Mohamed Ali, el talón de Aquiles de una sociedad | Tierra Adentro
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Ilustración de Mariana González

Finalizado el encuentro (no recuerdo si fue aquella pelea contra Jerry Quarry), ya con las manos despojadas de los guantes y el vendaje, Mohamed Alí, sonriente, desparpajado, se lleva la derecha a la cabeza y acaricia el borde de su cabello dos, tres veces. “Aquí no ha pasado nada”, parece decir, “el peinado sigue intacto; aún soy hermoso”. No habrá más golpes por hoy, eso ha sido todo: Alí vuelve a salir victorioso (sólo en 5 ocasiones no lo logró) y el título de los completos sigue siendo suyo. Suyas también las cámaras, el encordado todo (en su espacio físico y lo que significa) y esa aura de que no se le puede derrotar.

Hay quienes le aplauden el gesto. Otros, por su parte, creen que es un desplante más de un bocón, el colmo de una serie de bravatas que han caracterizado, no recuerdan desde cuándo, al oriundo de Lousville, Kentucky. Sin embargo, unos pocos, aunque no estén del todo seguros, creen reconocer en el ademán ciertos dejos de otro deportista que se desarrolló en el encordado, aunque en una disciplina distinta. Quienes piensan que algo hay de Gorgeous George, el futuro miembro del salón de la fama de la WWE (anteriormente conocida como WWF), tienen razón. Mucha razón. Mohamed Alí, en no pocas entrevistas, reconoció la influencia del luchador profesional estadunidense a la hora de construir su personaje.

Los datos no son precisos porque, en apariencia, ese encuentro no tiene nada de importante en la biografía de uno de los mejores boxeadores de todos los tiempos, pero fue decisivo. Sin embargo, en 1961, Mohamed Alí (que en aquel entonces aún respondía al nombre de Cassius Marcellus Clay Jr.) conoció al luchador profesional en una entrevista en cierta estación de radio. El púgil tenía apenas 19 años y el luchador contaba ya con 46. A pesar de su juventud, Alí entendió que se había encontrado con un elemento vital a la hora de erigirse como personaje: no pasar desapercibido frente al público, hacerles saber que ahí, en el ring, estaba no sólo un deportista, sino una fuerza capaz de cimbrar las buenas costumbres, lo establecido: el bocón, el confiado, un hombre que podía hacer lo que quisiera y, aun así, salir con la mano en alto, con o sin la aprobación del público. En pocas palabras, Alí había dado con la figura del heel: aquel luchador que se caracteriza por despertar la furia en el público, por provocar a la afición y al contrincante mismo, para hacerlo fallar, para distraerlo. Alí había descubierto lo que significa ser un rudo, y la idea le pareció, en sus propias palabras, “muy buena”.

Arriba del encordado, los matices son poco menos que inútiles. Necesitamos términos maniqueos, totales: buenos o malos, limpios o sucios. Estrellas y anónimos. No importa el deporte: vamos a presenciar una reminiscencia atávica de nuestro inherente salvajismo, de eso que somos y nos negamos a aceptar en ocasiones: bestias, poco menos que bestias. Si en algún lado podemos despojarnos de etiquetas, mostrarnos un poco más cercanos a quienes somos en soledad, es en el área que rodea un cuadrilátero. Se sabe. Y si hay alguien a quien no sólo se le permite, sino que se le aplaude en ocasiones, es, precisamente, al rudo, al heel: al rebelde.

Heel y face, el rudo y el técnico: el primero es el que debe enardecer, azuzar, descolocar; el segundo es aquel que enarbola todos los valores ideales, todo aquello que es “bueno”, según la moral. El heel, el rudo, representa nuestra parte más salvaje, aquella que no desea mantener el statu quo; el que rompe, si es necesario, para conseguir lo que desea, a costa de quien sea, a como dé lugar. Eso aprendió Ali de Gorgeous George, pero no sólo lo aplicó a sus encuentros deportivos, sino que decidió llevarlo más allá. Mohamed se convirtió en un rudo contra la moral en turno de su país, de su tiempo. No sólo fue un púgil excepcional, no sólo era un bocazas innato, sino una figura, un ícono más allá del ensogado: se negó a ir a la guerra de Vietnam, se negó a aceptar políticas racistas. “Yo no tengo ningún conflicto con los tales Vietcong”, aseguró. El poeta, el profeta, el resucitador; el salvador del mundo del boxeo, según sus propias palabras, decidió cambiar su “nombre de esclavo” cuando tenía sólo 22 años, a raíz de su conversión a la fe del Islam. No se conformó con el nombre y el lugar que una sociedad le había asignado, se forjó uno, tal cual lo deseaba. No siguió las reglas existentes y pagó el precio: perder los campeonatos que ostentaba, allá por 1967, por ser acusado de deserción.

Para ser un rudo efectivo, un heel, se requiere, amén de un conocimiento vasto de las técnicas, algo que no se enseña ni se compra: carisma, esa aura de no pertenecer a este mundo, ese algo que nos hace saber que más allá de nuestra carne, de todo lo que nos rodea, existe algo más total. Carisma, ángel; el nombre varía, pero la esencia es inamovible. Mohamed Ali entendió, en aquella entrevista de 1964, que no sólo su técnica lo llevaría al lugar que deseaba, sino que era necesario ese extra que volcaría todas las miradas sobre él. “Un montón de gente va a pagar para ver que alguien te cierre la boca. Así que sigue presumiendo, mantente irreverente y siempre sé escandaloso”, le comentó en vestidores Gorgeous George antes de su encuentro con Classy Freddie Blassie, años después de aquel encuentro en la estación de radio. Ali reafirmó su creencia inicial: eso era una buena idea. Y si alguien tenía el suficiente carisma, la suficiente inteligencia para lograrlo, era él.

Si la figura del rudo resulta atractiva para el grueso del público de la lucha libre es, principalmente, porque a él (o ella) por lo general se le permite violentar las reglas del deporte y no recibir mayor castigo que una reprimenda verbal; por el contrario: se le aplaude y reconoce. Vemos en él (o ella) lo que no nos atrevemos a ser: el que hace lo que le viene en gana, el que logra la victoria sin mayor esfuerzo porque, salvo contados casos, el despliegue técnico del rudo queda muy en segundo plano para dar paso a su instinto destructor. El rudo no tiene que construir: se limita a destruir lo que su contraparte técnica erige en el cuadrilátero; no busca la victoria: busca que el técnico no gane. Eso es el rudo: rienda suelta, instinto lúdico; ello sin yo y sin súper yo. Mohamed Ali el que reta, el que se burla, el que predice cómo serán sus victorias. Pero también, y quizá más importante, Mohamed Ali el que cuestiona los motivos de una guerra, las divisiones raciales, las costumbres de una nación. El que, para lograr lo que desea, destruye lo que otros construyeron, cuestiona lo que otros dan por hecho.

¿Qué más se puede agregar sobre una figura como la de Mohamed Alí? Es riesgoso entrar a terrenos donde plumas como la de Norman Mailler y Gay Talese se aventuraron: poco queda por agregar. No obstante, la tentación es grande, y hoy se vuelve a hablar de aquella figura norteamericana que se atrevió a revolucionar no sólo su deporte, sino el pensamiento de una nación. De sus derrotas, que no fueron pocas ni discretas, ¿quién se acuerda? Si sólo los números dentro del encordado contaran, Ali estaría pasos detrás de, por ejemplo, Floyd Mayweather Jr., pero no es el caso. Lo suyo fue algo más que el deporte: su rudeza, su carácter de heel, trascendió el cuadrilátero y lo llevó a cuestionar aquella consciencia de “bondad” de los Estados Unidos de Norteamérica.

Hay quienes ascienden al estrellato sobre el cuerpo tendido de sus rivales (el mismo Ali se encumbró sobre la humanidad tendida de Sony Liston, una figura que merece una mención aparte), pero Ali se erige sobre el mismo Ali. Lleva tanto tiempo en la cima, que resulta increíble pensar en él de otra forma que no sea así, como una leyenda.

Ali fue eso: el heel, el rudo, el talón de Aquiles de una sociedad que, quizá, ya no es. Tal vez lo único más veloz y certero que sus manos fue su mente, su oratoria.

Quien quiera saber cuánto pesa el estatus de leyenda, dentro y fuera del encordado, que le pregunte a Mohamed Alí.

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