Catherine Deneuve, la actriz que cada año ha mejorado su legado

La intérprete francesa de 76 años ha sido hospitalizada y se encuentra 'en estado grave' como consecuencia de cansancio acumulado debido a su ajetreada agenda. Su trayectoria, lejos de quedar olvidada, se ha ampliado con el paso del tiempo.
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Catherine Deneuve ha sido ingresada en París este martes tras verse afectada por una fatiga aguda provocada por los múltiples compromisos de su calendario. Según el parte médico, se halla en estado grave. La actriz se encontraba en París, donde trabaja en el rodaje de la nueva película de Emmanuelle Bercot, De son vivant, y su último estreno ha sido 'Fête de Famille', de Cédric Kahn. Recuperamos este artículo publicado originalmente en octubre de 2018 y actualizado a raíz de la noticia.

“No soy fría. Soy reservada”, se ha definido Catherine Deneuve. Posiblemente sea así, como posiblemente hayan hecho falta seis décadas de carrera y un desvío respecto a las pautas de la belleza canónica para que el público asuma al fin que en efecto Catherine Deneuve no es ni una mujer fría ni mucho menos una actriz fría.

De hecho, si tuviéramos que destacar una cualidad suya como intérprete sería la autenticidad. Prueben a escuchar cualquiera de sus réplicas en versión original: jamás una palabra salida de su boca suena falsa, artificial, “interpretada”. Y esto ha sido así incluso en sus papeles en principio más inverosímiles, que el espectador se cree al menos durante todo el tiempo que dura su diálogo: ¿obrera inmigrante en Bailar en la oscuridad? ¿Sucia pordiosera en Piel de asno? Pourquoi pas?

Sin embargo, curiosamente, en su primer gran papel en el cine no utilizaba su propia voz. Fue el musical Los paraguas de Cherburgo de Jacques Demy, y la correspondiente Palma de Oro de Cannes, lo que la dio a conocer cuando tenía apenas 21 años. En esta película, donde todos los diálogos eran cantados, la doblaba la cantante Danielle Licari, pero no era este el único artificio al que se sometía: el cabello rubio, a partir de entonces su sello de fábrica, era producto del tinte. Tampoco su apellido era el auténtico (Deneuve lo tomó prestado de su madre). Ambos cambios fueron decisiones conscientes para diferenciarse de su hermana mayor, Françoise Dorléac, que había debutado antes como actriz. De hecho, era Françoise la llamada a convertirse en estrella pero, con la cinta de Demy, Deneuve dio un inesperado sorpasso que las distanció hasta que ambas volverían a coincidir, con el mismo director, tres años más tarde en el rodaje de Las señoritas de Rochefort. No tuvieron tiempo de disfrutar mucho de este reencuentro, porque Françoise falleció en accidente de tráfico durante la promoción de la película, cuando estaba al fin a punto de alcanzar el estrellato internacional. Deneuve ha confesado que jamás se recuperó de esta tragedia.

Nadie diría que es una mujer familiar, y sin embargo ella se confiesa muy allegada a los suyos. Acostumbra a pasar largas temporadas con sus hijos, Christian Vadim (nacido cuando ella tenía diecinueve años) y Chiara Mastroianni (fruto de su larga relación con Marcello Mastroianni), y sus cinco nietos. Madre e hija han compartido rodajes en varias ocasiones, como prueba de esta cercanía emocional.

Deneuve ha mantenido relaciones sentimentales más o menos conocidas, aparte de con Mastroianni, con los directores de cine Roger Vadim (padre de Christian) y** François Truffaut** (que sufrió una crisis nerviosa cuando ella lo abandonó por Marcello), el empresario y agente Bertrand de Labbey y el periodista Pierre Lescure. Solo se casó una vez, con el fotógrafo británico David Bailey: el matrimonio duró apenas un par de años, al parecer justamente por el deseo de ella de ser madre. Se ha mostrado después muy crítica con la propia institución matrimonial. “Francamente, no entiendo por qué la gente quiere casarse cuando después todos se divorcian, es una cosa rarísima”, declaró cuando hace cinco años le preguntaron en televisión sobre su opinión acerca de las bodas entre homosexuales. Políticamente, a qué negarlo, ha tendido a meterse en berenjenales en los últimos tiempos –recordamos la firma del reciente manifiesto de las intelectuales francesas beligerante con el movimiento #MeToo, que después matizó–, y si ha salido relativamente airosa de ellos es porque su historial anterior la aleja de toda sospecha de ser una reaccionaria: en su día figuró también entre las firmantes del manifiesto de las “343 zorras” a favor del derecho al aborto, y ha colaborado en iniciativas a favor de inmigrantes y refugiados.

Pero como actriz, que es lo que nos interesa, su desempeño no ha hecho otra cosa que mejorar con el paso de los años. En su juventud, a pesar de haber participado en algunas de las mejores películas de importantes autores de los 60 y los 70, que contribuyeron a formar su aura de icono –como el ángelus a mediodía, podemos recitar Belle de Jour de Buñuel, Repulsión de Polanski, los Demy, los Truffaut, los Lelouch– fue a partir de la segunda mitad de los 80 cuando emergió la auténtica complejidad de su capacidad interpretativa. Con André Téchiné ha dado lo mejor de sí misma: si hay que destacar un solo papel en toda su filmografía, desde luego no sería el plano culebrón de Indochina (Régis Wargnier) por el que obtuvo su única nominación del Oscar, sino Los ladrones (Téchiné), donde interpretaba a una profesora de filosofía alcohólica, lesbiana y enamorada, personaje que llenaba de entidad sin dejar de ser ella misma ni por un momento. Para que nos entendamos, Catherine Deneuve sería la anti-Mery Streep. Si la protagonista de El diablo viste de Prada invierte esfuerzos hercúleos en parecer completamente distinta en cada película, tratando de que el público olvide que está viendo a una actriz en lugar de al personaje que interpreta (y consiguiendo justamente lo contrario, por supuesto), no parece que Deneuve tenga el menor interés por que nadie vea en ella otra cosa que a ella misma. Y el resultado de esto es que sus personajes parecen auténticos seres humanos, porque es su propia humanidad la que los impregna.

A medida que su físico ha mutado para volverse más terrenal, los espectadores han ido comprendiendo que la diva de hielo no era tal, sino una grandísima actriz que, como escribió Truffaut, “no es ni una flor ni un ramo, sino el jarrón en el que puede colocarse cualquier flor”. Porque cualquier personaje le sienta bien, da la impresión de que cualquiera puede hacerlo suyo la mayor facilidad. Este mismo año, en Dos mujeres, de Martin Provost, bordaba a una enferma terminal hedonista y ególatra sin permitirse medio aspaviento. Pero este es solo un ejemplo. Hace mucho que Deneuve rueda sin parar, a un ritmo no de menos de tres o cuatro películas al año, ya sea con directores veteranos de eficacia probada como Oliveira, Raúl Ruiz, Von Trier, Garrel o Arnaud Desplechin, ya con debutantes o autores muy jóvenes. Sobria y precisa haciendo drama, ha demostrado también el suficiente sentido del humor como para aceptar el papel de improbable reina de Inglaterra en una entrega de las aventuras de Astérix y Obélix que a día de hoy es, por cierto, su película más taquillera en Francia.

Su presencia sigue interesando a unos espectadores por lo general poco dados a seguir las carreras de actrices septuagenarias. Y quizá el único caso semejante que pueda citarse en el cine mundial sea precisamente el de Meryl Streep. El público quiere seguir viendo a Catherine Deneuve como actriz, pero además la respeta como persona. Así que, al cabo de los años, parece haber conseguido lo que ella misma se proponía. “Puede que yo parezca distante, pero quizá sea porque es esa la actitud que quiero que tengan conmigo”, ha declarado.