Emilio
Díaz Valcárcel
(Trujillo Alto, Puerto Rico, 1929 - San Juan, 2015)
El asedio
El asedio y otros cuentos
(Ciudad de México: Arrecife Impresores, 1958, 138 págs.)
Una familia normal y feliz, pensó
apoyada sobre el volante. Un padre gordo y de apariencia próspera,
recién afeitado, una bella pareja de niños, y una madre que alcanza ya
los treinta años, mofletuda, satisfecha como toda mujer que siente
colmados sus instintos cardinales.
Sintió subírsele a la garganta el
confuso sentimiento de ilegitimidad que permanecía anclado en ominoso
acecho en el fondo de su espíritu. Un espíritu contrahecho, pensó,
regocijándose en su propio flagelo. O tal vez el espíritu esté intacto,
murmuró agarrándose a una posible reconciliación consigo misma. Pero
ningún alivio provino de este pensamiento. Y, sin saber por qué, tiró
molesta de su falda hacia abajo, como si con ello cortara el torturante
fluir de pensamientos que había comenzado justamente cuando ella detuvo
el automóvil frente al edificio de departamentos. La falda, que delataba
unas caderas secas, no era lo suficientemente larga para cubrir las
rodillas nudosas, casi masculinas.
Neida no vendría a las tres. Tenía
que cumplir compromisos con sus amigas, hablar del matrimonio, del joven
actor de la última hora, de la temporada playera. Tenía que
desenvolverse naturalmente entre los suyos. La podía ver sin mucho
esfuerzo: menuda y ágil, primorosa en su ceñido traje beige.
Esperó quince minutos, apoyada aún
sobre el volante. El hombre gordo y de apariencia próspera, la madre
mofletuda y la bella pareja de niños, que durante un largo rato habían
estado detenidos frente a la escalera principal del edificio en actitud de
esperar a alguien, decidieron al fin entrar por la gran puerta de cristal
esmerilado. (El macho vigilante y serio, cumpliendo a cabalidad su
tradicional misión, seguido de la sumisa hembra y de la cría —meditó.)
Imaginó esa familia ubicada en un siglo remoto: una tosca guarida en una
cueva. el macho y la hembra en cueros, la cría comida por piojos y
pústulas hoy desconocidos, trepando dificultosamente el primer peldaño
de la historia humana. Esta imagen del origen del hombre la movía a risa.
Era su desquite.
Neida, la maldita, la irresponsable
Neida no vendrá —se dijo. Atisbó hacia el tercer piso torciendo el
cuello por la ventanilla del auto hacia afuera: allí estaban las
begonias, los geranios, la jaula con el canario que nunca canta, todo lo
que resultaba familiar a su figura. Pero no vio la fina mano posada en la
baranda, ni el dorado cabello reflejando el sol de la tarde. Encendió el
motor y arrancó calle arriba. Al infierno si no quiso venir, se dijo.
Manejó durante quince minutos por las
calles abandonadas. Eran las calles del domingo. Estaba aburrida. La
radio sólo le ofrecía sermones religiosos. Se dirigió a las afueras de
la ciudad.
II
Vio
el letrero (LUGO’S) y se detuvo. Estacionó su automóvil cerca de la
entrada y entró al establecimiento. En el patio interior danzaban
lentamente unas parejas. Se sentó a una de las mesitas y pidió una
bebida. Era su rutina. De casa de Neida al Country Club y de ahí al
infierno. Afuera, los automóviles pasaban rugiendo por la ancha carretera
de cemento..
Sospechó que tendría visita. Unos
hombres la miraban moviendo los labios. Exactamente lo de siempre. Dos
vientres abultados pasaron rozándose ante su nariz, movidos por la ligera
música del gramófono, bajo el revuelo de hojas arrancadas por la
incipiente brisa veraniega. El árbol de mango se elevaba en medio de la
plazoleta, una plazoleta resquebrajada y llena de hojarasca. A la gente, a
la estúpida gente le gusta la naturaleza, meditó. Neida con sus geranios
y su canario machorro. El amor a la naturaleza, al orden, a la
perfección...
—¿Bailarnos, señorita?
Se sintió incómoda. Era como si le
acreditaran un acto heroico que no le pertenecía, como si efectivamente
hubiera habido una terrible equivocación al dirigirse a ella y
condecorarla con las palabras. Pero tenía que participar de la farsa.
—Gracias. Espero a alguien.
No dio importancia al gesto del
hombre. Ya no la alcanzaban. Estaba sola en el fondo de una soledad sin
nombre, sin esperanzas de salir alguna vez hacia un mundo cálido y
deseado, el mundo de los otros.
Desde una mesa, cuatro hombres la
miraban y sonreían. Pensó que la habían descubierto. Se levantó y fue
hasta el salón de las damas. El letrerito le despertó la amarga
sensación de ilegitimidad que la abrumaba siempre que debía que
enfrentarse a sí misma. Se empolvó la nariz descuidadamente, ojeó su
cuerpo seco y anguloso, se arregló distraída el severo cuello de anchas
solapas, abotonado casi hasta la asfixia, y salió nuevamente a la
plazoleta de baile. Sentía un ligero dolor de cabeza. Vas a tener
problemas a la noche, se dijo. Tendrás que tomar por centésima vez ese
maldito sedante.
Un matrimonio joven y dos niños
ocuparon la mesa de al lado. Otra vez la imagen del matrimonio feliz,
pensó. Los niños, como si hubiesen estado esperando el instante en que
sus padres apoyaran los codos sobre la mesa, irrumpieron en el salón de
baile, saltando, interrumpiendo en ocasiones a los bailadores. No los
quiso mirar. Los odiaba. Temía que se le acercaran con sus latentes
amenazas. Frente a ellos siempre estaría desarmada. Cada niño encubría
el embrión de un enemigo: mientras mantuvieran su inocencia, no había
por qué temer al peligro escondido en cada uno; pero sabía que cor el
correr dei tiempo el conocimiento de la desgracia ajena les daría
suficientes armas para la maldad. Había que esperar a que el germen
creciera y se manifestara para entonces atacarlo debidamente.
Entretanto, no tendría razones suficientes para demostrar su odio.
—¿Bailamos?
Hubiera golpeado aquella mano de dedos
tabacosos extendida ante sus ojos, pero en cambio alzó la cara y movió
negativamente la cabeza. Los niños la rozaron con su juego.
—Cuidado, pueden darse un golpe —dijo
con disimulada furia (tuvo que decirlo, tuvo que aceptar que dos chicos
jugaban frente a su mesa y que cuatro ojos paternales la observaban llenos
de orgullo y estudiando en ella una posible reacción).
Pegó los labios a su vaso y sorbió
con lentitud el gintonic. Adivinaba un sordo movimiento subterráneo,
manos y rodillas acariciadas debajo de las mesas; un rumorante mundo de
palabras íntimas y pasos bailados. Vio, sin proponérselo, al grupo de
hombres que la vigilaban desde una mesa. Había aprendido a esquivar con
éxito esa clase de mirada. Siempre que observaba a un hombre con
detenimiento advertía su pronta petulancia, su inmediata preparación
para el combate. El primitivo cazador, orgulloso y sobreposeído por sus
dotes: el oscuro origen de la primacía y la actual petulancia
masculina, meditó. Tendrás que quedarte recluída en casa. Tendrás
que huir antes de que te encierren como a un animal extraño.
La camarera le trajo otro vaso de
bebida. La miró un momento.
—¿Qué le pasó a tu prima?
—Se fue. No quiere trabajar más
aquí.
—¿Dónde trabaja ahora?
—No lo sé. Dijo que se iba a casar.
—¿Sí?
—Sí. EIla dijo eso.
—¿Y tú, cuándo te casas?
—¡Cristiana!
—Todas las mujeres ambicionan
casarse. ¿No te gustaría a ti?
—Claro. Pero los hombres son tan
difíciles de entender que a veces es preferible quedarse soltera.
—Sí, algunas mujeres preferimos
quedarnos solteras.
—¿Usted es soltera?
—Desde luego. Tengo mala suerte.
—No diga eso —dijo la chica—. La
suerte la hace una misma.
—Es verdad. Yo misma he hecho mi
mala suerte. Pero no me arrepiento. Y prefiero salir con amigas, no con
hombres. Las amigas somos más sinceras.
Sorbió el brebaje mirando de reojo el
cuerpo enjuto de la muchacha, los tirantes que le prestaban un aire
absurdamente infantil, el talle alto, ridículo. Sin embargo, estaba
formada exactamente igual que las demás.
—¿Y usted, espera a alguien?
La pregunta de la muchacha era
inútil, pero el ritual debía ser ejecutado en su más mínimo detalle.
—Vine a tomar el fresco. No bay
mucho que hacer los domingos por la tarde. ¿Por qué no te sientas un
momentito?
—Ahora no puedo. Usted comprenderá,
el trabajo.
No, no era sólo el trabajo, pensó
mientras sonreía amablemente a la muchacha. Las curiosidades (ella era
una curiosidad, estaba segura de eso) interesan a las personas, pero no
tanto como para acercárseles peligrosamente. Sólo sirven para ser
observadas desde lejos, desde la seguridad de un balcón, o a través de
un espeso cristal, o desde un enrejado de zoológico.
La camarera le devolvió la sonrisa y
se fue a atender a otros clientes.
—Estoy segura de que Dios Nuestro
Señor no permitirá que nuestros hijos vayan a otra guerra —gritaba una
mujer de mediana edad en una mesa cercana.
—Las guerras son fenómenos que
pertenecen a los hombres —graznó el vejete que estaba a su lado—.
Ellos saben cómo sacarles buen partido.
—Tú te olvidas de Dios —chilló
la rubia mujerona, pegando los labios al vaso de cerveza—; tú te
olvidas de Él, y todos nos olvidamos y ahí está el resultado, las
muertes, mi marido muerto en la guerra.
—Eso estuvo bien —dijo el vejete—.
Si no hubiera sido por eso, no estaríamos juntos disfrutando esta hermosa
tarde.
—¡No hables de mi difunto marido!
—sollozó la mujer, apresurándose a ingerir un largo sorbo—. Por lo
menos respeta su memoria, ya que no respetas a su pobre viuda.
—Dios lo tendrá en su regazo.
—Eso es lo único que me
tranquiliza, Liborio. Sírvete otro trago.
Si es verdad que Dios existe, pensó
ella, debe ser lo más sadista que conoce la humanidad.
Los niños, después de corretear un
largo rato por entre las mesas, regresaron jeremiqueando donde sus padres.
—Yo se los decía —gruñía la
madre—. Encima de eso debiera darles una paliza.
—iAgustina, Agustina! —intervenía
el hombre.
La camarera la observaba desde el
fondo del salón. Ella le hizo una discreta señal con lu mano. Es
ridícula, pensó, ridícula. La muchacha le sonrió y caminó hacia la
barra. (La mujer de los primeros siglos, sin espejos, sin almizcle, sin
Revlon... ahora los afeites, los tirantes, el rouge, la absurda
estrategia.)
La camarera puso la cuenta sobre la
mesa.
—¿A qué hora sales?
—A Ias doce. a la una, depende de
los clientes. ¿Por qué?
—Por nada. Pensé que podría venir
a charlar un rato. Podríamos dar un paseo; no te imaginas lo sola que me
siento.
La muchacha limpió la mesa, cobró,
luego dijo:
—Lo siento de veras. Será otro
día.
—¿Pero por qué? Yo tengo un carro,
te puedo llevar a tu casa. Tú y yo nos podríamos llevar muy bien.
—Venga otro día. Hoy viene a
buscarme un amigo.
Estaba mintiendo, pero se vio obligada
a sonreírle. Ridícula, pensó envuelta en una súbita llama de rabia,
ningún hombre se preocuparía por tu asqueroso cuerpo. Bebió un sorbo
más. Las parejas bailaban en alegre torbellino, bajo la fresca brisa del
anochecer. Es hora de que te largues, se dijo; no vale la pena gastar el
tiempo entre esta basura.
III
Su
departamento estaba ubicado en un quinto piso, frente a la avenida central
del elegante suburbio capitalino.
Entró al amplio dormitorio y
encendió la luz. Se contempló en el espejo. Te estás ponendo vieja,
murmuró; te estás poniendo vieja sin haber logrado nada de la vida, sin
baber sido ni siquiera un poco sincera. La imagen de Neida apareció en su
memoria: sonriente, juguetona, un poco inocente ante sus palabras,
burlándose de sus continuas Iecturas, de las reproducciones de pintura
moderna, pero seria, intolerante cuando Ilegaban los momentos íntimos,
incapaz de ceder ante sus impulsos.
Levantó el auricular y marcó un
número. Contuvo el aliento mientras hablaba:
—... sí, soy yo... ¿está Neida?
Mientras escuchaba la respuesta, le
llegaba el ruido acolchado por la altura, de voces humanas y de
bocinazos. A esa hra la ciudad entera empezaba a hervir llena de vida.
Neida tal vez estaría perdida en ese tumulto. Tenía los ojos fïjos en
la primorosa reproducción de un Modigliani: una mujer en tonos ocres y
rojizos, con un largo cuello estilizado. La copia fue comprada en Macy’s
el invierno pasado, luego de la visita al Museo de Arte Moderno, después
de las largas charlas sobre Arte y Personalidad Contemporáneos. Neida se
había reído mucho de ese cuadro, y se había dejado caer sobe el canapé
descuidadamente mostrando una blanca rodilla. Esa noche ella descubrió la
furia con que Neida subrayaba sus negativas. Y el cuadro quedó allí,
testigo mudo e inútil de otra noche perdida.
—...sí... muchas gracias, cuando
regrese le dice que la Ilamé, gracias...
Colgó el auricular de un golpe. Miró
hacia la ventana, cerca de la cual colgaba un grabado de Rafael Tufino. Un
grupo de hombres desyerbando, trazados con vigorosas líneas. Esa puede
ser la felicidad, meditó; en esos brazos nudosos y en esos rostros
contraídos por la miseria hay un serio compromiso con la vita, una
sinceridad de propósitos que tú, la scholar, la humanista, nunca
has tenido.
Escuchó el creciente rumor nocturno.
Domingo en la noche. Las parejas enamoradas bailaban bajo la luna, o
hablaban en su particular jerga en los automóviles estratégicamente
estacionados. El mundo, ese brillante mundo poblado de ruidos y luces
fluorescentes se le desplomaba encima. Los cinematógrafos estaban
repletos de jóvenes parejas, de jadeos; dedos ciegos como el instinto se
sumergían en un mar de enaguas almidonadas. No quería pensar en la
honradez del campo —representada en cierto sentido, en parte, por el
grabado junto a la ventana— en la honradez amatoria del campo, en las
orillas de los ríos, en el cálido abandono de los bosques, en los
anónimos jergones primitivos donde el amor es más puro y menos
dialéctico. El mundo seguía su curso, el curso normal, trazado por
algún asesino. El rumor subía por la ventana: voces de hombres, de
mujeres, risas, risas que golpeaban el centro mismo de su existencia.
Se asomó a la ventana. Vislumbró las
siluetas en trajes de noche, los abrigos, la alegría, los descotes, el
constante bullicioso fluir humano por la puerta del Casino. Casi podía
adivinar la blancura de los dientes, la suavidad innominable de los
cuellos femeninos, el concienzudo acicalamiento general, las espantosas
manos de los hombres.
Sacó la cabeza ventana afuera. La
brisa caliente, bochornosa, que pesaba sobre el ruidoso tráfago de la
ciudad, le produjo vértigo. Escupió hacia la noche, hacia la humanidad,
hacia aquella multitud de seres altivos y bárbaramente normales que la
asediaban con el alarde de la felicidad. Escupió una, dos, tres veces,
hasta que sintió que el llanto, un llanto duro que se negaba a humedecer
su rostro, se cuajaba bajo sus párpados.
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