Retrato de Pío Baroja. REAL ACADEMIA ESPAÑOLA.
Retrato de Pío Baroja. REAL ACADEMIA ESPAÑOLA.

Señores:

No sé si tenéis alguna opinión, buena o mala, acerca del que escribe estas líneas; si la tenéis, no intentaré yo modificarla; si no la tenéis, os diré que yo soy un hombre in­genuo y sincero, poco social, poco político y un tanto vago. Me dijo en un artículo Pompeyo Gener que yo era un ogro finés injerto en un godo degenerado; yo no me siento ni tan degenerado, ni tan finés, ni tan ogro; por ahora no me he comido ningún niño crudo, y me figuro que no llegaré a adquirir estas ra­ras aficiones gastronómicas.

Yo me había opuesto a dar una conferen­cia aquí, porque, realmente, no tengo gran­ des cosas que decir y, además, porque po­seo un sentido pedagógico tan pequeño, tan poco confiado, que me impulsa a sospechar si todo el mundo tendrá razón, aunque todo el mundo defienda cosas distintas.

Estaba, pues, en la situación expectante y tranquila de un curioso; había convencido a mis amigos de que mi oratoria es, como dice La Publicidad de ayer, con gran exactitud, ni brillante ni original, sino llena de lugares co­munes, de tópicos de mitín y de vulgares frases efectistas, cuando apareció un artí­culo en El Poble Catalá pidiendo que hable en el Ateneo y ejerza de ogro, diciendo desde allí cosas fuertes, si es que me atrevo a de­cirlas.

Volvieron mis amigos a la carga y a re­procharme mi pereza. Yo decía: ¡Pero si mi oratoria no es brillante, ni original! Si no empleo más que lugares comunes, y he llega­do a la gran vergüenza de decir: Yo entien­do, señores, como; los diputados de la ma­yoría. ¿Para qué voy ya hablar? ¿Llevo yo dentro de mi cabeza algún sermón de la Mon­taña, como Cristo? ¿Soy yo un Séneca o un Pedro Corominas, un Gladstone o un Bertrand y Musitu? No; por eso no quería ha­blar. Pero me han pedido tantas veces que dijera algo que, al último, he tenido que ce­der para no parecer terco, y en el salón del hotel me he puesto a escribir estas cuartillas y a hilvanar unas cuantas vulgaridades acerca de Barcelona.

Yo lo siento por vosotros, porque os vais a encontrar defraudados, os vais a aburrir; pero acordaos de que hoy es día de Viernes Santo, día de ayuno y de abstinencia de car­ne, y que no está mal el mortificarse un poco. Tomad, pues, mis palabras escritas por una vigilia, por algo así como espinacas intelec­tuales y considerarlas como una pequeña mortificación propia de Semana Santa.

No tengo embotellado nada para soltarlo entre vosotros, no tengo ningún libro en mi maleta; no puedo consultar nada: ni apuntes, ni periódicos, ni revistas; todo mi equipaje se reduce a unos cuantos cuellos y puños postizos, ya usados, y a un reloj de bolsillo, que tiene el minutero torcido y que me daría mucho que hacer para averiguar la hora, si mi reloj tuviese la humorada de andar. Afortunadamente, no anda. Se me cayó hace un año en la plaza de San Pedro, de Roma, y desde entonces está parado, con una consecuencia extraordinaria. Así que, más que para saber la hora, lo llevo de lastre. Como digo, todo mi equipaje es éste y unas cuantas ideas, más o menos arbitrarias, que tengo en la cabeza. No voy a poder entreteneros hablándoos de la Grecia, ni de la Macedonia, ni de la China; ni de Antropología, ni de Geología, ni de nada; os tengo que hablar de mis cuellos postizos, del catalanismo, del nacionalismo, de literatura y de otras cosas igualmente vulgares y sin im­portancia.

COMPROMISOS Y CONTRASTES

El señor Aguilar, que es el que me ha dedicado un artículo en El Poble Catalá, me ha invitado, o, mejor dicho, retado a que hable en el Ateneo de Barcelona, para que repro­duzca allí mis ataques y mis negaciones. Mis amigos me han hecho observar que, siendo yo radical, es más lógico que estas cuartillas se lean en la casa del partido, en la Casa del Pueblo. Ciertamente yo sabía que, aunque dijera cosas duras, los ateneístas habían de ser amables conmigo.

Ahora me encuentro en un compromiso: si hablo de una manera galante y amable, dirán mis contrincantes: Es cobarde; ese hombre no tiene el valor de repetir en Barcelona lo que ha dicho fuera de ella; si hablo de una manera agresiva, dirán que en este archivo de la cortesía yo soy el único representante de la mala educación, y esto me duele.

En esta duda, diré buenamente lo que crea, sea amable o no lo sea, y hablaré de Barcelona y de los catalanes como si estuviera hablando de Milán, de París o de Babilonia y sus habitantes.

Esta situación especial de hombre retado a decir cosas duras, me obliga a no manifestar mi entusiasmo que en el fondo siento por esta ciudad esplendorosa y magnífica.

Hablaré, pues, entreverado; ya que no puedo ser pájaro, ni quiero ser rata, me dedicaré a ser un poco murciélago.

Yo, ciertamente, no he negado a Cataluña nunca, y menos a Barcelona; lo que sí he negado en su mayor parte ha sido la intelectualidad de Barcelona.

Yo veo aquí una porción de mentiras, acumuladas con intenciones más o menos piadosas, acerca de Cataluña en sí misma y de Cataluña con relación al resto de España.

Yo no veo aquí la acomodación espiritual entre lo que es Cataluña en sí y lo que es Cataluña representada por su docena y media de escritores y periodistas.

A mí Cataluña me da una impresión de ser casi más española que las demás regiones españolas.

Los catalanistas, en cambio, aseguran que no, que Cataluña casi no tiene nada que ver con España, que es un país con otra raza, con otras ideas, con otras preocupaciones, con otra constitución espiritual.

Por diferenciarse, encuentran los catalanistas una porción de contrastes étnicos, psi­cológicos y morales entre catalanes y caste­llanos. Son los castellanos individualistas, los catalanes son colectivistas; son los castellanos fanáticos; los catalanes, tolerantes; son los castellanos místicos y arrebatados, los catalanes son prácticos. Yo nunca he visto estas oposiciones ni estos contrastes, y no digo esto como patriota, sino como un hombre más o menos observador.

Postal de la ciudad de Barcelona.
Postal de la ciudad de Barcelona.

INTELECTUALIDAD CATALANISTA

Barcelona me parece una ciudad exuberante, en la cual, a pesar del cosmopolitismo que producen los puertos concurridos como el suyo, se mantiene íntimamente hispánica, extraordinariamente española.
En cambio, la producción intelectual barcelonesa, ¿qué impresión da? Hay drama en catalán que parece escrito en la Noruega; versos, que parecen confeccionados en el bulevar de Montmartre; comedias lacrimosas, como las de Rusiñol, en las cuales uno se encuentra como disuelto en un mar de merengue internacional; hay de todo: sueco, noruego, dinamarqués y hasta tártaro; lo que no se ve es que haya nada catalán; por lo menos, nada alto, nada fuerte, nada digno del país.

Todos los productos de la intelectualidad catalanista actual me parecen híbridos, sin el sello de la raza. Me dan la impresión de esas comidas de hotel y de sleeping-car, que todas se parecen, que todas se componen de una tortilla a la francesa y de un pollo desabrido envuelto en ensalada.

Aquí, en las cocinas de esos primates del intelectualismo catalanista, se huele a Emerson y a Carlyle, a Nietzsche y a Ruskin; lo que no aparece por ningún lado es el olor de la tierra.
Alguien me dirá que yo no puedo juzgar de esto; que yo no conozco ni el idioma, ni la tierra, ni las costumbres. Cierto. Hace algunos años, cuando se llegaba a Barcelona y se encontraba uno con aquellos intelectuales que entonces se distinguían por la melena y por la pipa, lo primero que decían era: ¡Ah! Usted no conoce el problema.

Es verdad; yo no conozco el problema. Además, es muy posible que no haya problema, y que todo el problema catalán sea como el problema español: una cuestión so­lamente de libertad y de cultura.
Como digo, no veo relación entre los inte­lectuales catalanes y Cataluña; no encuentro que los libros y los periódicos catalanistas, que son los que se consideran la expresión viva del país, manifiesten la manera de ser pintoresca, moral e intelectual de la tierra.

Yo, la primera vez que llegué a Barcelona, vine desde Valencia, y al ver una naturaleza tan espléndida, al pasar por delante del Mediterráneo, tan azul, tan lleno de meandros de plata, formados por la espuma de las olas, pensaba yo: ¿Cómo es posi1ble? ¿Cómo pueden ser tan incomprensivos muchos de esos artistas catalanes? ¿Cómo pueden pintar siempre, o casi siempre, asuntos tristes, si esto es claro, luminoso y potente?

En muchos de estos hombres, que han he­cho un arte gris y triste en un país claro y lleno de alegría, se da el caso contrario de algunos grandes dramaturgos castellanos del siglo XVII, que hacían desarrollar las escenas de sus comedias en jardines frondosos, en jardines espléndidos, imaginando que los tenían delante, cerrando los ojos para no ver la tierra parda y de color de sayal de las llanuras de Castilla.

Yo lo digo, porque lo creo así; para mí vuestros intelectuales y vuestros políticos no han estado a vuestra altura; ni os han des­cubierto, ni os han estudiado, ni os han dado beligerancia ante el mundo. Yo lo decía con indignación de los catalanistas. Cataluña y Barcelona se conocen en el mundo, más que nada, por sus revueltas románticas, por el ansia de ideal de su población proletaria.

En cambio, los demás españoles no tenemos en el mundo más representación que las bailadoras y los toreros. Es triste, sobre todo para nosotros, pero así es.

Cualquiera que venga de fuera, sobre todo de fuera de España, se asombrará sincera­mente en Barcelona, se asombrará de la grandeza de vuestra ciudad, de su fuerza industrial, de su inmensidad, vista del Tibidabo; se asombrará también de la cultura obrera, de su espíritu social, de su instinto de renovación; pero yo me temo mucho que si pre­sentáis a Cambó como uno de los grandes productos de la espiritualidad catalana, no se asombre gran cosa ni se quede maravillado.

Barcelona que, por su aspecto, por su sen­tido colectivo y por su población obrera es una gran ciudad, es, por sus intelectuales, por sus genios catalanistas, de una mezquindad bastante grande, de una cursilería bastante pintoresca.

Yo no les odio, ni mucho menos; aunque creo que si fuera catalán les odiaría; ¿pero cómo tomar en serio estas pedanterías pesa­das de mi amigo Corominas, de este gran hombre cuyos pensamientos están como na­dando en grasa, ni considerar como definiti­vas las brillantes flatulencias de Gabriel Alo­mar, ni dar importancia al snobismo sin gra­cia ni ligereza del Xenius de La Veu de Catalunya? Yo, como digo, no les odio; pero me parecen insignificantes, más insignificantes todavía que nosotros, los del resto de Es­paña; porque allí, al menos, el pueblo no nos oye ni nos hace caso; pero aquí, sí ; aquí está atento, aquí no se puede desvariar sin tener una grande responsabilidad. Allí los que es­cribimos somos como oficiales honorarios, que no tenemos soldados; aquí, no; aquí son como oficiales poltrones de un ejército admirable. Aquí el pueblo es cu1lto, aquí el pueblo tiene un fondo social que no tiene el res­to de España.

¿CONTRADICCIÓN?

Si estas palabras las oye un redactor de La Publicidad, dirá, como decía ayer, que yo no tengo ni memoria ni lógica, y no tengo ninguna de estas dos cosas importantes, por­que antes hablé del semitismo de los catalanes y el otro día dije que Barcelona es la forja en donde se funden los ideales colectivos de la España del porvenir.

Yo no veo aquí la falta de lógica. Yo dije que en Cataluña había espíritu judío, y es verdad; yo lo sigo creyendo; este espíritu judío está en muchos comerciantes ricos cata­lanes, está en muchos de esos hombres que han empujado a España a una guerra imbécil en Melilla; está en los que, después de explotar a rincones desgraciados de nuestro país, han tenido la estupidez de desear que España desaparezca y de gritar muera España, como si se pudiera desear la muerte de un país noble y desgraciado.

Yo no he hablado nunca mal del pueblo de Barcelona; he hablado mal principalmente de sus magnates, de esos señores que han des­pedido a los soldados con un escapulario y una cajetilla; he hablado de sus intelectuales, que me han parecido pedantes, afectados, mezquinos, y he dicho que tienen espíritu judío; lo he dicho y creo que lo seguiré diciendo, si así me lo parece.

Que yo he afirmado en una novela mía que Prim se parecía a un bandolero y ahora alabo a Prim, dice La Publicidad. No; asegurarlo así es de mala fe.

En una novela mía un personaje lo dice; yo, no. Pero aunque 1o dijera yo, yo no tengo inconveniente en admirar a un bandido. Entre un bandido y un gran comerciante, yo casi prefiero al bandido. El uno roba en el camino real y el otro roba con el libro de cuentas.

Yo no intentaría convencer de esto a Romanones, ni a Guell, ni al señor Prat de la Riba; pero tampoco me convencerán a mí de lo contrario.

Claro que el libro mayor, y el menor, y el diario, son más seguros para el robo que el trabuco; pero no siempre más decentes.

Como digo, pues, contestando a La Publicidad, no he sido yo ni ilógico ni inconsecuente ; y si lo hubiera sido, diría que en el fondo no me importa nada ni la lógica ni la consecuencia.