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El amor duele. Hiere. Desgarra. Incluso mata. “Quien bien te quiere te hará llorar” es una frase que atesora siglos de sabiduría popular y de sadomasoquismo emocional. Qué cruel. El más sublime de los sentimientos, la más arrebatadora de las pasiones, la emoción más lujuriosamente dulce te hace sentir vivo y, al mismo tiempo, a punto de morir con cada una de sus punzadas. Y que paradójico. Como un orgasmo. La petite morte francesa. El amor es ese hilo invisible que une a dos personas, que cose sus corazones como una flecha en el tatuaje carmesí de un estibador portuario, que desata la locura a borbotones y ahoga la respiración y el conocimiento como la cuerda del ahorcado. El amor es delicioso, enfermizo, opresivo, masoquista, asesino, extraño, devorador, peligroso, obsesivo, hambriento, mendicante y un riesgo que queremos siempre correr. Y el trazado de su aguja con el que nos hilvana al otro ni siquiera es comprensible para nosotros mismos. Sigue patrones únicos. Que casan inexplicablemente y cuyo resultado no pocas veces es inquietante. Así es el testamento cinematográfico de Danny Day Lewis, la última y rara obra maestra de Paul Thomas Anderson, quien ha hecho de un atelier a cuarterones georgianos en una mansión londinense, el cenáculo perfecto donde morir de amor.

El hilo invisible


Como en un cuento gótico. Pero aquí la mansión no es lúgubre, ni oscura, ni sus altas torres se dibujan como las garras de una bruja en la noche a través de la tormenta o por el reflejo de la luna sobre los mares negros del norte batiendo a los pies del acantilado. Paul Thomas Anderson ha preferido el orden del XVIII georgiano, la voluta perfecta, las líneas conocidas curvas y rectas y la luz empolvada de un Londres extremadamente chic para adentrarse lentamente en la oscuridad de las relaciones humanas que, caóticamente, se han cosido a esas paredes dibujando dobleces, vericuetos, pliegues y frunces donde esconder sentimientos para siempre. “Se puede coser cualquier cosa en la entretela de un abrigo. Cuando era niño empecé a ocultar cosas en los forros de las prendas, cosas que yo sólo sabía que estaban allí”, dice Reynolds Woodcok.

El hilo invisible


La casa de El hilo invisible es como una jaula de cristal. De apariencia liviana, brillante, como una tela de fantasía de paillettes en plata, pero tan asfixiante y perturbadora como un bosque encantado de los hermanos Grimm, transitado siempre por doncellas de otros tiempos, princesas y heroínas que sucumben al embrujo de un mago genial. Ése es el personaje de Danny Day Lewis, un maestro de la alta costura en los años del nuevo estilo de Dior, un hombre tan almidonado como los cuellos de sus camisas, tan elegante como un gladiolo, tan gélido como el corte de un cuchillo, tan exquisito y flemático como atormentado y espartano con sus emociones. Caprichoso e imaginativo como un niño. Vacío e incapaz de amar. Y su talento es él látigo con el que flagelarse.
Pero todo eso cambia cuando Alma entra en su vida. Una camarera, interpretada por la desconocida Vicky Krieps que, como tantas otras mujeres en su vida, se convierte en su musa, en el figurín de sus vestidos, en el cuerpo inerte en el que volcar su genio hasta que el aburrimiento se apodere de él y la desesperación de ella. O no. Y la casa vuelve a ser, como para todas sus antecesoras, ese espacio hostil y claustrofóbico del que escapar. O tampoco. Que en esta ocasión, se convierta en la mejor aliada de esta damisela de peligrosas dotes culinarias. O que lo sea de ambos.

El hilo invisible


Puertas correderas que se abren y se cierran, escaleras de caracol que se enredan sin fin hacia una claraboya que parece no alcanzarse nunca, pasillos blancos que se retuercen, baños gélidos y civilizados, una casa tan ordenada y dócil como tortuosa e inhumana, como sus inquilinos, reflejo de ese amor nacido desde la frustración, el resentimiento, la ira, la complacencia, la costumbre, la sumisión y el dolor de uno y otro. Tóxica y dependiente. Y no hay escapatoria. De hecho, no hay ni una sola panorámica del Londres de la época. Su relación está confinada a esas cuatro paredes del interior, ajena al mundo que se divisa al otro lado de los visillos.

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Y esta casa acaba de salir a la venta. Por 15 millones de libras. Desde hace diez años, sus antiguos inquilinos buscaban comprador y durante una década ha permanecido vacía. Ahora, tras el alquiler, han visto como el filme del texano ha revalorizado esta espectacular mansión en Fitzroy Square, en el elegante barrio de Fitzrovia, que en el transcurso de los siglos solo ha sido remodelada en su parte trasera, con un espacio para automóviles y una piscina que, por otro lado, parece casar bastante poco con el espíritu de Henry James que sobrevuela cada plano del filme.


Diseñada por el venerado arquitecto neoclásico Robert Adam en la década de 1790, con su característica fachada de piedra de Portland, con columnas jónicas y escalera abovedada en voladizo y balaustradas de hierro forjado, la villa de Marylebone es uno de los pocos ejemplos que quedan en Londres de su ordenado pasado neoclásico, aunque eso haya casi que suponerlo porque los espectadores tenemos la oportunidad de verla tan sólo una vez por fuera mientras un rolls royce aparca en su acera. Quizás también porque en su exterior, según la agencia de venta Knight Frank, necesita un lavado de cara por el módico precio de unos 5 millones de libras más. Pero el interior sigue manteniendo en glamour y el encanto de un palacete del Mayfair londinense, con su amplia escalera de caracol, sus suelos de parquet pulido, sus techos altos con molduras y las ventanas de guillotina, siete dormitorios con baño, ocho salas de recepción y patio con jardín, un espacio tan amplio que, reparto y director pudieron hospedarse en ella mientras que rodaban al mismo tiempo en sus dependencias. Quizás era éste el último resorte que necesitaba el actor irlandés –ganador de tres oscars y raudo a por el cuarto- para asirse a este introvertido y extravagante maestro de la costura porque ¿no fue capaz Danyy Day Lewis de vivir dos meses postrados en una silla de ruedas para poderse meter en la piel del protagonista de Mi pie izquierdo o de aprender checo para La insoportable levedad del ser? Aquí se enrolló con la costura con el mismo ahínco que Woodcock para copiar milmétricamente con sus propias manos un diseño de Balenciaga, puntada a puntada.

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Porque el de Guetaria sirve de inspiración para la piedra angular de la cinta con permiso de la columna sonora de John Greenwood y las teclas de su piano, a veces tan ensordecedoras como el latido de los corazones de los protagonistas a punto de revelar su secreto o de precipitarse sin remisión a la deriva. Coco Chanel ya dijo de Cristóbal Balenciaga que era el único auténtico couturier, ya que, a diferencia de todos los demás, era capaz de diseñar, cortar, montar y coser un vestido de principio a fin, una rara avis que sólo podría calificarse como artista absoluto obsesionado incluso por imponerse al mismo principio que rige la moda: la temporalidad. “Sus vestidos son como esculturas prodigiosas que no parecen pensadas para mujeres que sangran, desean y padecen, sino para seres superiores. A Christian Dior le gustaban las modelos pequeñitas y femeninas, pero las de Cristóbal Balenciaga eran como moteras. Grandes, casi feas. Él llevaba una existencia monacal, tenía una relación muy combativa con la prensa y se mantenía alejado de las páginas de sociedad. A Daniel y a mí nos interesaba mucho todo eso para Reynolds. La principal diferencia entre él y el resto de diseñadores es que él, si quería, podía arrancar un vestido de las manos de cualquiera de sus costureras y coserlo él mismo. Los otros no podían hacer eso”, ha declarado Anderson durante la promoción americana de la cinta.

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Sólo podía escapar de sí mismo o ser más yo que nunca en otro emplazamiento. El lugar que fue origen de todo, de su temperamento retraído, de su ensimismamiento enfermizo, de su amor y su odio por el sexo opuesto y, al mismo tiempo, donde huye del raciocinio festivo de Londres: Owlpen Manor, su residencia de campo de estilo isabelino que, en la ficción, se localiza en las proximidades de Londres, pero que en realidad se esconde en una zona boscosa del sureste de Inglaterra conocida como los Cotswolds. Uun ambiente campestre y Tudor en donde crecen las setas que perpetuarán el amor de Reynolds y Alma para ¿siempre? Y donde, con un golpe de sarten en una cocina de más de 1000 años y un pedazo de mantequilla, Anderson liga romanticismo, suspense y terror psicológico.

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Durante tres semanas, el equipo convivió con los propietarios de Owlpen Manor, en Gloucestershire, una finca privada en un valle aislado donde, a millas de distancia, conviven con otras nueve casas solariegas de pasado medieval. Una pequeña burbuja donde el tiempo se ha detenido. "A Daniel le encantaba la belleza del valle, y también los muebles de Artes y Oficios en la casa, en parte porque una vez quiso ser un ebanista", ha explicado Nicholas Mander, propietario de la casa. "Owlpen Manor era el lugar exacto en el que su personaje habría pasado fuera del bullicio de su casa de moda londinense. Tenemos la sensación de que tan pronto como vino a visitarnos, algo hizo clic en su cabeza. No podíamos creer lo que había sucedido, y poco después había más de 100 personas zumbando día y noche, y Daniel vivía en una de nuestras casas de vacaciones ", una casa, por cierto, que cuenta con una gran familia de fantasmas residentes, incluyendo una niña descarada que mueve los objetos, y la esposa de Enrique VI, la reina Margarita D’Anjou, que se quedó allí en 1471. Para siempre. Como la madre de Reynolds Woodcock. Que nunca lo dejó marchar de su lado y que haría las delicias de Freud.

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Y entre ambos espacios, el hotel Victoria, en Robin Hood's Bay al norte de Yorkshire, donde, por un momento, pensamos que Reynolds se redimirá acurrucado en el regazo de Alma después de haberse comido unas salchichas y una pinta de cerveza, como un hombre de su tiempo o de todos, como un marinero más de este pequeño pueblo cerca de Whitby, en el Parque Nacional North York Moors. Allí es donde trabaja Alma, una chica de belleza británica, cuello de pajarito y hombros anchos, y donde se ha mantenido el atrezzo de la película para devolver a los 50 a este hotel que hacía tímidamente algún gesto al siglo XXI, como los radiadores de sus habitaciones y el aluminio de las ventanas. Se reempapeló, pintó, cambiaron jambas, lámparas y se guardaron las televisiones para que todo fuera igual a entonces, a los tiempos del contrabando en que los acantilados servían de refugio a los ladrones, como antes lo habían hecho a los vikingos, cuyos muertos se custodian en la iglesia de St Oswald, en Lythe. Desde su campanario, se dice, aún se avistan ballenas, esos animales casi extintos y majestuosos de los que aún se desconoce a través de qué hilo invisible se comunican.

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