamor es inevitable, que por lo menos su figura quede dignificada. A su vez, que la de su hermano quede mancillada y la de su gran amor refleje las consecuencias de un enorme error. Por tanto, en realidad no es más que de un recuerdo inventado, que Isak vive como real a pesar de que en el fondo es consciente de la incongruencia de base.

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Y de la misma manera que se recuerdan momentos nunca vividos, hay otros que sí se han experimentado pero que a la mente le resulta más sencillo esconder para aliviar la existencia. Es el caso de la segunda gran escena de recuerdos, a la que precede el segundo sueño, en la que se ponía en tela de juicio su valía como médico. En dicho recuerdo se observa cómo la esposa de Isak le es infiel, para posteriormente exponer en un descarnado monólogo que la víctima es en realidad ella, debido a que este la trata con total condescendencia y desprecio, una actitud propia de un ser carente de empatía. Como le comenta a Isak el examinador del tribunal, que se ha colado dentro del recuerdo, esta es la primera vez en muchísimo tiempo que este recupera la vivencia, a pesar de que siempre estuvo ahí, accesible. A continuación, expone que se ha procedido a la total eliminación del mismo, como si se tratase de una perfecta extirpación quirúrgica. De esta manera se reflexiona sobre cómo con el paso del tiempo resulta más sencillo olvidarse de las situaciones dolorosas o recordar como bondadosas a las personas con las que se han tenido conflictos —al principio de la película el protagonista hace referencia a su esposa en buenos términos, a pesar de que su matrimonio fue un auténtico infierno.

Pero más allá de que repase sus recuerdos cuando sueña o cuando se queda ensimismado, en realidad toda la película es una mirada al pasado, desde diferentes puntos de vista. Aparte de los sueños y los recuerdos están las imaginaciones que el propio Isak se genera, y la gente con la que va interactuando a lo largo de su viaje, quienes le recuerdan diferentes aspectos de su pasado y con los que también comparte impresiones e historias pretéritas. En el caso del trío de jóvenes autoestopistas, el caso más claro es el de la chica. Interpretada por Bibi Andersson, esta joven alocada es la viva imagen de otra Sara, su prima y amor de juventud. Andersson interpreta ambos papeles, en un juego metacinematográfico que Bergman no solo no esconde, sino que explicita al forzar a través del guion que Sara e Isak comenten la situación. Pero no es la única; los dos jóvenes que acompañan a Sara se podrían interpretar como las dos caras de una misma personalidad: lo racional frente a lo religioso. Teniendo en cuenta que el personaje de Isak es una suerte de alter ego futuro de Bergman, y que dicho dilema acompañó al cineasta sueco durante toda su vida, no sería de extrañar que el personaje viese reflejadas sus dudas de juventud con respecto a la explicación del universo en estos dos muchachos —una situación que nunca llega a confirmarse en la cinta. Otro caso determinante es el de la pareja desdichada que durante un breve tiempo se une al viaje. Tener contacto con ellos le pone de manifiesto que, en realidad, a pesar de que su mujer haya muerto hace muchos años y que la recuerde desde el amor, en realidad su matrimonio fue exactamente igual de conflictivo que el que observa desde el retrovisor del coche. Por lo tanto, en su conjunto Fresas salvajes es una mirada al pasado desde múltiples puntos de vista, un repaso caleidoscópico a toda una vida.

4.- El balance final

Entre encuentros y desencuentros, frustraciones y esperanzas, reminiscencias olvidadas y recuerdos que nunca existieron, a medida que Isak se acerca al final de su viaje va colocando las piezas en su sitio, todo lo bien que puede. Tras un intento interrumpido de reconciliación con su hijo, el protagonista encuentra cierta redención al vivir un último recuerdo, esta vez quien sabe si real, pero sin duda modificado por el paso del tiempo. A pesar de haber tenido un padre ausente —solo aparece en este recuerdo, y lo hace a lo lejos, por lo que da la impresión de no haber estado implicado en la educación de sus hijos— y una madre terrorífica, el relato se cierra con el recuerdo de infancia de Isak, quien ve en la lejanía a sus padres en una estampa idílica, al lado de la costa, pescando en un día soleado de verano, lo que le provoca una intensa emoción. Puede que el momento sí hubiera ocurrido, pero de lo que no cabe duda es de que la infancia de Isak estuvo lejos de haber sido maravillosa. Sin embargo, en numerosas ocasiones, para alcanzar cierta paz la mente prefiere recordar las vivencias de manera distinta a como realmente sucedieron. Observando a los padres desde el mismo lugar en el que crecían las simbólicas fresas silvestres que su prima recogía, la esperanza de un nuevo mañana aguarda al desdichado personaje de la cinta, como si, al igual que lo hacen las fresas al llegar la primavera, renaciera en él la vida, que durante tanto tiempo había sido apartada de sus preocupaciones, al haber estado más centrado en su reputación como médico y en aspectos en el fondo vacuos como la dignidad y lo que los demás piensen de uno. De esta manera, en el umbral de la muerte, Isak encuentra cierta paz interior tras el largo viaje, y se duerme con la sensación de que al menos ha rendido cuentas consigo mismo.

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Comentarios sobre este artículo

  1. Victoria dice:

    Leí en algún sitio que existe un refrán sueco que dice algo así como «todo el mundo tiene un rincón donde crecen fresas silvestres», que quiere decir que todos guardamos en nuestra memoria momentos de nuestra vida cuyo recuerdo nos retrotrae a una felicidad perdida, fuese real o imaginaria.
    Por tanto, más que un símbolo de renacimiento o de esperanza de un nuevo despertar -cosa difícil en un hombre ya anciano- el título haría referencia a ese mecanismo idealizador de la memoria que ayuda a sobrellevar la vida, como bien apuntas en el artículo.

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