Aquisgrán: la nueva capital de Carlomagno

La capilla Palatina

La capilla Palatina

El plano octogonal del templo edificado por Carlomagno en Aquisgrán recuerda el de la basílica de San Vital, erigida en el siglo VI en Ravena, capital de los dominios bizantinos en la Europa Occidental. 

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En la mañana de la Epifanía del año 804, el papa León III llegó desde Roma para consagrar la nueva iglesia de Aquisgrán, la capilla Palatina. Las salas del palacio imperial estaban a rebosar: el alto clero, los príncipes del Imperio, con sus brillantes ropajes, Carlomagno vestido con su rico traje imperial. Una inmensa multitud se agolpaba en la plaza. Entonces, un grupo de soldados avanzó rápidamente e hizo entrar en la capilla a un lobo. Se decía, en efecto, que las obras del templo se habían concluido gracias a la donación de un desconocido, que había puesto como condición que le entregasen el alma del primero que entrara en la capilla una vez terminada. 

Los ministros de Carlomagno comprendieron que ese individuo era el diablo, pero aceptaron el dinero e idearon un engaño. De este modo, en cuanto entró el lobo, un ruido terrible hizo temblar los cimientos del edificio; el diablo, vomitando fuego y llamas, se había precipitado sobre el lobo y lo había estrangulado. La multitud empezó a gritar de alegría ante el espectáculo, y Satán, lleno de furia por haber sido víctima de un engaño, se alejó apretando los dientes y maldiciendo.

Leyendas como ésta reflejan la importancia que durante la Edad Media alcanzó Aquisgrán, la ciudad que Carlomagno quiso convertir en capital de su Imperio y que adornó con magníficas construcciones, entre ellas la majestuosa capilla Palatina y el Aula Regia, el mayor edificio civil construido al norte de los Alpes desde hacía siglos. Los francos habían carecido hasta entonces de una capital estable; como hombres guerreros procedentes de culturas tribales formadas en los densos bosques del norte, sus reyes y mayordomos palatinos, desde Clodoveo a Pipino el Breve, habían vagado entre el Rin y el Loira, hospedándose en castillos y palacios episcopales durante breves períodos antes de reanudar la marcha. 

Al instalarse en Aquisgrán en el otoño de 794, Carlomagno quiso dar a la realeza franca una residencia fija. No sólo eso: se propuso crear una capital no menos ilustre y majestuosa que las del antiguo Imperio romano: Roma, Ravena o incluso Constantinopla.

Catedral de Aquisgrán

Catedral de Aquisgrán

De izquierda a derecha, aparece en la imagen la torre de la fachada occidental, la cúpula de la capilla Palatina y el coro gótico, construido en el ala oriental.

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Una nueva Roma

Localizada en el oeste de la actual Alemania, muy cerca de la frontera con Bélgica y Holanda, Aquisgrán existía ya como ciudad termal en tiempos de la antigua Roma. Su mismo nombre procede del latín Aquis Granum, que significa «las aguas de Granus», en referencia a un dios celta llamado Granus, aunque también se decía que este Granus fue quien fundó allí una colonia durante el reinado de Nerón. Pero tras la caída del Imperio romano y las invasiones germánicas, la ciudad quedó reducida a un puñado de casas en medio de numerosas ruinas. Desde principios del siglo VIII, los francos se convirtieron en dueños de la región y Pipino el Breve decidió construir allí un castillo en torno a 765, año en el que se fecha el primer documento conocido sobre la ciudad y en el que se la califica de aquis villa, «ciudad del agua». Pero fue el hijo de Pipino el Breve, Carlomagno, quien cambió para siempre el papel de Aquisgrán en la historia.

Gran aficionado a la caza, Carlomagno ya en su juventud gustaba de recorrer los bosques de los valles de Aquisgrán, célebres por la abundancia de jabalíes y ciervos, y fue así como descubrió las aguas termales de la localidad, que, satisfacían otra de sus grandes aficiones: los baños. Años mas tarde, en 794, Carlomagno tomó la decisión de construir allí una iglesia, la capilla Palatina, siguiendo el modelo del monasterio de Centula, hoy Saint-Riquier: de ahí el nombre que recibe la ciudad en francés: Aix-la-Chapelle. El monarca franco se convenció de que Aquisgrán, por su situación geográfica, era el lugar idóneo para establecer su capital; por ese motivo ordenó levantar en torno a la capilla otros edificios, incluido un palacio de considerables dimensiones, el Aula Regia, en cuya  puerta principal hizo grabar una inscripción que decía: «Aquí está el lugar del Imperio más allá de los Alpes, la capital de todas las villas y provincias de Francia».

Un león vigilante

Un león vigilante

Las cabezas de león en bronce que decoran las puertas macizas del pórtico oeste de la capilla Palatina inspiraron la leyenda sobre la intervención del diablo en la consagración del templo por el papa.

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La construcción del complejo palatino de Aquisgrán quedó a cargo de los arquitectos del emperador, en particular de Odón de Metz, pero Carlomagno no dejó de sugerir modificaciones en el diseño mientras vigilaba de cerca los trabajos. Ordenó que fueran allí artesanos y artistas de todos los lugares del mundo conocido: alamanes, bávaros, sajones, francos, romanos, lombardos, griegos del sur de Italia, sirios, irlandeses, visigodos y borgoñones, además de judíos y árabes.

El orden del palacio

El complejo palaciego de Aquisgrán comprendía más de veinte hectáreas, con varios edificios agrupados en forma de cruz latina. En el centro estaba la capilla Palatina, a la que se dio el nombre de iglesia de la Santa Madre de Dios. Con su estructura octogonal, era un sólido edificio que en la galería del piso superior tenía un espacio reservado al emperador y su trono, junto a los demás dignatarios de la corte. Las obras se prolongaron doce años.

Al norte se hallaba el Aula Regia, un edificio de planta basilical destinado a acoger grandes ceremonias. En esta ciudad palatina Carlomagno impuso un protocolo copiado de la corte de Constantinopla, descrito por el abad Adelardo de Corbie en un texto que serviría de modelo a una obra posterior, De Ordine Palatii, del obispo Hincmar de Reims (882). En este protocolo áulico, los miembros de la familia imperial aparecían en el centro de una organización formada por oficiales de alto rango, el capellán y el canciller, y otros funcionarios como el camarero, cargo ocupado en tiempos de Carlos el Calvo por el influyente conde Vivien. También estaban los emisarios del señor (missi dominici), un inspector laico y otro eclesiástico, que viajaban por los condados recordando a los señores sus obligaciones.

El coro de la capilla Palatina

El coro de la capilla Palatina

La estructura de la capilla palatina es tan firme que el coro gótico construido en el siglo Xiv se aseguró en ella con anclas de hierro. en la imagen, las bellas vidrieras del coro tras el altar mayor.

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Aquisgrán se convirtió también en la capital intelectual del mundo carolingio. Empeñado en resucitar la cultura de la Antigüedad, Carlomagno cubrió de honores a los maestros y se convirtió por propia voluntad en un alumno aplicado de varios de ellos, como Alcuino de York, que le enseñó retórica, dialéctica y astronomía, o Paulino de Pisa, maestro de gramática. Estos dos sabios, junto a otros filósofos, educadores y escribas, habían formado la llamada Escuela Palatina y durante un tiempo habían seguido al emperador en su vida ambulante al modo de una «academia sobre ruedas», trasladándose de ciudad en ciudad sobre una caravana de carromatos tirados por bueyes, según describe Notker, un monje de Sankt Gallen apodado Balbulus, el tartamudo. Pero a partir de 794 todos se establecieron en Aquisgrán, donde constituyeron un cenáculo de amigos y de poetas decididos a edificar una Nueva Roma en el palacio erigido por Carlomagno. Este brillante círculo académico sirvió de modelo para la difusión del estudio de las letras por todo el Imperio carolingio; sabemos, en efecto, que Carlomagno obligó a los monasterios de Fulda, Tours, Maguncia, Metz y una docena más de centros religiosos a crear escuelas de características similares a la Escuela Palatina de Aquisgrán.

El final de un imperio

Verdadero epicentro del Imperio carolingio, Aquisgrán atrajo a toda clase de visitantes. Monjes, gentes de guerra y comerciantes afluyeron de todas partes del mundo, de Inglaterra a Dinamarca pasando por los Balcanes. Del este llegaron embajadores de los emperadores bizantinos y del oeste, viajeros procedentes del emirato omeya de Córdoba. Llevaron consigo reliquias, libros, tejidos de seda, tiendas y espadas preciosas.

Carlomagno

Carlomagno

Vidrieras en la catedral de Colonia.

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En 796 llegó a Aquisgrán, en dieciséis carros tirados por bueyes, el tesoro de los ávaros, los temibles guerreros de Panonia que las tropas francas acababan de derrotar; un considerable botín de oro que generó gran expectación cuando fue guardado en la capilla Palatina. El mismo edificio acogió al elefante blanco llamado Abul-l-Abás, que los emisarios del califa abasí Harun al-Rashid llevaron allí en 802. Y también fue el destino de los altaneros embajadores de Bizancio, como un tal Adbella, que en 807 llegó a Aquisgrán procedente de Jerusalén en compañía de dos monjes del monasterio del Monte de los Olivos y dejó admirada a toda la corte al desplegar en el suelo de la capilla Palatina «unas cortinas de diferentes colores de una belleza y de un tamaño sorprendente», junto a «telas de seda, per- fumes, ungüentos y bálsamos, dos lámparas de latón de forma y de tamaño maravillosos, así como un reloj trabajado con un arte inaudito y doce ventanas de las cuales salían doce caballeros para marcar el fin de cada hora».

En septiembre de 813 tuvo lugar el último acto político relevante en Aquisgrán, cuando Carlomagno, tres meses antes de su muerte, decidió su sucesión. Su hijo Luis, al que estimaba poco, heredaría el título de emperador, pero sus tres nietos, hijos de Luis, ejercerían como reyes: Lotario en Italia, Pipino en Aquitania y Luis en Baviera. Casi inmediatamente, los tres hermanos se enfrentaron entre sí, salvo cuando temporalmente se unieron para destronar a su padre. Aquisgrán salió enormemente dañada de este estado de cosas. Nadie parecía quererla, salvo quizá para hacerse coronar allí, y eso hasta encontrar una nueva ciudad para esta ceremonia, Fráncfort.

Los concilios que optaron por celebrar sus sesiones en Aquisgrán no compensaron su decadencia política. Una correría vikinga que acabó con el saqueo de la ciudad, en el año 881, hizo el resto. Para entonces Carlomagno lle- vaba reposando en su sarcófago bajo el suelo de la capilla Palatina casi sesenta turbulentos años, y su imperio, tras ser disuelto en 843 por sus tres nietos cuando firmaron el tratado de Verdún, estaba tan muerto como él.