Ibrahimovic, el gigante que llora en su retirada | Deportes | EL PAÍS
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Ibrahimovic, el gigante que llora en su retirada

El astro sueco que reconocía que para jugar bien debía estar enfadado cuelga las botas con un gran homenaje popular en Milán

Zlatan Ibrahimovic se despide de la afición del Milan.
Zlatan Ibrahimovic se despide de la afición del Milan.Associated Press/LaPresse Antonio Calanni (APS)

No lo había dicho ni en su casa, pero en San Siro después del partido de la última jornada de su equipo, el Milan, tomó un micrófono y le explicó al mundo: “Ha llegado el momento de decir adiós al fútbol”. Dijo después que lo había decidido en las dos últimas semanas, pero tampoco parecía complicado imaginarlo. Zlatan Ibrahimovic (Malmöe, Suecia, 1981) cuelga las botas a punto de cumplir los 42 años y tras una temporada en la que apenas se alineó cuatro veces con su equipo y un cuarto de hora con su selección de la que iba y venía en función de sus cuitas. “Mi mentalidad ganadora tiene una desventaja: me vuelvo loco”, explicó en su celebrada biografía, una hoja de vida en la que definía su libreto futbolístico y existencial: “Siempre estoy planeando una venganza. Lo llevo dentro. Es lo que me motiva”.

Ibrahimovic siempre jugó a la contra. Profesional del fútbol durante tres décadas diferentes, su inicio en 1999 con el Malmöe le rescató de un entorno complicado por más que él siempre se sintiese en Rosengard, la barriada atestada de inmigrantes en la que se crió. “Puedes sacar a un niño del gueto, pero nunca sacarás al gueto de él”. Indomable siempre se sintió más preparado para la lucha que para el consenso y su fútbol era un retrato, exuberante, aplicó técnicas de artes marciales a sus remates. El taekwondo le otorgó una coordinación extraordinaria para su tamaño. “Solo existe un jugador en el mundo que mida 1,96 cm, que tenga la técnica de Messi, el carácter de Muhammad Ali y la fuerza de Mike Tyson”, decía de él su representante, el fallecido Mino Raiola. Juntos formaron un imperio.

“Ahora somos libres”, sonaban los acordes de Gladiator mientras todo el Milan, Paolo Maldini incluido, le hacían pasillo en la despedida. Ibrahimovic explicó después que, al fin ahora, necesita buscar un equilibrio para encaminar su vida tras vestir de corto: “Si no tengo serenidad y estabilidad soy una bomba. Y las bombas explotan”. Con todo, se confesó preparado para afrontar una nueva vida. No descarta ni reciclarse en técnico ni dedicarse a la dirección deportiva, pero asume que debería de cambiar para serlo. “Un entrenador no puede llegar a trabajar en un Ferrari… Bueno, quizás Ibra sí que podría hacerlo”, apunta.

De Rosengard y su adorado Malmöe a las mejores pasarelas de Milán. Jugó en los dos grandes clubs de la ciudad, también en Ajax, Juventus, Barcelona, PSG, Manchester United y hasta una experiencia en la MLS norteamericana. “Vine, vi, conquisté. Gracias a Los Angeles Galaxy por hacerme sentir vivo otra vez. Para los aficionados del Galaxy: queríais a Zlatan, y os di a Zlatan. De nada. La historia continúa... Ahora volved a ver béisbol”, dejó escrito en su despedida antes de volver a la Serie A italiana, donde esta temporada acarició, sin conseguirlo, su último deseo: alzar de una vez la Copa de Europa.

Se marcha del fútbol sin lograrlo, también sin trascender en las grandes competiciones de selecciones, pero con 34 títulos, apenas tres internacionales (la Supercopa de Europa y el Mundial de clubs en su tormentoso año en el Barcelona, y una Europa League con el United), con 558 goles en 949 partidos entre clubes y selección.

Con un ego tan descomunal como su despliegue. Ibrahimovic glosó en su adiós como al apreciar que empezaba a llover pensó de inmediato que también Dios estaba triste por su despedida. No fue el único. “Godbye”, se leyó sobre un enorme tifo conformado en un graderío del estadio milanista. Carisma, liderazgo… gritó el speaker mientras sonaba Tina Turner y The Best e Ibrahimovic daba una vuelta olímpica al estadio. De negro, el futbolista que aseguraba que necesitaba estar enfadado para hacer bien su trabajo, se secó las lágrimas, abrió los brazos como si fuese un albatros y abrazó San Siro: “He demostrado que Supermán tiene un corazón grande. Quien me conoce lo sabe”.

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