Catarsis
Por
Carlos Ortiz de Zárate
Magara
Terraza del 98 de Apartamentos Concorde de la alicantina playa de San
Juan, 16 de febrero de 2017.
Algo me ha traído aquí para hacer mi catarsis. No soy deísta. Me siento
cómodo en el “magara”, esa energía cósmica que nos hizo nacer para algo, que
siempre está ahí, pero que perdemos a raudales o, más grave aún, nos metemos
en el búnker de nuestra burbuja.
Aquí me trajo mi “magara” y aquí estoy arropado. El encuentro de las olas
con la playa ensordece los ruidos. Todo es suave, no hay confrontación.
Simplemente cada mochuelo ocupa su nido.
Nada me impide salir de la burbuja. Basta con dar unos pasos para
asomarme y ver el encuentro del mar con la arena. No es un romance, es una
aceptación y una fusión en “magara”. Estoy invitado.
No niego que podría haber muchos sitios para la catarsis. El mío es la
terraza del 98 de Apartamentos Concorde. Carezco de excusa para blindarme.
Además, desde mi llegada, el 10, he tenido un ritual iniciático. No va al
caso dar detalles, pero ese Mr. Hyde al que tengo que reclamar mi nido se me
ha plantado a sus anchas con la fuerza que aparece en todas las “biblias”. Me
parece, sin ser “bíblico”, que necesitaba prepararme y que los acontecimientos
me lo han dado.
No soy ritualista, pero necesitaba algo fuerte para probarme que era capaz
de resistir un Mr. Hyde cargado de metralla.
He pasado la prueba. No ha conseguido parar mi decisión de ocupar mi
nido y, desde luego, considero que lo que he pasado no ha sido una pérdida de
tiempo. Te lo voy a demostrar. No soy freudiano, pero comparto mucho con él.
Tenemos que remontarnos a la génesis de nuestro Mr. Hyde, a nuestra más
tierna infancia. Ahí va mi primera sesión de catarsis.
El abuelo Leopoldo
Era animista en la España del nacionalcatolicismo. Yo no tuve abuela;
Antolín y Leopoldo eran, respectivamente, mis abuelos paterno y materno. El
primero paseaba bajo palio en las solemnidades. El segundo era excluido por
la Iglesia y por el Estado, había sido encarcelado durante unos años a la
entrada de Franco.
Veía al abuelo Leopoldo como un sabio y como un poeta cargado de
vivencias. No podía comprenderle, lo impedía el sistema. Había miedo, mucho
miedo. En mi niñez —nací en el 44—, comprobé la crueldad del sistema. Mi
abuelo era antisistema tolerado, puesto que toda acusación que podría
imputársele era la de ocupar el puesto de mecánico del transbordador que
sacaba del puerto de Bilbao un barco cargado de niños, a la entrada de Franco.
Obedecía órdenes. Por supuesto que muy gustosamente, pero, anarquista
pacífico, no pertenecía a ninguna de las organizaciones condenadas por el
régimen.
Me hubiera gustado que viviera para decirle que soy antisistema, pacifista,
escritor y firme convencido de que hay un “magara” que me permitirá
decírselo al abuelo Leopoldo.
El mercado Fontana
18:00
He tenido que hacer una parada para comprar víveres. Me pilla a un paso,
pero cierran a las dos. Mientras caminaba por calles tranquilas y me
encontraba con personas sosegadas que respondían a mi saludo sin conocerme,
y cuando me conocen reconocen mi derecho a ocupar el nido y se interesan
por mis vivencias, he comprendido que mi catarsis requiere de un proceso de
apaciguamiento, como ha ocurrido con el iniciático.
Nada más fácil que el mercado Fontana, incluso cuando se llega a la hora
de cierre. No he despistado mi aquí y ahora por preocuparme por el almuerzo
o por la falta de liquidez. Hay un cajero del BBVA a las puertas y las mismas
me ofrecen un lugar seguro y cómodo donde dejar a Julen mientras compro.
Al entrar, he tomado la decisión de hacerme una paella. Me han atendido,
con el mismo mimo de siempre Rocío y Fernando, de Fontana Fruit; Juanfran,
de la pescadería Galván; mi carnicera Delia Cano, que se cuestiona el nombre
que dará a su nueva carnicería (ella está con su catarsis), y mi repostera
PanySol Fontana. No somos anónimos mutuamente y tenemos complicidad.
Me han ayudado a escoger los ingredientes: caldo artesanal de pescado,
congelado.
—Lo hacemos nosotros. Con la mitad tienes para dos días de paella para ti
y para Julen. Te preparo la otra mitad para que la metas en el congelador y la
utilices para sopa o paella. Yo siempre añado sofrito.
No les quedaban mejillones, una lástima; he comprado unas pocas almejas.
A dos pasos está mi carnicera.
—Con medio conejo tienes suficiente.
Rocío y Fernando, que venden en el puesto de enfrente miel, aceite y arroz,
ecológicos, me han propuesta habas y guisantes frescos desgranados y
alcachofa. Me quedaba puré de verduras variadas.
Tenía naranjas de esas que no han pasado por cámaras y una de ellas me ha
permitido poner el broche de oro. Me ha salido una paella exquisita. Para
postre mi panadera me ha sugerido unas madalenas de fresa, cuya materia
grasa es aceite de oliva Ecotravadel, alicantino, el que compro a mi frutera. He
tenido que hacer grandes esfuerzos para no mirar a la charcutería Alma
Blanca, cuyo escaparate grita que sus productos carecen de colesterol y que, si
algo tienen, el pecado vale la pena. En mi caso ya me paso bastante con
cigarrillos, porros y vino.
Me he echado una buena siesta y ya estoy listo para mi segunda sesión de
catarsis.
El abuelo Antolín
Si el miedo me alejaba de la heterodoxia del abuelo Leopoldo, la
“ortodoxia” lo hacía del abuelo Antolín. Ejercía de patriarca de la familia y a
su vera estábamos todos en las celebraciones. Recuerdo que nos llevó a los
nietos a presenciar una novillada. Yo no miraba al ruedo, pero tenía que
aplaudir para mostrar mi agradecimiento.
También nos llevaba al circo y nos daba muy bien de comer en las
celebraciones. Era un sibarita y nos hizo a todos sibaritas.
Me asustaba; sus deseos eran órdenes y él representaba el “orden”, pese a
que su biblia eran Los Episodios Nacionales. Eran los únicos libros que tenía.
Tengo recuerdos que justifican mis miedos: el palio, conversaciones que
escuché porque mi presencia no recataba a los propietarios de pequeñas minas
de Somorrostro; uno de ellos estaba furioso por haber perdido un par de
mulos.
—Saben que su vida no tiene valor para mí. A minero muerto, minero
puesto. Lástima que no sean capaces de reemplazar a los mulos.
No podía irme. Formaba parte de la familia que recibía la visita.
La fabada
El miércoles, fin de mi proceso iniciático. Preparé una fabada con los
ingredientes que me había traído de Villaviciosa.
—Lo bueno sería que llevaras el agua —me dijo la carnicera—. Parece una
tontería, pero no lo es. Yo uso la que cojo de un manantial. Si quieres te puedo
dar una garrafa.
La hubiera aceptado, pero resultaba un engorro.
—No uses agua de grifo, dificulta la cochura de las fabes —me dijo la
camarera de Los Charros. Es asturiana.
Todo eran energías para facilitar el paso del proceso iniciático a la catarsis.
Era necesario; necesitaba cocinar una fabada que visibilizara mi tierra de
adopción, Villaviciosa de Asturias, y que agradara a mis invitados. Era mi
primer encuentro con unos compañeros de viaje que conocí en Twitter:
NoticiasToday. Ellos me encontraron en la red cuando lamentaba la
“indiferencia” de Medina Sidonia a la obra que me había inspirado la ciudad.
Yo era acogido y mimado. Me dolía que el modelo raramente se
pronunciara sobre mi obra.
—Ven a la Comunidad Valenciana. El modelo se pronunciará con respecto
a la obra que escribirás.
Decidí hacerlo y escribirla en apenas un mes que pasaría en Playa de San
Juan. En Twitter alguien mencionó que mi escritura era catárquica y
“alguienes” metieron caña. Mis entrañas pedían que la hiciera. Necesito una
limpieza a fondo y mis intestinos se han puesto a expulsar, de forma agresiva,
durante el proceso iniciático. Ahora, de forma más apaciguada, sigue la
limpieza.
La fabada resultó excelente. Ellos trajeron una caja de naranjas de
producción propia, recién cogidas. Un festín, un encuentro y un proyecto.
Todo muy tranquilo y esperanzador; me dio fuerzas para seguir mi catarsis. No
estoy solo, hay “magara”. Soy capaz de volver a esos recuerdos que ha creado
mi Mr. Hyde.
El patito feo
Es un cuento que me ha marcado. Era un patito feo que soñaba, con débil
esperanza, transformarme en cisne. Mi esperanza siempre estaba frustrada,
porque se me reprochaba constantemente mi falta de pericia.
Recuerdo que en el funeral del abuelo Antolín estaban sentados cerca de
mí aquellos mineros que lamentaban tan amargamente la pérdida de los mulos.
—Ya ves, hace dos días se nos llevó la mejor puta y ahora… —También
tenía cerca, y escuchaba como yo, el marido de una prima.
Dijo algo que no pude oír. Lo que sí escuché fue la respuesta de mi padre:
—El difunto era muy consciente de la gran diferencia de inteligencia que
existe entre mi hija y mis hijos.
Recuerdo los esfuerzos de mi primo político para aliviarme.
Poco antes de su muerte, la tía Aurora se me quedó mirando y, con alegría,
me dijo a guisa de despedida:
—Pues no eres tan feo como se cree.
También tengo muy buenos recuerdos de la tía Aurora.
La cuestión es que se me había metido en la cabeza que yo no formaba
parte de aquella familia, como le ocurría al patito feo. Tenía que encontrar la
mía.
Pensé en escaparme. Nada fácil. Quería escribir y ser actor; tenía que
hacerlo a escondidas y tengo una letra espantosa. Se reían de mí cuando
encontraban mis escritos.
Mi padre tomó nuestra educación como una forma de comprar; así tuvimos
como tutor a don Francisco, que había sido su maestro y que, ignoro por qué,
estaba sin plaza. Mi hermana era la mayor y las clases eran dirigidas a ella,
porque, según nuestro preceptor, yo era muy listo, y no sé qué razones tenía
para no tener en cuenta a mi hermano.
Con respecto a mí, don Francisco llegaba a sus conclusiones por el hecho
de que repetía como un lorito las frases que él mismo reiteraba como un lorito.
Después, el tal don Francisco obtuvo plaza en un barrio muy alejado de
nuestra residencia. Mi hermano y yo teníamos que levantarnos más temprano
porque teníamos dos horas de trayecto.
Cuando la tía Aurora quería la concesión de la limpieza de las escuelas de
Cabieces, entonces un barrio marginal de Santurzi, mi hermano y yo fuimos
inscritos en esas escuelas. El número de alumnos contaba.
Cuando cumplí los 10 años ya no era posible que se legitimaran por
trapicheos las notas que ponía don Francisco para el ingreso, primero y
segundo de bachillerato, en el caso de mi hermano, y de los mismos más
tercero, en el caso de mi hermana.
Teníamos que ir al instituto o al colegio y obtener allí las notas. Fue un
shock para los tres. En el fondo, fui el más privilegiado, porque empezaba
desde más abajo. Pasé el examen de ingreso porque un amigo de mi padre era
el presidente del tribunal. Recuerdo que dijo:
—Aprobado, por supuesto, pero, Luis, este chico nos ha dejado
asombrados. Tiene ideas, pero las redacta con una ortografía que repugna,
acompañada de una escritura horrorosa. Plantea los problemas, pero no sabe
resolverlos.
Pese a todo, en primero solo suspendí dos, en segundo cuatro y en tercero
seis. Repetí y terminé el bachillerato, incluso con alguna matrícula de honor.
Mi hermana, pese a que era quien lo tenía más duro (en cuarto había una
reválida), obtuvo su título de bachillerato y su título de licenciado
universitario.
Mi hermano se atascó en la reválida de cuarto. Le costó mucho sacar el
título de bachillerato elemental y, así, optó por una carrera media: ingresó en
la Escuela de Náutica.
Yo inicié mis estudios universitarios. Luché mucho para que se me
permitiera inscribirme en Periodismo, pero tenía que ser en el Estudio General
de Navarra, porque, decía un amigo de mi padre:
—El Opus tiene poder.
Mi padre
Estuvimos muy bien alimentados en una España que se moría de hambre.
Era un padre modélico. De niños, a nosotros y a los cachorros nos daba aceite
de hígado de bacalao; aún me dan nauseas cuando pienso. Cada mañana nos
traía a la cama zumo de limón con agua de Mondariz; al cabo de un rato, zumo
de naranja. Cuando nos levantábamos encontrábamos ya preparado el
desayuno.
Traía la leche Mariquita y el pescado, Kuki. Mi padre se ocupaba de la
carne, las verduras y las frutas, la mantequilla, la miel, el queso, el pan… La
primera la traía de Soncillo; teníamos y tenemos una casa en Riaño, una aldea
cercana. El pan lo compraba en una panadería que le tocaba de camino,
amasado y cocido con amor. El resto, en Mercabilbao, donde él sabía que, a
partir de las siete de la mañana, los precios caen.
¿Cómo lo hacía? El oficio que tenía cuando yo empecé a comprender era el
de la compraventa de coches usados. Los compraba en Francia, los vendía en
España. Nunca he sabido cómo lograba cambiar la matrícula. En España
entonces era muy difícil comprarse un vehículo, había enormes listas de espera
para acceder a un coche nuevo.
Conocí a mi padre con coche. Eran unas tartanas con frecuentes averías,
pero él siempre las reparaba. Con tal profesión tenía muchos contactos en San
Juan de Luz y a veces nos llevaba allí. ¡Qué delicia! Se respiraba otra cosa,
especialmente porque mi padre se relacionaba con los que habían tenido que
huir de España y habían sabido instalarse en Francia.
Mi padre era muy buena gente. No solamente nos cuidaba, sino que me
pagó la universidad más cara. En sus oficios, que han sido varios, había un
montón de altibajos y largos periodos de vacas flacas.
Eso sí, siempre ha estado convencido de la gran diferencia de inteligencia
que existe entre su hija y sus hijos, hasta el punto que consideraba que la
cátedra de instituto de ella era superior a mi título universitario.
Me quería y me apoyó en mis locuras. Se venían él y mi madre a pasar las
navidades conmigo. Me compró una casa en Teror, la capital mariana de Gran
Canaria, para sacarme del barro en que me veía metido, en la playa de las
Canteras.
Pero, eso sí, a él le gustaba mi barro y se escapaba a menudo para pasar
una temporada en Canteras. Siempre me ha sorprendido la atracción-rechazo
que siente mi familia por mis mundos.
Baraka
En el 98 de Apartamentos Concorde y en mis recorridos por la playa de
San Juan se ha abierto paso a mi “magara”, que ahora veo como “baraka”.
¿Será por la taifa valenciana? Yo creo que es por el Sahara, donde conviven
ambos términos. El segundo es deísta el primero no lo es, pero las poblaciones
del inmenso desierto viven su unión con el universo inmenso de la misma
manera.
Yo lo estoy viviendo. Sobraba un poco de fabada; se la ofrecí a Pedro, el
coordinador de los taxistas que aseguran el transporte a la llegada o salida de
los clientes de Apartamentos Concorde. Yo llegué con neuras; me las quitó
desde mi llegada, me sentí muy arropado. Me apetecía mostrar mi
agradecimiento y pensé que mi oferta era una exquisitez.
Pedro captó mi gesto. Cuando vino a buscar la fabada, me trajo una botella
de vino de calidad que no había degustado desde hacía muchos años: un
crianza Enrique Mendoza, alicantino. Pedro sabe que me gusta consumir
productos locales. Una forma de mostrar aprecio a mis anfitriones.
Te lo cuento porque he abierto la botella a mediodía y ahora te dejo para
seguir degustando.
Mi madre
Muchas veces la oía llorar. El matrimonio de mis padres se había basado
en la belleza; ambos eran muy guapos y eso solamente mi hermano lo heredó.
Chari, así se llamaba mi madre, y Juani, su hermana y mi tía, tenían prisa por
casarse desde que el abuelo Leopoldo decidió contraer segundas nupcias con
Sole.
La intención era dar una nueva madre a unas hijas que habían perdido la
suya cuando aún no habían alcanzado la adolescencia. Les tocó cuidarla
durante años. Luego la guerra y después tres años en los que su padre dormía
en la cárcel y solamente salía de la celda para cumplir con su trabajo. Le
necesitaban para que funcionara el remolcador. No le pagaban, era un preso.
Chari tenía diecisiete y Juani quince.
Nunca me contaron cómo se las arreglaron, pero lo hicieron. Intuyo que
esta circunstancia influyó en la opción por las segundas nupcias de Leopoldo y
que el último eligió la persona que le pareció más adecuada, tras escuchar
opiniones y, por supuesto, las de sus hijas.
Buscaba una madre para ellas; desde luego la elegida no era la esposa que
él necesitaba. Yo conocí a Sole y puedo afirmar que el abuelo no se casó por
amor.
Se equivocó Leopoldo y las relaciones entre Sole y sus hijastras eran muy
malas. Nadie me ha dado detalles, pero sé que las dos necesitaban
ardientemente salir de aquel infierno y que, en cuanto mi madre se casó, la tía
Juani se fue a vivir con el nuevo matrimonio.
Yo creo que el matrimonio fue por amor, pero de la misma manera que mi
padre menospreciaba la inteligencia de mi hermano y la mía, así lo hacía con
su esposa.
Recuerdo una noche en que la oí llorar más que otras. Habíamos
presenciado la bronca. Chari llegó a las diez y pico de la noche. Estaba
guapísima. Lo era y se había esmerado para ir a Bilbao, al estreno de Lo que el
viento se llevó. Había ido con una amiga y no habían previsto que la película
fuera larga. Ella quería irse, pero su amiga se negaba. Eso y el trayecto eran
las razones de la tardanza.
Para mi padre no valían y yo creo que los celos cargaron su furia. Era muy
celoso. Siempre he tenido la certeza de que mi madre le tenía tanto miedo
como yo.
Al jubilarse, mi padre puso la “empresa” a nombre de su esposa y cotizó
por ella, como había hecho por él, como autónoma.
Mi madre soñaba con cumplir sesenta y cinco, y con tener, por primera
vez, dinero propio, al cobrar la jubilación. Como ya he indicado nuestra
economía era volátil: había liquidez cuando había y todo funcionaba a crédito.
Disfrutó de su independencia económica hasta los noventa y seis. Al final,
mi padre dejó una pequeña herencia que ha bastado para que tuviera una vida
y una muerte muy dignas y para que heredemos los hijos.
En sus últimos días tenía tendencia a dormir por el día y a despertarse por
la noche angustiada. Intenté hacer turnos con mi hermana para calmarla. La
última tiene un oído muy fino y siempre se me adelantaba. A duras penas
conseguía que se fuera a la cama y me dejara ocuparme.
Por el día pagábamos a un par de personas para cuidarla, por turnos. La
dejaban dormirse. Yo pasaba horas tratando de mantenerla despierta. Ella
hablaba de su madre, Juliana. Se fue a los 12 años de su pueblo, Castrillo, una
aldea cercana a Riaño, donde, ya he mencionado, tenemos una casa, ahora en
venta.
No había pan para tantas bocas y Juliana, con otras mozas, se fueron, a
través de los montes, a Bilbao: 90 kilómetros. Allí encontraban trabajo en el
servicio doméstico. Mal tratadas, mal pagadas, pero no tenían gastos y
resolvían la supervivencia de sus familias.
Se casó. Se hizo planchadora. Enviudó sin descendencia. Conoció a
Leopoldo. Se casaron y tuvieron tres hijas. La gemela de Juani murió poco
después del parto. Desde niña Juliana sufrió de asma. Las crisis se producían
cada vez con más frecuencia y con más saña, hasta que la enfermedad la llevó
a la sepultura.
Me extrañó que mi madre no me hablara en aquellos momentos de
Leopoldo; él también tuvo que irse de casa, como sus hermanas y hermanos.
La madre era británica, belga el padre. Se habían instalado en Barruelo de
Santullán, donde el bisabuelo explotaba una pequeña mina de carbón.
Tuvieron un montón de hijos. Murió él, ella no podía ocuparse de la mina y de
la prole. Se casó con el capataz. No había descubierto la tendencia de éste a la
bebida o la agresividad de sus borracheras. Se equivocó la bisabuela. Los
beneficios de la mina y esta misma se fueron en alcohol. No había qué comer
y había muchas palizas. Los hijos estorbaban; la mayoría emigró a América.
Sé que Leopoldo estuvo, entre otros lugares, en Baltimore y en Caracas. Ya he
contado que se hablaba muy poco del abuelo Leopoldo y las razones por las
que ocurría así.
Sé que no le gustaba mandar o hacer negocios, que era vegetariano. De
hecho, murió de cirrosis hepática por falta de proteína, sin haber probado una
gota de alcohol. Solamente porque invertía el dinero que debía utilizar en
enriquecer su dieta, para dárselo a mi madre y cubrir nuestros altibajos.
Yo quería mucho a mi madre y ella a mí. No éramos de besos y de
exhibiciones de cariños. Recuerdo que para su último cumpleaños conseguí un
par de reos en Cangas de Onís. Es supuestamente un manjar, pero yo no lo
supe cocinar; lo puse como la trucha asalmonada, asado envuelto en lonchas
de jabugo. Después supe que había que freírlo.
Mi madre dijo con orgullo:
—¡Sabía que no vendrías con las manos vacías!
Mis hermanos
Nos llevábamos muy bien. Jugábamos con otros niños de nuestra edad que
vivían en los chalets cercanos.
Habíamos nacido en el número cuatro de la calle de Santa Eulalia, una
zona de Santurzi en la que había tres chalets; el que ocupábamos nosotros
tenía gran jardín en la parte delantera y gran huerto con frutales en la trasera.
Teníamos gallinas y perros, casi siempre cuatro. Los vecinos eran más
adinerados, tenían criadas con cofia. Nosotros solamente teníamos una interina
que ayudaba a mi madre algunas horas, cuando apenas había
electrodomésticos y había que dar cera y brillo a mano en aquella madera
noble que cubría todo el suelo menos la cocina y el baño.
Tengo recuerdos vivos del excelente jardín, de la preciosa forja de la verja
de entrada (estaba todo amurallado) y, sobre todo, de la terraza que servía de
entrada a la vivienda. Era de estilo árabe, forrada de azulejos de azules y
amarillos que no he vuelto a ver.
Teníamos una cocina de hierro que funcionaba con leña y carbón y que
calentaba la caldera para el agua y la calefacción.
Tras la huerta se encontraban las “casas baratas”. Subiendo por la calle
santa Eulalia se encontraba la “casa grande” y, bajando, la de Musiquillo. A
unos cien metros, “el callejón”, tres o cuatro edificios. Todos los mencionados
eran habitados por clase humilde.
Jugábamos con los niños de los chalets, aunque se agregaban algunos de
las “casas baratas” y del “callejón”. Raramente salíamos del entorno. A mí me
llamaban “cascarrabias”.
Mis hermanos encontraron unos días antes los juguetes que se suponía nos
traerían Melchor, Gaspar y Baltasar en la noche del cinco de enero. Habían
sido bien ocultados y quisimos mostrar que ya sabíamos que eran los padres
quienes los ponían para que los descubriéramos, cuando nos despertáramos el
seis de enero.
—Está bien. No volveremos a comprar regalos para la fecha —dijo mi
padre.
Cumplió su palabra. Yo tenía tres años y mis hermanos cinco y seis
respectivamente.
Me dolió. Cada seis de enero todos sacaban sus regalos y presumían.
Mis hermanos y yo teníamos que matar y pelar los pollos. Matar me
resultaba muy duro. Pelar era fastidioso, pero ya estábamos acostumbrados.
Nuestro padre era cazador y teníamos muchas codornices, perdices, becadas y
liebres que pelar y limpiar.
Algunas piezas eran para nuestro consumo, pero mi padre traía mucho. Mi
madre bordaba la cocina de la caza y los suculentos platos servían para
comprar voluntades de poderosos. Entre ellos estaba la condesa de Ruiseñada,
que había sido amamantada por mi bisabuela y que mantuvo muy buenas
relaciones con la familia, hasta el punto que Fidel, el hermano del abuelo
Antolín, fue el administrador plenipotenciario de los condes y murió, en el
servicio de los mismos, lo mismo que ocurrió con Dioni, el hermano preferido
de mi padre.
Desconozco las circunstancias, solamente sé que la condesa nos recibía
como amigos, que la caza preparada por mi madre la ponía y que conseguía
todo lo que mi padre solicitaba, como embarcarle de mozo de cubierta en el
Magallanes y facilitarle el transporte de chorizos, armas artesanas de caza de
Éibar, brandy y, en una ocasión, un organillo con su carro y burro, que llevaba
de España. Traía de América legumbres, harina, medias de nailon,
cosméticos…
Mi padre se buscaba la vida y en esta época había entradas regulares de
dinero. Pero pronto se cansaba de oficio y siempre los escogía en el
contrabando.
Hemos vivido de todo. Me han quedado algunos recuerdos, por ejemplo,
cuando vinieron a embargarnos y se sorprendieron de que mis hermanos y yo
asistiéramos impertérritos al registro de bienes a expropiar; incluso les
señalábamos lo que habían olvidado anotar. Sabíamos que no se iban a llevar
nada.
La impresión fue más fuerte cuando la policía vigilaba la entrada principal.
Nuestro padre había comprado un pequeño y viejo barco de pesca que
descargaba pescado y a veces contrabando proveniente de Francia. Había
habido un chivatazo. Mi padre tenía que destruir las pruebas, por eso estaba
vigilado. Lo arregló todo. Salió e invitó a sus vigilantes a entrar, cenar y
dormir.
—Así estarán más cómodos para vigilarme —les dijo.
Lo estuvieron hasta el punto de que no se enteraron cuando mi padre saltó
por el muro de atrás, destruyó las pruebas y tuvo tiempo de preparar el
desayuno para todos.
No pienso que éstos y otros hechos nos impactaran a los hermanos. Solo
mi madre se llevaba buenos disgustos.
El primero en terminar los estudios (era una carrera más corta) fue mi
hermano. Le embarcó la condesa de Ruiseñada también en el Magallanes y
pronto obtuvo el título de capitán y el puesto en los petroleros de la ESSO,
donde ganaba fortunas para la época.
Mi padre se hizo promotor de viviendas con la ayuda de los ingresos de mi
hermano y gracias a eso nos dejó una herencia.
Éramos los tres una piña. Cuando estaba en segundo curso de Periodismo
inicié mis prácticas durante las vacaciones de verano en El Correo. El Opus y
la censura franquista habían roto mis sueños. Intenté suicidarme. Caí con una
buena siquiatra nada adicta al nacionalcatolicismo.
—Hay dos alterativas: que el paciente termine su vida en un siquiátrico o
alejarle, desde ya, de una familia y de un régimen autoritario —sentencio la
doctora.
Mi hermana acababa de terminar su licenciatura de Químicas. Nos fuimos
a Lille con pocos recursos y la intención de encontrar trabajo y que yo cursara
los estudios de Sociología.
Éramos una piña.
La tía Juani
Era época de vacas flacas, cuando decidimos ir a Lille mi hermana, una
amiga de ella llamada Maite yo. Todo el mundo aportó lo que buenamente
podía y en algunos casos lo que tenía. Mis padres lo dieron todo.
—Hemos salido adelante con menos. ¿Os ha faltado algo? —dijo mi padre
cuando nos daba todo lo que tenía, en el andén de la estación de Hendaya, a
donde nos había llevado en su tartana.
Antes nos había hecho reír cuando un aduanero se había empeñado en
requisar el excedente de reservas que nos había comprado para una buena
temporada.
—Somos emigrantes. Usted no tiene que irse porque tiene trabajo aquí. Ya
nos gustaría ya —guardó unos segundos de silencio para que nuestras caras de
pena y sus palabras surtieran efecto—. Es el regalo de vecinos y familiares
para que estos chicos aguanten hasta encontrar trabajo…
No necesitó más. El aduanero era un buen hombre y la tartana ayudaba. Yo
creo que era uno de esos franceses que se sentían avergonzados del Pacto de
Múnich.
Sí, es cierto que lo que llevábamos era producto de un esfuerzo colectivo.
Mi hermano no pudo intervenir mucho. Estaba terminando las prácticas para
ser piloto de la Marina Mercante. Mi padre estaba metido en la construcción
de un pabellón industrial que había conseguido en los terrenos del puerto, en
precario, gracias a la intervención de la condesa de Ruiseñada. Era una buena
inversión y el momento de hacerlo. Lo que nos compró y nos dio era toda la
liquidez que tenía.
La tía Juani hizo el resto del “milagro”. Tenía una pequeña mercería con la
que sobrevivían ella y sus hijos. Nos proveyó de ropa para una buena
temporada. Nos dio lo que pudo e hizo algo más: recogió cosas de valor de
personas modestas que apoyaban el proyecto. Reunió monedas y hasta un
rosario de plata que sus donantes guardaban como oro en paño.
Recuerdo aún los nombres: Encarna, Mercedes la Manca…
Me querían y las quería. Con mi tía Juani era especial. Encontró un novio,
Martín, que la permitía salir de nuestra casa: no se llevaba bien con mi padre;
también le tenía miedo. Yo aún no había nacido. Sé que tuvo que esperar a la
puerta de la iglesia un buen rato para que se presentara su futuro marido.
Dura humillación que muy pocas habrían soportado y las que lo hacían
eran mal vistas. El matrimonio parecía ir bien. Tuvieron tres hijos: Martinchu,
Fernando y Julita. Todo el mundo sabía que el marido tenía querida, hasta yo,
que era un niño.
El primer grave problema surgió pronto. Martin trabajaba para su empresa
familiar que se dedicaba al transporte, producción de alquitrán y otras cosas.
Vivían bien, recuerdo que tenían una criada con cofia que lucía los niños por
el parque.
Martín murió en accidente de trabajo, el mayor de los hijos tenía seis. No
sé si había seguro. Sé que no se hizo repartición de bienes, que la familia del
difunto se hizo cargo de los gastos del sepelio, que mis padres fueron a ver el
cadáver y que la hermana del finado no paraba de ofrecer “vinacha”.
Lo sé porque le quedó este nombre en mi casa.
Sé que mis primos estaban todo el día con nosotros, porque su madre había
puesto una mercería en el portal de su casa, para sobrevivir.
Aquel día Martinchu se quejada de grandes dolores de cabeza. El médico
decía que se trataba de excusas para no ir a la escuela. Mi madre decidió que,
pese a todo, se quedaría en casa.
Al regresar del colegio, estaba en primero de bachillerato, la casa estaba
ordenada, pero revuelta. Lo de Martinchu era un derrame cerebral y cuando se
descubrió era demasiado tarde.
Todo el ceremonial se desarrolló en casa de Vinacha y corrieron con los
gastos, pero se continúo sin hacer un reparto.
Juan Ángel, un abogado amigo de mi padre, insistía en que había que
hacerlo. La tía Juani se negaba, le parecía un ultraje a su marido.
Se equivocaba la tía Juani; construyeron cinco edificios. A la tía Juani
solamente le quedó un piso y un pequeño local para su mercería. No le
importaba, estaba muy atareada por la culpabilización por la muerte de su
primogénito. Dedicaba a los que quedaban todo el tiempo libre del que
disponía y también estaban en nuestra casa; eran como mis hermanos.
Las desgracias se acumularon sobre la pobre tía Juani: en primer lugar, la
enfermedad de tiroides que transformó a Julita, una niña preciosa, en fea y
enclenque. Todo se arregló gracias a sinergias y esfuerzos; ahora es guapa.
La culpabilización hizo mella en la tía Juani. Murió muy joven, invadida
por un cáncer promovido por un tumor cerebral que los médicos no habían
detectado, pese a que se manifestaba por bulto y dolores de cabeza que apenas
fueron anotados por el especialista.
En San Juan de Luz recordé las cosas que nos había dado y conseguido la
tía Juani. Murió unos años después. Entonces solamente lamentaba su
culpabilización, gozaba de su cariño.
El apartamento 98
Ignoro si fue coincidencia que me atribuyeran este número. Sé que la
atribución era una pieza para crear mi lugar de catarsis. Mientras escribo,
cocino, escucho las olas, siento el viento y el sol. Después me acercaré, con
Julen, a la playa.
Estoy cocinando lentejas extra de La Armuña (un poco caras, pero
aconsejadas por mis fruteros) y sepia en su tinta (aconsejada por mis
pescaderos). También he comprado en el mercado Fontana tres botellas de
tinto alicantino Cepas de Baco y una de vino blanco de la misma marca, para
cocinar la sepia. Excelentes productos, excelente gancho y simple acogida.
Eso fue ayer. Aún tenía problemas intestinales y me apetecía cacao para
tomar con la leche de arroz de mi desayuno. En la Fontana no había ni un
producto ni el otro. Los encontré en Más y Más, donde han colocado, a las
puertas, barreras para amarrar a los perros, que permanecen controlados por un
empleado mientras compras.
No me gustan los supermercados, pero en Más y Más me encontré tan
arropado como en el de La Fontana. Me ayudaron a encontrar leche de arroz y
cacao Valor a la taza. Esta mañana mis intestinos me han dado tregua.
¿Por qué pensaba en el 98 cuando me subí al tren en San Juan de Luz? Yo
huía de España. La pérdida de Cuba y Filipinas no fueron para mí o mi
entorno una desgracia. Es más, siempre he sido muy feliz en mis visitas a la
Cuba fidelista.
Yo creo que el 98 para mí era Unamuno, un Unamuno cargado de la
“angustia vital” que encontraba en los libros prohibidos, en la España del
nacionalcatolicismo. Yo tenía acceso a ellos por amigos de mi padre, e incluso
en Pamplona, por mucho que estuviéramos en una universidad del Opus.
La náusea
Ya la había leído en aquel verano de 1965, pero durante el viaje la sentí:
los vagones estaban cargados de viajeros que habían atravesado España en las
carracas de entonces, para encontrar trabajo en Europa. Los que
embarcábamos en Francia encontrábamos vagones que olían a cuerpos
encerrados durante días. No nos pillaba por sorpresa y tampoco debía pillar a
los franceses que estaban en nuestra situación. No era el caso: los aspavientos,
gritos e insultos eran la causa de mí náusea. Entonces me enteré de que éramos
“pingüinos”. ¿Era esta la democracia que con tanta ansia buscábamos?
Pese a todo y a la cara de asco de los gabachos, todos los españoles del
compartimiento sacamos lo que teníamos preparado para el viaje. En todos los
casos eran las delicias que tenían nuestros allegados como oro en paño.
Pensé en el 98, por Unamuno y por su “África empieza en los Pirineos”.
Me preguntaba si la solución era africanizar España y Europa. No podía
responder porque apenas conocía un trocito de España y porque iba a
descubrir Europa.
Kabbalah
Nos instalamos en el hotel más barato que encontramos.
No recuerdo el nombre, pero sí el de la hija de los dueños. Era la
recepcionista y su nombre era Jacqueline. La familia era judía y estoy seguro
que seguirá siéndolo.
A los tres días de nuestra llegada ya no nos quedaba con qué pagar el hotel.
Pedimos a Jacqueline que nos guardara el equipaje.
— ¿Se os acabado el dinero? Podéis tomar el desayuno. Lo pago yo. Dais
unas vueltas hasta las cinco. Termino mi turno. Después arreglaremos todo. —
Su expresión era tranquilizadora.
Pese a todo dedicamos el tiempo a buscar. Yo visité los periódicos para
encontrar a becarios en prácticas. Encontré a Jacques Mahuas, que estaría libre
a partir de las cinco. Él y Jacqueline nos alojaron en la residencia de
estudiantes de Medicina Pagaríamos cuando tuviéramos trabajo. A mí me lo
consiguieron para el día siguiente, en una vinagrería, con la ventaja de que el
chofer del camión me llevaría y me traería; y le consiguieron a mi hermana,
para un día después, un puesto en el laboratorio de análisis.
Se habían reunido todos los animismos para abrirnos las puertas, pero yo
he sentido siempre que la culpabilidad del Pacto de Múnich desempeñó un
gran papel. Pensé en la tía Juani y en el abuelo Leopoldo, aunque algo también
en Unamuno. La náusea se había convertido en el sabor de la esperanza.
Los Knocker
En una semana teníamos trabajo los tres. En dos ya habíamos pagado la
residencia y vivíamos con decencia. Al acabar el verano tuvimos que
encontrar un apartamento; estábamos ocupando alojamientos destinados a
estudiantes de Medicina.
Maite se fue, tenía que cursar el quinto curso para terminar la licenciatura
de Químicas. Mi hermana, Jone, se había beneficiado de un ascenso en tiempo
récord. La jefa del laboratorio había captado su valía y del puesto bajo en que
había comenzado fue ascendida al que correspondía por su titulación.
Nuestro francés era la chapuza que se alcanzaba en el bachillerato de la
época; comprendíamos muy poco y se nos comprendía con mucho esfuerzo y
con la ayuda de la imaginación y del gestual. No faltaba voluntad.
Encontramos un apartamento en un bloque de edificios populares. Los
menos pobres, como era el caso de los Knocker, ocupaban el edificio entero,
de hecho, unifamiliar. El nuestro estaba dividido en tres apartamentos.
Tenía dos habitaciones, todo muy pequeño. No había baño, calefacción o
estufa. Teníamos un grifo que daba agua fría y lo mínimo para una cocina
sencilla. El váter estaba en la planta baja; era de esos que desaguan en pozo
séptico y que eran vaciados periódicamente por las mangueras de un camión.
La tapa era de madera y al terminar había que mover una palanca, para que
cayera el contenido al pozo. Era de uso colectivo y cuando tardaban en
vaciarlo despedía un olor nauseabundo.
Volví a sentir la náusea, el frío y la frialdad de los lilenses.
Difícil comprender que ocurriera así en una Francia en la que tanto había
soñado; sueño alimentado por mis vivencias en San Juan de Luz.
Era así para los estudiantes y obreros no cualificados; me evocaba a Van
der Meerch.
La tramitación de mi matrícula en la Faculté de Lettres et Sciences
Humaines no fue un mero trámite. Para matricularme necesitaba una carte de
séjour y para ello requería permiso de trabajo o estar matriculado.
Me costó muchos esfuerzos y humillaciones de policías que me mandaban
que volviera con Franco. Ellos no veían en el Pacto de Múnich una
claudicación de la “Europa demócrata” y una traición a los principios del
mismo, permitiendo la intervención de Hitler y Mussolini en la guerra
española, cuando ellos se aferraban al pacto de no intervención para justificar
su bloqueo a la República española.
Siempre hay salida y la encontré. En Francia, en la época, el primer año de
las facultades, se llamaba Propédeutique. Se cursaban solamente tres
asignaturas y en todos los casos estaban muy enmarcadas. Por ejemplo, en el
caso de Filosofía, teníamos, exclusivamente, la Ética de Kant.
El nivel del bachillerato francés era muy alto en la época; el papel de la
Propédeutique era el de pulir y seleccionar. Había en torno a 20% de
aprobados entre junio y septiembre y los que no lograran superarlo en dos
años quedaban excluidos de la facultad por diez. Una vez dentro, no había
límite de tiempo para aprobar los cuatro certificados con los que teníamos que
demostrar que habíamos adquirido las competencias para ejercer la carrera a
cuyo título aspirábamos.
Se consideró que los títulos presentados me atribuían la Propédeutique y,
por tanto, me matriculé en Sociología General y en Economía Política, así me
aconsejaron. Mal.
Carecía de formación en cualquiera de ellas. Mi francés era el que iba
aprendiendo desde mi llegada. En Sociología tenía a Bourdieu y en Economía
tenía que tomar clases de los últimos cursos de la Facultad de Económicas.
Jone decidió que con su sueldo no era necesario que yo trabajara y que, por
tanto, debía concentrarme en mis estudios.
¿Concentrarme? En las clases de Bourdieu nos agolpábamos, en el anfi,
más de cuatrocientas personas. Había que ir con mucha anticipación para
lograr un sitio donde oír y ver bien. Recuerdo la primera clase. Era como si
Dios se hubiera dignado bajar sobre la tierra.
Me costaba comprender las palabras y los conceptos. Alguien se atrevió a
solicitar, muy educadamente, aclaraciones sobre uno de ellos. Bourdieu se
limitó a pedir a sus asistentes que distribuyeran diez hojas de bibliografía que
teníamos que leer antes de hacer preguntas al profesor Bourdieu.
No había ejemplares para todos en las bibliotecas del entorno y el sueldo
de mi hermana no llegaba para comprar los libros. Me costó mucho tiempo,
pero poco a poco fui haciéndome con una parte. Las preguntas me
desbordaban, pero no era digno de preguntar hasta que agotara la lista.
Bourdieu es difícil de seguir, sin añadir los problemas lingüísticos; para mí
no es el caso actualmente. Aprendí mucho. Creo que, pese a la bestialidad de
imponer un discurso de sociólogo a alumnos que nunca habían oído hablar de
la Sociología, debo un homenaje a Pierre Bourdieu.
En los cursos de Contabilidad Publica tenía el problema de que no se nos
permitía el uso de calculadoras. Soy malo en cuentas y no sé hacer raíz
cuadrada. La teoría me gustaba. No lograba pasar las prácticas.
El único consuelo que me quedaba eran los Knocker; Margarita y Pierre, o
pepére y memére, como les gustaba que les llamáramos. Ambos estaban
orgullosos de pertenecer a la clase obrera. Él era chófer de reparto; ella
modista y costurera. Tenían baño y calefacción. También tenían un dos
caballos, que usaban los domingos para proveerse en Bélgica de gasolina,
charcutería, chocolates y otras cosas.
Nos llevaban siempre, desde que nos conocimos. Nos invitaban
frecuentemente a su casa, donde disfrutábamos de la calefacción y de unos
deliciosos platos populares. Nos adoptaron.
Después de tantos esfuerzos me anunciaron en la facultad que se había
producido un error en la convalidación que se me había practicado y que tenía
que hacer la Propédeutique.
Le lycée mixte de Talence
Mi hermana tuvo una crisis bronquial. El médico aconsejó que abandonara
Lille. Mi padre utilizó sus contactos y me consiguió una plaza de asistente de
español muy cerca de Burdeos. Así el curso 1966/67 tenía un trabajo no muy
bien remunerado, pero que incluía alojamiento y manutención, y sobre todo
me permitía asistir a las clases para obtener la Propédeutique.
No me arrepentí de tener que hacerla. Aprendí mucho y la saqué en junio,
aunque pienso que los profesores fueron muy generosos con mi francés.
El contrato era por año. Volví a Lille, donde los Knocker me ofrecieron
alojamiento y manutención, que pagaría cuando lograra un empleo. Me
compré un Volkswagen viejo, sin pensar que, para conducir un coche francés,
a menos que se tratara de un alquiler por tiempo limitado a un turista, requería
un permiso francés. Yo tenía un permiso español, otorgado a mi hermana y a
mí por un amigo de mi padre, bajo la promesa de que éste nos enseñara. No
era un buen maestro y, como ya he indicado, le tenía miedo. Terminé
conduciendo, pero mal y a base de sangre, sudor y lágrimas.
Intenté tres veces obtener el francés. Aguanté la mofa:
—Bueno, ahora le toca al español, con su permiso franquista.
Cualquier pretexto era bueno para suspenderme. Mi padre se lo contó a
Lezo, uno de sus amigos de San Juan de Luz, y en veinticuatro horas tuve el
permiso francés.
Volví a Santurzi con mi nuevo vehículo. Mi padre comprobó que no era
una bicoca, pero que mi seguridad carecía de peligro durante un tiempo, sobre
todo considerando el contar con la ayuda de Pierre Knocker, matrimonio que
ya había empezado a pasar las vacaciones estivales con nosotros.
L´ institution Jeanne D’arc
No sé si todos los colegios de ursulinas son así, pero la directora de éste
era una joya y sabía hacerlo funcionar. No recuerdo muy bien cómo llegué a la
entrevista de trabajo. Me consta que llegó muy pronto, que me ofrecían
catorce horas semanales para hacer en dos días, que me pagaban el viaje a
Lille, unos sesenta kilómetros, y las comidas en mis días de trabajo, y que,
aunque tuviera que faltar a varias clases, podía continuar mis estudios; esta
vez opté por los certificados de Sociología General y de Psicología Social.
Estaba ansioso por anunciar la buena nueva a Pierre y Marguerite. Al salir
de la autopista vi a una señora abroncada porque su coche se había parado y
no podía arrancar. Aparqué el mío y corrí en su auxilio, sin percatarme de que
atravesaba la autopista y de que se me echaba un coche encima. Me lanzó al
aire y, al caer, me atrapó la manilla de la puerta de atrás, me penetró. El coche
se dio a la fuga y los testigos trataban de ayudarme, especialmente la señora a
quien había intentado ayudar. Me levanté y evité, con mucha suerte, los coches
que continuaban circulando, al no estar prevenidos por el conductor que se
había dado a la fuga. No sentía nada excepto los empujones del aire que
despedían los coches que circulaba. Los testigos llamaron a una ambulancia.
—¿Para qué? No tengo nada —decía yo convencido, hasta que metí la
mano en el bolsillo de la chaqueta para encontrar la llave: estaba
desangrándome.
Desperté por los gritos del chófer de la ambulancia que reclamaba mi
entrada inmediata en el hospital.
—Llevo una hora insistiendo que se desangra; ha sido desgarrado por la
manilla de atrás de un coche. No creo que pueda esperar un minuto más.
Lo consiguió. Todo quedó en las ascuas, el cosido, la transfusión, un par de
días de hospitalización, amenizados por las visitas de los Knocker y de la
señora a la que había intentado ayudar. Poco después me enviaron una factura
cuyo pago hubiera requerido más de un año de salario.
Las ursulinas aún no me habían dado de alta. ¿Quién iba a prever un
accidente el mismo día de la entrevista en que me habían contratado? No tenía
cobertura de la Seguridad Social. Mére Bernadette Joseph lo arreglo todo y,
desde que me recuperé, inicié mi trabajo.
Mi sexualidad
En mi infancia nos levantábamos a las seis; todos menos mi madre.
Disponíamos de quince minutos para arreglarnos y para reunirnos con mi
padre en la huerta de la parte de atrás del chalet. Hacíamos gimnasia y, a
veces, algo de tenis. Mi torpeza y mis miedos salían a relucir. Solamente se
calmaban cuando mi padre se retiraba a prepararnos el desayuno mientras
nosotros limpiábamos el gallinero. Pobres gallinas, en esa casa tenían que
levantarse más temprano. Eso sí, cuando lo hacían tenían ya preparado un
buen desayuno: maíz, trozos de pan sobrante, mondas de patatas y de fruta, sin
contar los deliciosos gusanos que asomaban temprano, despertados por pisadas
y saltos. También dejábamos su casa bien limpia y desinfectada con zotal.
Después teníamos que lavarnos bien. Aprisa, muy aprisa. No estaba
permitido que estuviéramos en el baño más de unos minutos.
¡Ah, la tentación de la carne! En aquella casa era como si no tuviéramos
cuerpo. No era por religión, aunque todos cumplíamos con las normas de la
“Santa Madre Iglesia”, para no levantar sospechas. Mi madre rezaba por todos,
rosarios diarios, mientras planchaba y preparaba la cena, por la tarde. Los
domingos en la iglesia.
Lo del cuerpo era otra cosa. Siempre nos veíamos vestidos y arreglados.
No se podía permanecer en el váter más de los minutos necesarios. Tampoco
nos tocábamos. Imposible imaginar a mis padres haciendo el amor. Temo que
no lo hacían desde mi nacimiento.
Un día mi padre nos condujo a mi hermano y a mí al monte Serantes.
Empezaba frases que le costaba concluir. Dudaba; a mí me daba más miedo.
—Ya sé que no es vuestro caso. Seguramente habréis escuchado oído
hablar a vuestros compañeros sobre tocamientos en sus partes íntimas. Tenéis
que convencerlos de parar o de cortarse la mano con la que los practican. El
líquido que sale es de los huesos y los que abusan se quedan idiotas. Es mejor
seguir viviendo, aunque sea manco.
Le costó mucho sacar semejante patraña, pero creo que estaba orgulloso
del escenario y que se sentía seguro de parar nuestras masturbaciones. Las
practicábamos y yo, al menos, continué haciéndolo, pero con el sentimiento de
la culpa, que fue agravado por mi confesor unos años después.
Se negó a darme la absolución.
—Si cada semana te aviso de que ese pecado hace llorar a la Santísima
Virgen y vuelves a hacerlo, es porque no tienes arrepentimiento. No te
absuelvo.
Continué masturbándome a escondidas. No me sentía digno de comulgar.
Una vez por semana, antes de las clases, teníamos que asistir a misa. Estaba en
el colegio de Santa María, de la orden fundada por Jean-Marie de Lamennais.
Mi tutor, que se dio cuenta de que no iba a comulgar, me convocó a su
despacho.
—Es porque en mi casa se desayuna temprano fue todo lo que se me
ocurrió responder.
— ¡Paparruchas! Te traes un bocadillo, como los demás, y así estás en
ayunas cuando recibas la carne de Cristo.
A partir de ese día comulgaba, aun a sabiendas de que estaba en pecado
mortal.
Tenía una doble vida; bueno, más de doble. Tenía que cantar el Cara al sol,
gritar “Viva Franco” y besar la bandera española cada día. No me gustaba
hacerlo. Carecía de ideas políticas. En casa no se tocaba el tema, se respiraba
el miedo.
Había visto golpear, arrestar e incluso matar por hablar euskera, negarse a
levantar la mano derecha para cantar el Cara al sol, o a gritar vivas a Franco o
a la unidad de España, o a besar su bandera.
No me gustaba hacerlo o formar filas, que yo siempre encabezaba por mi
corta talla. En la familia todos eran altos, excepto mi hermana y yo. Me sentía
ninguneado.
Bueno, todo esto para explicar los problemas que tenía con mi cuerpo.
La cuestión es que con veinticuatro años era virgen. Estoy convencido de
que mis hermanos también lo eran. No es que creyera una palabra del discurso
que nos soltó mi padre sobre la masturbación, pero sentía vergüenza al
practicarla.
Un día, durante la comida, en el comedor destinado a los profesores
seglares, una profesora preguntó a otra:
—¿Sabes lo que desayunan las vírgenes?
La aludida se lo pensó un rato y respondió:
—No.
—¡Te creía virgen! —fue la respuesta, seguida de una larga carcajada.
—Yo soy virgen —respondí a sabiendas de que provocaría una mayor
carcajada.
—Eso lo arreglamos este mismo fin de semana. Te invito a mi apartamento
de París. — Alexandra me dio su tarjeta y entendí que la invitación era en
serio.
Estábamos en un colegio de ursulinas y ella era casada. Madame Ispas para
todo el mundo.
Alexandra era de origen rumano. Consiguió la residencia y la nacionalidad
francesa gracias a su amiga que tenía desde la infancia, Elisabeth de
Brancovan Brivesco, a quien nunca he escuchado mencionar su título de
princesa. Alexandra se había separado de uno de los más famosos actores
rumanos y se había venido a vivir con Elisabeth. Ambas hablaban
correctamente francés, alemán y ruso, y por supuesto su lengua materna.
Elisabeth, a quien no se había permitido terminar sus estudios en Bucarest,
usaba en París sus conocimientos lingüísticos para lograr pequeños trabajos
que le permitieran continuar sus estudios de Ciencia Política. Ella y su familia
eran rojos y amantes de su tierra, razones que molestaran especialmente a
Ceausescu.
Fui a París dispuesto a perder mi virginidad. Durante la cena tuvimos una
conversación como si nos conociéramos desde hacía años. La hora de
retirarnos a dormir llegó mucho antes de lo esperado. Se me asignó un cuartito
para invitados y nos dimos las buenas noches.
Alexandra no me había invitado a su cama y yo había venido a lo que
había venido, sin menosprecio de la excelente velada, tan entrañable como
durable.
Esa era la razón por la que tuve una dura lucha para reclamar lo prometido.
Reuní fuerzas y lo hice.
Alexandra no mostró sorpresa o inconveniente alguno. Solamente me
advirtió:
—No quiero quedarme embarazada o usar preservativos. Tienes que
sacarla antes de empezar a correrte. No te hagas ilusiones, tengo mis amantes
que me satisfacen.
Fue así. Lo hice con miedo. Me corrí fuera. Me dio un pañuelo de papel
para que me limpiara, me mandó al baño para limpiarme y me dejó claro que
no volviera, que ya estaba hecho.
La cosa no quedó allí. La profesora de Gimnasia había escuchado la
conversación en la que confesé mi virginidad. Ya lo era a medias cuando nos
encontramos solos.
—Si no te parece mal, esta noche la pasamos juntos en Lille.
No era mi tipo, me parecía muy bruta; sin embargo, había dejado las cosas
a medio hacer. Conseguí que un amigo me prestara su habitación, para no
incomodar a los Knocker. Compré un par de botellas de vino barato y
cigarrillo, y me dispuse a completar la labor.
Aquí sí que había preámbulos que me dejaron los labios abultados e
interminables poscoitos que me agotaban, sobre todo cuando teníamos que
levantarnos a las cuatro de la mañana para llegar a pie a la estación. La
circulación de autobuses empezaba más tarde de la salida del tren que nos
llevara a Arras, donde teníamos que esperar casi una hora para que abrieran las
puertas del colegio. Si cogíamos el siguiente tren ya había autobuses, pero la
llegada era media hora más tarde de que empezaran las clases.
Mayo del 68
Bourdieu ya había dejado Lille; en su lugar teníamos a Baudelot. Ha sido
uno de mis mejores profesores, incluso nos hicimos amigos. Me inició en
Althusser y consiguió que en Economía Política nos ocupáramos del tercer
tomo de El capital.
Descubrí un nuevo mundo. Me afilié al Partido Comunista Marxista
Leninista y vivimos, con sana envidia, los acontecimientos de París.
En los estudios me iba muy bien. Tenía las mejores notas en Sociología y
en Economía Política. Fallaba en Estadística. La profesora era muy
desagradable. Las clases eran a la hora de la siesta, de 13:30 a 14:30, y no nos
dejaba usar calculadora. Yo continuaba sin saber hacer una raíz cuadrada.
Lo que importaba es que Lille saliera a la calle. Nos pusimos un grupo a
las puertas de la facultad, al objeto de impedir la entrada. Éramos pocos y
temíamos que nos partieran la cara.
No fue así. Compañeros y compañeras se añadieron a nuestro grupo. Ya no
éramos cuatro locos y los que se ponían a nuestro lado cada vez eran más. No
tardó en declararse la huelga de estudiantes y de obreros. Lille se había puesto
a la altura de París, incluyendo barricadas y la ocupación de la universidad, los
teatros y lugares apropiados para los debates y espectáculos, que se sucedían
durante las veinticuatro horas.
Estaba de huelga activa. Era de los que ocupaban fábricas y participaba en
huelgas de hambre, pese a que de Gaulle hizo pasar ante nuestras narices las
fuerzas de su ejército desplegadas en Alemania, y a que sufríamos de
desabastecimiento.
Pasábamos a diario a Bélgica y volvíamos cargados de productos de
primera necesidad y de cigarrillos, todo lo que podíamos, con el dinero que
habíamos recaudado y que cupiera en los pequeños vehículos que
disponíamos.
Las ursulinas mantenían las clases, como era normal en un colegio tan
elitista. Habían justificado mi ausencia por la huelga de trenes. No era mentira,
puesto que desde mi accidente no había vuelto a utilizar el coche. No podía
borrar de mi mente la imagen del atropello y sentía en mis carnes el desgarro
que no había sentido aquel nefasto día.
Era algo peor: veía las víctimas incrustadas en mi parabrisas y sentía el
desgarro de carnes que podría causar.
Era muy cómodo. Estaba de huelga y cobraba mis nóminas como si no
hubiera desertado a mis obligaciones. Dentro de mí había un griterío que
afeaba mi traición. Fui a Arras en autostop. Me presenté en la clase que me
correspondía y comuniqué a las alumnas que yo también estaba de huelga.
Fui aplaudido. Mére Bernadette Joseph no me impidió hacerlo. Era una
mujer que tenía mucho respeto por las decisiones que tomábamos los demás.
Se limitó a advertirme:
—Me pones en un aprieto. La huelga de trenes te salvaba y permitía que
hicieras tu huelga. No tengo excusa si lo anuncias, y los poderosos padres de
nuestras alumnas me pedirán tu cabeza. Creo que podré conservarte hasta que
termine el curso, otra cosa será renovarte el contrato para el próximo. No creo
que me lo permitan.
Sentí que ambos nos quedábamos en paz y un cierto orgullo en mi
interlocutora, que añadió:
—Eso sí, es necesario que te vayas cuanto antes. Cuanto más rompas más
difícil será la reparación.
Marie Christine
Entré en un grupo de agitprop. Lo dirigía Brigitte, originaria de Tourcoing,
una ciudad burguesa colindante con Lille. En la época había obtenido ya el
título de Ciencias Políticas, en París, y acababa de llegar de Estados Unidos,
donde había pasado unos meses.
Tenía más o menos mi edad. Era de la Liga Comunista Revolucionaria. No
teníamos problemas para entendernos en los “grupúsculos”, como nos llamaba
De Gaulle. Incluso nos llevábamos bien con los miembros del sindicato
CFDT, de tendencia socialista, y no así con la CGT, sindicato cercano al
Partido Comunista francés.
Al grano, Brigitte era nuestra maestra de agitprop.
—Tenemos que despertar conciencias adormecidas por tantos años de
gaullismo, y sordas a los discursos. Tenemos nuestros cuerpos y nuestras
voces —usaba ambos sin gran maestría—. Estamos en el periodo de
aprendizaje —decía a guisa de disculpa.— Tenemos unos días para
adiestrarnos y complementarnos en las escalinatas de la Facultad de Letras y
Ciencias Humanas. Nada de discursos: contorsiones y gritos.
En poco tiempo reunimos a una cincuentena de artistas de la revolución.
Brigitte proponía un tema. Debatíamos escenas, nos reuníamos en grupos para
trabajar las que compartíamos. Había muchas ideas y mucha voluntad. El
espectáculo era una chapuza.
Pero triunfó. Los medios de comunicación se fijaron en nosotros, fuimos
solicitados para actuar en bodas. No olvidamos la calle, o a los obreros que
continuaban en huelga. Con la escasa recaudación comprábamos lo que
podíamos en Bélgica, y algo arreglábamos.
Al grupo se añadió Marie Christine. Nos enamoramos locamente. Primer
amor en mi caso.
Sus padres, de la alta burguesía. Se habían divorciado con tanto rencor y
desavenencia que las dos hijas habían sido colocadas bajo custodia hasta que
llegaran a la mayoría de edad. Había que esperar dos años para que se nos
permitiera vivir juntos.
—Es mejor así —repetía ella—. Tenemos que terminar la carrera y sacar la
cátedra. —En la Francia de la época era el primer escalón para quien quisiera
llegar alto—. Seremos como Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre.
—Al menos —respondía yo, que no aspiraba a tanto— son objeto de mi
admiración.
Pero, que yo sepa, no hay cátedra de Sociología en la secundaría francesa,
aunque, añadía para mis adentros, tendría que empezar por obtener la
nacionalidad francesa.
El catorce de julio hubo una gran manifestación en defensa de los valores
V republicanos. Asistimos, por supuesto, para denunciarlos. Brigitte había
cubierto sus “vergüenzas” en la bandera tricolor y se ayudaba de rápidos
movimientos para descubrir y cubrir, con gesto pudibundo, su sexo. Nosotros
representábamos los territorios de Ultramar y las colonias y neocolonias.
Tratábamos de acallar La Marsellesa con La Internacional.
De pronto, una multitud nos arrastraba para tirarnos al Deüle. Estaban
furiosos por la profanación, eran muy brutos y superiores en número. Lo
hubieran conseguido si no hubiera intervenido la Guardia Republicana.
Nos fuimos con el rabo entre las piernas. Brigitte llevaba en la mochila un
vestido obscenamente ajustado, que sin ropa interior resultaba más obsceno
que la desnudez. Esto no era ilegal, lo otro sí.
El amor entre Christine y yo aumentaba cada día, como los noviazgos a la
española, sin uso matrimonial. Las circunstancias no lo permitían, pero estas
no podían impedir que pasáramos los días juntos y que progresáramos en la
agitprop.
Los sindicatos firmaron los Acuerdos de Grenelle. Empezaron las
negociaciones. A los estudiantes no nos quedaba otra que esperar. Todo el
mundo se iba de vacaciones. Marie Christine consiguió una invitación de los
padres de su amiga y compañera de clase Dorothée para pasar el verano en su
chalet de Saint-Tropez.
Nos daban un mes para que lo pasáramos en la casa de Riaño de mi
familia, a la que ya me he referido. En mi coche, además de Christine y yo,
irían Dorothée y el Cristo (lo llamábamos así por su parecido). Era estudiante
de Arquitectura. En otros coches irían saliendo otros miembros del grupo.
No sabía muy bien dónde meter a tanta gente, puesto que también estaban
invitados, como los años precedentes, los Knocker. Llevábamos, como
precaución necesaria, tiendas de campaña.
Mi familia siempre ha sido muy acogedora. Así y todo, me pasaba cinco
pueblos. Todo se arregló como por arte de magia. Genín, un amigo de la
infancia que estudiaba Medicina, como su padre, tras haberse salido de Padre
Blanco y haberme dado la paliza con el “omega” de Teilhhard de Chardin,
había colgado los hábitos para afiliarse a la Liga Comunista y salvarme de la
herejía del marxismo-leninismo.
Su familia tenía una casona de sillería en Cilleruelo de Bezana, un pueblo
cercano a Riaño. Su padre había conseguido plaza en Madrid y la casona
estaba libre hasta que disfrutara de sus vacaciones. Allí nos trasladamos y
dejamos a los Knocker tranquilos en la casa de Riaño.
Mi padre se instaló con nosotros, creo que, se decía, para preservar la
virginidad de Marie Christine y de Dorothée. Se nos veía muy acaramelados, a
la primera conmigo y a la segunda con Genín. Los padres de la última le
habían dirigido una carta en la que rogaban que vigilara. Ambas eran menores
y ellos se habían comprometido con los servicios que ejercían la tutoría de
Marie Christine. También nos invitaban a toda la familia a su chalet de Saint
Tropez.
Las dos parejas aprovechábamos en los campos, cuando pensábamos que
no había quien nos viera. Nos veían y murmuraban hasta el punto que el
escándalo llegó a oídos de uno de los hermanos de Genín, conocido como “el
Conde”.
Felizmente que para entonces los Knocker habían terminado sus
vacaciones y estaban de vuelta en Lille, así que pudimos instalarnos en la casa
de Riaño. También una casona, construida en piedra y con gruesas vigas de
roble, pero todo no era sillería.
Aún no había agua en las casas y hacíamos las necesidades en la cuadra;
después se cubrían con paja y el conjunto servía de abono. Genín, por
supuesto, se instaló con nosotros y dejó al Conde que calmara él mismo su
berrinche.
Fuimos muy felices y también dimos mucho que hablar por nuestros
retozos en los campos en que pensábamos que nadie nos veía. El tiempo pasó
muy rápido y nos fuimos a Saint-Tropez. Nos acompañó mi hermana,
aprovechando una parte de las vacaciones que le correspondían en su primer
trabajo en España.
Al regreso a Lille, los estudiantes teníamos que negociar lo nuestro. Nos
ofrecieron un aprobado general, negociar un cambio en el sistema
universitario. Ya en las barricadas, como se decía, se había acordado crear la
Universidad de París 8 Vincennes.
Yo no estaba de acuerdo con aceptar el aprobado general. Me parecía
oportunismo y, en todo caso, consideraba prioritario terminar con métodos y
profesores, como era el caso de Estadística. Opté por examinarme y por no
aceptar el regalo de aprobado general. Fui el único en hacerlo. Baudelot me
acusó de conservar la mentalidad pequeñoburguesa. Me pidió que presentara
mis disculpas a la profesora de Estadística.
—Con el aprobado general te quitas de en medio esta espina. Con el
cambio del plan de estudios mejorarán las cosas por la cuenta que les tiene. Si
te pone un cero, aunque tienes muy buenas notas en el resto, no se te puede
aplicar la media. Cálmala; con un uno aprobarías, el cero es excluyente.
Ceder me parecía traicionar mis principios. Baudelot formaba parte del
mismo partido que yo y me dijo.
—Los luchadores anteponemos la causa al orgullo. Nos eres más útil como
sociólogo que como rebelde sin causa.
La de Estadística me puso un cero. Creo que fui el único estudiante de la
Francia del 68 que tenía que repetir curso.
Lo peor me esperaba cuando llegué a casa de Marie Christine. No sé de
dónde había sacado el dinero para comprar una botella de champagne y unos
canapés.
—Tenemos que celebrarlo. Ya solamente nos queda un año para terminar
la licenciatura y para mi mayoría de edad. Encontraremos trabajo, nos
casaremos y mi hermana se vendrá a vivir con nosotros.
—A mí me han suspendido.
—¿Qué?
Traté en vano de explicarme. Ella reía como una loca. Solamente paró para
gritarme.
—San Martín conservaba la mitad de su capa, tú te has desposeído de ella.
Vete. Jamás me casaré con un hombre desnudo. —Me mostró la puerta, me
empujo y dijo—: Vuelve cuando recuperes tu capa.
Me partió el corazón y la mismidad. Me fui aliviado, pese a todo, por no
haber sucumbido a la tentación, aunque resonaban en mi mente las palabras de
Baudelot.
Las ursulinas no pudieron renovarme el contrato, pero Mére Bernadette
Joseph me consiguió un trabajo en Vire, un precioso pueblo de Calvados; con
suerte podía continuar mis estudios en la Universidad de Caen.
No fue así. Me matriculé, pero apenas pude ir a clase. Tenía jornada
completa y el acceso era complicado. Un año académico perdido.
Marie Christine me hizo varias llamadas. Mi orgullo herido colgaba el
teléfono. La quería mucho. También me había defraudado mucho. Sufría de
amores que pensaba no poder olvidar.
Brigitte me visitó en dos o tres ocasiones para seguir nuestro “agitprop” en
Vire. La primera vez se presentó con cuerdas amarradas en las piernas. Había
atado en ambas latas de conserva vacías, acción que dio la nota en Vire y en el
colegio que me había dado trabajo.
No era necesario. Yo había fundado el club de los gitanos, en honor a
García Lorca. Formaban parte del mismo los alumnos de Español, todos,
puesto que la otra profesora de la asignatura, Martina, se adhirió al mismo
desde el principio, con entusiasmo, y los profesores y profesoras de la CFDT,
mi sindicato, aprovecharon el invento para reivindicar; hicimos un auténtico
motín.
A medida que pasaban los meses sufría más de mi amor. Aproveché unos
días, que se me acordaron para quitarme de en medio, para ir a Lille y
explicarme con Christine. La encontré en la facultad. Estaba con los exámenes
finales, a punto de obtener su licenciatura de español. Me citó en su casa, a la
hora de la cena. Compré un buen vino y saboreaba la reconciliación.
Mi gozo en un pozo. Desde que abrió la puerta vi a su nuevo compañero.
—Pierre, mi prometido; ya tiene trabajo. Nos casamos el mes próximo.
Vincennes
No me fue difícil dejar Vire, excepto por las amistades de alumnos y
profesores que me había hecho. Pasé el verano en familia. Mi hermano me
invitó para seguir unos cursos intensivos de inglés en Edimburgo. No
cumplimos los objetivos; en primer lugar por el Fringe Festival y en segundo
porque nos rodeamos de amigos de habla hispana y francesa. Montamos una
obra de teatro; aunque era una chapuza, fue admitida al festival, eran tiempos
muy abiertos a la innovación.
Brigitte me había conseguido una habitación compartida con Denis en una
residencia de estudiantes, protestante, en el número 46 de la calle Vaugirard,
justo frente al Palacio de Luxemburgo. Las condiciones eran similares a las
que se nos habían concedido en la residencia de Lille. Los protestantes no
habían puesto obstáculos en admitir “revolucionarios” en el comité y la verdad
es que convivíamos perfectamente. Denis era hijo de pastor.
Me matriculé en la Universidad de Vincennes y terminé la licenciatura y la
maîtrise. Hice algunos cambios, en primer lugar, influido por Lucien
Goldmann, uno de los amantes ocasionales de Alexandra y conocido por su
sociología de la novela. Alexandra, Elisabeth y yo éramos ya muy amigos y a
veces compartíamos cena con Goldmann.
Descubrí con placer la rama que él practicaba con tanto arte y opté por
especializarme en ella. La decisión tenía una gran ventaja que descubrí unos
años después. En España no existía Sociología y, con el perfil que había
tomado, solamente necesité unas pocas asignaturas más para obtener mi
titulación también en Letras Modernas, que me permitió la convalidación
necesaria en España para conseguir la licenciatura en Filología Francesa.
Trabajé casi de todo: hice limpiezas, estuve empleado en una peletería…
A veces íbamos a descargar camiones de madrugada en Les Halles, el
famoso mercado, ahora transformado en un bodrio, como es el caso del museo
Pompidou. Les Halles se habían quedado pequeñas para continuar siendo “el
vientre de París” y fueron trasladadas a Rungis. Demasiado lejos, para, la
mayoría de las veces, quedarnos en la cola de los que habían sido desechados.
Eso sí, la prioridad eran los estudios y lo cierto es que me siento muy
afortunado por haber estudiado en la Universidad de Paris 8 de entonces.
Desde que fue trasladada a Saint Denis es otra cosa. Me tocó Vincennes, la
universidad que surgió del pacto de las barricadas del 68.
Poco a poco aprendí a buscarme la vida. Había, ignoro si aún existe, una
versión francesa del Washington Post. Llevaba páginas de anuncios. Fue
Alexandra quien me enseñó a ponerlos. Brevemente explicaba lo que ofrecía y
lo que pedía. Resaltaba lo último, puesto que se trataba de dejar claro que
requería una remuneración que me permitiera completar mis estudios con
dignidad.
Mi primera clienta fue la condesa de X. Omito su nombre porque la tenía
mucho respeto y porque sus herederos son poderosos y salen muy malparados
en mi relato.
Mi apellido, Ortiz de Zárate, evoca la vieja nobleza francesa. Estoy
convencido de que era la razón por la que me seleccionó la condesa, cuyo
título provenía del Primer Imperio.
Mi trabajo consistía en pasear a la señora y a su perro desde las cuatro de
la tarde hasta las cinco de la mañana, dos días por semana. Tenía otros dos
acompañantes; uno solo hubiera podido resultar aburrido.
Tenía que programar diversión, novedad y calidad, y sobre todo una
escucha ilimitada. Ella ingresaba en mi cuenta, cuando se lo solicitaba, la
cantidad suficiente para pagar las enormes facturas y para mi remuneración,
por cierto, tan generosa que me permitía vivir muy bien con solo dos días de
dedicación.
Era ya muy mayor, rondaría los ochenta. Conversación muy agradable.
Mucha pasta; además del castillo y de otras propiedades, alquilaba para todo el
año un apartamento en el hotel Intercontinental.
Entre sus negocios estaba la producción de obras de teatro. A medida que
nos íbamos conociendo y como sabía de mi afición por la escritura y por el
teatro, me animó a escribir una obra y se comprometió a producirla.
Poco a poco comprendí que los ricos lloran más amargamente que
nosotros. Los hijos de la condesa no estaban dispuestos a permitir que ésta
dilapidara una fortuna que consideraban propia.
¿Alternativa? Conseguir su tutela. Bastaba con lograr convencer de la
incapacidad de la tutelada para gestionar los bienes. Todo vale para hacerse
con una gran fortuna y los confabulados carecían de escrúpulos.
Aprovecharon del recurso de la condesa a contratar acompañantes;
compraron a alguno de ellos y a periodistas de France Soir. Salieron fotos
comprometedoras y relatos infamantes de los acompañantes comprados en las
publicaciones más cotillas…
No les valió, hasta lo que yo sé, pero la condesa tenía suficientes pruebas
acumuladas y la pasta terminaría por convencer a un juez de su invalidez. Eso
no bastaba para evitar que me contratara y que mantuviera a sus tres
acompañantes.
Baudelot y Christine tenían razón, soy un pequeñoburgués y un san
Antonio que se queda sin capa. Le tenía mucho cariño a la condesa y ella me
dio pruebas de que sentía lo por mí, pero…
Era muy consciente de su poder y lo ejercía con arrogancia. Siempre me
obligaba a llamar al maître para exigir que se cambiara la mesa, que no estaba
lo suficientemente equilibrada para la señora condesa; que los manteles y la
vajilla no estaban lo suficientemente limpios, y que el cojín, el agua y el plato
del perro tampoco lo estaban.
Me respondían miradas asesinas, pese a que las órdenes que estaba
obligado a trasmitir eran ejecutadas a rajatabla, como si las hubiera dirigido a
esclavos.
Me sentía yo mismo un esclavo que tenía la misión de tiranizar. Bien lo
sabían ellas. Se vengaban mirándome con desprecio.
Así decidí dejar de servir a la condesa. Ella lamentó profundamente mi
decisión. Como compensación le ofrecí los servicios de Pierre, uno de mis
exalumnos de Vire, que se había matriculado en Filología Inglesa en
Vincennes.
Estaba enamorado de París y convencido de que nunca podría abandonar la
magia de aquella ciudad. Alexandra, el triunfo del gaullismo, la pulverización
de ecologistas y la extrema izquierda, y la deriva del maoísmo, me empujaron
a irme a Marruecos, lo más cerca que pudiera de Esauira, uno de los puntos de
atracción de los hippies.
Hay una anécdota sobre el Partido Comunista Marxista Leninista español,
al que yo estaba afiliado. Funcionábamos por células, en el más riguroso
anonimato. A la que yo pertenecía se reunía cada semana en mi habitación.
Estábamos fumando porros y jugando al strip poker Francine, Marie France,
Brigitte, Pierre, Denis y yo. Habíamos olvidado la reunión de la célula.
Fui expulsado de inmediato. Se me consideraba un degenerado. También la
izquierda española era puritana.
La cuestión es que Alexandra vio un anuncio en el que solicitaban
profesores de secundaria para Marruecos. Nos presentamos ambos en la
embajada. Alexandra no valía, porque, aunque tenía la nacionalidad francesa,
sus títulos eran rumanos. Yo tampoco servía. Mis títulos eran franceses y mi
nacionalidad española.
Nos fuimos desilusionados, pero nos llevamos una gran sorpresa por la
noche, cuando se presentó la misma persona que nos había rechazado por la
mañana. Traía una botella de whisky, siempre he creído que para
emborracharnos y aprovecharse de nuestras carnes. Le salió mal porque
éramos cinco.
—Tienes tres días para presentarte en el instituto Hassan II de Safi, donde
ocuparás el puesto de profesor de Español. No hay tiempo para gestionarte el
billete, tendrás que hacerlo por tus propios medios; se te abonará cuando te
presentes en el ministerio en Rabat, a tu llegada. Tienes que pasar por allí para
obtener tu credencial. Tu contrato es de cooperación española y el sueldo la
mitad de lo que cobran los franceses. Es el convenio y el que cobran los
marroquís.
Llamé a mi padre. Me mandó el billete y algunos fondos para resistir hasta
que empezara a cobrar. Nunca lo hice, pese a la insistencia de mis
reclamaciones en el ministerio. No existía para ellos, no veían el papeleo que
envió en abundancia el director, me consta.
Joan
Era azafata de AerLingus. Fue mi segundo y último amor. Me había
costado muchos años olvidar a Marie Christine, yo era así. La quería y
solamente logré calmar mi dolor cuando me enamoré de Joan.
Habían pasado muchas cosas entremedio. Mi experiencia de Safi fue una
auténtica caja de Pandora y un aprendizaje. Cuando llegué al instituto Hassan
II encontré alumnos que se negaban a aprender español.
—¿Para qué? —decían absolutamente convencidos—. Los españoles son
pobres. No pueden hacer turismo.
No les faltaba razón. Además, aún colonizábamos parte de Marruecos y el
Sahara Occidental.
Pero Franco había firmado un acuerdo con Hassan II, que consistía en
reservar la mitad del alumnado de lengua extranjera, en secundaria, para la
lengua cervantina.
Mis alumnos habían sido designados por sorteo, contra su voluntad pues, y
la mayoría entraban a clase empujados por severos vigilantes que se
mantenían a la puerta del aula para impedir que se fueran. Hubo, incluso,
golpes brutales; Hassan era mucho más cruel que Franco, pronto pude
comprobarlo.
¿Cómo alguien que había pasado por Vincennes y que era “rebelde sin
causa” podría no comprender la rebeldía? Por otra parte, la comprendía. Yo
también deseaba ardientemente aprender inglés para entenderme con los
hippies, abundantes en los entornos.
Comprendieron muy bien que no era un enemigo y por ambas partes
cometimos la torpeza de hacernos aliados.
Al principio la cosa se transformó en un mérito. Aquí surgieron las
excelentes relaciones que tuve con el director. Este llegó a decirme:
—Gracias, me has evitado el uso de la represión.
Había muchas más cosas que transmitía su mirada. No era necesario
verbalizar. Eso sí, me dio un abrazo.
Mis clases funcionaban muy bien, mejor que nunca. Una lástima que
estallara una huelga en universidades e institutos, que duraría hasta fin de
curso.
No faltaban razones: la tasa de paro entre los estudiantes marroquíes que
habían concluido sus estudios universitarios era muy elevada, mientras los
“cooperantes” ocupábamos sus puestos en primaria y, sobre todo, en
secundaria.
La “cooperación” era una palabra “piadosa” que encubría el proceso de
neocolonización. España y Estados Unidos no invertían dinero en sueldos,
puesto que se nos pagaba lo mismo que a los marroquíes. Canadá era quien
más gastaba en este capítulo: sus ciudadanos recibían el equivalente a siete
sueldos (en cambio, los franceses, el de dos).
Los norteamericanos pertenecían al Cuerpo de la Paz, cada vez más
relacionado con la CIA, por fuentes bien informadas. Llegaban a su destino
tres meses antes de empezar su trabajo, al objeto de aprender, por inmersión
lingüística, el árabe dialectal que se hablaba en la zona. Me consta que el
método funcionaba.
Había muchas otras razones para la huelga. Pienso que es suficiente con
citar una: cuando los ciudadanos del territorio, teóricamente soberano, se
cruzaban en una acera con “los blancos”, tenían que bajarse para cedernos el
paso, aunque hubiera paso para todos. De aquí se puede deducir que no se les
permitía la entrada a nuestros cineclubs o pistas de tenis, por ilustrar mejor el
ejemplo.
Al principio de la huelga estábamos atrapados entre las amenazas de las
metralletas de los agentes del “orden” y la de las piedras y puños de unos
alumnos decididos a defender su causa. Los últimos cometieron un grave
error: gritaron que dos compañeros y yo no teníamos que temer sus
agresiones, que éramos sus amigos.
Esa amistad nos denunció. Desde aquel día nuestros enemigos no nos
perdían de vista. Para entrar en nuestras casas teníamos que soportar los
insultos de los agentes que hacían guardia permanente a la entrada.
Sé que el director hizo lo que pudo; al menos logró que se retirara a los
esbirros. Fue horrible; al menos Franco hacía juicios sumarísimos. Nuestros
alumnos más activos desaparecían. Nadie sabía la razón, pese a que, en
muchos casos, se encontraron sus cadáveres con evidencias de haber sido
sometido a tortura. No contaban entre las víctimas de Hassan II.
Tendría mucho que contar de Marruecos, pero ahora es el turno de Joan.
Nos conocimos por la necesidad que me transmitieron mis alumnos de
conversar con los hippies. Primero fui a Londres. Trabajaba de criado en un
colegio.
Me habían asegurado que los españoles solamente teníamos esa alternativa
para conseguir permiso de trabajo en Inglaterra. Pronto comprendí que era un
error y conseguí trabajo como profesor en la secundaria pública. Inaudito en
un país latino, aunque me quedé más sorprendido cuando comprobé que la
Administración confiaba en mi palabra. No necesité mostrar papeles, bastaba
con dar los datos de la titulación, la fecha en la que la conseguí y el nombre de
la universidad emisora. Por otra parte, se me invitaba a presentar un resumen
de mis actividades previas.
El broche de oro fue cuando descubrí que se valoraban unas experiencias
que en la mentalidad latina de la época, y temo que de la actualidad, serían
consideradas como signos, cuando menos, de inestabilidad.
Fui muy feliz en aquellos felices 70 londinenses, pero mi inglés estaba
demasiado impregnado del cockney de los bajos fondos que frecuentaba.
Mi padre me encontró el puesto de jefe de estudios en el Instituto Cultural
Español de Dublín. Allí conocí a Joan, una alumna de los muchos que nos
confiaba la línea aérea irlandesa.
Creo que fue un flechazo. La cuestión es que, cuando le tocaba volar, creo
que eran setenta horas semanales, nos echábamos en falta hasta el punto que
en una ocasión en que se tomó tres días de vacaciones en Las Palmas de Gran
Canaria se pasó una semana disculpándose.
—Desde hace más de un año lo teníamos programado con Paola. —Me la
había presentado. Era azafata de Alitalia.
No hacía falta que añadiera que le hubiera gustado conocer las islas
Afortunadas conmigo.
Estaba, triste, en mi despacho. Sabía que me iba a llamar y tuve el placer
de escuchar su voz cuando más ardientemente deseaba hacerlo.
Fue un amor muy profundo, aunque breve.
Todo empezó por lo que Baudelot llamaba mi orgullo pequeño burgués.
Entre las obligaciones de mi puesto y las del bibliotecario estaba la de
asistir a las recepciones de la embajada, entonces esquivada, como todas las
franquistas, por los altos cargos de las embajadas de los Estados
“democráticos”.
No tardamos en comprender la razón de nuestra elección: se nos empujaba
a la bebida y a montar el esperpento. Muy pronto tuvieron llenazo las
recepciones de la embajada española de Dublín.
No se puede tirar tanto de la cuerda: Joan Manuel Serrat cantó La nana de
la cebolla y la Elegía de Hernández en una embajada franquista. Yo era uno de
los asistentes. Alguien levantó su copa de vino tinto y gritó en sarcasmo
macabro: “Por la sangre del pueblo español”.
Algo más que la sangre me hervía cuando me encontré junto al cantante.
—¡Eres una puta! —escupí.
—La única diferencia es que soy de las caras y tú de las baratas.
Tenía razones sobradas. Inmediatamente me consolé presentando mi
dimisión.
—¿No has pensado que debieras habérmelo consultado? —Joan no me
acusaba, simplemente lo lamentaba.
—Volveré a París. Nada te impide fijar allí tu residencia…
—Sabes que cada vez me da más miedo volar.
—Precisamente. Encontraremos salida, podrás dejarlo.
No es tan fácil encontrar un sueldo como el mío y tanto tiempo libre… —
Lo dijo con tristeza. Dejaba asomar lejana esperanza—. Tenemos que
organizar una fiesta de despedida.
—Mi vuelo sale mañana temprano y tengo que dejar el apartamento
limpio.
—Déjalo en mis manos. Dormirás en el vuelo.
Fue el segundo error.
La fiesta fue espléndida. Estaban todos nuestros amigos. Nada faltaba,
puesto que los miembros de AerLingus y los diplomáticos fueron generosos
con sus reservas para ocasiones. Es conocido el arte de los irlandeses,
especialmente con el arpa y la balada, pero… el cansancio, la emoción, los
porros, las intrigas y los celos destruyeron la gestación del amor.
—Ven y verás. —Era Judith, la secretaria de inglés del centro del que me
despedía.
Algo me decía que la ignorara, pero presté atención a quien no debía.
En uno de los balcones conversaban, sin más, el novio de la denunciante y
la mujer de un piloto, amigo de Joan y mío, y por otro lado el último y mi
amada.
Yo no vi el mínimo motivo de inquietud, pero Judith me dijo cuando nos
alejábamos del lugar del “crimen”.
—Estoy segura de que me han visto cuando los he descubierto. Las dos
parejas estaban cercanas al coito. ¡Qué rápido han sabido maquillar su felonía!
Hubiera podido perdonar que me pusiera los cuernos. No puedo soportar el
disimulo.
La dejé con el argumento de que debía ocuparme de los invitados, pero su
odio me repugnaba. Un tierno beso de Joan me volvió a la fiesta.
—Me alegra mucho comprobar que todo el mundo lo está pasando bien. —
Joan había hecho lo imposible para que así fuera. No pude devolver el beso—.
¿Algo va mal?
—Judith…
—Siempre hay piedras en las lentejas.
Cada uno de nosotros jugó su papel de anfitrión aún con mayor ahínco,
hasta que nos quedamos solos.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué esa repentina frialdad?
No sabía por dónde empezar. La piedra cada vez tomaba mayores
dimensiones en el zapato. Se lo conté sin tapujos.
Ella apenas dejó escapar una lágrima, pero estaba claro que hubiera
necesitado echarlas a mares.
—Me he acostado con Anthony y con otros comandantes; son los que nos
califican y, créeme, no es fácil ascender en mi carrera. Ya no necesito hacerlo;
soy jefa de cabina y aprecian mi trabajo. Por otra parte, tienen carne más
fresca y dócil. Anthony, Nula y yo somos muy amigos. En cuanto al pelele
ese, se nos pegó, muy a nuestro pesar, y nos daba el turre. No sé lo que ha
visto Judith. Se lo que ha pasado. Pero tú has dudado.
Dormimos abrazados las pocas horas que nos quedaban.
—La próxima semana nos veremos en Bilbao. He conseguido que me
asignen ese vuelo y dispondremos de una hora.
Después nos veríamos en París, donde nos instalaríamos desde que lograra
un trabajo que me permitiera alquilar un apartamento decente. No vino a
Bilbao y tampoco a París. Lloraba la última vez que hablamos por teléfono.
—No me llames más. Tengo miedo.
Recordé el calvario de su amiga Maggi, torturada por los celos de un
marido español. Reconocí que Judith había logrado avivar los míos. Mi
estancia en Dublín no debería haber terminado tan precipitadamente… No he
vuelto a ver ni he sabido nada de Joan. He sufrido su ausencia durante todos
estos años.
De regreso
La movida de los 60 iba haciendo mella en un franquismo cada vez menos
grato a los españoles. En Francia cayó De Gaulle, pero la derecha subió a las
urnas. Joan no vendría para instalarnos en París y tampoco veía cómo hacerlo
yo.
Ya había resuelto la peliaguda cuestión del reconocimiento español de mis
estudios franceses. La primera etapa consistía en presentarlos con traducción
jurada y sellados por los Ministerios de Asuntos Exteriores francés y español;
no recuerdo bien por todas las instancias que tuvieron que pasar hasta que
recibí la respuesta unos cuantos meses después. El Ministerio de Educación
español reconocía que los documentos presentados eran una prueba de que
reunía los conocimientos necesarios para obtener el título de licenciado en
Filología Francesa, pero… para ejercerla necesitaba un título español que
solamente podría ser acordado por un universidad española.
Era rizar el rizo; pronto lo comprobé en el peregrinaje que tuve que hacer
hasta que llegué a Barcelona. Hasta entonces me habían dicho de todo; no les
bastaba con la negativa. Tenían que menospreciar.
No fue así en Barcelona. Me dieron un temario y un tiempo para
prepararlo. Cuando lo superara se me acordaría el título. No tenía problema
para los temas de Literatura; no así para los de Lengua. Había cursado mi
bachillerato superior por Ciencias y en Francia había evitado en lo posible
Lengua y Lingüística. No me gustaban nada.
Una amiga de mi hermana, que era catedrática de francés e hija de
Santiago Brouard, que fue una de las primeras víctimas de los GAL, me hizo
un resumen de los temas a los que yo no llegaba.
—Solo tienes que memorizarlos, incluidos los ejemplos. En las
universidades españolas lo que importa es la Gramática Histórica y la Historia
de la Lengua, como si fuera lo que tenemos que enseñar a nuestros alumnos.
Prepárate La evolución de las semiconsonantes latinas en la lengua francesa
—me dijo acompañando sus palabras de una mirada cargada de ánimo para mí
y de pena por lo que nos tocaba vivir.
Los Brouard eran muy buena gente, por eso estorbaban en la Transición.
Acertó: me tocó el tema. Funcionó mi memoria y en Literatura me tocó L
´Illustration. Ya tenía doble titulación y podía ejercer.
Tuve mucha suerte. Encontré un puesto como investigador a media jornada
en el Instituto de Ciencias de la Educación (ICE). En la época se acababan de
crear los institutos piloto, con un régimen muy abierto; en el caso del objeto de
nuestro estudio, las decisiones se tomaban en asamblea.
Nuestra misión era comparar los resultados de este centro con los que
seguían métodos tradicionales. Yo me ocupaba de la creatividad. Aprendí
mucho gracias a que había cursado Sicología Social y a haber tenido un
profesor, cuyo nombre no recuerdo, que había despertado mi interés por Piaget
y por la “taxonomía” de éste.
El sueldo era ridículo; apenas cubría mis gastos. Encontré una plaza en el
horario nocturno del instituto masculino de Txurdínaga, mixto en el nocturno.
Los horarios eran compatibles; el del ICE era de mañana.
Tampoco había impedimento legal: el contrato del instituto era de jornada
plena, no cobraba el extra de exclusividad, el grueso del salario, cuando tenía
carga lectiva de 23 horas semanales, que superaba las diecinueve de la
exclusiva.
Otro problema que tenía que resolver era la dispersión de las asignaturas.
En la España de la época, con la excepción de los catedráticos, el resto del
profesorado teníamos que cubrir las asignaturas de nuestra rama. Había dos:
Ciencias y Letras.
Me tocó Lengua Española e Inglés de COU; un Latín, y Filosofía de
tercero de BUP. Vamos, los restos, puesto que era el último llegado. Tuve
suerte y alguien me cambió el Latín por Francés.
Me hubiera sentido ridículo ante alumnos que sabían más que yo de la
asignatura que me tocaba impartir. Son anécdotas que cuento porque tuvieron
sus repercusiones.
Pero lo peor fue el pecado que me reprochaban de distinta manera
Baudelot y Marie Christine. El instituto era un hervidero de asambleas;
algunos de nosotros no solamente no las impedíamos, sino que participábamos
activamente.
Nos sacaban a fuerza de empujones y de insultos las fuerzas del “orden”.
Era difícil para mí comprender que se nos prohibía lo que se permitía en el
instituto piloto.
Fue aún más difícil decidir dejar el ICE; con lo que cobraba en esta
institución, desde luego, ni siquiera cubría mis gastos. Por otra parte, no podía
cumplir con los dos trabajos con un mínimo de dignidad. Era indigno ocupar
dos puestos de trabajo cuando había tantos licenciados en paro.
Me quedé cinco años en el nocturno de Txurdínaga. Mis escrúpulos, que
fueron la justificación a mi renuncia al ICE, carecieron de sentido; todo el
periodo estuvo salpicado de huelgas que hacíamos los profesores no
numerarios (PNN) en protesta por la escasez y por el modelo de oposiciones
para obtener la titularidad. Entonces los privilegiados no alcanzaban el 4 %.
Fue un lustro de lucha gratificante. Sobre todo, no había perdido contacto
con mi labor del ICE, que era lo que me gustaba. Cuando tenía allí mi plaza
recibí una invitación para acudir a un congreso de Problem-Solvig en la
Universidad Politécnica de Valencia.
Allí estaban todos los popes de la materia de la Universidad de Buffalo.
No logró convencerme la teoría, sobre todo cuando supe que esta había
germinado en el equipo que seleccionaba a personal estratégico para el ejército
de Estados Unidos de la II Guerra Mundial.
Pese a mi rechazo, uno de los “hacedores” del método, Torrance, me
inspiraba mucha simpatía. Era mutua, a juzgar por nuestras largas
conversaciones. No fue una sorpresa recibir una invitación para ser uno de los
que probara una semana de inmersión en el programa que tendría lugar el
próximo verano.
Tenía muy buenas relaciones con la directora y no carecía de seducción mi
proyecto de pasar tres meses en la Costa Este. Ya tenía puestas las notas de
junio y volvería para los exámenes de septiembre.
Mis críticas al Problem-solving no impidieron que sacara provecho de mi
participación en las sesiones. Me abría a un mundo que aún solamente intuía.
Mis compañeros me invitaban a pasar unos días en sus casas y Guerry, que era
responsable de los servicios informáticos, me sacaba la bibliografía y las
fotocopias que necesitaba. Era otro mundo. Cualquiera de estas cosas que
conseguía, gratis, en minutos, era impensable en los mundos latinos.
Me enamoré de Nueva York, aunque visité la Norteamérica profunda.
Tomé la decisión de seguir explorando en los veranos sucesivos, a sabiendas
de que, mientras cumpliera con mis tareas, la directora no pondría obstáculos.
La competencia estaba en la Costa Oeste, la sicología humanística.
Empecé por Esalen Institute, una antigua residencia india en el norte de
California. Practiqué Gestalt, Lomi y esos masajes relajantes, frente al océano.
Nadie imponía la desnudez, pero lo adoptábamos invitados por un entorno que
la pedía a gritos.
Me enamoré de San Francisco sin menospreciar a Nueva York, pero no era
lo mismo. Pensé en presentarme en Berkeley para cursar mi doctorado en
Sicología. Un amigo había conseguido clases de Español que le permitían,
casi, cursar su doctorado; completaba lo que le faltaba con lo que obtenía por
otros trabajos.
No lo intenté, me daba miedo. En las dos semanas que pasé probé de todos
los frutos prohibidos. Me parecía la única manera de vivir la vida que quería
vivir. Sabía que no tenía que hacerlo.
Al tercer año que visité Estados Unidos, caí en San Diego, una ciudad que,
más que miedo, me inspiraba tedio. Fui seducido por el rector de la
“Universidad Humanística”, quien apreció tanto mi currículo que me ofreció
una excelente convalidación que me facilitaba el acceso al doctorado y una
plaza de profesor de Español y de Francés. Aquel sueldo me permitiría cubrir
gastos, incluida la costosa matrícula, cuyo pago se me fraccionaría por
descuentos mensuales de mi nómina. Quedamos para finales del curso que
debía empezar ese octubre.
El rector prometió que me enviaría el papeleo para que al siguiente junio
entrara en Estados Unidos con visado de estudiante que me permitiera trabajar
en la universidad.
Nada recibí. Llamé al rector y este me anunció que me esperaba, que nada
había cambiado, pero que un pequeño problema administrativo le impedía
enviarme los impresos necesarios para mi visa.
—No hay problema —añadió consciente de su poder de seducción—.
Entra como turista. Así lo has hecho hasta ahora. Tenemos tiempo sobrado de
arreglarlo todo una vez que estés aquí.
Me fui, no sin antes presentar mi dimisión a la directora. Llegué y fui
recibido por el rector. Me anunció que saldría inmediatamente para Hawái,
donde tenía otra universidad que necesitaba urgentemente de su presencia.
No volvimos a vernos. El señor rector había dejado una lista de cursos que
debía seguir y cuyas matrículas debía pagar hasta que se arreglara todo a su
regreso. Pasaban los días, las semanas y los meses. Consulté con un abogado,
quien me descubrió que había sido objeto de engaño. La Universidad
Humanística de San Diego no podía facilitarme los impresos para obtener el
visado de estudiante. Se le había retirado el derecho por haber utilizado este
método para vender a alto precio y abusivamente esta forma de entrada en
Estados Unidos. Además, el centro tenía pendientes varias causas graves.
Yo estaba decidido a quedarme y a seguir con mi proyecto en otra
universidad; mientras tanto, tenía que ganar tiempo, puesto que quedaban unos
meses para que expirara mi visado de turista.
El abogado me descubrió un mundo que me asustó. Todo podía resolverse
en los Estados Unidos de la época, en los que la existencia de uno se mostraba
simplemente enseñando el número de la Seguridad Social. Se me podía
conseguir uno de un difunto o desaparecido, mantenido activo por error
administrativo y que no podía reclamar cuando se le quisieran cobrar los
impuestos generados por mi uso.
Me costaba aceptar que alguien relacionado con la justicia pudiera
hacerme semejante proposición; además, no me cuadraba…
—Hacienda no tardará en detectar que no recibe la recaudación.
—Sería el primer caso que llegara a mis oídos. Tengo cientos de clientes
que utilizan este método. Las alarmas de esa gente están conectadas a otros
menesteres…
—Pero yo no puedo pasarme la vida así…
—Tampoco es aconsejable hacerlo. Cuando encuentres tu empleo, insisto,
“tu empleo”, tendrás un contrato con un número tuyo. Lo otro dejará de existir
para ti. Nadie podrá relacionarte con un uso fraudulento.
Dicen que la cara es el espejo del alma y la mía debía expresar mi zozobra.
El abogado se apresuró a tranquilizarme:
—Obviamente, hay una alternativa mejor: el matrimonio con una
ciudadana de los Estados Unidos. Pero estamos hablando de otros precios.
Di por terminada la consulta por miedo a que, como ocurre en las casas de
prostitución, se me cargara el coste de un servicio por sobrepasar el tiempo del
precedente. Además, sentía unas ganas locas de huir de algo cuya incidencia
desgarraba todos mis referentes.
¿Este era el funcionamiento de los amos del mundo? Me temo que así era y
que así lo sigue siendo. No quería irme. Esta repulsión fue pulverizada por mi
sueño americano. Desde niño me he sentido más atraído por Bohemia que por
Superman o Selecciones del Reader Digest. No olvidemos que mi familia,
como era el caso de muchas otras de Santurzi, no estaba solamente relacionada
con la familia de Sabino Arana, sino también con el contrabando. Mi sueño
americano era otro: era Dylan, era Berkeley, era que te creyeran sin tener que
mostrar que no mentías con papeleos cuya tramitación se eternizaba en los
países latinos. En las entrevistas de trabajo te preguntaban qué querías ser
cuando eras pequeño y cómo podías aplicarlo en el puesto al que optabas.
Valoraban mis experiencias y podía obtener en segundos bibliografías que en
Europa tardaba meses en conseguir. Lo que más apreciaba es que desde el
principio la gente te decía lo que le gustaba y lo que no, lo que, a mi juicio,
facilita las relaciones.
Encontré un trabajo que era compatible con los estudios. Con lo que
cobraba tenía para pagarlos, para pagar los honorarios del abogado, los míos
propios y el alquiler durante seis meses del apartamento de mi vecina, quien se
prestaba, a cambio a seis meses de matrimonio, suficientes para tener derecho
a la residencia. Todo estaba bien preparado: si la policía se presentaba para
comprobar la cohabitación, antes de abrir, la portera avisaría a mi querida
esposa para que se instalara en nuestro nido.
Lo preparé todo, pero al final me ocurrió como a Joan: el miedo se apoderó
de mí. Decidí volver a Santurzi. Al día siguiente de mi llegada recibí la
llamada telefónica de la que ya consideraba mi exdirectora de instituto.
—Ven cuanto antes. Aún no he presentado tu dimisión. No pensaba hacerlo
hasta que me viera en la obligación.
Yo no quería volver
El entonces ministro de Educación, Mayor Oreja, terminó con las huelgas
de profesores de un plumazo. Bastó con la promesa de crear una plaza de
numerario para cada uno de nosotros y un sistema de oposición que nos
asegurara el acceso a las mismas.
Me recordaba el aprobado general del 68 francés y el afianzamiento de la
derecha que siguió. Ahora, los licenciados en paro o los estudiantes que fueran
terminando la licenciatura lo tendrían peor que nosotros, sin oposiciones o
plazas de no numerario que cubrir.
Pienso que Mayor Zaragoza había contado con la creación de nuevos
puestos de trabajo provenientes de la construcción de institutos, que se
producía a ritmo acelerado en la época, y en que el sistema de oposiciones
tenía que cambiar.
Lo creo así porque la trayectoria del entonces ministro, especialmente
desde que fue director general de UNESCO, ha dejado claros sus méritos.
El franquismo no había muerto. Seguíamos teniendo a un dictador que
seguía dando zarpazos cuando menos lo esperábamos. Se crearon la
Plataforma, la Junta y la Platajunta, clandestinas, que se reunían en Estoril con
el heredero de los derechos monárquicos del último rey destronado, Alfonso
XIII. La ley Fraga, que encomendaba la censura a los directores de los diarios,
revistas y otros medios de comunicación permitió pequeños cambios, como el
caso de Triunfo, semanario que apreciaba y añoro.
Seguía siendo activista. No estaba afiliado a partido alguno desde que fui
expulsado del Partido Marxista Leninista. Esta circunstancia me hacía más
frágil. Me sabía fichado y carecía de estructura que me defendiera.
No viene al caso ese tema. La cuestión es que a mi padre le iban entonces
bien las cosas. Había terminado la construcción de su segundo grupo de
viviendas y le pedí un local para instalar un café-teatro.
Me lo concedió. Dejé el instituto por un bello sueño. Se llamaba
Amezketak. En euskera la terminación en K tiene la misma función que el
genitivo sajón. Así, la traducción sería “los de Coscojales”. El término tiene
connotaciones de colina, de fuego; alguien ve, incluso, brujería.
De todo hay. Está en una colina que cobijaba a forjadores. La calle de
Santa Eulalia pertenecía a este barrio y cuando niño eran campas que
limitaban con los muros de los jardines de los palacetes de los aristócratas,
cuyas propiedades llegaban hasta la playa.
Pasaba por allí todos los días, en mis trayectos de ida y vuelta al colegio.
El mundo de los ricos carecía de interés. Veía a los forjadores que habían
dejado de existir, veía el fuego, los martillazos, el milagro y una cierta
brujería.
Algo que quería ayudar a crear. Dos de mis alumnos eran muy buenos
forjadores. Se encargaron de las mesas, las sillas y de una lámpara que
ocupaba una gran parte del alto techo. El local tenía tres alturas: el escenario,
el espacio para los espectadores y la barra, y un precioso palco al que se
accedía por una escalera de caracol.
Yo era el pinche de José, el carpintero de Soncillo, ya jubilado. Hizo su
obra maestra, me lo confesó él mismo, cuando terminamos, quizá para hacerse
perdonar por las broncas que sufrí.
Sigo sintiéndome orgulloso del Amezketak, aunque de pena verlo ahora
que se ha transformado en bodega. Tuve mucha ayuda: mi padre, José,
exalumnos como los forjadores y los tapiceros… Eso sí, todo es artesano, para
abrir el alma de los visitantes al arte que llevan dentro.
Encima de las mesas había una flor de temporada y bajo la misma
fotocopias de escritos de autores que querían compartirlos. Exponíamos
escultura y pintura, y manteníamos dos sesiones diarias de actuación.
Todo iba sobre ruedas. Tuve mucha ayuda de artistas, de medios de
comunicación y de otros, entre los que se encontraban mi familia y los ya
mencionados.
Vino el golpe de la crisis. La Unión Europea nos impuso una reconversión,
que carecía y carece de proyecto de reciclaje y que impactó especialmente a la
industria bilbaína. Casi toda esta industria se derrumbó y los fanfarrones que
presumían de que el champagne, nada del cava español, era lo que tomaban
los bilbaínos, ahora pedían agua del grifo y un palillo, que no se les podía
cobrar.
Las quiebras y la inflación galopante afectaron a mi padre. El contratista
que había tomado a su cargo la fontanería del último edificio construido no
podía asumir la responsabilidad de una instalación defectuosa. Cuando se
descubrió el hecho, la empresa ya había desaparecido, como tantas otras. Mi
padre tuvo que resolver el problema y el alto coste le endeudó.
Amezketak resistió; no sé cómo, pero resistió. Grave error, porque
aumentaba mi endeudamiento y éste, por desgracia, afectó a mi familia. No les
faltaban razones para considerar que ya no formaba parte de una familia unida
como una piña. Me quedaba mi padre, también caído en desgracia, y mi
madre, quien, pese a que la cosa no iba con ella, tomó decididamente nuestro
bando, sin menospreciar a los otros.
Caí en quiebra, embargado, perseguido por la justicia y declarado en busca
y rebeldía. Lo recuerdo porque tenía cuarenta años y porque necesitaba
urgentemente escapar y encontrar una salida.
La encontré pronto: una academia de inglés que me ofrecía un trabajo de
profesor en Lugo. El salario era bajo, pero nos ofrecía un piso a compartir
entre tres profesores.
Lo pasé muy bien. Practicábamos un método de absoluta inmersión
lingüística: solamente podíamos hacernos comprender por gestos, teatro,
dibujos, objetos.
Éramos pobres, pero lo poco que teníamos nos permitía vivir muy bien.
Mis relaciones con Araceli, la inspectora y coordinadora, eran excelentes.
Incluso compartía con ella mi escritura creativa.
No me podía quedar atascado. Mi padre vio en El País un anuncio en el
que solicitaba profesor de Filología Francesa en el recientemente creado
Colegio Universitario de Las Palmas de Gran Canaria.
Ese tipo de publicidad ofrece puestos que ya están dados. Presenté, sin
embargo, la solicitud. Para mi sorpresa fue aceptada. Se me acordaría,
excepcionalmente, la venia docente. Tenía que lograr, en un año, pasar con
éxito la tesina para alcanzar el grado de licenciado, requisito mínimo para
ejercer docencia en la facultad.
Lo pasé mal. Nadie me dio los programas. Teníamos solamente tres libros
franceses o relacionados con Francia y debía impartir tres asignaturas: Lengua
de primero, Civilización de segundo y Literatura de tercero.
Lo conseguí. Para junio había presentado con éxito la tesina, ya no
necesitaba venia docente alguna. En Civilización y Literatura iba saliendo del
paso formándome por medio de fotocopias con las que iba haciéndome.
No estaba orgulloso de mi trabajo de profesor, pero me aferraba al mismo
como lo hubiera hecho a un clavo ardiendo. El sueldo era miserable. Me
alcanzaba para vivir dignamente y para pasar mis veranos en las bibliotecas de
París, especialmente en la de la Sorbona y en la Biblioteca Nacional (BN),
para conseguir material para mi tesis y mis clases. Felizmente ya no tenía que
impartir Lengua.
¿Cómo lo hacía? With a little help from my friends, nunca mejor dicho.
Dejaba mi apartamento de Las Palmas en verano, para ahorrar en alquiler, y
encontraba alojamiento gratis en París. Los empleados de la copistería hacían
trampas para que me salieran lo más barato posible.
Saqué mi tesis cum laude y mi plaza de titular de Civilización Francesa,
con un voto negativo entre los cinco miembros que componían la comisión.
Fundé el Grupo de Estudios Comparados Euroafricanos y
Eurolatinoamericacanos, cuyo objeto era el desarrollo local limpio, solidario e
identitario. Agrupaba a profesores de los programas Erasmus-Lingua, cuya red
inicié con la Universidad de Barcelona, que era uno de los referentes de los
intercambios universitarios de la UE y donde había conseguido mis
titulaciones españolas.
Gracias al entusiasmo y a la movida de los 90, nuestro proyecto se
perfilaba y mi docencia mejoraba por circunstancias que no vienen al caso,
pero que me permitieron obtener una docencia e investigación adecuadas a mi
perfil.
Todo iba tan bien que logramos crear un programa de expertos en
desarrollo local limpio, solidario e identitario, y un marco de investigación en
la materia, como título propio de las universidades cuyos profesores
estábamos en la red. La Plataforma por la Paz y la Solidaridad de la
Universidad Oberta nos cedió gratuitamente espacio para que pudiéramos
impartir la parte teórica. Disponíamos de dos centros para las prácticas: uno en
Tejeda, en el centro de Gran Canaria, y otro en Zacatlán de las Manzanas,
México.
Yo llevaba años ahorrando para, en cuanto pudiera jubilarme, construir la
fundación, que sería nuestra sede. Los profesores e investigadores que
recibíamos sueldos que nos permitieran vivir con dignidad éramos voluntarios.
Solamente los colegas que tenían que trabajar en varias universidades para
sobrevivir recibirían una compensación.
Había pocos gastos y estos serían pagados por las instituciones para quien
formábamos. Los candidatos nos hacían llegar un proyecto, lo estudiábamos,
asignábamos tutor si aceptábamos el proyecto y buscábamos patrocinador.
Hacía falta la sede. Una agencia me comunicó que me había encontrado el
emplazamiento ideal: el molino de Cañeda. Me lo podía conseguir barato
porque estaba en estado ruinoso. Respondí que para dar una respuesta
necesitaba tener una conversación con el alcalde. Nuestro proyecto necesitaba
trabajar con la institución.
—Nada más fácil —se apresuró a aclarar el agente—. Ya le he mostrado tu
proyecto. Está encantado.
Así me lo hizo saber el alcalde de Campoo de Enmedio, municipio al que
pertenece Cañeda.
Apuré el tiempo, tenía que tramitar mi jubilación antes de que empezara el
nuevo curso. Tenía derecho a hacerlo: según la legislación española los
profesores universitarios teníamos la jubilación a los setenta, pero podíamos
optar a ella a partir de los sesenta, siempre que tuviéramos treinta años de vida
laboral.
Yo tenía veintisiete de docencia en España y ocho entre Francia e
Inglaterra: cumplía los requisitos. Eso sí, cada Estado miembro paga su parte.
España me descuenta trescientos euros por los tres años que me faltan en el
territorio y por los ocho años de Francia y Inglaterra recibo 120, de los que
Hacienda me quita la mitad.
Compré el molino, pagué al arquitecto, al ingeniero de caminos, al
topógrafo y diversos gastos para completar el expediente de permiso y esperé
más de un año la respuesta.
No fue una pérdida de tiempo. Organicé dos congresos, participé en dos
plenos del municipio y fuimos afinando el proyecto.
Entonces, todo se vino abajo. El alcalde y la técnica sabían que habían
firmado un acuerdo con el organismo de cuenca, que decidía que la
reconstrucción del molino en ruinas requería la canalización del río a mi cargo.
También sabía lo elevado de este coste y la obligación que tenían ambos de
comunicarlo en las comisiones informativas y en los plenos. También tenía
que saber algo tan esencial de derecho la jueza, pero perdí el juicio y casi todo
el capital que tenía.
Todo se me vino abajo: el proyecto, el grupo y la ya menguada estima que
me tenían mis hermanos.
Ahora he rehecho mi vida. Conseguí un crédito hipotecario para completar
con lo poco que me quedaba el precio de un pequeño apartamento en
Villaviciosa de Asturias. Las condiciones son sibilinas y me tienen amarrado
hasta los ochenta.
Primero murió mi padre, después mi hermano, ambos de cáncer de
próstata. La última en hacerlo fue mi madre, de vieja. Ella nunca me
abandonó, tampoco lo hizo mi padre hasta su muerte.
Nos han dejado una pequeña herencia, que ha sido un gran alivio para mí.
Lleno la soledad con mi escritura y con Twitter. Esta es mi séptima obra.
Me he dado demasiado espacio. Ahora toca enfrentarme a mis tropezones.
Pére-versus
Mi examigo Genín, ya mencionado en este relato, se hizo feroz lacaniano,
con la misma obstinación con la que antes defendía, sucesivamente, a
Teilhhard de Chardin y a Trotsky. Según su diagnóstico, sin sesión alguna al
apoyo, era mi incapacidad de “matar al padre” y la consiguiente condena a no
ser lo que él hubiera querido que fuera.
No parecía equivocarse mucho según las palabras que pronunció Michelle,
una amiga francesa, al conocer a mi familia:
—Me pregunto cómo lleva este hombre el que los hijos le hayan salido
aspirantes a funcionarios. —Se refería a mi padre. ¿Éramos todos los hijos
“pére-versus”?
No creo que lo pensara con respecto a mis hermanos. Unos años después,
cuando escribía la tesina La traducción de la Enriade por Viera y Clavijo, tuve
ocasión de sumergirme en el síntoma. Viera no era hijo de Voltaire, pero con
sus traducciones intentaba resolver su conflicto paterno-filial.
Encontré varias copias de sus traducciones. En todas estaba la admiración,
pero había diferencias en los intentos de rebeldía, cambios que probablemente
el traductor pensaba que nadie notaría, aunque no debía estar muy seguro de
ello, dados los intentos de variaciones que descubrí.
También pude comprobar que las últimas parecían obedecer a dos
impulsos: enmendar a Voltaire y provocar y obedecer los principios de la
“Santa Madre Iglesia”. En ambos casos había mezclas. Si Viera, sacerdote,
había optado por la traducción de La Enriade, había abierto un doble frente,
con un autor cargado de pecados por la siempre católica España, y por la
evocación de una noche preñada de traiciones y crímenes cuya justificación
era la exterminación de la Iglesia Reformada francesa. El mismo Viera se
lamenta de que el Vaticano exhibiera, con orgullo, la sangrienta matanza.
La relación del traductor con Voltaire en mi opinión no se produjo nunca,
pese a la larga estancia de Viera en París. Temo que su pasión por el autor
fuera, asimismo, una provocación, aunque me consta que tenía varias obras del
mismo en su biblioteca y que tradujo algunas de ellas, como es el caso de Les
Bermecides.
Creo que, en esta ocasión, el cura canario saltó en defensa de su ídolo. La
obra no tuvo acogida por los espectadores, pese a los esfuerzos que hicieron
los abolicionistas y los defensores del habeas corpus.
En ambos casos, Viera hace ostentación de su veneración por Voltaire;
también en ambos, el traductor traiciona. Son pequeñas traiciones inseguras,
puesto que estas cambian en las copias que he podido cotejar.
Por otra parte, no he sentido admiración por mi padre y tampoco
consideraba que fuera un usurpador. Lo que pasaba era que me tocaba vivir en
un mundo en el que no encajaba y, sinceramente, sufrí más cuando cada
mañana tenía que encabezar mi fila, cantar el Cara al sol, gritar “Viva Franco”
y “Viva España”, y besar la bandera, que cuando teníamos la enseñanza
caótica.
La catarsis sale del caos y creo que en este caso está saliendo.
He comenzado por mencionar a Viera, porque lo suyo son simples
escaramuzas y porque no se sale un milímetro de sus modelos: Voltaire, la
Iglesia al servicio de los poderosos…
Yo busco mi modelo. Ahí puede haber síntoma de “pére-versus”. Mi
búsqueda no requiere arrebatar el puesto o eliminar a alguien. Busco el mío, el
de otro no me sirve.
Estoy cargado de impericia y nunca me he defendido a puñetazos o
patadas. No sé hacerlo y por ello he recibido palizas, amenazas, insultos y
vejaciones.
No era el caso de mi padre. Sabía defenderse y defenderme cuando pudo
hacerlo. No me considero cobarde y tengo aguante para el dolor. Quizá sea
herencia del abuelo Leopoldo, aunque él tenía habilidades manuales.
El conflicto que hubo en la infancia, pese a que dejó huella, terminó mucho
antes de que muriera mi padre. Como ya he indicado, él, mi madre y yo
formábamos una piña, pese a la reprobación de la familia.
Los miembros de la última ocupaban sus lugares. Nosotros no parábamos
de pedir ayuda para encontrar los nuestros.
Cada uno tiene sus planteamientos y tiene que pagar por ello. Yo pienso
haber pagado y creo que una prueba es esta catarsis en el 98 de los
Apartamentos Concorde de la alicantina playa de San Juan.
Nada ha despistado mi atención, siquiera una mosca. Tengo el mercado de
Fontana a dos pasos y los escasos ruidos de motores se pierden con los sonidos
de las olas.
No hay odios, rencores ni pasiones. Mi yo se deja mecer y ya no siento
angustia.
Mañana seguiré mi catarsis en el tranvía; lleva invitándome desde mi
llegada.
Némesis
Esta mañana lo tenía todo preparado para ir a Villajoyosa. Antes me
proponía hacer la primera corrección del texto y dejarlo preparado para añadir
mi nueva vivencia.
El ordenador se ha vuelto loco, poseído por una némesis que distorsionaba
cualquier intento; necesitaba, con urgencia un exorcista.
No era mi caso. Estaba muy contrariado, eso sí, y lamentablemente
dependo de la máquina.
Me he pasado horas tratando de encontrar solución. Oía las carcajadas de
un Mr. Hyde victorioso y hasta incluso éste me transmitía su inmenso placer
en su sonoro e innecesario frotar de manos.
“Estoy en el 98 de Apartamentos Concorde de la alicantina playa de san
Juan. Tan protegido que he logrado empezar a recuperar el espacio que me has
ido quitando. No pienso dar un paso atrás”.
Lo pensaba, no lo verbalizaba. Habría gritado, cosa mal vista en los
Apartamentos Concorde.
Mi mente lo sostenía con acero, del que se fundía en Amezketa, el barrio
donde nací. En el fondo, cuando puse Amezketak a mi café cultural, pensaba
en fuego, en hierro, en nieblas y en brujas.
Esa ha sido mi lanza. Fracasé en mi negocio, pero la llama ha sido avivada
en esta catarsis. No he vuelto a pisar ese local, que mis manos y mi mente
crearon con tanto esfuerzo y sueño.
Era bonito y lleno de vida. Lo que rompió ya está roto; estoy recogiendo
mis pedacitos. Veo, en la cima, a un caballo blanco, que pace en su espacio,
sin sentirse molesto por las actividades que le rodean. Se llama Azkatasuna
(traducido al castellano, “Libertad”).
He tenido que pasar un buen rato hablando con autómatas hasta que he
logrado comunicar con un técnico. En el fondo es un humanoide que cobra
nómina, cuestión que lo pone más difícil, porque las máquinas controlan el
número de casos resueltos satisfactoriamente para la clientela.
No sé por qué le ha costado tanto comprender que necesitaba una limpieza,
la que ofrece el seguro. Creo que Mr. Hyde se niega a ver mis avances; en todo
caso me lo ha puesto muy complicado.
He conseguido, sin embargo, escuchar la llamada del tranvía e irme a
Villajoyosa, con la certeza de que mientras tanto se ocuparía, por control
remoto, de exorcizar el ordenador.
Tenía que seguir la catarsis y la última implica que hoy, como he hecho
cada día, te contaría el relato de mi proceso.
Aquí lo tienes. Mr. Hyde, las máquinas, los humanoides y las cuestas no
me han impedido llegar al restaurante La Caravelle, al final de la playa.
Necesitaba, evidentemente, templar mejor mi incipiente acero y mirar al
Azkatasuna, que llevaba tantos años esquivando. Lo he visto corretear y
rumiar de lo que queda sin construir en colinas pedregosas y áridas.
También en una playa interminable que se impone desde que ha iniciado
mi trayecto en el tranvía.
En esta visión todo se une en la terraza del 98. Y así ha sido en la terraza
del Caravelle, la brisa me acariciaba y me ha llevado a Cádiz. No he
conseguido la manzanilla a la vieja usanza que conserva El Chiclanero de
Medina Sidonia. Tampoco había aceitunas, también de la vieja usanza, no me
gustan las envasadas. He conseguido un fino y una excelente tapa compuesta
de garbanzos triturados, mezclados con salmón y algo más que daba
exquisitez, obsequio de la casa.
Después he tomado arroz cremoso con pato y he terminado con atún rojo
poco hecho. Me han invitado al postre: piña natural acertadamente troceada,
acompañada de helado casero.
Hacía mucho tiempo que Julen y yo no habíamos comido tan bien ni
habíamos saboreado tan acertadas combinaciones. El cocinero tiene recursos y
le pone empeño.
Lo mejor es que se ha captado mi satisfacción. Estaba sentado. Al lado mío
su madre; bueno, sentada no ha estado mucho, tenía muy claro lo que tenía
que hacer y cuando. De pronto, se ha acercado a mi mesa y me ha pedido
permiso para sentarse. Se lo he dado gustosamente.
—Perdone, aunque creo que podemos tutearnos. Se me cae la baba cuando
tengo el privilegio de ver el aprecio del esfuerzo de mi hijo. —Discretamente
indica a un camarero su deseo de que el “hacedor” se presente a recoger su
palma.
Todo va tan rápido que solamente le da tiempo a explicar que en la
formación participaron Arguiñano y la hermana del famoso cocinero.
No sé cómo habría reaccionado si el humanoide no hubiera resuelto la
“posesión”; no es el caso, pero creo que la nueva prueba era un requerimiento
para admirar la cabalgadura decidida de Azkatasuna.
¿Cómo no contarte que en Villajoyosa se celebra entre el día 3 y el 12 la
decimoséptima Mostra de Cuina Marinera? El menú degustación de La
Caravelle me ha seducido. Yo estaré allí.
Azkatasuna relincha conmigo y cabalga decidido por las colinas pedrizas y
áridas que quedan en la costa alicantina. He publicado mi capítulo hoy. ¿Quién
nos impedirá recuperar nuestros sitios?
Las tentaciones
Si la Iglesia y el Antiguo Testamento me inspiran horror, aprecio el
personaje de Cristo, el que la Iglesia no nos deja interpretar.
Ayer Mr. Hyde se alió con el diablo para someterme a tortura similar a la
que describe Mateo:1-11.
Se apropiaron de mi ordenador. Tenía que cargar con él en búsqueda de un
técnico que pudiera repararlo. En la administración de Apartamentos
Concorde solamente podían ayudarme indicándome uno que tiene su taller a
unos diez minutos a pie. Hacía calor y Julen cuando voy cargado tira con más
saña. Me siento demasiado viejo para tanto esfuerzo. Estaba cerrado.
Necesitaba encontrar otro. La tranquilidad invernal de la playa de San Juan se
pasó al enemigo.
Siento rabia dentro de las tripas, porque me encontré ciudadanas de otros
territorios del planeta, que, viejas como yo, han encontrado su tierra de
adopción en los entornos.
Comprendían, pero no compartían mi agobio:
—Casi todos los apartamentos de los edificios que nos rodean están a tope
en verano. Esto antes eran huertas: se ha construido una ciudad para el
verano…
Aprovecho para recordar los recortes y decir que, si no se crea tejido
industrial alternativo, estamos condenados a sufrirlos.
No es que mis interlocutoras pasaran del tema, fueron muy amables y
trataron de ayudarme a recuperar mi herramienta. Lo que pasaba es que ellas
estaban tratando de arreglar sus mundos.
Con las múltiples y amables ayudas para encontrar un técnico, di varias
vueltas en el trayecto Concorde-La Fontana. No era consciente, simplemente
emprendía el camino que se me indicaba y carezco del mínimo sentido de
orientación. Era el “eterno regreso” al técnico cerrado, casualmente ayer.
El calor, el ordenador y los tirones del Julen podían conmigo.
Eché los diablos del cuerpo con todos los tacos que conozco, y son
muchos. Recuerda que me llamaban “cascarrabias”.
Se resistieron lo suyo y no se recataron en hacerse oír y en ofender.
La calma con la que se me respondió tenía más empatía que indicios de
sentir ofensa. Mi rabia por fallarte se fundió en la calma.
Fue entonces cuando me encontré frente a la agencia de viajes Zafiro
Tours. Pensé en sacar mi billete de vuelta, programado para el próximo 10.
Felizmente que tomé la decisión. Allí conocí a Belén, que me consiguió una
buena plaza, con sitio para colocar la bolsa en que tiene que viajar Julen, pese
a que casi todas las plazas estaban vendidas. Belén hizo algo más por mí: me
consiguió un técnico, José Martínez, que ayer mismo se metió en mi
ordenador y ha sacado los diablos de los que estaba preñada mi herramienta.
¿Hay algo más bonito que poder estar en mi cita contigo, aunque sea con
un día de retraso?
Terminus
No hemos concluido itinerario alguno, supongo que era un secreto a voces.
He dado un gran paso: mi búnker estaba cimentado en un pozo, que ahora
miro sin temor. ¿Qué importa que el Maligno siga teniendo el control de mi
ordenador?
José, por control remoto, no para de echarme manos y espero participar en
nuestra cita cotidiana. ¿No es bonito? ¿No es bonito que Luz Galiana, la del 24
horas de enfrente, me espere para que no me quede sin cigarrillos?
Es muy bonito que Mr., Hyde pueda hacerse el bocazas y que no le sirva
para nada más que para desgarrarse; mi pasado ya no es un lastre que tenga
que desechar. He encontrado material para construir mi camino. Gracias a ti,
gracias a los mencionados y gracias al 98 de Apartamentos Concorde de la
alicantina playa de san Juan.
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