La boda de la princesa Margarita y Antony Armstrong-Jones: el primer enlace televisado

Ella venía de una relación frustrada por su condición de princesa. Él ya era un fotógrafo reputado. 
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Ella era una princesa que ya había protagonizado su propio cuento de hadas, uno que terminó mal. Él era un artista bohemio que representaba como pocas personas el espíritu contestatario, libertario y hedonista de su época, los swinging sixties londinenses. Cuando Antony Armstrong-Jones y la princesa Margarita se casaron el 6 de mayo de 1960, parecían venir de universos muy distintos, casi de distintos planos de la ficción. Pese a ello, el pueblo les recibió con alborozo; deseaban sobre todas las cosas que su desgraciada princesa encontrase la paz. Durante unos años todo pareció ir bien, pero pronto quedó claro que aquel tampoco iba a ser un cuento con final feliz.

El impacto de Lady Di y, en menor medida, Sarah Ferguson, en los 90 nos hace olvidar que siempre han sido los propios Windsor los primeros en sembrar el escándalo en su propia dinastía. Desde que Eduardo VIII abdicó del trono en el 36 por un problema de compatibilidades –no poder aunar ser rey con vivir con la mujer a la que amaba, la plebeya dos veces divorciada Wallis Simpson–, la forma en la que el pueblo veía a la monarquía más importante del mundo y el modo en el que ella se veía a sí misma había cambiado para siempre. Con los exiliados duques de Windsor se abrió la veda, y su sobrina Margarita, hermana de la intachable reina Isabel, se convirtió en la siguiente víctima primero, heroína después y víctima de nuevo del poder de la prensa y de que se escuchase por una vez la voz de la gente “común”.

Fue algo tan inocente como una mota de polvo lo que levantó la sospecha. El 2 de junio del 53, el día de la coronación de su hermana Isabel, Margarita esperaba un coche en la puerta de la abadía de Westminster. En un gesto espontáneo, se giró hacia el capitán Peter Townsend y sacudió una mancha de su uniforme. No hizo falta más para que a los reporteros presentes se les encendiera el instinto: que un miembro de la familia real demostrase tal intimidad con un cortesano era señal inequívoca de que ahí había algo más. Y vaya si lo había. Townsend, caballerizo del rey Jorge VI, y Margarita se habían hecho íntimos a raíz de la muerte del monarca, que había dejado a su hija destrozada. La joven de 22 años y el militar de 38 se habían enamorado locamente –aunque según algunas fuentes, el romance se podía haber iniciado mucho antes, cuando ella tenía 17 años y era menor de edad, con lo que adquiría otro tipo de cariz–. Él no era de sangre noble, pero por su relación tan cercana con el difunto rey, en el círculo íntimo de su viuda y sus hijas se le consideraba casi de la familia. Sin embargo, había un problema crucial: Peter acababa de divorciarse de la madre de sus dos hijos, Rosemary Pratt, al descubrir que ella le era infiel con John de László, sobrino del pintor de la aristocracia Philip de László. Puede que la consideración general hacia el divorcio estuviese cambiando y ya no se considerase una mancha indeleble en la reputación –sobre todo si éste se debía a que el otro cónyuge era adúltero–, pero cuando se trataba de la familia real, el tema adquiría proporciones estratosféricas. La reina era cabeza de la Iglesia anglicana y allí el matrimonio seguía siendo indisoluble hasta la muerte. Las creencias religiosas y la moralidad cristiana estaban listas para hacer desgraciada a una nueva pareja. La prensa publicó la noticia ese mismo mes de junio, provocando editoriales encendidos que hubieran sido impensables pocos años atrás, cuando el pacto no escrito de no agresión a la corona contaba con plena vigencia. La contradicción estaba servida; no se podía intentar modernizar la institución –retransmitiendo la coronación por la tele, por ejemplo– sin hacer frente a las millones de críticas que esto traía consigo.

Al pueblo, por supuesto, le encantó la noticia. Margarita era hermosa y carismática, y el capitán Townsend un atractivo héroe de guerra que había servido fiel a su padre. La idea de que una princesa de sangre real se enamorase de un plebeyo ponía a soñar a los más románticos, y el hecho de que existieran impedimentos solo hacía más emocionante la certeza de su relación. Los complicados mecanismos de la corte empezaron a actuar: enviaron a Peter a Bruselas para quitarle del medio al menos de forma momentánea y combinaron a Margarita a esperar hasta cumplir 25 años, edad según la cual, por una antigua ley, los miembros de la familia no necesitaban el consentimiento del rey o la reina para casarse. Con esto le evitaban a Isabel un problema, pero en la sombra esperaban que el romance se enfriase con la distancia. Lo cierto es que ni la iglesia ni los políticos, con Churchill a la cabeza, pensaban dar su visto bueno al matrimonio, por mucho que en el gobierno hubiese varios ministros divorciados y se diese la paradoja de que la propia iglesia anglicana existía por causa del amor adúltero del rey Enrique VIII, casado con Catalina de Aragón, por Ana Bolena.

La princesa Margarita, la por entonces aún princesa Isabel y Peter Townsend en una carrera de caballos en 1951.

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Margarita cumplió 25 años en agosto del 55. En octubre de ese mismo año Peter volvió a Londres. Prensa y público hervían de expectación a la espera del anuncio de un compromiso. En sus visitas al East End, las mujeres le gritaban a la princesa “Vamos, Marg, haz lo que quieras”, y en encuestas nunca publicadas en prensa el apoyo popular a la pareja era de un 95%. Pero nada de eso importaba. Iglesia y gobierno se negaron a prestar su apoyo a esa boda, e Isabel se vio en la obligación de comunicarle a su hermana que casarse con su amado supondría renunciar a su título, derechos de sucesión y presupuesto del erario público. El 31 de octubre, la princesa lanzó un comunicado que se iniciaba con un demoledor: “He decidido no casarme con el Capitán Peter Townsend”. El cuento de hadas se había hecho añicos.

Hay varias formas de considerar lo que ocurrió. La primera, la más sencilla, ver a la princesa como una víctima de las rígidas convenciones de su época, sometida por la moral religiosa y el estricto protocolo real que le impidieron vivir feliz junto al hombre que amaba. La segunda, menos romántica, consiste en ver a Margarita como una mujer adulta que tomó sus propias decisiones, y eligió de forma no tan coaccionada seguir formando parte de la familia real –y recibir con ello su asignación, trato y privilegios consecuentes– en vez de abandonarlo todo y pasar a vivir con su marido como una civil más. De hecho, cuando la reina madre preguntó escandalizada dónde viviría una hipotética señora Townsend, el duque de Edimburgo respondió, sardónico, “Sigue siendo posible, incluso hoy en día, comprar una casa”. Los más cínicos esgrimen que nadie la iba a encadenar al palacio (ya no estábamos en ese siglo), la decisión última estaba en sus manos y, por muy bonita que se plantease su historia de amor ante el público, lo cierto es que ella no quiso vivir con las consecuencias más desagradables de seguir a su corazón. Periodistas sensacionalistas como Noel Botham remachaban con un “Estaba más enamorada del estilo de vida real que de Pete Townsend”. Puede que la realidad fuese una mezcla de ambas visiones. El escandaloso precedente de su tío Eduardo había demostrado que sí, era posible abandonar la casa real para vivir al lado de una pareja inconveniente, y lo había hecho en circunstancias mucho más tensas al tratarse él, al fin y al cabo, del rey. También es cierto que las consecuencias de esto casi se habían llevado por delante la casa de Windsor y habían mostrado que anteponer el corazón a la cabeza, eludir la responsabilidad y el deber, podía traer tanta indignidad como alegría. En cierto modo, Eduardo y Wallis, con su insólita, loca, romántica o egoísta e infantil decisión, habían roto el molde durante al menos un par de generaciones.

Los años siguientes fueron tempestuosos para la princesa. Su atormentado romance la había vuelto una de las personas más populares del planeta, de modo que hasta Picasso, en el año 55, bromeaba –o no– afirmando tener sueños eróticos con ella y que solo podría casarse una vez más si ella se convertía en su esposa. Después anunció que tenía sueños eróticos con ella y con su hermana la reina a la vez: “Si supieran lo que he hecho en mis sueños con sus altezas reales, me llevarían a la torre de Londres y me cortarían la cabeza”. El ánimo de Margarita era menos festivo. Estuvo a punto de anunciar su compromiso en una ocasión para retractarse con apenas horas de antelación, y comenzó a beber y fumar demasiado, costumbres que se convertirían en constantes en su vida.

Pese a todo lo ocurrido, el siguiente hombre de su vida tampoco cumplía los requisitos a priori deseables por la realeza: Antony Armstrong-Jones era un plebeyo que trabajaba como fotógrafo. Margarita y él se habían conocido en la boda de su amigo Colin Tennant, aunque no comenzaron a salir hasta 1958, cuando él le realizó un retrato escandaloso para el momento, ejemplo de una de las fotografías en las que inmortalizaba a amigos y conocidos, porque puede que Tony no fuese noble, pero tampoco venía del lumpen proletariado, precisamente. Se había educado en Eton y Cambridge –universidad que abandonó por sus malas notas– y gracias a sus buenas relaciones y su talento se ganaba bien la vida en revistas como Tatler o Vogue y periódicos como el Daily Express. A Margarita le impresionaron su desenvoltura y su absoluta falta de protocolo al tratar con ella; Antony estaba acostumbrado a mezclarse con los ricos e influyentes y no se dejaba intimidar por ningún título. Había cierto cinismo y amargura en él. No había tenido una infancia feliz; tras el divorcio de sus padres, su madre se había vuelto a casar con un conde, por lo que en casa de su madre siempre le habían tratado, a él y a su hermana, como invitados de segundo nivel frente a los hijos aristócratas de su padrastro. A los 16 años contrajo la polio y durante los seis meses que pasó recuperándose en Liverpool, ningún pariente le visitó. Le quedó una ligera cojera como secuela, pero no le acomplejaba lo más mínimo. Tenía mucha seguridad en sí mismo, en su trabajo y en su evidente atractivo, lo que a Margarita le resultó reconfortante. Su estilo de vida también era bastante exótico para ella. Acudía a fiestas en su casa, en las que no había servicio, y se juntaba con gente carente de título pero a la que encontraba mucho más interesante que la de su tediosa vida cotidiana.

La princesa Margarita y Lord Snowdon en los 60, antes de su compromiso.

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El anuncio de la boda pilló al pueblo por sorpresa. La ocasión fue revolucionaria por varios motivos: era la primera vez en cuatro siglos que un “común” se casaba con un miembro de la familia real, y fue la primera boda que se retransmitió por televisión. Se consideró un ejemplo de cierta relajación en las formas de la Casa y un desquite tras el desgraciado asunto de Peter Townsend, que por su parte acababa de casarse con Marie-Luce Jamagne. La cercanía de las fechas fue objeto de comentarios que hablaron de venganza y despecho por parte de la princesa. En esta ocasión, ni la reina madre –que tenía una relación complicada con sus hijas, pero adoró a su futuro yerno– ni el gobierno pusieron objeciones. El 6 de mayo de 1960 la abadía de Westminster se llenó de admiradores y curiosos que hasta acamparon ante la puerta para tener buenas vistas del acontecimiento. La novia lucía un vestido de seda diseñado por Norman Hartnell y una tiara comprada por ella misma. Se estima que la ceremonia fue vista por 300 millones de espectadores en todo el mundo.

Mientras los recién casados se embarcaban en una luna de miel de seis semanas en el yate Britannia, Camilla Fry, la esposa del mejor amigo de Antony, dio a luz a una niña. 44 años después un test de adn certificaría que Polly Higson era en realidad hija de Tony Armstrong-Jones. Fue solo una más de las numerosas infidelidades que jalonarían el matrimonio.

La pareja se estableció en el palacio de Kensington. Él se empeñó en seguir trabajando, y se convirtió en asesor artístico del Sunday Times, puesto que mantuvo durante décadas. No solo se dedicaba a fotografiar a personajes de la jet set con los que ahora tenía línea directa, sino también realizaba reportajes sobre desfavorecidos o discapacitados. Además le fue otorgado el título de conde de Snowdon, con lo que su maltrecho pedigrí quedaba un poco más parejo con el de su esposa. No lo suficiente, claro. En su hogar siempre le servía primero a ella, y en visitas al palacio real el servicio dejaba claro que consideraban a Snowdon casi un igual. Esta diferencia de clase no les impedía ser una de las parejas más glamourosas de la escena social. Se relacionaban con todo el que era alguien en la Inglaterra de la época; artistas, actores y actrices, y celebraban grandes fiestas con invitados como Peter Sellers y Britt Ekland, Nureyev, Vidal Sasoon o Mary Quant, todo un quién es quién de la década de los 60. Su hijo David nació en 1961 y Sarah en el 64. El espíritu de los 60 no estaba solo en sus amistades: también fumaban marihuana, consumían popper –que probaron gracias a Peter Sellers–, que Tony encontraba tan efectivo que guardaba botellitas en la nevera del palacio de Kensington y ponían películas pornográficas de fondo durante sus fiestas. La infidelidad también era una constante 60’s en la pareja. Tony era un mujeriego compulsivo que no le hacía ascos a ningún encuentro sexual –“si se mueve, va a por ello”, decían sus amigos–. Margarita no tardó en hacer lo propio, siéndole infiel a su marido cada vez que tenía ocasión. Durante una visita a su casa en ausencia de Snowdon, su amigo de la infancia Anthony Barton asistió asombrado a cómo Margarita le decía en medio de la cena: “Vámonos a la cama”. Aunque él al principio se excusó, terminaron acostándose.

A lo largo de la década Margarita pasó de joven con personalidad y encanto natural a mujer antipática, maleducada, desagradable, cínica y amargada. El largo pitillo que formaba parte ya de su imagen icónica era la señal visible de su adicción al alcohol y otras drogas. Según testimonios que la trataron, la princesa abusaba de su posición para desairar a los que la rodeaban y era una invitada posesiva, caprichosa y exigente. En su biografía Ma’am Darling: 99 Glimpses of Princess Margaret, Craig Brown recoge definiciones poliédricas del personaje. Para Nancy Mitford era “excesivamente común”. Cecil Beaton la definía como “vulgar”. El historiador John Julius Norwich decía que “nunca he conocido a una mujer tan infeliz”. Para Gore Vidal era “demasiado inteligente para su posición en la vida”. Robert Evans contaba que durante un encuentro ella le comentó “Tony vio Love Story en Nueva York. La odió”. “Que te jodan a ti también”, dijo para sí mismo el productor. En una ocasión, su propio marido le dejó una nota que le decía “Pareces una manicura judía y te odio”. Cuando Tony realizó un reportaje sobre el enanismo, su esposa, que era muy bajita, se lo tomó como una afrenta personal.

La princesa Margarita y Lord Snowdon saludan a los Beatles en 1965.

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A finales de los 60 el matrimonio ya estaba roto de facto y ambos cónyuges hacían vidas separadas. Además de romances con, entre otros, Peter Sellers, la princesa tuvo un flirt con el joven Robin Douglas-Home, que acabó suicidándose un año después de su ruptura. Mientras Tony continuaba con sus habituales ligues con asistentes de fotografía o aristócratas como Lady Jacqueline Rufus-Isaacs, en 1973, Margarita conoció al jardinero Roddy Llewellyn, 17 años menor que ella. Formaron algo parecido a una pareja estable hasta que tres años después saltó –de nuevo– el escándalo.

En 1976 el periódico sensacionalista News of the World publicó unas fotografías de ambos en Mustique que pusieron a salivar los colmillos de todos los críticos con la monarquía o los simples apasionados de un escándalo jugoso –es decir, casi toda la nación–. La intimidad física entre ellos era evidente, y a la vez Roddy lucía un bañador con un patriótico estampado de Union Flags. Se daba la casualidad de que las fotos se habían sacado en Mustique, la isla privada de su amigo Colin Tennant –en cuya boda Margarita había conocido a Tony– donde la princesa tenía una villa, Les Jolies Eaux, regalo de Colin. Dos días después, el matrimonio anunció su separación. El subsiguiente divorcio sería el primero en la familia real en varios siglos. También en eso fue pionera Margarita, al igual que en el acoso mediático. Roddy capeó el temporal de una manera insólita y no muy discreta: sacó un disco de versiones de canciones pop.

Frente a las visiones más crudas de Margarita, nuestra Esperanza “Pitita” Ridruejo ofrece un cuadro más halagüeño, aunque de sus palabras pueden extraerse conclusiones un tanto ambiguas. Pitita la trató a raíz de la época en la que su marido era embajador de Filipinas en el Reino Unido, y llegaron a tener una relación estrecha. “En febrero de 1979 fuimos a pasar un par de semanas a Mustique con Carolina y Reynaldo Herrera, Roddy Llewellin y Colin Tennant, lord de Glenconner, propietario de la isla”, cuenta en sus Memorias de Pitita. “Roddy era una persona necesitada de comprensión y cariño a raíz de una fuerte depresión que acababa de sufrir. Nosotros conocimos a Margarita una vez iniciada esta nueva relación en la que parecía sentirse feliz a pesar de que su actitud había provocado un nuevo escándalo en la corte británica”. La relación con Roddy duraría hasta 1981. Además de viajar juntas a Mustique, la princesa también visitó a Pitita en Marbella, a donde se desplazó de incógnito con el nombre de Molly Brown. Cuenta Pitita que Margarita llegaba con el deseo de echarse una siesta después de comer, motivo por el que se retiró rápido a su dormitorio, de donde salió a los pocos minutos quejándose de no poder dormir por un ruido que se oía de fondo. Era la niña pequeña de Pitita, que nadaba en la piscina que daba a su habitación. “Se ve que no sabe nadar”, dijo la princesa. “Rápidamente entró en su cuarto, de donde volvió a salir vestida con un traje de baño para tirarse a la piscina y enseñar a la niña, pacientemente, a no hacer ruido con las manos. A partir de entonces ya pudo disfrutar de la siesta con absoluta tranquilidad”. Por lo demás, la princesa “Se entretenía jugando con el gigantesco puzzle que trajo de Londres y demostraba su admirable habilidad para encajar las piezas en su sitio preciso. “A ver si encuentras el lugar exacto de ésta”, me decía alguna vez, alargando una ficha. Yo nunca conseguía acertar y esta falta de destreza le divertía. “¡Es que no tienes ni idea!, exclamaba encantada de poder demostrar su inigualable soltura con el rompecabezas”, rememora Pitita sin un ápice de ironía.

Roddy Llewellyn en Mustique con su bañador estampado de Union Flags.

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Otros romances siguieron, hasta que Margarita fue perdiendo su lugar preminente en la “cosa rosa” en favor de las agitadas vidas de sus sobrinos. Si su desamor, sus adulterios y su divorcio habían sido escandalosos, los que le siguieron dejarían su caso en algo casi inocente. Ella misma parecía haberse olvidado de su pasado cuando en 1996 escribió una carta a Sarah Ferguson que decía: “Claramente no has considerado el daño que nos estás causando a todos… Has hecho más por traer la vergüenza a la familia de lo que nadie podría haber imaginado”. La princesa tuvo varios ataques que le dejaron la mitad del cuerpo paralizado y murió el 9 de febrero de 2002. La joven que había ilusionado a una nación falleció como una mujer amargada, que despertaba pocas simpatías, alcohólica y desencantada.

Antony, por su parte, prosiguió su agitada carrera sentimental ya fuera de la familia real. Tan pronto llegó el divorcio, se casó con Lucy Lindsay-Hogg. Siete meses después nació su hija Lady Frances Armstrong-Jones. Este matrimonio tampoco duró. Tuvo romances con Marjorie Wallace y Emmy Hirst, y de su relación con Melanie Cable-Alexander, editora de la revista Country life, tuvo en el 98 a su quinto y último hijo, Jasper Cable-Alexander. Nunca dejó de trabajar como fotógrafo, e incluso hizo el retrato oficial de la reina por su 80 cumpleaños. Tampoco rechazó fotografiar a los ganadores de una edición del Big Brother británico. Murió el 13 de junio de 2017.

Antony Armstrong-Jones y la princesa Margarita fueron los primeros Windsor en mostrar la dificultad de mantener la institución monárquica en el siglo XX sin perder la dignidad y a la vez sin que resulte demasiado antigua ni ridícula. No es tarea fácil. La realeza y la aristocracia habían sido siempre los primeros protagonistas de la crónica social, desde que esta era apenas una relación de los cotilleos en la corte de Luis XIV escrita en cartas por Madame de Sévigné para deleite de su hija y demás parientes. A lo largo del siglo XX se extendió, popularizó de forma espectacular y mutó en otra cosa, en algo parecido a un relato de novela rosa –y pronto, a los seriales más culebronescos de la televisión– en la vida real. El pueblo ya no lo era solo en un sentido político de la palabra, sino que se había convertido en público consumidor de la vida cotidiana de las clases altas. Éstas, con sus adulterios, romances, peleas y apariciones festivas, suministraban material para entretener, divertir y dar tema de conversación a las multitudes. En este sentido, era inevitable considerar a las personas personajes, cayendo en la dicotomía de malos y buenos, héroes y villanos. Margarita fue ambas cosas a la vez: la princesa rebelde que encarna una versión de Cenicienta a la inversa y la derrochadora, malcriada y decadente mujer que malgasta su existencia en una vida sin rumbo ni objetivos, en la que no es capaz de desempeñar con honor las tareas que el destino le ha reservado. Antony podía ser el disipado medio arribista que conoce el precio de todo y el valor de nada. De forma paradójica, ha tenido que ser una ficción, The Crown, la que nos muestre una versión de Margarita –y de todos los Windsor– alejada de reduccionismos simples, y en la que los personajes –basados en algunas personas que todavía viven– son no solo protagonistas de una telenovela real sino sujetos tan humanos como políticos, por los que es posible sentir empatía, pena, desprecio y hasta cariño.

Artículo publicado originalmente el 16 de noviembre de 2019.