Había que rodar en blanco y negro. Sólo las películas pretendidamente comerciales eran a color y ésta estaba llamada a convertirse en la gran tragedia americana. Pero “por Dios santo, el público quiere ver el color de sus ojos. El mundo está enamorado de sus ojos”, gritó Richard Brooks en el despacho de Louis B. Mayer para que le permitieran usar ese technicolor que tira a sepia y enciende el aire como si las chispas del sexo, el deseo, la codicia y la mendicidad quemaran cada mota de polvo suspendida en el ambiente. Porque sabía que durante dos décadas, aquellos ojos eran la mirada del cine. La cámara enloquecía cuando, de niña, lloraba –obligada por contrato en cada película - porque, con la barbilla alzada, el plano cenital de aquella inglesita primorosa era un espectáculo, fundiendo sus lágrimas, con el brillo del foto y los destellos violeta de su iris. Violeta. Porque Elizabeth Taylor había crecido en los set de rodaje. Los espectadores la habían visto acariciar a Lassie –y a Mickey Rooney- con sus manitas regordetas y también montar a caballo como una amazona a la que en vez de un pecho, le faltaba algún diente. Como a cualquier otra niña prodigio. Pero ella era especial. Con el paso de los años, se había convertido en una megaestrella rutilante, con una belleza fuera de común, peregrina, como la mítica perla que le regaló su dos veces marido, Richard Burton, para que desviara la mirada a su canalillo y no a sus ojos, y digo bien.

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De repente, el último verano

Su rostro era de una hermosura como pocas se han visto en la pantalla, hasta más allá de lo humano. Serena pero vibrante, perfecta pero extrema, llena de fuerza y de sex appeal. Una combinación explosiva, a veces sofisticada y a veces vulgar, pero siempre irresistible. Elizabeth Taylor, que no Liz (“La gente que me conoce bien sabe que me llamo Elizabeth”, le dijo a Warhol en una ocasión) era pura lujuria y la quintaesencia de lo que significaba ser una luminaria en el Hollywood dorado, irresistible, magnética, errática, cautivadora. Porque la Taylor fue una estrella más grande que la vida misma. Vivió tan intensamente que tuvo más vida en cuatro décadas que cualquier mortal en cuatro siglos. Como ella misma reflexionaba, hubiera necesitado varios libros para condensarla. Fiestas sin fin, inmensas resacas, diamantes gigantes, maridos que la amaron y detestaron a partes iguales, amantes hasta perder la memoria, escándalos, peleas atronadoras, enfermedad y muerte… Melodrama en estado puro. Y aún con todo, una actriz irrepetible, con un talento fuera de lo común con tan sólo estar quieta delante de un piloto rojo porque, su aura y su arte estuvieron siempre por encima del bien y del mal que, como el de Oscar Wilde, hubiera sido aún más inabarcable si hubiera vivido menos. Pera ella era un animal, una gata sobre un tejado de zinc recalentado por el sol. Y ya se sabe cuál es el triunfo de una gata, resistir hasta que se le abrasen las garras.

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La gata sobre el tejado de zinc

“Mi madre dijo que estuve ocho días sin abrir los ojos después de nacer. Cuando los abrí lo primero que vi fue su anillo de casada y mi suerte estaba echada”, contaba entre risas, esas carcajadas que exasperaban a Burton porque garabateaban la cara más bella de la Historia hasta convertirla en un esbozo de algo cruel y despiadado, esta actriz que esta semana habría cumplido 86 años. Hace siete que su mala salud de hierro le haría ceder al envite de la muerte y al igual que si se tambalearan los cimientos del Empire State o del Coliseo de Roma, nos quedamos sin un mito, un símbolo, un monumento a la grandeza del ser humano con los únicos ojos violeta de la Historia de la Humanidad.

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La gata sobre el tejado de zinc


Y para siempre será Maggie la gata, quitándose con las manos los pegotes de helado de fresa que sus sobrinos, los monstruos cuellicortos, le habían lanzado a sus pantorrillas, intentando que sus medias de seda no queden inservibles para siempre forzando un cruzado de piernas mucho más sexy que otras más evidentes; o con una combinación que se adhiere a su piel lechosa mientras sus brazos se encaraman a los barrotes de bronce dorado de esa cama de sábanas extremadamente frías en donde suplica una y otra vez que alguien se las caliente; o probándose un vestido blanco frente al espejo intentando marcar un vientre yermo y helado por la mirada (esa otra mirada) límpidamente azul de Brick, su marido, un hombre tenebroso e hiriente, pusilánime ante su padre, pero implacable ante su mujer ,e inconmensurablemente guapo, Paul Newman. Una mujer febril y dolorida, agotada, luchadora, y eternamente vencida, que como diría el protagonista de El buscavidas "le provoca a Brick un constante sudor y aliento putrefacto… Me costó entender a mi personaje. Pero Liz me hizo verlo así, aunque con un leve toque de perfume francés".

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Tennessee Williams//Getty Images

Esas notas de perfume caro le hicieron dudar a Tennessee Williams de la idoneidad de la actriz para el personaje al que, sin embargo, quedaría unida para siempre. Más que dudar, detestaba lo que en los despachos y en el set de rodaje se había hecho con su obra maestra. Primero porque él siempre quiso a Vivien Leigh (su Blanche Dubois en Un tranvía llamado deseo) en lugar de a Elizabeth quien, cosas del destino, después, sería su Catherine de De repente, el último verano. Para Williams, la Taylor era demasiado joven para ser esa Maggie que, aprovechando la indefensión alcohólica, la tortura de psicológica y la cojera de Birck, se abalanzaría como una tigresa sobre un ratoncito, lo violaría y se quedaría embarazada en contra de su voluntad. Heavy. Las cosas de Tennessee… Pero, segundo, es que la película tampoco tendría ese final. Ni se diría en ningún momento que Brick y Skyper habrían tenido una relación amorosa, aunque a fuerza de retruécanos en los diálogos y en los silencios, esa “mancha” entre ambos sería como la nicotina en los pulmones del espectador, impidiéndoles respirar y angustiando el aliento a medida que la historia avanza, algo así como el chapapote en el océano del alma. Según las memorias del de Verano y humo, el guión de Richard Brooks ocultaba “el verdadero origen de la autodestrucción del personaje”: la homosexualidad, un motivo “culpable” porque para Williams siempre era motivo de culpabilidad (para el que era homosexual y para el que infligía un castigo al otro por serlo) que él mismo había tenido que suavizar tres años antes cuando estrenó el original teatral en Broadway (lo que le hizo ganar varios Tonys) para sortear así la censura mojigata de la época. “No es homosexual. Su autocompasión y el recurso al alcohol no son el resultado de una conciencia culpable. (.) Siente que el colapso y la muerte prematura de su gran amigo Skipper, que nunca aparece en la obra, fueron provocados por los injustos ataques a su carácter y su moral, incluidos los de Maggie. La sugerencia se limitaba a que, al menos en algún momento hubo una atracción anormal no concretada”, dijo.

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La gata sobre el tejado de zinc//Getty Images


Y pese a que se mantuvo el espíritu de la obra y el lenguaje adusto, cortante, poético, engolado a veces, y sus situaciones eléctricas, sudadas, atormentadas, irreales y desapacibles, Williams se puso como una hydra. Desechada, Vivien Leigh, hicieron casting a Lana Turner, a Grace Kelly –que dejó el proyecto por casarse con Rainiero de Mónaco y convertirse en Princesa- y a su segunda favorita, Susan Hayward quien, para rizar el rizo, arrebató aquel año a la Taylor el Oscar a la mejor actriz principal, su primera nominación, por Quiero vivir. Tennessee también prefería a George Cukor para hacerse cargo de la dirección, pero el de Ricas y famosas rechazó la propuesta convencido de que aquella historia iba a ser cercenada por la censura, que le iba a enemistar con Tennesse acostumbrado a decir las cosas sin paños calientes y que tampoco estaba dispuesto a que la defensa de su trabajo se confundiera con una defensa de su condición sexual, soterrada para el gran público, pero bastante bien conocida en las colinas donde era vox populi sus sonadas fiestas con jovencitos en su piscina de Bell Air. Brooks hizo lo que pudo. Presentó al personaje como un inmaduro que no puede superar la pérdida del amigo íntimo con el que compartía un mundo de admiración mutua y… una mujer que, castigada por algo que nunca ocurrió, le pide amor sin condiciones.

La película fue un éxito. El año de su estreno, en 1958, recaudó tan sólo en Estados Unidos 26 millones de dólares cuando el presupuesto ascendía a una exigua cantidad de 3 y eso que la crítica y el propio autor ayudaron más bien poco. “Este es un caso palpable, no ya de traición, sino de simple eyaculación precoz, ante el orgasmo imaginario, y de como debe castrarse una magnifica obra teatral para poder ser llevada al cine”, fue el descabello cruel e infructuoso de Life sin atender a que el código Hays hacía imposible la representación del deseo entre dos hombres. Y Tennessee hacía lo siguiente. Se acercaba a las colas delante de las taquillas de los cines que exhibían el filme y gritaba: "Esta película va a hacer retroceder a la industria cinematográfica 50 años. ¡Vete a casa!".

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La gata sobre el tejado de zinc//Getty Images

25 años después, en Cannes, el de Mississippi, en una entrevista con la revista Modern Screen, reconoció que, quizás, la peli no había sido tan mala. Que las interpretaciones de Elizabeth y sobre todo, de Paul, habían traspasado la pantalla e incluso, a él, especialmente, volvámoslo a repetir, Newman. De la Taylor señaló que, entre todos los animales heridos, estropeados, salvaje y maltrechos de sus obras, ninguno había alcanzado las cotas de su gata, dispuesta siempre a afilarse sus uñas. De Newman fue menos intelectual, pero también más gráfico. "Nunca tendré el orgasmo perfecto sin sentir el olor a sudor de Brando en "El tranvía llamado deseo”, o penetrándome Newman cuando mira fijamente a Maggie al final de “La gata sobre el tejado de zinc caliente”. Es como si los tres nos meciéramos al compás de una melodía sureña, bajo los ojos inocentes de Baby Doll". Pero en aquel momento, no fue nada complaciente y menos, con Elizabeth que estaría a punto de sufrir uno de los mayores golpes de su vida, aunque sí que es cierto que siempre se sintió especialmente atraído por ese magnetismo que la Taylor tenía sobre los hombres, como si entre las piernas escondiera el triángulo de las Bermudas y todo macho quisiera naufragar en él. Contaba tan sólo con 28 años y ya sumaba dos divorcios y tres maridos, pero, además, pese a su aparente inocencia y su elegancia europea, su fama de devorahombres era ya legendaria. “Esa se habría tirado hasta a un mapache”, se decía en los pasillos de la MGM.

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Elizabeth Taylo y Mike Tood en el avión Liz Lucky//Getty Images

El 22 de marzo de 1958, pocos días después de empezar el rodaje del film, el productor Michael Todd, del que estaba locamente enamorada, volaba a Nueva York en su avión privado –el Lucky Liz- para recoger un premio que le había otorgado el New York Friars’ Club. Todd era 25 años mayor que ella y la había conquistado con el mejor amigo que puede tener una chica: un gran anillo de compromiso por el valor de 240.000 dólares en nóminas a sus empleados que, con ese diamante engarzado, nunca pagó. Elizabeth iba a escaparse del rodaje con él, pero su mala salud –esta vez, un catarro- la obligó a quedarse en tierra. Pasó la noche en vela esperando la consabida llamada de “ya he llegado, mi amor” de su marido, pero ese golpe de teléfono nunca se produjo. El mazazo llegó la mañana siguiente y de parte de la Policía. El Lucky Liz se había estrellado en Nuevo México y Tood había muerto en el acto. La Taylor se quedó paralizada. Durante tres semanas, el rodaje se suspendió hasta que Brooks fue a buscarla para que regresara a la gran mansión sureña del filme y los dólares no fueran corriendo como los pasos de gasolina en un surtidor texano. “Mike lo hubiera querido así: vuelve a trabajar”. Y aquel dolor que le agarraba desde las entrañas, su incapacidad para controlar las emociones, y un tartamudeo vulnerable le regalaron una de las mejores interpretaciones de su carrera. Y quizás también, una confusión que le iba divino al personaje y un nuevo amor haciéndose hueco en su corazón, que también.

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Elizabeth Taylor y Eddie Fisher//Getty Images


Porque, Elizabeth era así. Empalmó en el mismo rodaje viudedad, un nuevo amante y un escándalo de proporciones colosales solo superado por ella misma un lustro después. Porque, estando convaleciente por la pena en su mansión de Beverly Hills, su mejor amiga acudió en su ayuda. Debbie Reynolds había sido su íntima desde que ambas, de niñas, jugaban entre starlettes, celuloide y tramoyistas. Pero Debbie no fue sola. La acompañaba su mitad, el cantante y padre de su hija Carrie, Eddie Fisher, quien a su vez era el mejor amigo de Todd. Como no podía ser de otra manera, Fisher terminaría siendo su cuarto marido. No tardaron tampoco en hacer público su amor secreto, si es que hubo tiempo para que lo fuera alguna vez. De hecho, en la ceremonia de los Oscars, Reynolds declinó la invitación para acudir a la gala en la que Taylor era candidata por primera vez y Eddie Fisher cantaba una de las canciones de la noche: Amar y ser amado, que tiene bemoles…. Dicen que aquel escándalo le costó su primer Oscar y el segundo, por De repente el último verano, que rodó inmediatamente después con su consiguiente nominación, porque su traición provocó sarpullidos entre los guardianes de las criptas de la moral y enfadó para siempre a la madre de la princesa Leia. Como sabemos, sabía retorcerse de ira y ahogarse en alcohol como nadie aunque la mala y la borracha fuera para siempre Liz.

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Elizabeth Taylor en La mujer marcada//Getty Images


La enfermedad le devolvería los laureles del éxito porque qué le puede gustar más a un moralista que ser conmísero con las ovejas descarriadas a las que un Dios iracundo y vengativo castiga con las siete plagas. La Taylor vivió tres años en dique seco después de haber sido la primera intérprete mujer en ganar por primera vez medio millón de dólares y convertirse en la actriz del momento. En la taquilla y en las portadas sensacionalistas. El Oscar llegó con una traqueotomía y un más que premonitorio título La mujer marcada. Una neumonía mal curada la precipitó a la muerte y abrirle la garganta la salvó la vida. Aquel año, 1961, fue ella quien le arrebató a Shirley McLaine y su Apartamento el eunuco dorado. Se lo birló, como hizo con la mismísima muerte y su último aliento. “No sé cómo expresar mi gratitud por esto y por todo”, dijo la ya coronada reina de Hollywood a sabiendas del voto de confianza.

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Cleopatra//Getty Images


Y al cien por cien de sus facultades, la actriz comenzó el rodaje de la mastodóntica Cleopatra, el proceso creativo más legendario con permiso de Lo que el viento se llevó, firmó por un millón de dólares, la primera actriz en hacerlo, y como marca de la casa, comenzó el romance adúltero del siglo, con el amor de su vida y entonces, hombre casado Richard Burton. Se desató un huracán que vapuleó el mundo. Hasta el Capitolio y el Vaticano fueros dos fichas más en el juego de ajedrez ebrio que devino su relación, una de las historias de amor más tremendas, excesivas, sugerentes, grandiosas, dolorosas, complicadas, sugerentes y hasta exasperantes de la Historia y del Cine porque, sin querer o queriendo, mezclaban realidad y ficción y la industria los tasaba como un filete de vaca, siguiendo las leyes de la oferta y la demanda del mercado. Y tanto jugaron que rompieron la baraja. Menos mal que para siempre nos quedarán sus cartas de amor que Sam Khasner y Nancy Schoenberger recogieron en el libro El Amor y la Furia en donde aparecen líneas como: “Encuentro muy difícil permitir que mi vida entera dependa de la existencia de otra criatura. Encuentro igualmente difícil, a causa de mi arrogancia innata, creer en la idea del amor. No existe tal cosa, me digo a mí mismo. Hay lujuria, por supuesto, y el afán de usar a otra persona y de dejarte usar, y celos, y deseo, y poder, pero no existe la idiotez del amor. ¿Quién se ha inventado ese concepto? Me rompo la cabeza y no lo entiendo”, le decía a la los ojos lapislázuli. Se casaron dos veces. Se adoraban, se odiaban. Para él, ella no era buena actriz o por lo menos, no estaba a su altura. Para ella, demasiadas veces él se ponía a la altura de la bragueta de sus compañeros de rodaje. “Sabes lo mucho que te quiero y lo mal que te trato”, escribía el actor. “Ni tú me entiendes ni yo a ti”. “Tienes algo salvaje. Cuando tú y yo nos miramos, es como si nuestros ojos tuviesen dedos y se tocasen”, escribía la actriz. 26 años aquellas cartas se acumulaban en las mesillas de uno y de otro. En Los Angeles y en Londres. Pero no tuvieron suficiente vida para un tercer matrimonio. Pero ésa, ésa es otra historia.

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Boda Elizabeth Taylor y Richard Burton//Getty Images
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Quién teme a Virginia Woolf//Getty Images


Elizabeth Taylor, como la gata aferrándose con uñas y dientes a su mentira, trascendió al tiempo y a la fama como espacio, superó más de 20 operaciones, la diabetes, un tumor, un cáncer de piel y hasta la fractura de espalda que se hizo de niña para vivir como ella siempre quiso: fuera de la norma. Venció al amor y a sus adicciones, si es que no eran lo mismo. Y tiene gracia que se deshiciera de su último esposo, el albañil Larry Fortensky, a quien conoció desintoxicándose por cierto, por el mismo precio que su primer contrato tras ser para siempre La gata más famosa y bella del cine: Un millón de dólares. A fin de cuentas “se puede ser joven sin tener dinero, pero no se puede ser viejo sin él”. Palabra de gata.

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Elizabeth Taylor y Larry Fortensky//Getty Images
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