Veinte mil leguas de viaje submarino

JULIO VERNE

 

 

 

VEINTE MIL LEGUAS DE VIAJE SUBMARINO

 

 

 

Primera parte

 

1. Un escollo fugaz

 

El a�o 1866 qued� caracterizado por un extra�o aconteci­miento, por un fen�meno inexplicable e inexplicado que na­die, sin duda, ha podido olvidar. Sin hablar de los rumores que agitaban a las poblaciones de los puertos y que sobreex­citaban a los habitantes del interior de los continentes, el misterioso fen�meno suscit� una particular emoci�n entre los hombres del mar. Negociantes, armadores, capitanes de barco, skippers y masters de Europa y de Am�rica, oficiales de la marina de guerra de todos los pa�ses y, tras ellos, los go­biernos de los diferentes Estados de los dos continentes, ma­nifestaron la mayor preocupaci�n por el hecho.

Desde hac�a alg�n tiempo, en efecto, varios barcos se ha­b�an encontrado en sus derroteros con �una cosa enorme�, con un objeto largo, fusiforme, fosforescente en ocasiones, infinitamente m�s grande y m�s r�pido que una ballena.

Los hechos relativos a estas apariciones, consignados en los diferentes libros de a bordo, coincid�an con bastante exactitud en lo referente a la estructura del objeto o del ser en cuesti�n, a la excepcional velocidad de sus movimientos, a la sorprendente potencia de su locomoci�n y a la particu­lar vitalidad de que parec�a dotado. De tratarse de un cet�ceo, superaba en volumen a todos cuantos espec�menes de este g�nero hab�a clasificado la ciencia hasta entonces. Ni Cuvier, ni Lacep�de, ni Dumeril ni Quatrefages hubieran admitido la existencia de tal monstruo, a menos de haberlo visto por sus propios ojos de sabios.

El promedio de las observaciones efectuadas en diferen­tes circunstancias ‑una vez descartadas tanto las t�midas evaluaciones que asignaban a ese objeto una longitud de doscientos pies, como las muy exageradas que le imputaban una anchura de una milla y una longitud de tres‑ permit�a afirmar que ese ser fenomenal, de ser cierta su existencia, su­peraba con exceso todas las dimensiones admitidas hasta entonces por los icti�logos.

Pero exist�a; innegable era ya el hecho en s� mismo. Y, dada esa inclinaci�n a lo maravilloso que existe en el hom­bre, se comprende la emoci�n producida por esa sobrenatu­ral aparici�n. Preciso era renunciar a la tentaci�n de remitir­la al reino de las f�bulas.

Efectivamente, el 20 de julio de 1866, el vapor Governor Higginson, de la Calcuta and Burnach Steam Navigation Company, hab�a encontrado esa masa m�vil a cinco millas al este de las costas de Australia. El capit�n Baker crey�, al pronto, hallarse en presencia de un escollo desconocido, y se dispon�a a determinar su exacta situaci�n cuando pudo ver dos columnas de agua, proyectadas por el inexplicable obje­to, elevarse silbando por el aire hasta ciento cincuenta pies. Forzoso era, pues, concluir que de no estar el escollo someti­do a las expansiones intermitentes de un g�iser, el Governor Higginson hab�a encontrado un mam�fero acu�tico, desco­nocido hasta entonces, que expulsaba por sus espir�culos columnas de agua, mezcladas con aire y vapor.

Se observ� igualmente tal hecho el 23 de julio del mismo a�o, en aguas del Pac�fico, por el Crist�bal Col�n, de la West India and Pacific Steam Navigation Company,. Por consi­guiente, el extraordinario cet�ceo pod�a trasladarse de un lugar a otro con una velocidad sorprendente, puesto que, a tres d�as de intervalo tan s�lo, el Governor Higginson y el Crist�bal Col�n lo hab�an observado en dos puntos del mapa separados por una distancia de m�s de setecientas le­guas mar�timas1[L1] .

Quince d�as m�s tarde, a dos mil leguas de all�, el Helvetia, de la Compagnie Nationale, y el Shannon, de la Royal Mail, navegando en sentido opuesto por la zona del Atl�ntico com­prendida entre Europa y Estados Unidos, se se�alaron mu­tuamente al monstruo a 420 15'de latitud norte y 600 35'de longitud al oeste del meridianode Greenwich. En esa obser­vaci�n simult�nea se crey� poder evaluar la longitud m�nima del mam�fero en m�s de trescientos cincuenta pies ingleses2[L2] , dado que el Shannon y el Helvetia eran de dimensiones infe­riores, aun cuando ambos midieran cien metros del tajamar al codaste. Ahora bien, las ballenas m�s grandes, las que fre­cuentan los parajes de las islas Aleutinas, la Kulammak y la Umgullick, no sobrepasan los cincuenta y seis metros de lon­gitud, si es que llegan a alcanzar tal dimensi�n.

Estos sucesivos informes; nuevas observaciones efectua­das a bordo del transatl�ntico Le Pereire, un abordaje entre el monstruo y el Etna, de la l�nea Iseman; un acta levantada por los oficiales de la fragata francesa La Normandie; un es­tudio muy serio hecho por el estado mayor del comodoro Fitz‑james a bordo del Lord Clyde, causaron una profunda sensaci�n en la opini�n p�blica. En los pa�ses de humor li­gero se tom� a broma el fen�meno, pero en los pa�ses graves y pr�cticos, en Inglaterra, en Am�rica, en Alemania, caus� una viva preocupaci�n.

En todas partes, en las grandes ciudades, el monstruo se puso de moda. Fue tema de canciones en los caf�s, de broma en los peri�dicos y de representaci�n en los teatros. La prensa hall� en �l la ocasi�n de practicar el ingenio y el sensacio­nalismo. En sus p�ginas, pobres de noticias, se vio reapare­cer a todos los seres imaginarios y gigantescos, desde la ballena blanca, la terrible �Moby Dick� de las regiones hi­perb�reas, hasta el desmesurado Kraken, cuyos tent�culos pueden abrazar un buque de quinientas toneladas y llev�r­selo a los abismos del oc�ano. Se lleg� incluso a reproducir las noticias de los tiempos antiguos, las opiniones de Arist�­teles y de Plinio que admit�an la existencia de tales mons­truos, los relatos noruegos del obispo Pontoppidan, las rela­ciones de Paul Heggede y los informes de Harrington, cuya buena fe no puede ser puesta en duda al afirmar haber visto, hall�ndose a bordo del Castillan, en 1857, la enorme ser­piente que hasta entonces no hab�a frecuentado otros mares que los del antiguo Constitutionnel.

Todo esto dio origen a la interminable pol�mica entre los cr�dulos y los incr�dulos, en las sociedades y en las publica­ciones cient�ficas. La �cuesti�n del monstruo� inflam� los �nimos. Los periodistas imbuidos de esp�ritu cient�fico, en lucha con los que profesan el ingenio, vertieron oleadas de tinta durante la memorable campa�a; algunos llegaron in­cluso a verter dos o tres gotas de sangre, al pasar, en su ardor, de la serpiente de mar a las m�s ofensivas personalizaciones.

Durante seis meses la guerra prosigui� con lances diver­sos. A los art�culos de fondo del Instituto Geogr�fico del Brasil, de la Academia Real de Ciencias de Berl�n, de la Aso­ciaci�n Brit�nica, del Instituto Smithsoniano de Washing­ton, a los debates del The Indian Archipelago, del Cosmos del abate Moigno y del Mittheilungen de Petermann, y a las cr�­nicas cient�ficas de las grandes publicaciones de Francia y otros pa�ses replicaba la prensa vulgar con alardes de un in­genio inagotable. Sus inspirados redactores, parodiando una frase de Linneo que citaban los adversarios del mons­truo, mantuvieron, en efecto, que �la naturaleza no engen­dra tontos�, y conjuraron a sus contempor�neos a no infligir un ment�s a la naturaleza y, consecuentemente, a rechazar la existencia de los Kraken, de las serpientes de mar, de las �Moby Dick� y otras lucubraciones de marineros deliran­tes. Por �ltimo, en un art�culo de un temido peri�dico sat�­rico, el m�s popular de sus redactores, haciendo acopio de todos los elementos, se precipit�, como Hip�lito, contra el monstruo, le asest� un golpe definitivo y acab� con �l en me­dio de una carcajada universal. El ingenio hab�a vencido a la ciencia.

La cuesti�n parec�a ya enterrada durante los primeros meses del a�o de 1867, sin aparentes posibilidades de resu­citar, cuando nuevos hechos llegaron al conocimiento del p�blico. Hechos que revelaron que no se trataba ya de un problema cient�fico por resolver, sino de un peligro serio, real, a evitar. La cuesti�n adquiri� as� un muy diferente as­pecto. El monstruo volvi� a erigirse en islote, roca, escollo, pero un escollo fugaz, indeterminable, inaprehensible.

El 5 de marzo de 1867, el Moravian, de la Montreal Ocean Company, navegando durante la noche a 270 30' de latitud y 720 15' de longitud, choc� por estribor con una roca no se­�alada por ning�n mapa en esos parajes. Impulsado por la fuerza combinada de viento y de sus cuatrocientos caballos de vapor, el buque navegaba a la velocidad de trece nudos. Abierto por el choque, es indudable que de no ser por la gran calidad de su casco, el Moravian se habr�a ido a pique con los doscientos treinta y siete pasajeros que hab�a embarcado en Canad�.

El accidente hab�a ocurrido hacia las cinco de la ma�ana, cuando comenzaba a despuntar el d�a. Los oficiales de guar­dia se precipitaron hacia popa y escrutaron el mar con la mayor atenci�n, sin ver otra cosa que un fuerte remolino a unos tres cables de distancia del barco, como si las capas l�­quidas hubieran sido violentamente batidas. Se tomaron con exactitud las coordenadas del lugar y el Moravian conti­nu� su rumbo sin aver�as aparentes. �Hab�a chocado con una roca submarina o hab�a sido golpeado por un objeto re­sidual, enorme, de un naufragio? No pudo saberse, pero al examinar el buque en el dique carenero se observ� que una parte de la quilla hab�a quedado destrozada.

Pese a la extrema gravedad del hecho, tal vez habr�a pasa­do al olvido como tantos otros si no se hubiera reproducido en id�nticas condiciones, tres semanas despu�s. Pero en esta ocasi�n la nacionalidad del buque v�ctima de este nuevo abordaje y la reputaci�n de la compa��a a la que pertenec�a el nav�o dieron al acontecimiento una inmensa repercusi�n.

Nadie ignora el nombre del c�lebre armador ingl�s Cu­nard, el inteligente industrial que fund�, en 1840, un servi­cio postal entre Liverpool y Halifax, con tres barcos de ma­dera, de ruedas, de cuatrocientos caballos de fuerza y con un arqueo de mil ciento sesenta y dos toneladas. Ocho a�os des­pu�s, el material de la compa��a se ve�a incrementado en cuatro barcos de seiscientos cincuenta caballos y mil ocho­cientas veinte toneladas, y dos a�os m�s tarde, en otros dos buques de mayor potencia y tonelaje. En 1853, la Compa��a Cunard, cuya exclusiva del transporte del correo acababa de serle renovada, a�adi� sucesivamente a su flota el Arabia, el Persia, el China, el Scotia, el Java y el Rusia, todos ellos muy r�pidos y los m�s grandes que, a excepci�n del Great Eas­tern, hubiesen surcado nunca los mares. As�, pues, en 1867, la compa��a pose�a doce barcos, ocho de ellos de ruedas y cuatro de h�lice.

La menci�n de tales detalles tiene por fm mostrar la im­portancia de esta compa��a de transportes mar�timos, cuya inteligente gesti�n es bien conocida en el mundo entero. Ninguna empresa de navegaci�n transoce�nica ha sido diri­gida con tanta habilidad como �sta; ning�n negocio se ha visto coronado por un �xito mayor. Desde hace veintis�is a�os, los nav�os de las l�neas Cunard han atravesado dos mil veces el Atl�ntico sin que ni una sola vez se haya malogrado un viaje, sin que se haya producido nunca un retraso, sin que se haya perdido jam�s ni una carta, ni un hombre ni un bar­co. Por ello, y pese a la poderosa competencia de las l�neas francesas, los pasajeros contin�an escogiendo la Cunard, con preferencia a cualquier otra, como demuestran las con­clusiones de los documentos oficiales de los �ltimos a�os. Dicho esto, a nadie sorprender� la repercusi�n hallada por el accidente ocurrido a uno de sus mejores barcos.

El 13 de abril de 1867, el Scotia se hallaba a 150 12' de lon­gitud y 450 37' de latitud, navegando con mar bonancible y brisa favorable. Su velocidad era de trece nudos y cuarenta y tres cent�simas, impulsado por sus mil caballos de vapor. Sus ruedas bat�an el agua con una perfecta regularidad. Su calado era de seis metros y sesenta cent�metros, y su despla­zamiento de seis mil seiscientos veinticuatro metros c�bicos.

A las cuatro y diecisiete minutos de la tarde, cuando los pasajeros se hallaban merendando en el gran sal�n, se pro­dujo un choque, poco sensible, en realidad, en el casco del Scotia, un poco m�s atr�s de su rueda de babor.

No hab�a sido el Scotia el que hab�a dado el golpe sino el que lo hab�a recibido, y por un instrumento m�s cortante o perforante que contundente. El impacto hab�a parecido tan ligero que nadie a bordo se habr�a inquietado si no hubiesen subido al puente varios marineros de la cala gritando:

��Nos hundimos! �Nos hundimos!�.

Los pasajeros se quedaron espantados, pero el capit�n Anderson se apresur� a tranquilizarles. En efecto, el peligro no pod�a ser inminente. Dividido en siete compartimientos por tabiques herm�ticos, el Scotia pod�a resistir impune­mente una v�a de agua.

El capit�n Anderson se dirigi� inmediatamente a la cala. Vio que el quinto compartimiento hab�a sido invadido por el mar, y que la rapidez de la invasi�n demostraba que la v�a de agua era considerable. Afortunadamente, las calderas no se hallaban en ese compartimiento. De haber estado aloja­das en �l se hubiesen apagado instant�neamente. El capit�n Anderson orden� de inmediato que pararan las m�quinas. Un marinero se sumergi� para examinar la aver�a. Algunos instantes despu�s pudo comprobarse la existencia en el cas­co del buque de un agujero de unos dos metros de anchura. Imposible era cegar una v�a de agua tan considerable, por lo que el Scotia, con sus ruedas medio sumergidas, debi� conti­nuar as� su traves�a. Se hallaba entonces a trescientas millas del cabo Clear. Con un retraso de tres d�as que inquiet� vi­vamente a la poblaci�n de Liverpool, consigui� arribar a las d�rsenas de la compa��a.

Una vez puesto el Scotia en el dique seco, los ingenieros procedieron a examinar su casco. Sin poder dar cr�dito a sus ojos vieron c�mo a dos metros y medio por debajo de la l�­nea de flotaci�n se abr�a una desgarradura regular en forma de tri�ngulo is�sceles. La perforaci�n de la plancha ofrec�a una perfecta nitidez; no la hubiera hecho mejor una taladra­dora. Evidente era, pues, que el instrumento perforador que la hab�a producido deb�a ser de un temple poco com�n, y que tras haber sido lanzado con una fuerza prodigiosa, como lo atestiguaba la horadaci�n de una plancha de cuatro cent�metros de espesor, hab�a debido retirarse por s� mismo mediante un movimiento de retracci�n verdaderamente inexplicable.

Tal fue este �ltimo hecho, que tuvo por resultado el de apasionar nuevamente a la opini�n p�blica. Desde ese mo­mento, en efecto, todos los accidentes mar�timos sin causa conocida se atribuyeron al monstruo. El fant�stico animal carg� con la responsabilidad de todos esos naufragios, cuyo n�mero es desgraciadamente considerable, ya que de los tres mil barcos cuya p�rdida se registra anuabnente en el Bu­reau Veritas, la cifra de nav�os de vapor o de vela que se dan por perdidos ante la ausencia de toda noticia asciende a no menos de doscientos.

Justa o injustamente se acus� al �monstruo� de tales de­sapariciones. Al revelarse as� cada d�a m�s peligrosas las comunicaciones entre los diversos continentes, la opini�n p� blica se pronunci� pidiendo en�rgicamente que se desembarazaran los mares, de una vez y a cualquier precio, del formidable cet�ceo.

 

2. Los pros y los contras

 

En la �poca en que se produjeron estos acontecimientos me hallaba yo de regreso de una exploraci�n cient�fica em­prendida en las malas tierras de Nebraska, en los Estados Unidos. En mi calidad de profesor suplente del Museo de Historia Natural de Par�s, el gobierno franc�s me hab�a de­legado a esa expedici�n. Tras haber pasado seis meses en Nebraska, llegu� a Nueva York, cargado de preciosas colec­ciones, hacia finales de marzo. Mi regreso a Francia estaba fijado para los primeros d�as de mayo. En espera del mo­mento de partir, me ocupaba en clasificar mis riquezas mi­neral�gicas, bot�nicas y zool�gicas. Fue entonces cuando se produjo el incidente del Scotia.

Estaba yo perfectamente al corriente de la cuesti�n que dominaba la actualidad. �C�mo podr�a no estarlo? Hab�a le�do y rele�do todos los diarios americanos y europeos, pero en vano. El misterio me intrigaba. En la imposibilidad de formarme una opini�n, oscilaba de un extremo a otro. Que algo hab�a, era indudable, y a los incr�dulos se les invitaba a poner el dedo en la llaga del Scotia.

A mi llegada a Nueva York, el problema estaba m�s can­dente que nunca. La hip�tesis del islote flotante, del escollo inaprehensible, sostenida por algunas personas poco compe­tentes, hab�a quedado abandonada ya. Porque, en efecto, �c�mo hubiera podido un escollo desplazarse con tan prodi­giosa rapidez sin una m�quina en su interior? Esa rapidez en sus desplazamientos es lo que hizo asimismo rechazar la exis­tencia de un casco flotante, del enorme resto de un naufragio.

Quedaban, pues, tan s�lo dos soluciones posibles al pro­blema, soluciones que congregaban a dos bandos bien dife­renciados: de una parte, los que cre�an en un monstruo de una fuerza colosal, y de otra, los que se pronunciaban por un barco �submarino� de una gran potencia motriz.

Ahora bien, esta �ltima hip�tesis, admisible despu�s de todo, no pudo resistir a las investigaciones efectuadas en los dos mundos. Era poco probable que un simple particular tu­viera a su disposici�n un ingenio mec�nico de esa naturale­za. �D�nde y cu�ndo hubiera podido construirlo, y c�mo hubiera podido mantener en secreto su construcci�n?

�nicamente un gobierno pod�a poseer una m�quina des­tructiva semejante. En estos desastrosos tiempos en los que el hombre se esfuerza por aumentar la potencia de las armas de guerra es posible que un Estado trate de construir en se­creto un arma semejante. Despu�s de los fusiles �chasse­pot�, los torpedos; despu�s de los torpedos, los arietes sub­marinos; despu�s de �stos .... la reacci�n. Al menos, as� puede esperarse.

Pero hubo de abandonarse tambi�n la hip�tesis de una m�quina de guerra, ante las declaraciones de los gobiernos. Trat�ndose de una cuesti�n de inter�s p�blico, puesto que afectaba a las comunicaciones transoce�nicas, la sinceridad de los gobiernos no pod�a ser puesta en duda. Adem�s, �c�mo pod�a admitirse que la construcci�n de ese barco sub­marino hubiera escapado a los ojos del p�blico? Guardar el secreto en una cuesti�n semejante es muy dificil para un par­ticular, y ciertamente imposible para un Estado cuyas accio­nes son obstinadamente vigiladas por las potencias rivales.

Tras las investigaciones efectuadas en Inglaterra, en Fran­cia, en Rusia, en Prusia, en Espa�a, en Italia, en Am�rica e incluso en Turqu�a, hubo de rechazarse definitivamente la hip�tesis de un monitor submarino.

Ello sac� nuevamente a flote al monstruo, pese a las in­cesantes burlas con que lo acribillaba la prensa, y, por ese camino, las imaginaciones calenturientas se dejaron inva­dir por las m�s absurdas fantasmagor�as de una fant�stica ictiolog�a.

A mi llegada a Nueva York, varias personas me hab�an hecho el honor de consultarme sobre el fen�meno en cues­ti�n. Hab�a publicado yo en Francia una obra, en cuarto y en dos tomos, titulada Los misterios de los grandes fondos submarinos, que hab�a hallado una excelente acogida en el mundo cient�fico. Ese libro hac�a de m� un especialista en ese dominio, bastante oscuro, de la Historia Natural. Soli­citada mi opini�n, me encerr� en una absoluta negativa mientras pude rechazar la realidad del hecho. Pero pronto, acorralado, me vi obligado a explicarme categ�ricamente. �El honorable Pierre Aronnax, profesor del Museo de Pa­r�s�, fue conminado por el New York Herald a formular una opini�n.

Hube de avenirme a ello. No pudiendo ya callar por m�s tiempo, habl�. Analic� la cuesti�n desde todos los puntos de vista, pol�ticamente y cient�ficamente. Del muy denso ar­t�culo que publiqu� en el n�mero del 30 de abril, doy a conti­nuaci�n un extracto.

�As� pues ‑dec�a yo‑, tras haber examinado una por una las diversas hip�tesis posibles y rechazado cualquier otra su­posici�n, necesario es admitir la existencia de un animal marino de una extraordinaria potencia.

�Las grandes profundidades del oc�ano nos son total­mente desconocidas. La sonda no ha podido alcanzarlas. �Qu� hay en esos lejanos abismos? �Qu� seres los habitan? �Qu� seres pueden vivir a doce o quince millas por debajo de la superficie de las aguas? �C�mo son los organismos de esos animales? Apenas puede conjeturarse.

�La soluci�n del problema que me ha sido sometido pue­de revestir la forma del dilema. O bien conocemos todas las variedades de seres que pueblan nuestro planeta o bien no las conocemos. Si no las conocemos todas, si la Naturaleza tiene a�n secretos para nosotros en ictiolog�a, nada m�s aceptable que admitir la existencia de peces o de cet�ceos, de especies o incluso de g�neros nuevos, de una organizaci�n esencialmente adaptada a los grandes fondos, que habitan las capas inaccesibles a la sonda, y a los que un acontenci­miento cualquiera, una fantas�a, un capricho si se quiere, les lleva a largos intervalos al nivel superior del oc�ano.

�Si, por el contrario, conocemos todas las especies vivas, habr� que buscar necesariamente al animal en cuesti�n en­tre los seres marinos ya catalogados, y en este caso yo me in­dinar�a a admitir la existencia de un narval gigantesco.

�El narval vulgar o unicornio marino alcanza a menudo una longitud de sesenta pies. Quintupl�quese, decupl�quese esa dimensi�n, ot�rguese a ese cet�ceo una fuerza propor­cional a su tama�o, aum�ntense sus armas ofensivas y se ob­tendr� el animal deseado, el que reunir� las proporciones estimadas por los oficiales del Shannon, el instrumento exi­gido por la perforaci�n del Scotia y la potencia necesaria para cortar el casco de un vapor.

�En efecto, el narval est� armado de una especie de espa­da de marfil, de una alabarda, seg�n la expresi�n de algunos naturalistas. Se trata de un diente que tiene la dureza del ace­ro. Se han hallado algunos de estos dientes clavados en el cuerpo de las ballenas a las que el narval ataca siempre con eficacia. Otros han sido arrancados, no sin esfuerzo, de los cascos de los buques, atravesados de parte a parte, como una barrena horada un tonel. El Museo de la Facultad de Medici­na de Par�s posee una de estas defensas que mide dos metros veinticinco cent�metros de longitud y cuarenta y ocho cent�metros de anchura en la base. Pues bien, sup�ngase esa arma diez veces m�s fuerte, y el animal, diez veces m�s potente, l�ncesele con una velocidad de veinte millas por hora, multi­pl�quese su masa por su velocidad y se obtendr� un choque capaz de producir la cat�strofe requerida.

�En consecuencia, y hasta disponer de m�s amplias infor­maciones, yo me inclino por un unicornio marino de di­mensiones colosales, armado no ya de una alabarda, sino de un verdadero espol�n como las fragatas acorazadas o los �rams� de guerra, de los que parece tener a la vez la masa y la potencia motriz.

�As� podr�a explicarse este fen�meno inexplicable, a me­nos que no haya nada, a pesar de lo que se ha entrevisto, vis­to, sentido y notado, lo que tambi�n es posible.�

Estas �ltimas palabras eran una cobard�a por mi parte, pero yo deb�a cubrir hasta cierto punto mi dignidad de pro­fesor y protegerme del rid�culo evitando hacer re�r a los americanos, que cuando r�en lo hacen con ganas. Con esas palabras me creaba una escapatoria, pero, en el fondo, yo admit�a la existencia del �monstruo�.

Las calurosas pol�micas suscitadas por mi art�culo le die­ron una gran repercusi�n. Mis tesis congregaron un buen n�mero de partidarios, lo que se explica por el hecho de que la soluci�n que propon�a dejaba libre curso a la imagina­ci�n. El esp�ritu humano es muy proclive a las grandiosas concepciones de seres sobrenaturales. Y el mar es precisa­mente su mejor veh�culo, el �nico medio en el que pueden producirse y desarrollarse esos gigantes, ante los cuales los mayores de los animales terrestres, elefantes o rinocerontes, no son m�s que unos enanos. Las masas l�quidas transpor­tan las mayores especies conocidas de los mam�feros, y qui­z� ocultan moluscos de tama�os incomparables y crust�­ceos terror�ficos, como podr�an ser langostas de cien metros o cangrejos de doscientas toneladas. �Por qu� no? Antigua­mente, los animales terrestres, contempor�neos de las �pocas geol�gicas, los cuadr�pedos, los cuadrumanos, los rep­tdes, los p�jaros, alcanzaban unas proporciones gigantescas. El Creador los hab�a lanzado a un molde colosal que el tiem­po ha ido reduciendo poco a poco. �Por qu� el mar, en sus ig­noradas profundidades, no habr�a podido conservar esas grandes muestras de la vida de otra edad, puesto que no cambia nunca, al contrario que el n�cleo terrestre sometido a un cambio incesante? �Por qu� no podr�a conservar el mar en su seno las �ltimas variedades de aquellas especies tit�ni­cas, cuyos a�os son siglos y los siglos milenios?

Pero me estoy dejando llevar a fantasmagor�as que no me es posible ya sustentar. �Basta ya de estas quimeras que el tiempo ha transformado para m� en realidades terribles! Lo repito, la opini�n qued� fijada en lo que concierne a la natu­raleza del fen�meno y el p�blico admiti� sin m�s discusi�n la existencia de un ser prodigioso que no ten�a nada en co­m�n con las fabulosas serpientes de mar.

Pero frente a los que vieron en ello un problema pura­mente cient�fico por resolver, otros, m�s positivos, sobre todo en Am�rica y en Inglaterra, se preocuparon de purgar al oc�ano del temible monstruo, a fin de asegurar las comu­nicaciones mar�timas. Las publicaciones especializadas en temas industriales y comerciales trataron la cuesti�n princi­palmente desde este punto de vista. La Shipping and Mer­cantile Gazette, el Lloyd, el Paquebot, La Revue Maritime et Coloniale, todas las publicaciones peri�dicas en las que esta­ban representados los intereses de las compa��as de seguros, que amenazaban ya con la elevaci�n de las tarifas de sus p�­lizas, coincidieron en ese punto.

Habi�ndose pronunciado ya la opini�n p�blica, fueron los Estados de la Uni�n los primeros en decidirse a tomar medidas pr�cticas. En Nueva York se hicieron preparativos para emprender una expedici�n en persecuci�n del narval. Una fragata muy r�pida, la Abraham Lincoln, fue equipada para hacerse a la mar con la mayor brevedad. Se abrieron los arsenales al comandante Farragut, quien aceler� el arma­mento de su fragata.

Pero como suele ocurrir, bast� que se hubiera tomado la decisi�n de perseguir al monstruo para que �ste no reapare­ciera m�s. Nadie volvi� a o�r hablar de �l durante dos meses. Ning�n barco se lo encontr� en su derrotero. Se hubiera di­cho que el unicornio conoc�a la conspiraci�n que se estaba tramando contra �l �Se hab�a hablado tanto de �l y hasta por el cable transatl�ntico! Los bromistas pretend�an que el as­tuto monstruo hab�a interceptado al paso alg�n telegrama a �l referido y que obraba en consecuencia.

En tales circunstancias, no se sab�a ad�nde dirigir la fra­gata, armada para una larga campa�a y provista de formida­bles aparejos de pesca. La impaciencia iba en aumento cuan­do, el 3 de julio, se notific� que un vapor de la l�nea de San Francisco a Shangai hab�a vuelto a ver al animal tres sema­nas antes, en los mares septentrionales del Pac�fico.

Grande fue la emoci�n causada por la noticia. No se conce­dieron ni veinticuatro horas de plazo al comandante Farra­gut. Sus v�veres estaban a bordo. Sus pa�oles desbordaban de carb�n. La tripulaci�n contratada estaba al completo. No ha­b�a m�s que encender los fuegos, calentar y zarpar. No se le habr�a perdonado una media jornada de retraso. El coman­dante Farragut no deseaba otra cosa que partir.

Tres horas antes de que el Abraham Lincoln zarpase del muelle de Brooklyn, recib� una carta redactada en estos t�r­minos:

 

�Sr. Aronnax,

Profesor del Museo de Par�s.

Fifth Avenue Hotel,

Nueva York.

 

Muy se�or nuestro: si desea usted unirse a la expedici�n del Abraham Lincoln, el gobierno de la Uni�n ver�a con agrado que Francia estuviese representada por usted en esta em­presa. El comandante Farragut tiene un camarote a su dis­posici�n.

Muy cordialmente le saluda

 

  J. B. Hobson,

Secretario de la Marina.�

 

 

3. Como el se�or guste

 

Tres segundos antes de la recepci�n de la carta de J. B. Hobson, estaba yo tan lejos de la idea de perseguir al unicor­nio como de la de buscar el paso del Noroeste. Tres segundos despu�s de haber le�do la carta del honorable Secretario de la Marina, hab�a comprendido ya que mi verdadera voca­ci�n, el �nico fin de mi vida, era cazar a ese monstruo in­quietante y liberar de �l al mundo.

Sin embargo, acababa de regresar de un penoso viaje y me sent�a cansado y �vido de reposo. Mi �nica aspiraci�n era la de volver a mi pa�s, a mis amigos y a mi peque�o alojamien­to del jard�n de Plantas con mis queridas y preciosas colec­ciones. Pero nada pudo retenerme. Lo olvid� todo, fatigas, amigos, colecciones y acept� sin m�s reflexi�n la oferta del gobierno americano.

�Adem�s ‑pens�‑ todos los caminos llevan a Europa y el unicornio ser� lo bastante amable como para llevarme hacia las costas de Francia. El digno animal se dejar� atrapar en los mares de Europa, en aras de mi conveniencia personal, y no quiero dejar de llevar por lo menos medio metro de su ala­barda al Museo de Historia Natural.�

Pero, mientras tanto, deb�a buscar al narval por el norte del Pac�fico, lo que para regresar a Francia significaba tomar el camino de los ant�podas.

‑�Conseil! ‑grit�, impaciente.

Conseil era mi dom�stico, un abnegado muchacho que me acompa�aba en todos mis viajes; un buen flamenco por quien sent�a yo mucho cari�o y al que �l correspond�a so­bradamente; un ser flem�tico por naturaleza, puntual por principio, cumplidor de su deber por costumbre y poco sen­sible a las sorpresas de la vida. De gran habilidad manual, era muy apto para todo servicio. Y a pesar de su nombre1[L3] , jam�s daba un consejo, incluso cuando no se le ped�a que lo diera.

El roce continuo con los sabios de nuestro peque�o mun­do del jard�n de Plantas hab�a llevado a Conseil a adquirir ciertos conocimientos. Ten�a yo en �l un especialista muy docto en las clasificaciones de la Historia Natural. Era capaz de recorrer con una agilidad de acr�bata toda la escala de las ramificaciones, de los grupos, de las clases, de las subcla­ses, de los �rdenes, de las familias, de los g�neros, de los subg�neros, de las especies y de las variedades. Pero su cien­cia se limitaba a eso. Clasificar, tal era el sentido de su vida, y su saber se deten�a ah�. Muy versado en la teor�a de la clasifi­caci�n, lo estaba muy poco en la pr�ctica, hasta el punto de que no era capaz de distinguir, as� lo creo, un cachalote de una ballena. Y sin embargo, �cu�n digno y buen muchacho era!

Desde hac�a diez a�os, Conseil me hab�a seguido a todas partes donde me llevara la ciencia. jam�s le hab�a o�do una queja o un comentario sobre la duraci�n o la fatiga de un viaje, ni una objeci�n a hacer su maleta para un pa�s cual­quiera, ya fuese la China o el Congo, por remoto que fuera. Se pon�a en camino para un sitio u otro sin hacer la menor pregunta.

Gozaba de una salud que desafiaba a todas las enfermeda­des. Ten�a unos s�lidos m�sculos y carec�a de nervios, de la apariencia de nervios, moralmente hablando, se entiende.

Ten�a treinta a�os, y su edad era a la m�a como quince es a veinte. Se me excusar� de indicar as� que yo ten�a cuarenta a�os.

Conseil ten�a tan s�lo un defecto. Formalista empederni­do, nunca se dirig�a a m� sin utilizar la tercera persona, lo que me irritaba bastante.

‑�Conseil! ‑repet�, mientras comenzaba febrilmente a ha­cer mis preparativos de partida.

Ciertamente, yo estaba seguro de un muchacho tan abne­gado. Generalmente no le preguntaba yo nunca si le conve­n�a o no seguirme en mis viajes, pero esta vez se trataba de una expedici�n que pod�a prolongarse indefinidamente, de una empresa arriesgada, en persecuci�n de un animal ca­paz de echar a pique a una fragata como si se tratara de una c�scara de nuez. Era para pensarlo, incluso para el hombre m�s impasible del mundo. �Qu� iba a decir Conseil?

‑�Conseil! ‑grit� por tercera vez.

Conseil apareci�.

‑�Me llamaba el se�or?

‑S�, muchacho. Prep�rame, prep�rate. Partimos dentro de dos horas.

‑Como el se�or guste -respondi� tranquilamente Con­seil.

‑No hay un momento que perder. Mete en mi ba�l todos mis utensilios de viaje, trajes, camisas, calcetines, lo m�s que puedas, y �date prisa!

‑�Y las colecciones del se�or?‑record� Conseil.

‑Nos ocuparemos luego de eso.

‑�C�mo! �El arquiotherium, el hyracotherium, el or�odon, el querop�tamo.y las dem�s osamentas del se�or!

‑Las dejaremos en el hotel.

‑�Y el babirusa vivo del se�or?

‑Lo mantendr�n durante nuestra ausencia. Voy a ordenar que nos env�en a Francia nuestro zoo.

‑�Es que no regresamos a Par�s?

‑S� .... naturalmente... ‑respond� evasivamente‑. Pero re­gresamos dando un rodeo.

‑El rodeo que el se�or quiera.

‑�Oh!, poca cosa. Un camino un poco menos directo, eso es todo. Viajaremos a bordo del Abraham Lincoln.

‑Como convenga al se�or ‑respondi� Conseil con la ma­yor placidez.

‑�Sabes, amigo m�o? Ver�s .... se trata del monstruo, del famoso narval... Vamos a librar de �l los mares... El autor de una obra en dos vol�menes sobre los Misterios de los gran­des fondos submarinos no pod�a sustraerse a la expedici�in del comandante Farragut. Misi�n gloriosa, pero... tambi�ri peligrosa. No se sabe ad�nde nos llevar� esto... Esos anima­les pueden ser muy caprichosos ... Pero iremos, de todos mo­dos. Con un comandante que no conoce el miedo.

‑Yo har� lo que haga el se�or ‑dijo Conseil.

‑Pi�nsalo bien, pues no quiero ocultarte que este viaje e, uno de esos de cuyo retorno no se puede estar seguro.

‑Como el se�or guste.

Un cuarto de hora m�s tarde, nuestro equipaje estaba pre­parado. Conseil lo hab�a hecho en un periquete, y yo ten�a la seguridad de que nada faltar�a, pues clasificaba las camisas y los trajes tan bien como los p�jaros o los mam�feros.

El ascensor del hotel nos deposit� en el gran vest�bulo de entresuelo. Descend� los pocos escalones que conduc�an a piso bajo y pagu� mi cuenta en el largo mostrador que estaba siempre asediado por una considerable muchedumbre. Di la orden de expedir a Par�s mis fardos de animales disecados y de plantas secas y dej� una cuenta suficiente para la manutenci�n del babirusa. Seguido de Conseil, tom� un coche.

El veh�culo, cuya tarifa por carrera era de veinte francos descendi� por Broadway hasta Union Square, sigui� luego por la Fourth Avenue hasta su empalme con Bowery Street, se adentr� por la Katrin Street y se detuvo en el muelle trige­simocuarto. All�, el Katrin ferry‑boat nos traslad�, hombres, caballos y coche, a Brooklyn, el gran anexo de Nueva York, situado en la orilla izquierda del r�o del Este, y en algunos minutos nos deposit� en el muelle en el que el Abraham Lin­coln vomitaba torrentes de humo negro por sus dos chime­neas.

Traslad�se inmediatamente nuestro equipaje al puente de la fragata. Me precipit� a bordo y pregunt� por el coman­dante Farragut. Un marinero me condujo a la toldilla y me puso en presencia de un oficial de agradable aspecto, que me tendi� la mano.

‑�El se�or Pierre Aronnax? ‑me pregunt�.

‑El mismo ‑respond�‑. �Comandante Farragut?

‑En persona. Bienvenido a bordo, se�or profesor. Tiene preparado su camarote.

Me desped� de �l, y, dej�ndole ocupado en dar las �rdenes para aparejar, me hice conducir al camarote que me hab�a sido reservado.

El Abraham Lincoln hab�a sido muy acertadamente elegi­do y equipado para su nuevo cometido. Era una fragata muy r�pida, provista de aparatos de caldeamiento que permit�an elevar a siete atm�sferas la presi�n del vapor. Con tal pre­si�n, el Abraham Lincoln pod�a alcanzar una velocidad me­dia de dieciocho millas y tres d�cimas por hora, velocidad considerable, pero insuficiente, sin embargo, para luchar contra el gigantesco cet�ceo.

El acondicionamiento interior de la fragata respond�a a sus cualidades n�uticas. Me satisfizo mucho mi camarote, situado a popa y contiguo al cuarto de los oficiales.

‑Aqu� estaremos bien‑dije a Conseil.

‑Tan bien, si me lo permite el se�or, como un bernardo en la concha de un buccino.

Dej� a Conseil ocupado en instalar convenientemente nuestras maletas y sub� al puente para seguir los preparati­vos de partida.

El comandante Farragut estaba ya haciendo largar las �l­timas amarras que reten�an al Abraham Lincoln al muelle de Brooklyn. As�, pues, hubiera bastado un cuarto de hora de retraso, o menos incluso, para que la fragata hubiese zar­pado sin m� y para perderme esta expedici�n extraordina­ria, sobrenatural, inveros�mil, cuyo ver�dico relato habr� de hallar sin duda la incredulidad de algunos.

El comandante Farragut no quer�a perder ni un d�a ni una hora en su marcha hacia los mares en que acababa de se�a­larse la presencia del animal. Llam� a su ingeniero.

‑�Tenemos suficiente presi�n? ‑le pregunt�.

‑S�, se�or ‑respondi� el ingeniero.

�Go ahead! ‑grit� el comandante Farragut.

Al recibo de la orden, transmitida a la sala de m�quinas por medio de aparatos de aire comprimido, los maquinistas accionaron la rueda motriz. Silb� el vapor al precipitarse por las correderas entreabiertas, y gimieron los largos pisto­nes horizontales al impeler a las bielas del �rbol. Las palas de la h�lice batieron las aguas con una creciente rapidez y el Abraham Lincoln avanz� majestuosamente en medio de un centenar de ferry‑boats y de tenders [L4] cargados de espectado­res, que lo escoltaban.

Los muelles de Brooklyn y de toda la parte de Nueva York que bordea el r�o del Este estaban tambi�n llenos de curio­sos. Tres hurras sucesivos brotaron de quinientas mil gar­gantas. Millares de pa�uelos se agitaron en el aire sobre la compacta masa humana y saludaron al Abraham Lincoln hasta su llegada a las aguas del Hudson, en la punta de esa alargada pen�nsula que forma la ciudad de Nueva York.

La fragata, siguiendo por el lado de New Jersey, la admirable orilla derecha del r�o bordeada de hotelitos, pas� entre los fuertes, que saludaron su paso con varias salvas de sus ca�ones de mayor calibre. El Abraham L�ncoln respondi� al saludo arriando e izando por tres veces el pabell�n norte­americano, cuyas treinta y nueve estrellas resplandec�an en su pico de mesana. Luego modific� su marcha para tomar el canal balizado que sigue una curva por la bah�a interior for­mada por la punta de Sandy Hook, y coste� esa lengua are­nosa desde la que algunos millares de espectadores lo acla­maron una vez m�s.

El cortejo de boats y tenders sigui� a la fragata hasta la al­tura del light‑boat, cuyos dos faros se�alan la entrada de los pasos de Nueva York. Al llegar a ese punto, el reloj marcaba las tres de la tarde. El pr�ctico del puerto descendi� a su ca­noa y regres� a la peque�a goleta que le esperaba. Se forza­ron las m�quinas y la h�lice bati� con m�s fuerza las aguas. La fragata coste� las orillas bajas y amarillentas de Long Is­land. A las ocho de la tarde, tras haber dejado al Noroeste el faro de Fire Island, la fragata surcaba ya a todo vapor las os­curas aguas del Atl�ntico.

 

4. Ned Land

 

El comandante Farragut era un buen marino, digno de la fragata que le hab�a sido confiada. Su nav�o y �l formaban una unidad, de la que �l era el alma.

No permit�a que la existencia del cet�ceo fuera discutida a bordo, por no abrigar la menor duda sobre la misma. Cre�a en �l como algunas buenas mujeres creen en el Leviat�n, por fe, no por la raz�n. Estaba tan seguro de su existencia como de que librar�a los mares de �l. Lo hab�a jurado. Era una es­pecie de caballero de Rodas, un Diosdado de Gozon en bus­ca de la serpiente que asolaba su isla. O el comandante Fa­rragut mataba al narval o el narval mataba al comandante Farragut. Ninguna soluci�n intermedia.

Los oficiales de a bordo compart�an la opini�n de su jefe. Hab�a que o�rles hablar, discutir, disputar, calcular las posi­bilidades de un encuentro y verles observar la vasta exten­si�n del oc�ano. M�s de uno se impon�a una guardia volun­taria, que en otras circunstancias hubiera maldecido, en los baos del juanete. Y mientras el sol describ�a su arco diurno, la arboladura estaba llena de marineros, como si el puente les quemara los pies, que manifestaban la mayor impacien­cia. Y eso que el Abraham Lincoln estaba todav�a muy lejos de abordar las aguas sospechosas del Pac�fico.

La tripulaci�n estaba, en efecto, impaciente por encontrar al unicornio, por arponearlo, izarlo a bordo y despedazarlo. Por eso vigilaba el mar con una escrupulosa atenci�n. El co­mandante Farragut hab�a hablado de una cierta suma de dos mil d�lares que se embolsar�a quien, fuese grumete o mari­nero, contramaestre u oficial, avistara el primero al animal. No hay que decir c�mo se ejercitaban los ojos a bordo del Abraham Lincoln.

Por mi parte, no le ced�a a nadie en atenci�n en las obser­vaciones cotidianas. La fragata hubiera podido llamarse muy justificadamente Argos. Conseil era el �nico entre todos que se manifestaba indiferente a la cuesti�n que nos apasio­naba y su actitud contrastaba con el entusiasmo general que reinaba a bordo.

Ya he dicho c�mo el comandante Farragut hab�a equipa­do cuidadosamente su nav�o, dot�ndolo de los medios ade­cuados para la pesca del gigantesco cet�ceo. No hubiera ido mejor armado un ballenero. Llev�bamos todos los ingenios conocidos, desde el arp�n de mano hasta los proyectiles de los trabucos y las balas explosivas de los arcabuces. En el cas­tillo se hab�a instalado un ca��n perfeccionado que se car­gaba por la rec�mara, muy espeso de paredes y muy estrecho de �nima, cuyo modelo debe figurar en la Exposici�n Uni­versal de 1867. Este magn�fico instrumento, de origen ame­ricano, enviaba sin dificultad un proyectil c�nico de cuatro kilos a una distancia media de diecis�is kil�metros.

El Abraham Lincoln no carec�a, pues, de ning�n medio de destrucci�n. Pero ten�a algo mejor a�n. Ten�a a Ned Land, el rey de los arponeros. Ned Land era un canadiense de una habilidad manual poco com�n, que no ten�a igual en su peli­groso oficio. Pose�a en grado superlativo las cualidades de la destreza y de la sangre fr�a, de la audacia y de la astucia. Muy maligna ten�a que ser una ballena, singularmente astuto de­b�a ser un cachalote, para que pudiera escapar a su golpe de arp�n.

Ned Land ten�a unos cuarenta a�os de edad. Era un hombre de elevada estatura -m�s de seis pies ingleses1[L5] ‑ y de robusta complexi�n. Ten�a un aspecto grave y era poco comunicativo, violento a veces y muy col�rico cuando se le contrariaba. Su persona llamaba la atenci�n, y sobre todo el poder de su mira­da que daba un singular acento a su fisonom�a.

Creo que el comandante Farragut hab�a estado bien inspi­rado al contratar a este hombre que, por su ojo y su brazo, val�a por toda la tripulaci�n. No puedo hallarle mejor com­paraci�n que la de un potente telescopio que fuese a la vez un ca��n.

Quien dice canadiense dice franc�s y, por poco comuni­cativo que fuese Ned Land, debo decir que me cobr� cierto afecto, atra�do quiz� por mi nacionalidad. Era para �l una ocasi�n de hablar, como lo era para m� de o�r, esa vieja len­gua de Rabelais todav�a en uso en algunas provincias cana­dienses. La familia del arponero era originaria de Quebec, y formaba ya una tribu de audaces pescadores en la �poca en que esa tierra pertenec�a a Francia.

Poco a poco, Ned se aficion� a hablar conmigo. A m� me gustaba mucho o�rle el relato de sus aventuras en los mares polares. Narraba sus lances de pesca y sus combates, con una gran poes�a natural. Sus relatos tomaban una forma �pica que me llevaba a creer estar oyendo a un Homero canadien­se cantando la Il�ada de las regiones hiperb�reas.

Describo ahora a este audaz compa�ero tal como lo co­nozco actualmente. Somos ahora viejos amigos, unidos por la inalterable amistad que nace y se cimenta en las pruebas dif�ciles. �Ah, mi buen Ned! S�lo pido vivir a�n cien a�os m�s para poder recordarte m�s tiempo.

�Cual era la opini�n de Ned Land sobre la cuesti�n del monstruo marino? Debo confesar que no cre�a apenas en el unicornio y que era el �nico a bordo que no compart�a la convicci�n general. Induso evitaba hablar del tema, sobre el que le abord� un d�a. Era el 30 de julio, es decir, a las tres se­manas de nuestra partida, y la fragata se hallaba a la altura del cabo Blanco, a treinta millas a sotavento de las costas de la Patagonia. Hab�amos pasado ya el tr�pico de Capricor­nio, y el estrecho de Magallanes se abr�a a menos de sete­cientas millas al sur. Antes de ocho d�as, el Abraham Lincoln se hallar�a en aguas del Pac�fico.

Hac�a una magn�fica tarde, y sentados en la toldilla habl�­bamos Ned Land y yo de unas y otras cosas, mientras mir�­bamos el mar misterioso cuyas profundidades han perma­necido hasta aqu� inaccesibles a los ojos del hombre. Llev� naturalmente la conversaci�n al unicornio gigantesco, y me extend� en consideraciones sobre las diversas posibilidades de �xito o de fracaso de nuestra expedici�n. Luego, al ver que Ned Land me dejaba hablar, le ataqu� m�s directamente.

‑�C�mo es posible, Ned, que no est� usted convencido de la existencia del cet�ceo que perseguimos? �Tiene usted ra­zones particulares para mostrarse tan incr�dulo?

El arponero me mir� durante algunos instantes antes de responder, se golpe� la frente con la mano, con un gesto que le era habitual, cerr� los ojos como para recogerse y dijo, al fin:

‑Quiz�, se�or Aronnax.

‑Sin embargo, Ned, usted que es un ballenero profesio­nal, usted que est� familiarizado con los grandes mam�feros marinos, usted cuya imaginaci�n deber�a aceptar f�cilmen­te la hip�tesis de cet�ceos enormes, parece el menos indica­do... deber�a ser usted el �ltimo en dudar, en semejantes cir­cunstancias.

‑Se equivoca, se�or profesor. Pase a�n que el vulgo crea en cometas extraordinarios que atraviesan el espacio o en la existencia de monstruos antediluvianos que habitan el inte­rior del globo, pero ni el astr�nomo ni el ge�logo admitir�n tales quimeras. Lo mismo ocurre con el ballenero. He perse­guido a muchos cet�ceos, he arponeado un buen n�mero de ellos, he matado a muchos, pero por potentes y bien arma­dos que estuviesen, ni sus colas ni sus defensas hubieran po­dido abrir las planchas met�licas de un vapor.

‑Y, sin embargo, Ned, se ha demostrado que el narval ha conseguido atravesar con su diente barcos de parte a parte.

‑Barcos de madera, quiz�, es posible, aunque yo no lo he visto nunca. As� que hasta no tener prueba de lo contrario, yo niego que las ballenas, los cachalotes o los unicornios puedan producir tal efecto.

‑Escuche, Ned...

‑No, se�or profesor, no. Todo lo que usted quiera, excep­to eso. �Quiz� un pulpo gigantesco?

‑A�n menos, Ned. El pulpo no es m�s que un molusco, y ya esto indica la escasa consistencia de sus carnes. Aunque tuviese quinientos pies de longitud, el pulpo, que no perte­nece a la rama de los vertebrados, es completamente inofen­sivo para barcos tales como el Scotia o el Abraham Lincoln. Hay que relegar al mundo de la f�bula las proezas de los kra­kens u otros monstruos de esa especie.

‑Entonces, se�or naturalista ‑pregunt� Ned Land con un tono ir�nico-, �persiste usted en admitir la existencia de un enorme cet�ceo?

‑S�, Ned, se lo repito con una conviccion que se apoya en la l�gica de los hechos. Creo en la existencia de un mam�fero, poderosamente organizado, perteneciente a la rama de los vertebrados, como las ballenas, los cachalotes o los delfines, y provisto de una defensa c�rnea con una extraordinaria fuerza de penetraci�n.

‑�Hum! ‑dijo el arponero, moviendo la cabeza con el ade­m�n de un hombre que no quiere dejarse convencer.

‑Y observe, mi buen canadiense, que si tal animal existe, si habita las profundidades del oc�ano, si frecuenta las capas l�quidas situadas a algunas millas por debajo de la superficie de las aguas, tiene que poseer necesariamente un organismo cuya solidez desaf�e a toda comparaci�n.

‑Y �por qu� un organismo tan poderoso? ‑pregunt� Ned. ‑Porque hace falta una fuerza incalculable para mante­nerse en las capas profundas y resistir a su presi�n.

‑�De veras? ‑dijo Ned, que me miraba con los ojos entre­cerrados.

‑Ciertamente, y algunas cifras se lo probar�n f�cilmente.

‑�Oh, las cifras! ‑replic� Ned‑. Se hace lo que se quiere con las cifras.

‑En los negocios, s�, Ned, pero no en matem�ticas. Escu­che. Admitamos que la presi�n de una atm�sfera est� repre­sentada por la presion de una columna de agua de treinta y dos pies de altura. En realidad, la altura de la columna ser�a menor, puesto que se trata de agua de mar cuya densidad es superior a la del agua dulce. Pues bien, cuando usted se su­merge, Ned, tantas veces cuantas descienda treinta y dos pies soportar� su cuerpo una presi�n igual a la de la atm�s­fera, es decir, de kilogramos por cada cent�metro cuadrado de su superficie. De ello se sigue que a trescientos veinte pies esa presi�n ser� de diez atm�sferas, de cien atm�sferas a tres mil doscientos pies, y de mil atm�sferas, a treinta y dos mil pies, es decir a unas dos leguas y media. Lo que equivale a decir que si pudiera usted alcanzar esa profundidad en el oc�ano, cada cent�metro cuadrado de la superficie de su cuerpo sufrir�a una presi�n de mil kilogramos. �Y sabe us­ted, mi buen Ned, cu�ntos cent�metros cuadrados tiene usted en superficie?

‑Lo ignoro por completo, se�or Aronnax.

‑Unos diecisiete mil, aproximadamente.

‑�Tantos? �De veras?

‑Y, como, en realidad, la presi�n atmosf�rica es un poco superior al peso de un kilogramo por cent�metro cuadrado, sus diecisiete mil cent�metros cuadrados est�n soportando ahora una presi�n de diecisiete mil quinientos sesenta y ocho kilogramos.

‑�Sin que yo me d� cuenta?

‑Sin que se d� cuenta. Si tal presi�n no le aplasta a usted es porque el aire penetra en el interior de su cuerpo con una presi�n igual. De ah� un equilibrio perfecto entre las presio­nes interior y exterior, que se neutralizan, lo que le permite soportarla sin esfuerzo. Pero en el agua es otra cosa.

‑S�, lo comprendo ‑respondi� Ned, que se mostraba m�s atento‑. Porque el agua me rodea y no me penetra.

-Exactamente, Ned. As�, pues, a treinta y dos pies por de­bajo de la superficie del mar sufrir�a usted una presi�n de diecisiete mil quinientos sesenta y ocho kilogramos; a tres­cientos veinte pies, diez veces esa presi�n, o sea, ciento se­tenta y cinco mil seiscientos ochenta kilogramos; a tres mil doscientos pies, cien veces esa presi�n, es decir, un mill�n setecientos cincuenta y seis mil ochocientos kilogramos; y a treinta y dos mil pies, mil veces esa presi�n, o sea diecisiete millones quinientos sesenta y ocho mil kilogramos. En una palabra, que se quedar�a usted planchado como si le sacaran de una apisonadora.

-�Diantre! ‑exclam� Ned.

‑Pues bien, mi buen Ned, si hay vertebrados de varios cen­tenares de metros de longitud y de un volumen proporcional que se mantienen a semejantes profundidades, con una su­perficie de millones de cent�metros cuadrados, calcule la presi�n que resisten en miles de millones de kilogramos. Calcule usted cu�l debe ser la resistencia de su armaz�n �sea y la potencia de su organismo para resistir a tales presiones.

‑Deben estar fabricados ‑respondi� Ned Land‑ con planchas de hierro de ocho pulgadas, como las fragatas aco­razadas.

‑Como usted dice, Ned. Piense ahora en los desastres que puede producir una masa semejante lanzada con la veloci­dad de un expreso contra el casco de un buque.

‑S� ... , en efecto .... tal vez ‑respondi� el canadiense, turba­do por esas cifras, pero sin querer rendirse.

‑Pues bien, �le he convencido?

‑Me ha convencido de una cosa, se�or naturalista, y es de que si tales animales existen en el fondo de los mares deben necesariamente ser tan fuertes como dice usted.

‑Pero si no existen, testarudo arponero, �c�mo se explica usted el accidente que le ocurri� al Scotia?

‑Pues ... porque... ‑dijo Ned, titubeando.

‑�Contin�e!

‑Pues, �porque... eso no es verdad! ‑respondi� el cana­diense, repitiendo, sin saberlo, una c�lebre respuesta de Arago.

Pero esta respuesta probaba la obstinaci�n del arponero y s�lo eso. Aquel d�a no le acos� m�s. El accidente del Scotia no era negable. El agujero exist�a, y hab�a habido que col­marlo. No creo yo que la existencia de un agujero pueda ha­llar demostraci�n m�s categ�rica. Ahora bien, ese agujero no se hab�a hecho solo, y puesto que no hab�a sido produci­do por rocas submarinas o artefactos submarinos, necesa­riamente ten�a que haberlo hecho el instrumento perforante de un animal.

Y en mi opini�n, y por todas las razones precedentemente expuestas, ese animal pertenec�a a la rama de los vertebra­dos, a la clase de los mam�feros, al grupo de los pisciformes, y, finalmente, al orden de los cet�ceos. En cuanto a la familia en que se inscribiera, ballena, cachalote o delf�n, en cuanto al g�nero del que formara parte, en cuanto a la especie a que hubiera que adscribirle, era una cuesti�n a elucidar poste­riormente. Para resolverla hab�a que disecar a ese monstruo desconocido; para disecarlo, necesario era apoderarse de �l; para apoderarse de �l, hab�a que arponearlo (lo que compe­t�a a Ned Land); para arponearlo, hab�a que verlo (lo que co­rrespond�a a la tripulaci�n), y para verlo hab�a que encon­trarlo (lo que incumb�a al azar).

 

 

5. �A la aventura!

 

Ning�n incidente marc� durante alg�n tiempo el viaje del Abraham Lincoln, aunque se present� una circunstancia que patentiz� la maravillosa habilidad de Ned Land y mos­tr� la confianza que pod�a depositarse en �l.

A lo largo de las Malvinas, el 30 de junio, la fragata entr� en comunicaci�n con unos balleneros norteamericanos, que nos informaron no haber visto al narval. Pero uno de ellos, el capit�n del Monroe, conocedor de que Ned Land se halla­ba a bordo del Abraham Lincoln, requiri� su ayuda para ca­zar una ballena que ten�an a la vista. Deseoso el comandante Farragut de ver en acci�n a Ned Land, le autoriz� a subir a bordo del Monroe. Y el azar fue tan propicio a nuestro cana­diense que en vez de una ballena arpone� a dos con un doble golpe, asest�ndoselo a una directamente en el coraz�n. Se apoder� de la otra despu�s de una persecuci�n de algunos minutos. Decididamente, si el monstruo llegaba a hab�rse­las con el arp�n de Ned Land, no apostar�a yo un c�ntimo por el monstruo.

La fragata corri� a lo largo de la costa sudeste de Am�rica con una prodigiosa rapidez. El 3 de julio nos hall�bamos a la entrada del estrecho de Magallanes, a la altura del cabo de las V�rgenes. Pero el comandante Farragut no quiso aden­trarse en ese paso sinuoso y maniobr� para doblar el cabo de Hornos, decisi�n que mereci� la un�nime aprobaci�n de lo tripulaci�n, ante la improbabilidad de encontrar al narval en ese angosto estrecho. Fueron muchos los marineros que opinaban que el montruo no pod�a pasar por �l, que �era de­masiado grande para eso�.

El 6 de julio, hacia las tres de la tarde, el Abraham Lincoln doblaba a quince millas al sur ese islote solitario, esa roca perdida en la extremidad del continente americano, al que los marinos holandeses impusieron el nombre de su ciudad natal, el cabo de Hornos. Se enderez� el rumbo al Noroeste y, al d�a siguiente, la h�lice de la fragata bat�a, al fin, las aguas del Pac�fico.

‑�Abre el ojo! �Abre el ojo! ‑repet�an los marineros del Abraham Lincoln.

Y los abr�an desmesuradamente. Los ojos y los catalejos, un poco deslumbrados, cierto es, por la perspectiva de los dos mil d�lares, no tuvieron un instante de reposo. D�a y no­che se observaba la superficie del oc�ano. Los nict�lopes, cuya facultad de ver en la oscuridad aumentaba sus posibili­dades en un cincuenta por ciento, jugaban con ventaja en la conquista del premio.

No era yo el menos atento a bordo, sin que me incitara a ello el atractivo del dinero. Conced�a tan s�lo algunos minu­tos a las comidas y algunas horas al sue�o para, indiferente al sol o a la lluvia, pasar todo mi tiempo sobre el puente. Unas veces inclinado sobre la batayola del castillo y otras apoyado en el coronamiento de popa, yo devoraba con �vi­da mirada la espumosa estela que blanqueaba el mar hasta el l�mite de la mirada. �Cu�ntas veces compart� la emoci�n del estado mayor y de la tripulaci�n cuando una caprichosa ba­llena elevaba su oscuro lomo sobre las olas! Cuando eso su­ced�a, se poblaba el puente de la fragata en un instante. Las escotillas vomitaban un torrente de marineros y oficiales, que, sobrecogidos de emoci�n, observaban los movimien­tos del cet�ceo. Yo miraba, miraba hasta agotar mi retina y quedarme ciego, lo que le hac�a decirme a Conseil, siempre flem�tico, en tono sereno:

‑Si el se�or forzara menos los ojos, ver�a mejor.

�Vanas emociones aquellas! El Abraham Lincoln modifi­caba su rumbo en persecuci�n del animal se�alado, que re­sultaba ser una simple ballena o un vulgar cachalote que pronto desaparec�an entre un concierto de imprecaciones.

El tiempo continuaba siendo favorable y el viaje iba trans­curriendo en las mejores condiciones. Nos hall�bamos en­tonces en la mala estaci�n austral, por corresponder el mes de julio de aquella zona al mes de enero en Europa, pero la mar se manten�a tranquila y se dejaba observar f�cilmente en un vasto per�metro.

Ned Land continuaba manifestando la m�s tenaz incre­dulidad, hasta el punto de mostrar ostensiblemente su de­sinter�s por el examen de la superficie del mar cuando no es­taba de servicio o cuando ninguna ballena se hallaba a la vista. Y, sin embargo, su maravillosa potencia visual nos hu­biera sido muy �til. Pero de cada doce horas, ocho por lo menos las pasaba el testarudo canadiense leyendo o dur­miendo en su camarote. M�s de cien veces le reconvine por su indiferencia.

‑�Bah! ‑respond�a‑, no hay nada, se�or Aronnax, y aun­que existiese ese animal, �qu� posibilidades tenemos de ver­lo, corriendo, como lo estamos haciendo, a la aventura? Se ha dicho que se vio a esa bestia en los altos mares del Pac�fi­co, lo que estoy dispuesto a admitir, pero han pasado ya m�s de dos meses desde ese hallazgo, y a juzgar por el tempera­mento de su narval no parece gustarle enmohecerse en los mismos parajes. Parece estar dotado de una prodigiosa faci­lidad de desplazamiento. Y usted sabe mejor que yo, se�or profesor, que la naturaleza no hace nada sin sentido; por eso, no habr�a dado a un animal lento por constituci�n la facultad de moverse r�pidamente si no tuviera la necesidad de utilizar esa facultad. Luego, si la bestia existe, debe estar ya lejos.

No sab�a yo qu� responder a tal argumentaci�n. Era evi­dente que �bamos a ciegas. Pero �c�mo podr�amos proceder de otro modo? Cierto que nuestras probabilidades eran muy limitadas. Pese a todo, nadie a bordo dudaba todav�a del �xi­to, y no hab�a un marinero dispuesto a apostar contra la pr�­xima aparici�n del narval.

El 20 de julio atravesamos el tr�pico de Capricornio a 1050 de longitud, y el 27 del mismo mes, el ecuador, por el meridiano 110. La fragata tom� entonces una m�s decidida direcci�n hacia el Oeste, hacia los mares centrales del Pac�fi­co. El comandante Farragut pensaba, con fundamento, que era mejor frecuentar las aguas profundas y alejarse de los continentes y de las islas, cuyas proximidades parec�a haber evitado siempre el animal, �sin duda porque no hab�a dema­siada agua para �l�, dec�a el contramaestre. La fragata pas�, pues, a lo largo de las islas Pomot�, Marquesas y Sandwich, cort� el tr�pico de C�ncer a 1320 de longitud y se dirigi� ha­cia los mares de China.

Por fin nos hall�bamos en el escenario de la �ltima apari­ci�n del monstruo. A partir de entonces puede decirse que ya no se viv�a a bordo. Los corazones lat�an furiosamente, incubando futuros aneurismas incurables. La tripulaci�n entera sufr�a una sobreexcitaci�n nerviosa de la que yo no podr�a dar una p�lida idea. No se com�a ni se dorm�a. Veinte veces al d�a, un error de apreciaci�n, una ilusi�n �ptica de alg�n marinero encaramado a una cofa, causaban un s�bito alboroto, y estas emociones, veinte veces repetidas, nos manten�an en un estado de eretismo demasiado violento para no provocar una pr�xima recesi�n. Y, en efecto, la reac­ci�n no tard� en producirse. Durante tres meses, tres meses de los que cada d�a duraba un siglo, el Abraham Lincoln sur­c� todos los mares septentrionales del Pac�fico, corriendo tras de las ballenas se�aladas, procediendo a bruscos cam­bios de rumbo, virando s�bitamente de uno a otro bordo, parando repentinamente sus m�quinas, forzando o redu­ciendo el vapor alternativamente, con riesgo de desnivelar su maquinaria, y sin dejar un punto inexplorado desde las costas del Jap�n a las de Am�rica. �Y nada! �Nada m�s que la inmensidad de las olas desiertas! Nada que se asemejara a un narval gigantesco, ni a un islote submarino, ni a un resto de naufragio, ni a un escollo fugaz ni a nada sobrenatural.

La previsible reacci�n a tanto entusiasmo bald�o se pro­dujo inevitablemente. El des�nimo se apoder� de todos y abri� una brecha a la incredulidad. Un nuevo sentimiento nos embarg� a todos, un sentimiento que se compon�a de tres d�cimas de verg�enza y siete d�cimas de furor. Hab�a que ser est�pidos para dejarse seducir por una quimera, y esta reflexi�n aumentaba nuestro furor. Las monta�as de ar­gumentos acumulados desde hac�a un a�o se derrumbaban lamentablemente. Cada uno pensaba ya �nicamente en des­quitarse, en las horas del sue�o y de las comidas, del tiempo que hab�a sacrificado tan est�pidamente.

Con la versatdidad inherente al esp�ritu humano, se pas� de un exceso al extremadamente opuesto. Los m�s fervien­tes partidarios de la empresa se convirtieron fatalmente en sus m�s ardientes detractores. La reacci�n subi� desde los fondos del nav�o, desde los puestos de los pa�oleros hasta los de la oficialidad, y, ciertamente, sin la muy particular obstinaci�n del capit�n Farragut, la fragata hubiese puesto definitivamente proa al Sur.

Sin embargo, no pod�a prolongarse mucho m�s tiempo esa b�squeda in�til. El Abraham Lincoln no ten�a nada que reprocharse, pues hab�a hecho todo lo posible por lograrlo. Nunca una tripulaci�n de un buque de la marina norteame­ricana hab�a dado m�s muestras de celo y de paciencia, y en ning�n caso pod�a imput�rsele la responsabilidad de fraca­so. Ya no quedaba m�s que regresar, y as� se le comunic� al comandante, quien se mantuvo firme en su intenci�n de persistir en su empe�o. Los marineros no ocultaron enton­ces su descontento, de lo que se resinti� el servicio, sin que ello quiera decir que se produjese una rebeli�n a bordo. Des­pu�s de un razonable per�odo de obstinaci�n, el comandan­te Farragut, al igual que Col�n en otro tiempo, pidi� tres d�as de paciencia. Si en ese plazo no apareciera el monstruo, el timonel dar�a tres vueltas de rueda y el Abraham Lincoln pondr�a rumbo a los mares de Europa.

Tal promesa fue hecha el 2 de noviembre, y tuvo por resul­tado inmediato reanimar a la abatida tripulaci�n. De nuevo volvi� a escrutarse el horizonte con la mayor atenci�n, em­pe�ados todos y cada uno en consagrarle esa �ltima mirada en la que se resume el recuerdo. Se apuntaron los catalejos al horizonte con una ansiedad febril. Era el supremo desaf�o al gigantesco narval, y �ste no pod�a razonablemente dejar de responder a esta convocatoria de �comparecencia�.

Transcurrieron los dos primeros d�as. El Abraham Lincoln navegaba a presi�n reducida. Se emplearon todos los medios posibles para llamar la atenci�n o para estimular la apat�a del animal, en el supuesto de que se hallase en aquellos parajes. Se echaron al mar, a la rastra, enormes trozos de tocino, para la mayor satisfacci�n de los tiburones, debo decirlo. Se echa­ron al agua varios botes para explorar en todas direcciones, en un amplio radio de acci�n, el mar en torno al Abraham Lincoln, dejado al pairo. Pero la noche del 4 de noviembre lle­g� sin que se hubiera desvelado el misterio submarino.

Al d�a siguiente, 5 de noviembre, expiraba a mediod�a el plazo de rigor. Tras fijar la posici�n, el comandante Farra­gut, fiel a su promesa, deb�a poner rumbo al Sudeste y aban­donar definitivamente las regiones septentrionales del Pa­c�fico.

La fragata se hallaba entonces a 310 15' de latitud Norte y 1360 42' de longitud Este. Las tierras del Jap�n distaban me­nos de doscientas millas a sotavento. Se acercaba ya la noche, acababan de dar las ocho. Grandes nubarrones velaban el disco lunar, entonces en su primer cuarto. La mar ondula­ba apaciblemente bajo la roda de la fragata. Yo me hallaba a proa, apoyado en la batayola de estribor. A mi lado, Consed miraba el horizonte. La tripulaci�n, encaramada a los oben­ques, escrutaba el horizonte que iba reduci�ndose y oscure­ci�ndose poco a poco. Los oficiales escudri�aban la crecien­te oscuridad con sus catalejos de noche. De vez en cuando el oscuro oc�ano resplandec�a fugazmente bajo un rayo de luna entre dos nubes. Luego, el rayo de luz se desvanec�a de nuevo en las tinieblas.

Observando a Conseil, cre� ver que el buen muchacho se hab�a dejado contagiar un poco del estado de �nimo gene­ral. Quiz� y por vez primera sus nervios vibraban bajo el sentimiento de la curiosidad.

‑Vamos, Conseil ‑le dije‑, �sta es la �ltima ocasi�n de embolsarse dos mil d�lares.

-Perm�tame el se�or decirle que en ning�n momento he contado con esa prima, y que aunque se hubieran ofrecido cien mil d�lares no por eso se hubiera visto m�s pobre el go­bierno de la Uni�n.

-Tienes raz�n, Conseil. Despu�s de todo, es una est�pi­da aventura, y nos hemos lanzado a ella con una excesiva li­gereza. �Cu�nto tiempo perdido y cu�ntas emociones in�ti­les! �Pensar que hace ya seis meses que pod�amos estar en Francia!

‑En la casa del se�or, en el museo del se�or. Y yo tendr�a ya clasificados los f�siles del se�or. El babirusa del se�or es­tar�a ya instalado en su jaula del jard�n de Plantas, y ser�a la atracci�n de todos los curiosos de la capital.

‑As� es, Conseil. Y lo que es m�s, as� me lo temo, la gente va a burlarse de nosotros.

‑En efecto ‑respondi� muy tranquilamente Conseil‑. Creo que van a burlarse del se�or. Y �puedo permitirme decir que ... ?

‑Puedes permit�rtelo, Conseil.

‑Pues bien, que el se�or se lo tiene merecido.

‑�De veras?

‑Cuando se tiene el honor de ser un sabio como el se�or, no se puede exponer uno a...

Conseil no pudo acabar su frase. En medio del silencio, se oy� una voz. La de Ned Land. Y la voz de Ned Land gritaba:

‑ �Oh�! �La cosa en cuesti�n, a sotavento, al trav�s!

 

 

6. A todo vapor

 

Al o�r este grito, toda la tripulaci�n se precipit� hacia el arponero; comandante, oficiales, contramaestres, marine­ros, grumetes y hasta los ingenieros, que dejaron sus m�qui­nas, y los fogoneros, que abandonaron sus puestos. Se hab�a dado la orden de parar, y la fragata ya no se desplazaba m�s que por su propia inercia.

Tan profunda era ya la oscuridad que yo me preguntaba c�mo hab�a podido verlo el canadiense, por buenos que fue­sen sus ojos. Mi coraz�n lat�a hasta romperse.

Pero Ned Land no se hab�a equivocado, y todos pudimos advertir el objeto que su mano indicaba. A unos dos cables del Abraham Lincoln y por estribor, el mar parec�a estar ilu­minado por debajo. No era un simple fen�meno de fosfo­rescencia ni cab�a enga�arse. El monstruo, sumergido a al­gunas toesas [L6]  de la superficie, proyectaba ese inexplicable pero muy intenso resplandor que hab�an mencionado los informes de varios capitanes. La magn�fica irradiaci�n deb�a ser producida por un agente de gran poderluminoso. La luz describ�a sobre el mar un inmenso �valo muy alargado, en cuyo centro se condensaba un foco ardiente cuyo irresis­tible resplandor se iba apagando por degradaciones suce­sivas.

‑No es m�s que una aglomeraci�n de mol�culas fosfores­centes ‑exclam� uno de los oficiales.

‑No, se�or ‑repliqu� con convicci�n‑. Ni las folas ni las salpas son capaces de producir una luminosidad tan fuerte. Ese resplandor es de naturaleza el�ctrica... Adem�s, �mire, mire c�mo se desplaza! �Se mueve hacia adelante y hacia atr�s! �Se precipita hacia nosotros!

Un grito un�nime surgi� de la fragata.

‑�Silencio! ‑grit� el comandante Farragut‑. �Ca�a a bar­lovento, toda! �M�quina atr�s!

Los marineros se precipitaron hacia la ca�a del tim�n y los ingenieros hacia sus m�quinas. El Abraham Lincoln, aba­tiendo a babor, describi� un semic�rculo.

‑�A la v�a el tim�n! �M�quina avante! ‑grit� el comandan­te Farragut.

Ejecutadas estas �rdenes, la fragata se alej� r�pidamente del foco luminoso. Digo mal, quiso alejarse, hubiera debido decir, pues la bestia sobrenatural se le acerc� con una veloci­dad dos veces mayor que la suya.

Jade�bamos, sumidos en el silencio y la inmovilidad, m�s por el estupor que por el p�nico. El animal se nos acercaba con facilidad. Dio luego una vuelta a la fragata cuya marcha era entonces de catorce nudos y la envolvi� en su resplandor el�ctrico como en una polvareda luminosa. Se alej� despu�s a unas dos o tres millas, dejando una estela fosforescente comparable a los torbellinos de vapor que exhala la locomo­tora de un expreso. De repente, desde los oscuros l�mites del horizonte, a los que hab�a ido a buscar impulso, el monstruo se lanz� hacia el Abraham Lincoln con una impresionante rapidez, se detuvo bruscamente a unos veinte pies de sus cintas, y se apag�, no abism�ndose en las aguas, puesto que su resplandor no sufri� ninguna degradaci�n, sino s�bitamente y como si la fuente de su brillante efluvio se hubiera extinguido de repente. Luego reapareci� al otro lado del na­v�o, ya fuera por haber dado la vuelta en torno al mismo o por haber pasado por debajo de su casco. En cualquier mo­mento pod�a producirse una colisi�n de nefastos efectos para nosotros.

Las maniobras de la fragata me sorprendieron. En vez de atacar, hu�a. El barco que hab�a venido en persecuci�n del monstruo se ve�a perseguido. Como preguntara la raz�n de esa inversi�n de papeles, el comandante Farragut, cuyo ros­tro tan impasible de ordinario reflejaba entonces un asom­bro infinito, me dijo:

‑Se�or Aronnax, ignoro c�mo es el ser formidable con que tengo que hab�rmelas, y no quiero poner en peligro im­prudentemente a mi fragata en medio de esta oscuridad. Adem�s, �c�mo atacar a lo desconocido?, �c�mo defenderse? Esperemos la luz del d�a y entonces los papeles cambiar�n.

‑�Le queda alguna duda, comandante, sobe la naturaleza del animal?

‑No, se�or, es evidentemente un narval gigantesco, pero es tambi�n un narval el�ctrico.

‑Quiz� ‑dije‑ si emite descargas el�ctricas sea tan ina­bordable como un gimnoto o un torpedo.

‑Posiblemente ‑respondi� el comandante‑, y si posee en s� una potencia fulminante debe ser el animal m�s terri­ble que haya salido nunca de las manos del Creador. Por eso, hay que ser prudentes.

Toda la tripulaci�n permaneci� en pie durante la noche, sin que nadie pensara en dormir. No pudiendo competir en velocidad, el Abraham Lincoln hab�a moderado su marcha. Por su parte, el narval, imitando a la fragata, se dejaba mecer por las olas y parec�a decidido a no abandonar el escenario de la lucha.

Sin embargo, hacia medianoche desapareci�, o, por em­plear una expresi�n m�s adecuada, se �apag� como una luci�rnaga. �Habr�a huido? Cab�a temer m�s que esperar que as� fuera. Pero, a la una menos siete minutos, pudimos o�r un silbido ensordecedor, semejante al producido por una co­lumna de agua exhalada con una extrema violencia.

El comandante Farragut, Ned Land y yo est�bamos en ese momento en la toldilla, escrutando �vidamente las profun­das tinieblas.

‑Ned Land, �ha o�do usted a menudo el rugido de las ba­llenas? ‑pregunt� el comandante.

‑Muchas veces, senor, pero nunca el de una ballena cuyo hallazgo me haya valido dos mil d�lares.

‑En efecto, se ha ganado usted la prima. Pero, d�game, �no es �se el ruido que hacen los cet�ceos al exhalar el agua por sus espir�culos?

‑El mismo ruido, se�or, con la diferencia de que el que acabamos de o�r es incomparablemente m�s fuerte, No hay error posible, es un cet�ceo lo que tenemos ante nosotros. Y con su permiso, se�or ‑a�adi� el arponero‑, ma�ana al despuntar el d�a le diremos dos palabras a nuestro vecino.

‑Si es que est� de humor para escucharle, se�or Land ‑dije con un tono de escasa convicci�n.

‑Que pueda yo acercarme a cuatro largos de arp�n ‑re­plic� el canadiense‑ y ver� usted si se siente obligado a escu­charme.

‑Para acercarse a �l ‑dijo el comandante‑ supongo que tendr� que poner una ballenera a su disposici�n.

‑Claro est�.

‑Lo que significar� poner en juego la vida de mis hom­bres.

‑Y la m�a ‑respondi� el arponero, con la mayor simplici­dad.

Hacia las dos de la ma�ana reapareci� con no menor in­tensidad el foco luminoso, a unas cinco millas a barlovento del Abraham Lincoln. A pesar de la distancia y de los rui­dos del viento y del mar, se o�an claramente los formidables coletazos del animal y hasta su jadeante y poderosa respira­ci�n. Se dir�a que en el momento en que el enorme narval as­cend�a a la superficie del oc�ano para respirar, el aire se pre­cipitaba en sus pulmones como el vapor en los vastos cilindros de una m�quina de dos mil caballos.

��Hum!, una ballena con la fuerza de un regimiento de ca­baller�a ser�a ya una se�ora ballena�, pens�.

Permanecimos alertas hasta el alba. Se iniciaron los pre­parativos de combate. Se dispusieron los aparejos de pesca a lo largo de las bordas. El segundo de a bordo hizo cargar las piezas que lanzan un arp�n a una distancia de una milla y las que disparan balas explosivas cuyas heridas son morta­les hasta para los m�s poderosos animales. Ned Land se ha­b�a limitado a aguzar su arp�n, que en sus manos se conver­tia en un arma terrible.

A las seis comenz� a despuntar el d�a, y con las primeras luces del alba desapareci� el resplandor el�ctrico del narval. A las siete era ya de d�a, pero una bruma matinal muy espe­sa, impenetrable para los mejores catalejos, limitaba consi­derablemente el horizonte, ante la c�lera y la decepci�n de todos.

Sub� hasta la cofa de mesana. Algunos oficiales estaban ya encaramados en lo alto de los m�stiles.

De repente, y al igual que en la v�spera, se oy� la voz de Ned Land:

‑�La cosa en cuesti�n por babor, atr�s!

Todas las miradas convergieron en la direcci�n indicada. A una milla y media de la fragata, un largo cuerpo negruzco emerg�a de las aguas en un metro, aproximadamente. Su cola, violentamente agitada, produc�a un considerable re­molino. Jam�s aparato caudal alguno hab�a batido el mar con tal violencia. Un inmenso surco de blanca espuma des­crib�a una curva alargada que marcaba el paso del animal.

La fragata se aproxim� al cet�ceo, y pude observarlo con tranquilidad. Los informes del Shannon y del Helvetia hab�an exagerado un poco sus dimensiones. Yo estim� su longitud en unos doscientos cincuenta pies tan s�lo. En cuanto a su grosor, no era f�cil apreciarlo, pero, en suma, el animal me pareci� admirablemente proporcionado en sus tres dimensiones.

Mientras observaba aquel ser fenomenal, vi c�mo lanzaba dos chorros de agua y de vapor por sus espir�culos hasta una altura de unos cuarenta metros. Eso me revel� su modo de respiraci�n, y me permiti� concluir definitivamente que per­tenec�a a los vertebrados, clase de los mam�feros, subclase de los monodelfos, grupo de los pisciformes, orden de los cet�­ceos, familia ... En este punto no pod�a pronunciarme todav�a. El orden de los cet�ceos comprende tres familias: las ballenas, los cachalotes y los delfines, y es en esta �ltima en la que se inscriben los narvales. Cada una de estas familias se divide en varios g�neros, cada g�nero en especies y cada especie en va­riedades. Variedad, especie, g�nero y familia me faltaban a�n pero no dudaba yo de que llegar�a a completar mi clasifica­ci�n, con la ayuda del cielo y del comandante Farragut.

La tripulaci�n esperaba impaciente las �rdenes de su jefe Tras haber observado atentamente al animal, el comandante llam� al ingeniero, quien se present� inmediatamente.

‑�Tiene suficiente presi�n? ‑le pregunt� el comandante.

‑S�, se�or ‑respondi� el ingeniero.

‑Bien, refuerce entonces la alimentaci�n, y a toda m�quina.

Tres hurras acogieron la orden. Hab�a sonado la hora del combate. Unos instantes despu�s, la dos chimeneas de la fra­gata vomitaban torrentes de humo negro y el puente se mo­v�a con la trepidaci�n de las calderas.

Impelido hacia adelante por su potente h�lice, el Abraham Lincoln se dirigi� frontalmente hacia el animal. �ste le dej� aproximarse, indiferente, hasta medio cable de distancia, tras lo cual se alej� sin prisa, limit�ndose a mantener su dis­tancia sin tomarse la molestia de sumergirse.

La persecuci�n se prolong� as� durante tres cuartos de hora, aproximadamente, sin que la fragata consiguiera ga­narle al cet�ceo m�s de dos toesas. Era evidente que con esa marcha la fragata no le alcanzar�a nunca.

El comandante Farragut se mesaba con rabia su frondosa perilla.

‑ �Ned Land! ‑grit�.

Acudi� a la orden el canadiense.

‑�Me aconseja todav�a que eche mis botes al mar?

-No, se�or ‑respondi� Ned Land-, pues esa bestia no se dejar� atrapar si no quiere.

‑�Qu� hacer entonces?

‑Forzar las m�quinas si es posible. Si usted me lo permite, yo voy a instalarme en los barbiquejos del baupr�s y si con­seguimos acercarnos a tiro de arp�n, lo arponear�.

‑De acuerdo, Ned, h�galo ‑respondi� el comandante Fa­rragut-. �Ingeniero ‑grit�‑, aumente la presi�n!

Ned Land se dirigi� a su puesto. Se forzaron las m�quinas. La h�lice comenz� a girar a cuarenta y tres revoluciones por minuto. El vapor se escapaba por las v�lvulas. Lanzada la co­rredera, se comprob� que el Abraham L�ncoln hab�a alcan­zado una velocidad de dieciocho millas y cinco d�cimas por hora.

Pero el maldito animal corr�a tambi�n a dieciocho millas y cinco d�cimas por hora.

Durante una hora a�n, la fragata se mantuvo a esa veloci­dad, sin conseguir ganarle una toesa al animal, lo que era particularmente humillante para uno de los m�s r�pidos na­v�os de la marina norteamericana. Una ira sorda embarg� a la tripulaci�n, que injuriaba al monstruo, sin que �ste se dig­nara responder. El comandante Farragut no se retorc�a ya la perilla, se la com�a.

El ingeniero se vio convocado de nuevo.

‑�Ha llegado usted al m�ximo de presi�n? ‑le pregunt� el comandante.

‑S�, se�or ‑respondi� el ingeniero.

‑�Y est�n cargadas las v�lvulas?

‑A seis atm�sferas y media.

‑Pues c�rguelas a diez atm�sferas.

Una orden bien norteamericana, ciertamente. No se hu­biera llegado m�s all� en el Mississippi en las competiciones de velocidad a que se entregan los vapores fluviales.

‑Conseil ‑dije a mi buen sirviente, que se hallaba a mi lado‑, �te das cuenta de que muy probablemente vamos a saltar por los aires?

‑Como el se�or guste ‑respondi� Conseil.

Pues bien, debo confesar que, en mi excitaci�n, no me im­portaba correr ese riesgo.

Se cargaron las v�lvulas, se reforz� la alimentaci�n de car­b�n y se activ� el funcionamiento de los ventiladores sobre el fuego. Aument� la velocidad del Abraham Lincoln hasta el punto de hacer temblar a los m�stiles sobre sus carlingas. Las chimeneas eran demasiado estrechas para dar salida a las espesas columnas de humo. Se ech� nuevamente la corre­dera.

‑�Y bien, timonel? ‑pregunt� el comandante Farragut.

‑Diecinueve millas y tres d�cimas, se�or.

‑�Forzad los fuegos!

El ingeniero obedeci�. El man�metro marc� diez atm�s­feras.

Pero el cet�ceo acompas� nuevamente su velocidad a la del barco, a la de diecinueve millas y tres d�cimas.

�Qu� persecuci�n! No, imposible me es describir la emo­ci�n que hac�a vibrar todo mi ser.

Ned Land se manten�a en su puesto, preparado para lan­zar su arp�n.

En varias ocasiones, el animal se dej� aproximar.

‑�Le ganamos terreno! ‑grit� el canadiense. ,

Pero en el momento en que se dispon�a al lanzamiento de su arp�n, el cet�ceo se alejaba, con una rapidez que no puedo por menos de estimar en unas treinta millas por hora. Y en alguna ocasi�n se permiti� incluso ridiculizar a la fra­gata, impulsada al m�ximo de velocidad por sus m�quinas, dando alguna que otra vuelta en torno suyo, lo que arranc� un grito de furor de todos nosotros.

A mediod�a nos hall�bamos, pues, en la misma situaci�n que a las ocho de la ma�ana.

El comandante Farragut se decidi� entonces por el recur­so a m�todos m�s directos.

‑�Ah! ‑exclam�‑. Ese animal es m�s r�pido que el Abra­ham Lincoln. Pues bien, vamos a ver si es m�s r�pido tarn­bi�n que nuestros obuses. �Contramaestre, artilleros a la ba­ter�a de proa!

Inmediatamente se procedi� a cargar y a apuntar el ca��n de proa. Efectuado el primer disparo, el ob�s pas� a algunos pies por encima del cet�ceo, que se manten�a a media milla de distancia.

‑�Otro con mejor punter�a! ‑grit� el comandante‑. �Quinientos d�lares a quien sea capaz de atravesar a esa bestia in­fernal!

Un viejo artillero de barba canosa ‑me parece estar vi�ndolo ahora con una expresi�n fr�a y tranquila en su semblante‑ se acerc� a la pieza, la situ� en posici�n y la apunt� durante largo tiempo. La fuerte detonaci�n fue se­guida casi inmediatamente de los hurras de la tripulaci�n. El ob�s hab�a dado en el blanco, pero no normalmente, pues tras golpear al animal se hab�a deslizado por su super­ficie redondeada y se hab�a perdido en el mar a unas dos millas.

‑�Ah!, �no es posible! ‑exclam�, rabioso, el viejo artille­ro‑. �Ese maldito est� blindado con planchas de seis pulga­das!

‑�Maldici�n! ‑exclam� el comandante Farragut.

La persecuci�n recomenz�, y el comandante Farragut, cerni�ndose sobre m�, me dijo‑

‑�Voy a perseguir a ese animal hasta que estalle mi fra­gata!

‑S� ‑respond�‑, tiene usted raz�n.

Pod�a esperarse que el animal se agotara, que no fuera in­diferente a la fatiga como una m�quina de vapor. Pero no fue as�. Transcurrieron horas y horas sin que diera ninguna se­�al de fatiga.

Hay que decir en honor del Abraham Lincoln que luch� con una infatigable tenacidad. No estimo en menos de qui­nientos kil�metros la distancia que recorri� nuestro barco durante aquella desventurada jornada del 6 de noviembre, hasta la llegada de la noche que sepult� en sus sombras las agitadas aguas del oc�ano.

En aquel momento cre� llegado el fin de nuestra expedi­ci�n, al pensar que nunca m�s habr�amos de ver al fant�stico animal. Pero me equivocaba.

A las diez horas y cincuenta minutos de la noche, reapare­ci� la claridad el�ctrica a unas tres millas a barlovento de la fragata, con la misma pureza e intensidad que en la noche anterior. El narval parec�a inm�vil. �Tal vez, vencido por la fatiga, dorm�a, entregado a la ondulaci�n de las olas? El co­mandante Farragut resolvi� aprovechar la oportunidad que crey� ver en esa actitud del animal, y dio las �rdenes en con­secuencia. El Abraham Lincoln se acerc� a �l despacio, pru­dentemente, para no sobresaltar a su adversario.

No es raro encontrar en pleno oc�ano a las ballenas sumi­das en un profundo sue�o, ocasi�n que es aprovechada con �xito por sus cazadores. Ned Land hab�a arponeado a m�s de una en tal circunstancia.

El canadiense volvi� a instalarse en los barbiquejos del baupr�s.

La fragata se acerc� silenciosamente, par� sus m�quinas a unos dos cables del animal y continu� avanzando por su fuerza de inercia. Todo el mundo a bordo conten�a la respi­raci�n. El silencio m�s profundo reinaba sobre el puente. Est�bamos ya tan s�lo a unos cien pies del foco ardiente, cuyo resplandor aumentaba deslumbrantemente.

Inclinado sobre la batayola de proa ve�a yo por debajo de m� a Ned Land, quien, asido de una mano al moco del bau­pr�s, bland�a con la otra su terrible arp�n. Apenas veinte pies le separaban ya del animal inm�vil.

De repente, Ned Land despleg� violentamente el brazo y lanz� el arp�n. O� el choque sonoro del arma, que parec�a haber golpeado un cuerpo duro.

La claridad el�ctrica se apag� s�bitamente. Dos enormes trombas de agua se abatieron sobre el puente de la fragata y corrieron como un torrente de la proa a la popa, derribando a los hombres y rompiendo las trincas del maderamen. Se produjo un choque espantoso y, lanzado por encima de la batayola, sin tiempo para agarrarme, fui precipitado al mar.

 

 

7. Una ballena de especie desconocida

 

La sorpresa causada por tan inesperada ca�da no me priv� de la muy clara impresi�n de mis sensaciones.

La ca�da me sumergi� a una profundidad de unos veinte pies. Sin pretender igualarme a Byron y a Edgar Poe, que son maestros de nataci�n, creo poder decir que soy buen nada­dor. Por ello la zambullida no me hizo perder la cabeza, y dos vigorosos taconazos me devolvieron a la superficie del mar. Mi primer cuidado fue buscar con los ojos la fragata. �Se habr�a dado cuenta la tripulaci�n de mi desaparici�n? �Habr�a virado de bordo el Abraham Lincoln? �Habr�a bota­do el comandante Farragut una embarcaci�n en mi b�sque­da? �Pod�a esperar mi salvaci�n?

Profundas eran las tinieblas. Entrev� una masa negra que desaparec�a hacia el Este y cuyas luces de posici�n iban desapareciendo en la lejan�a. Era la fragata. Me sent� perdido.

‑�Socorro! �Socorro! ‑grit�, mientras nadaba desespera­damente hacia el Abraham Lincoln, embarazado por mis ro­pas que, pegadas a mi cuerpo por el agua, paralizaban mis movimientos. Me iba abajo... Me ahogaba.

‑�Socorro!

Fue el �ltimo grito que exhal�. Mi boca se llen� de agua. Me debat�a, succionado por el abismo.

De pronto me sent� asido por una mano vigorosa que me devolvi� violentamente a la superficie, y o�, s�, o� estas pala­bras pronunciadas a mi o�do:

‑Si el se�or fuera tan amable de apoyarse en mi hombro, nadar�a con m�s facilidad.

Mi mano se asi� del brazo de mi fiel Conseil.

‑�T�! �Eres t�!

‑Yo mismo ‑respondi�‑, a las �rdenes del se�or.

‑�Te precipit� el choque al mar al mismo tiempo que a m�?

‑No. Pero como estoy al servicio del se�or, segu� al se�or.

El buen muchacho encontraba eso natural.

‑�Y la fragata?

‑�La fragata! ‑respondi� Conseil, volvi�ndose de espal­das‑. Creo que el se�or har� bien en no contar con ella.

‑�C�mo dices?

‑Digo que en el momento en que me arroj� al mar, o� que los timoneles gritaban: ��Se han roto la h�lice y el tim�n!�.

‑�Rotos?

‑S�; destrozados por el diente del monstruo. Es la �nica aver�a, creo yo, que ha sufrido el Abraham Lincoln. Pero des­graciadamente para nosotros es una aver�a que le impide go­bernarse.

‑Entonces estamos perdidos.

‑Posiblemente ‑respondi� Conseil, con la mayor tran­quilidad‑. Pero a�n tenemos unas cuantas horas por delan­te, y en unas horas pueden pasar muchas cosas.

La imperturbable sangre fr�a de Conseil me dio �nimos. Nad� con m�s vigor, pero, incomodado por mis ropas que me oprim�an como los cellos de un barril, ten�a grandes difi­cultades para sostenerme a flote. Conseil se dio cuenta.

‑Perm�tame el se�or hacerle una incisi�n.

Y con una navaja desgarr� mis ropas de arriba abajo en un r�pido movimiento. Luego me liber� de mis ropas con gran habilidad, mientras yo nadaba por los dos. A mi vez proced� a prestar id�ntico servicio a Conseil, y continuamos �navegando� uno junto al otro.

Nuestra situaci�n era terrible. Tal vez no se hubiera dado cuenta nadie de nuestra desaparici�n, y aunque no hubiera pasado inadvertida, la fragata, privada de gobierno, no po­dr�a venir en busca nuestra. �nicamente pod�amos contar con sus botes.

Partiendo de esta hip�tesis, Conseil razon� fr�amente e hizo un plan consecuente. �Qu� extraordinaria naturaleza la de este flem�tico muchacho, que se sent�a all� como en su casa!

Dado que nuestra �nica posibilidad de salvaci�n era la de ser recogidos por los botes del Abraham Lincoln, se decidi� que deb�amos organizarnos de suerte que pudi�ramos espe­rarlos el mayor tiempo posible. Yo resolv� entonces que divi­di�ramos nuestras fuerzas a fin de no agotarlas simult�nea­mente, y as� convinimos que uno de nosotros se mantendr�a inm�vil, tendido de espaldas, con los brazos cruzados y las piernas extendidas, mientras el otro nadar�a impuls�ndolo hacia adelante. Esta tarea de remolcador no deb�a prolon­garse m�s de diez minutos, y relev�ndonos as� podr�amos nadar durante varias horas y mantenernos incluso hasta el alba.

D�bil posibilidad, pero �la esperanza est� tan fuertemente enraizada en el coraz�n del hombre! Adem�s, �ramos dos. Y, por �ltimo, puedo afirmar, por improbable que esto parez­ca, que aunque tratara de destruir en m� toda ilusi�n, aun­que me esforzara por desesperar, no pod�a conseguirlo.

La colisi�n de la fragata y del cet�ceo se hab�a producido hacia las once de la noche. Calcul�, pues, que deb�amos na­dar durante unas ocho horas hasta la salida del sol. Opera­ci�n rigurosamente practicable con nuestro sistema de rele­vos. El mar, bastante bonancible, nos fatigaba poco. A veces trataba yo de penetrar con la mirada las espesas tinieblas que tan s�lo romp�a la fosforescencia provocada por nues­tros movimientos. Miraba esas ondas luminosas que se des­hac�an en mis manos y cuya capa espejeante formaba como una pel�cula de tonalidades l�vidas. Se hubiera dicho que es­t�bamos sumergidos en un ba�o de mercurio.

Hacia la una de la ma�ana me sent�a ya totalmente exte­nuado, con los miembros r�gidos por el efecto de unos vio­lentos calambres. Conseil tuvo que sostenerme, y a partir de ese momento nuestra conservaci�n pes� exclusivamente so­bre �l. Pronto o� jadear al pobre muchacho. Su respiraci�n se torn� corta y r�pida, y eso me hizo comprender que no po­dr�a resistir ya mucho m�s tiempo.

‑�D�jame! �D�jame! ‑le dije.

‑�Abandonar al se�or! �Nunca! Antes me ahogar� yo. Me ahogar� antes que �l.

La luna apareci� en aquel momento, entre los bordes de una espesa nube que el viento impel�a hacia el Este. La su­perficie del mar riel� bajo sus rayos. La bienhechora luz rea­nim� nuestras fuerzas. Pude levantar la cabeza y escrutar el horizonte. Vi la fragata, a unas cinco millas de nosotros, como una masa oscura, apenas reconocible. Pero no hab�a ni un bote a la vista.

Quise gritar. ‑�Para qu�, a tal distancia! Mis labios hincha­dos no dejaron pasar ning�n sonido. Conseil pudo articular algunas palabras, y gritar repetidas veces:

‑�Socorro! �Socorro!

Suspendidos por un instante nuestros movimientos, es­cuchamos. Y quiz� fuera uno de esos zumbidos que en el o�do produce la sangre congestionada, pero me pareci� que un grito hab�a respondido al de Conseil.

‑�Has o�do? ‑murmur�.

-�S�! �S�!

Y Conseil lanz� al espacio otra llamada desesperada.

Ya no hab�a error posible. �Una voz humana estaba respondiendo a la nuestra! �Era la voz de alg�n infortunado abandonado en medio del oc�ano, la de otra v�ctima del choque sufrido por el nav�o? �O proven�a esa voz de un bote de la fragata, llam�ndonos en la oscuridad?

Conseil hizo un supremo esfuerzo y, apoy�ndose en mi hombro, mientras yo extra�a fuerzas de una �ltima convul­si�n, irgui� medio cuerpo fuera del agua sobre la que cay� en seguida, agotado.

‑�Has visto algo?

‑He visto... ‑murmur�‑, he visto .... pero no hablemos..., conservemos todas nuestras fuerzas ...

�Qu� pod�a haber visto? Entonces, no s� c�mo ni por qu�, me asalt� por vez primera el recuerdo del monstruo. Pero �y esa voz ... ? En estos tiempos los Jon�s no se refugian ya en el vientre de las ballenas.

Conseil comenz� a remolcarme. De vez en cuando levan­taba la cabeza, miraba ante s� y profer�a un grito de reconoci­miento al que respond�a la voz, cada vez m�s cercana. Yo ape­nas pod�a o�rla, llegado ya al l�mite de mis fuerzas. Notaba c�mo se me iban separando los dedos; mis manos no me obe­dec�an ya y me negaban un punto de apoyo; la boca, abierta convulsivamente, se llenaba de agua; el fr�o me invad�a hasta los huesos. Levant� la cabeza por �ltima vez y me hund�... En ese instante, choqu� con un cuerpo duro, y me agarr� a �l. Sent� c�mo me retiraban y me sacaban a la superficie. Mis pulmones se descongestionaron, y me desvanec�...

Pronto volv� en m�, gracias a unas vigorosas fricciones que recorrieron mi cuerpo. Entreabr� los ojos.

‑�Conseil! ‑murmur�.

‑�Llamaba el se�or? ‑dijo Conseil.

A la d�bil luz de la luna que descend�a por el horizonte vi una figura que no era la de Conseil y que reconoc� en seguida.

‑�Ned! ‑exclam�.

‑En persona, se�or, el mismo, que va corriendo tras de la prima ganada ‑respondi� el canadiense.

‑�Tambi�n le precipit� al mar el choque de la fragata?

‑S�, se�or profesor, pero m�s afortunado que usted, pude tomar pie casi inmediatamente sobre un islote flotante.

‑�Un islote?

‑O, por decirlo con m�s propiedad, sobre su narval gi­gantesco.

‑Expl�quese, Ned.

‑S�lo que pronto pude comprender por qu� mi arp�n no le hiri� y se mell� en su piel.

‑�Porqu�, Ned, porqu�?

‑Porque esta bestia, se�or profesor, est� hecha de acero.

Debo aqu� hacer acopio de mis impresiones, revivificar mis recuerdos y controlar mis propias aserciones.

Las �ltimas palabras del canadiense hab�an dado un vuel­co a mi cerebro. R�pidamente me ic� hasta la cima del ser o del objeto semisumergido que nos serv�a de refugio y la gol­pe� con el pie. Era evidentemente un cuerpo duro, impene­trable, y no la sustancia blanda que forma la masa de los grandes mam�feros marinos. Pero ese cuerpo duro pod�a ser un caparaz�n �seo semejante al de los animales antediluvia­nos, que me permitir�a clasificar al monstruo entre los repti­les anfibios, tales como las tortugas y los alig�tores.

Pues bien, no. El lomo negruzco que me soportaba era liso, bru�ido, sin imbricaciones. Respond�a a los golpes con una sonoridad met�lica, y, por incre�ble que fuera, parec�a estar hecho, qu� digo, estaba hecho con planchas atornilla­das.

La duda ya no era posible. El animal, el monstruo, el fen�­meno natural que hab�a intrigado al mundo cient�fico de todo el orbe y excitado y extraviado la imaginaci�n de los marinos de ambos hemisferios era, hab�a que reconocerlo, un fen�meno a�n m�s asombroso, un fen�meno creado por la mano del hombre.

El descubrimiento de la existencia del ser m�s fabuloso, del ser m�s mitol�gico, no habr�a podido sorprender tanto y entan alto grado a mi raz�n como el que acababa de hacer. Que lo prodigioso provenga del Creador, parece sencillo. Pero ha­llar de repente bajo los ojos lo imposible, misteriosa y huma­namente realizado, es algo que hace naufragar a la raz�n.

Y no hab�a vacilaci�n posible. Nos hall�bamos, efectiva­mente, tendidos sobre la superficie de una especie de barco submarino cuya forma, hasta donde pod�a juzgar por lo que de ella ve�a, era la de un enorme pez de acero. Ned Land te­n�a ya formada su opini�n al respecto, y Conseil y yo hubi­mos de compartirla con �l.

‑Pero, puesto que es as� ‑dije‑, este aparato contiene un mecanismo de locomoci�n y una tripulaci�n para manio­brarlo.

‑Evidentemente ‑respondi� el arponero‑, y sin embargo hace ya tres horas que habito esta isla flotante sin que su tri­pulaci�n haya dado todav�a se�ales de vida.

‑�Ha permanecido inm�vil durante todo este tiempo?

‑As� es, se�or Aronnax. Se deja mecer por las olas, sin ning�n otro movimiento.

‑Sin embargo, nosotros sabemos, sin la menor duda, que est� dotado de una gran velocidad. Ahora bien, para produ­cir esa velocidad hace falta una m�quina y para hacer fun­cionar �sta un maquinista. De todo ello infiero que... �esta­mos salvados!

‑�Hum! ‑exclam� Ned Land, en tono de duda.

En aquel mismo momento, y como corroboraci�n de mi argumento, se oy� un ruido procedente de la extremidad posterior del extra�o aparato, cuyo propulsor era evidente­mente una h�lice, y se puso en movimiento. Apenas si tuvi­mos tiempo para aferrarnos a su parte superior que emerg�a de las aguas en unos ochenta cent�metros. Afortunadamen­te, su velocidad no era excesiva.

-Mientras navegue horizontalmente ‑murmur� Ned Land‑ nada tengo que objetar, pero como le d� por sumer­girse, no doy dos d�lares por mi pellejo.

Y a�n hubiera podido dar menos. Se hac�a, pues, urgente comunicar con los seres encerrados en el interior de la m�­quina. Busqu� en la superficie de la misma una abertura, una escotilla, un �agujero de hombre�, por emplear la ex­presi�n t�cnica. Pero las l�neas de tornillos, s�lidamente fi­jados en las junturas de las planchas, eran continuas y uniformes.

La luna desapareci� en ese momento y nos sumi� en una profunda oscuridad. Necesario era esperar la llegada del d�a para considerar los medios de penetraci�n en el interior del barco submarino.

As�, pues, nuestra salvaci�n depend�a �nicamente del ca­pricho de los misteriosos tripulantes que dirig�an el aparato. Si decid�an sumergirse, estar�amos perdidos. Exceptuado este caso, no dudaba yo de la posibilidad de entrar en rela­ci�n con ellos. Pues, en efecto, de no producir por s� mismos el aire, ne�esario era que ascendiesen de vez en cuando a la superficie del oc�ano para renovar su provisi�n de mol�cu­las respirables. De ah� la necesidad de que existiera una abertura que pusiera en comunicaci�n el interior del barco con la atm�sfera.

Hab�a que descartar ya completamente toda esperanza de ser salvados por el comandante Farragut, pues �bamos hacia el Oeste y a una velocidad que, aunque relativamente moderada, yo estimaba no inferior a unas doce millas por hora. La h�lice bat�a el agua con una regularidad matem�ti­ca, y a veces emerg�a lanzando una espuma fosforescente a gran altura.

Hacia las cuatro de la ma�ana aument� la velocidad. Nos era muy dif�cil resistir a tan vertiginosa marcha, sobre todo cuando las olas nos azotaban de plano. Afortunadamente, Ned hall� una argolla fijada a la superficie del aparato, a la que pudimos asirnos con seguridad.

Al fin acab� la espantosa noche, de la que mi memoria no ha podido conservar todas sus impresiones. Tan s�lo un detalle qued� impreso en ella. Durante algunos momentos de calma del mar y del viento cre� o�r en varias ocasiones unos vagos sonidos, una especie de armon�a fugaz producida por lejanos acordes. �Cu�l era, pues, el misterio de esa navega­ci�n submarina cuya explicaci�n buscaba en vano el mundo entero? �Qu� seres viv�an en ese extra�o barco? �Qu� agente mec�nico le permit�a desplazarse con tan prodigiosa veloci­dad?

Se hizo de d�a. Las brumas matinales nos envolv�an, pero no tardaron en desgarrarse. Me dispon�a a examinar atenta­mente la superficie del aparato, que en su parte superior pre­sentaba una especie de plataforma horizontal, cuando me di cuenta de que el barco iniciaba un movimiento de inmer­si�n.

‑�Eh! �Por todos los diablos! ‑grit� Ned Land, al tiempo que golpeaba con el pie la plancha sonora‑. ��brannos, na­vegantes inhospitalarios!

Pero era dif�cil hacerse o�r en medio del ensordecedor zumbido de la h�lice.

Afortunadamente, ces� el movimiento de inmersi�n.

De repente, se produjo en el interior del barco un ruido de herrajes, que precedi� a la apertura de una plancha por la que apareci� un hombre que profiri� un extra�o grito antes de desaparecer en seguida.

Algunos instantes despu�s, ocho hombres muy fornidos, con el rostro velado, aparecieron por la abertura y, silencio­samente, nos introdujeron en su formidable m�quina.

 

 

8. �Mobilis in mobile�

 

Ese rapto tan brutalmente ejecutado se hab�a realizado con la rapidez del rel�mpago, sin darnos tiempo ni a mis compa�eros ni a m� de poder efectuar observaci�n alguna. Ignoro lo que ellos pudieron sentir al ser introducidos en aquella prisi�n flotante, pero a m� me recorri� la epidermis un helado escalofr�o. �Con qui�n tendr�amos que hab�rnos­las? Sin duda con piratas de una nueva especie que explota­ban el mar a su manera.

Nada m�s cerrarse la estrecha escotilla me envolvi� una profunda oscuridad. Mis ojos, a�n llenos de la luz exterior, no pudieron distinguir cosa alguna. Sent� el contacto de mis pies descalzos con los pelda�os de una escalera de hierro. Ned Land y Conseil, vigorosamente atrapados, me segu�an. Al pie de la escalera se abri� una puerta que se cerr� inme­diatamente tras nosotros con estr�pito.

Est�bamos solos. �D�nde? No pod�a decirlo, ni apenas imaginarlo. Todo estaba oscuro. Era tan absoluta la os­curidad que, tras algunos minutos, mis ojos no hab�an podido percibir ni una de esas m�nimas e indetermi­nadas claridades que dejan filtrarse las noches m�s cerra­das.

Furioso ante tal forma de proceder, Ned Land daba rienda suelta a su indignaci�n.

-�Por mil diablos! ‑exclamaba‑. He aqu� una gente que podr�a dar lecciones de hospitalidad a los caledonianos. No les falta m�s que ser antrop�fagos, y no me sorprender�a que lo fueran. Pero declaro que no dejar� sin protestar que me coman.

‑Tranqud�cese, amigo Ned, c�lmese ‑dijo pl�cidamente Conseil‑. No se sulfure antes de tiempo. Todav�a no estamos en la parrilla.

  ‑En la parrdla, no ‑replic� el canadiense-, pero s� en el horno, eso es seguro. Esto est� bastante negro. Afortunada­mente, conservo mi cuchillo y veo lo suficiente como para servirme de �l. Al primero de estos bandidos que me ponga la mano encima...

‑No se irrite usted, Ned ‑le dije‑, y no nos comprometa con violencias in�tiles. �Qui�n sabe si nos estar�n escuchan­do! Tratemos m�s bien de saber d�nde estamos.

Camin� a tientas y a los cinco pasos me top� con un muro de hierro, hecho con planchas atornilladas. Al volverme, choqu� con una mesa de madera, cerca de la cual hab�a unas cuantas banquetas. El piso de aquel calabozo estaba tapiza­do con una espesa estera de c��amo que amortiguaba el rui­do de los pasos. Los muros desnudos no ofrec�an indicios de puertas o ventanas. Conseil, que hab�a dado la vuelta en sen­tido opuesto, se uni� a m� y volvimos al centro de la cabina, que deb�a tener unos veinte pies de largo por diez de ancho. En cuanto a su altura, Ned Land no pudo medirla pese a su elevada estatura.

Hab�a transcurrido ya casi media hora sin modificaci�n alguna de la situaci�n cuando nuestros ojos pasaron s�bita­mente de la m�s extremada oscuridad a la luz m�s violenta. Nuestro calabozo se ilumin� repentinamente, es decir, se lle­n� de una materia luminosa tan viva que no pude resistir al pronto su resplandor. En su blancura y en su intensidad reconoc� la iluminaci�n el�ctrica que produc�a en torno del barco submarino un magn�fico fen�meno de fosforescencia. Reabr� los ojos que hab�a cerrado involuntariamente yvi que el agente luminoso emanaba de un globo deslustrado, enca­jado en el techo de la cabina.

‑�Por fin se ve! ‑exclam� Ned Land, quien, cuchillo en mano, mostraba una actitud defensiva.

‑S� ‑respond�, arriesgando una ant�tesis‑, pero la situa­ci�n no es por ello menos oscura.

‑Tenga paciencia el se�or ‑dijo el impasible Conseil.

La s�bita iluminaci�n de la cabina me permiti� examinar sus menores detalles. No hab�a m�s mobiliario que la mesa y cinco banquetas. La puerta invisible deb�a estar herm�ti­camente cerrada. No llegaba a nosotros el menor ruido. Todo parec�a muerto en el interior del barco. �Se mov�a, se manten�a en la superficie o estaba sumergido en las profun­didades del oc�ano? No pod�a saberlo.

Pero la iluminaci�n de la cabina deb�a tener alguna raz�n, y ello me hizo esperar que no tardar�an en manifestarse los hombres de la tripulaci�n. Cuando se olvida a los cautivos no se ilumina su calabozo.

No me equivocaba. Pronto se oy� un ruido de cerrojos, la puerta se abri� y aparecieron dos hombres.

Uno de ellos era de peque�a estatura y de m�sculos vigo­rosos, ancho de hombros y robusto de complexi�n, con una gruesa cabeza con cabellos negros y abundantes; ten�a un frondoso bigote y una mirada viva y penetrante, y toda su persona mostraba ese sello de vivacidad meridional que ca­racteriza en Francia a los provenzales. Diderot pretend�a, con raz�n, que los gestos humanos son metaf�ricos, y aquel hombre constitu�a ciertamente la viva demostraci�n de tal aserto. Al verlo se intu�a que en su lenguaje habitual deb�a prodigar las prosopopeyas, las metonimias y las hip�lages, pero nunca pude comprobarlo, pues siempre emple� ante m� un singular idioma, absolutamente incomprensible.

El otro desconocido merece una descripci�n m�s detalla­da. Un disc�pulo de Gratiolet o de Engel hubiera podido leer en su fisonom�a como en un libro abierto. Reconoc� sin va­cilaci�n sus cualidades dominantes: la confianza en s� mis­mo, manifestada en la noble elevaci�n de su cabeza sobre el arco formado por la l�nea de sus hombros y en la mirada lle­na de fr�a seguridad que emit�an sus ojos negros; la sereni­dad, pues la palidez de su piel denunciaba la tranquilidad de su sangre; la energ�a, demostrada por la r�pida contracci�n de sus m�sculos superciliares, y, por �ltimo, el valor, que ca­b�a deducir de su poderosa respiraci�n como signo de una gran expansi�n vital. Debo a�adir que era un hombre orgu­lloso, que su mirada firme y tranquila parec�a reflejar una gran elevaci�n de pensamientos, y que de todo ese conjunto de rasgos y de la homogeneidad expresiva de sus gestos cor­porales y faciales cab�a diagnosticar, seg�n la observaci�n de los fisonomistas, una indiscutible franqueza.

Me sent� �involuntariamente� tranquilizado en su pre­sencia y optimista en cuanto al resultado de la conversaci�n.

Imposible me hubiera sido precisar si el personaje ten�a treinta y cinco o cincuenta a�os. Era de elevada estatura; su frente era ancha; recta la nariz; la boca, netamente dibujada; la dentadura, magn�fica, y sus manos eran finas y alargadas, eminentemente �ps�quicas�, por emplear la expresi�n de la quirognomon�a con que se caracteriza unas manos dignas de servir a un alma elevada y apasionada. Aquel hombre constitu�a ciertamente el tipo m�s admirable que me hab�a encontrado en toda mi vida. Detalle particular: sus ojos, un tanto excesivamente separados entre s�, pod�an abarcar si­mult�neamente casi la cuarta parte del horizonte. Esa facul­tad ‑que pude verificar m�s tarde- se acompa�aba de la de un poder visual superior incluso al de Ned Land. Cuando aquel desconocido fijaba sus ojos en un objeto, la l�nea de sus cejas se frunc�a, sus anchos p�rpados se plegaban cir­cunscribiendo las pupilas y, estrechando as� la extensi�n del campo visual, miraba. �Qu� mirada la suya! �C�mo aumen­taba el tama�o de los objetos disminuidos por la distancia! �C�mo le penetraba a uno hasta el alma, al igual que lo hac�a con las capas l�quidas, tan opacas para nuestros ojos, y como le�a en lo m�s profundo de la mar!

Los dos desconocidos, tocados con boinas de piel de nu­tria marina y calzados con botas de piel de foca, vest�an unos trajes de un tejido muy particular que dejaban al cuerpo una gran libertad de movimientos.

El m�s alto de los dos ‑evidentemente el jefe a bordo‑ nos examinaba con una extremada atenci�n, sin pronunciar pa­labra. Luego se volvi� hacia su companero y habl� con �l en un lenguaje que no pude reconocer. Era un idioma sonoro, armonioso, flexible, cuyas vocales parec�an sometidas a una muy variada acentuaci�n.

El otro respondi� con un movimiento de cabeza y a�adi� dos o tres palabras absolutamente incomprensibles para no­sotros. De nuevo los ojos del jefe se posaron en m� y su mira­da parec�a interrogarme directamente.

Respond�, en buen franc�s, que no entend�a su idioma, pero �l pareci� no comprenderme a su vez y pronto la situa­ci�n se torn� bastante embarazosa.

‑Cu�ntele el se�or nuestra historia, de todos modos ‑me dijo Conseil‑. Es probable que estos se�ores puedan com­prender algunas palabras.

Comenc� el relato de nuestras aventuras, cuidando de ar­ticular claramente las sflabas y sin omitir un solo detalle. De­clin� nuestros nombres y profesiones, haci�ndoles una pre­sentaci�n en regla del profesor Aronnax, de su dom�stico Conseil y de Ned Land, el arponero.

El hombre de ojos dulces y serenos me escuch� tranquila­mente, cort�smente incluso, y con una notable atenci�n. Pero nada en su rostro indicaba que hubiera comprendido mi historia. Cuando la hube terminado, no pronunci� una sola palabra.

Quedaba el recurso de hablar ingl�s. Tal vez pudi�ramos hacernos comprender en esa lengua que es pr�cticamente uni­versal. Yo la conoc�a, as� como la lengua alemana, de forma su­ficiente para leerla sin dificultad, pero no para hablarla correc­tamente. Y lo que importaba era que nos comprendieran.

‑�Vamos, se�or Land! ‑le dije al arponero‑, saque de s� el mejor ingl�s que haya hablado nunca un anglosaj�n, a ver si es m�s afortunado que yo.

Ned no se hizo rogar y recomenz� mi relato, que pude comprender casi totalmente. Fue el mismo relato en el fon­do, pero diferente en la forma. El canadiense, llevado de su car�cter, le dio una gran animaci�n. Se quej� con acritud de haber sido aprisionado con desprecio del derecho de gentes, pidi� que se le dijera en virtud de qu� ley se le reten�a as�, in­voc� el habeas corpus, amenaz� con querellarse contra los que le hab�an secuestrado indebidamente, se agit�, gesticu­l�, grit�, y, finalmente, dio a entender con expresivos gestos que nos mor�amos de hambre.

Lo que era totalmente cierto, aunque casi lo hubi�ramos olvidado.

Con gran asombro por su parte, el arponero pudo darse cuenta de que no hab�a sido m�s inteligible que yo. Nuestros visitantes permanec�an totalmente impasibles. Era evidente que no comprend�an ni la lengua de Arago ni la de Faraday.

Tras haber agotado en vano nuestros recursos fdol�gicos, me hallaba yo muy turbado y sin saber qu� partido tomar, cuando me dijo Conseil:

‑Puedo cont�rselo en alem�n, si el se�or me lo permite.

‑�C�mo! �T� hablas alem�n?

‑Como un flamenco, mal que le pese al se�or.

‑Al contrario, eso me agrada. Adelante, muchacho.

Y Conseil, con su voz pausada, cont� por tercera vez las diversas peripecias de nuestra historia. Pero, pese a los ele­gantes giros y la buena prosodia del narrador, la lengua ale­mana no conoci� mayor �xito que las anteriores.

Exasperado ya, decid� por �ltimo reunir los restos de mis primeros estudios y narrar nuestras aventuras en lat�n. Cice­r�n se habr�a tapado los o�dos y me hubiera enviado a la co­cina, pero a trancas y barrancas segu� mi prop�sito. Con el mismo resultado negativo.

Abortada definitivamente esta �ltima tentativa, los dos desconocidos cambiaron entre s� algunas palabras en su len­gua incomprensible y se retiraron sin tan siquiera habernos dirigido uno de esos gestos tranquilizadores que tienen cur­so en todos los pa�ses del mundo. La puerta se cerr� tras ellos.

‑�Esto es una infamia! ‑exclam� Ned Land, estallando de indignaci�n por vig�sima vez‑. �C�mo! �Se les habla a estos bandidos en franc�s, en ingl�s, en alem�n y en lat�n, y no tie­nen la cortes�a de responder!

‑C�lmese, Ned ‑dije al fogoso arponero‑, la c�lera no conduce a nada.

‑Pero �se da usted cuenta, se�or profesor ‑replic� nues­tro irascible compa�ero‑, de que podemos morir de hambre en esta jaula de hierro?

‑�Bah! Con un poco de filosof�a, podemos resistir a�n bastante tiempo ‑dijo Conseil.

‑Amigos m�os ‑dije-, no hay que desesperar. Nos hemos hallado en peores situaciones. Hacedme el favor de esperar para formarnos una opini�n sobre el comandante y la tripu­laci�n de este barco.

‑Mi opini�n ya est� hecha ‑replic� Ned Land‑. Son unos bandidos.

‑Bien, pero... �de qu� pa�s?

‑Del pa�s de los bandidos.

‑Mi buen Ned, ese pa�s no est� a�n indicado en el mapa­mundi. Confieso que la nacionalidad de estos dos descono­cidos es dif�cil de identificar. Ni ingleses, ni franceses, ni ale­manes, es todo lo que podemos afirmar. Sin embargo, yo dir�a que el comandante y su segundo han nacido en bajas latitudes. Hay algo en ellos de meridional. Pero �son espa�o­les, turcos, �rabes o hind�es? Eso es algo que sus tipos f�sicos no me permiten decidir. En cuanto a su lengua, es absoluta­mente incomprensible.

‑�ste es el inconveniente de no conocer todas las lenguas, o la desventaja de que no exista una sola -respondi� Conseil.

-Lo que no servir�a de nada -replic� Ned Land‑. �No ven ustedes que esta gente tiene un lenguaje para ellos, un len­guaje inventado para desesperar a la buena gente que pide de comer? Abrir la boca, mover la mand�bula, los dientes y los labios �no es algo que se comprende en todos los pa�ses del mundo? �Es que eso no quiere decir tanto en Quebec como en Pomotu, tanto en Par�s como en los ant�podas, que tengo hambre, que me den de comer?

‑�Oh!, usted sabe, hay naturalezas tan poco inteligentes.

No hab�a acabado Conseil de decir esto, cuando se abri� la puerta y entr� un steward. Nos tra�a ropas, chaquetas y pantalones, hechas con un tejido cuya naturaleza no pude reconocer. Me apresur� a ponerme esas prendas y mis com­pa�eros me imitaron.

Mientras tanto, el steward ‑mudo, sordo quiz�‑ hab�a dis­puesto la mesa, sobre la que hab�a colocado tres cubiertos.

‑�Vaya! Esto parece serio y se anuncia bien ‑dijo Conseil.

‑�Bah! ‑respondi� el rencoroso arponero‑, �qu� diablos quiere usted que se coma aqu�? H�gado de tortuga, fidete de tibur�n o carne de perro marino...

‑Ya veremos -dijo Conseil.

Los platos, cubiertos por una tapa de plata, hab�an sido colocados sim�tricamente sobre el mantel. Nos sentamos a la mesa. Decididamente, ten�amos que v�rnoslas con gente civilizada, y de no ser por la luz el�ctrica que nos inundaba, hubiera podido creerme en el comedor del hotel Adelhi, en Liverpool, o del Gran Hotel, en Par�s. Sin embargo, debo de­cir que faltaban por completo al pan y el vino. El agua era fresca y l�mpida, pero era agua, lo que no fue del gusto de Ned Land. Entre los platos que nos sirvieron reconoc� diver­sos pescados delicadamente cocinados, pero hubo otros so­bre los que no pude pronunciarme, aunque eran excelentes, hasta el punto de que hubiera sido incapaz de afirmar si su contenido pertenec�a al reino vegetal o al animal. En cuanto al servicio de mesa, era elegante y de un gusto perfecto. Cada utensilio, cuchara, tenedor, cuchillo y plato, llevaba una le­tra rodeada de una divisa, cuyo facs�mil exacto helo aqu�:

 

MOBILIS N IN MOBILE

 

�M�vil en el elemento m�vil! Esta divisa se aplicaba con exactitud a este aparato submarino, a condici�n de traducir la preposici�n in por en y no por sobre. La letra N era sin duda la inicial del nombre del enigm�tico personaje al man­do del submarino.

Ned y Conseil no hac�an tantas reflexiones, devoraban, y yo no tard� en imitarles. Estaba ya tranquilizado sobre nues­tra suerte, y me parec�a evidente que nuestros hu�spedes no quer�an dejarnos morir de inanici�n.

Todo tiene un fin en este bajo mundo, hasta el hambre de quienes han permanecido sin comer durante quince horas. Satisfecho nuestro apetito, se dej� sentir imperiosamente la necesidad de dormir. Reacci�n muy natural tras la intermi­nable noche que hab�amos pasado luchando contra la muerte.

‑Me parece que no me vendr�a mal un sue�ecito ‑dijo Conseil.

‑Yo ya estoy durmiendo ‑respondi� Ned.

Mis compa�eros se tumbaron en el suelo y no tardaron en sumirse en un profundo sue�o. Por mi parte, ced� con me­nos facilidad a la imperiosa necesidad de dormir. Demasia­dos pensamientos se acumulaban en mi Cerebro, acosado por numerosas cuestiones insolubles, y un tropel de im�ge­nes manten�a mis p�rpados entreabiertos. �D�nde est�ba­mos? �Qu� extra�o poder nos gobernaba? Sent�a, o m�s bien cre�a sentir, que el aparato se hund�a en las capas m�s pro­fundas del mar, y me asaltaban violentas pesadillas. Entre­ve�a en esos misteriosos asilos todo un mundo de descono­cidos animales, de los que el barco submarino era un cong�­nere, como ellos vivo, moviente y formidable... Mi cerebro se fue calmando, mi imaginaci�n se fundi� en una vaga somnolencia, y pronto ca� en un triste sue�o.

 

 

9. Los arrebatos de Ned Land

 

Ignoro cu�l pudo ser la duraci�n del sue�o, pero debi� ser larga, pues nos libr� completamente del cansancio acumu­lado. Yo me despert� el primero. Mis compa�eros no se ha­b�an movido todav�a y permanec�an tendidos en su rinc�n como masas inertes.

Apenas me hube levantado de aquel duro �lecho�, me sent� con el cerebro despejado y las ideas claras, y reexamin� atentamente nuestra celda.

Nada hab�a cambiado en su disposici�n interior. La pri­si�n segu�a si�ndolo y los prisioneros tambi�n. Sin embargo, el steward hab�a aprovechado nuestro sue�o para retirar el servicio de mesa. Nada indicaba, pues, un pr�ximo cambio de nuestra situaci�n, y me pregunt� seriamente si nuestro destino ser�a el de vivir indefinidamente en ese calabozo.

Esa perspectiva me pareci� tanto m�s penosa cuanto que, si bien mi cerebro se ve�a libre de las obsesiones de la v�spera, sent�a una singular opresi�n en el pecho. Respiraba con di­ficultad, al no bastar el aire, muy pesado, al funcionamiento de mis pulmones. Aunque la cabina fuese bastante amplia, era evidente que hab�amos consumido en gran parte el ox�­geno que conten�a. En efecto, cada hombre consume en una hora el ox�geno contenido en cien litros de aire, y el aire, car­gado entonces de una cantidad casi igual de �cido carb�ni­co, se hace irrespirable.

Era, pues, urgente renovar la atm�sfera de nuestra c�rcel, y tambi�n, sin duda, la del barco submarino. Esto me llev� a preguntarme c�mo proceder�a para ello el comandante de aquella vivienda flotante. �Obtendr�a el aire por procedi­mientos qu�micos, mediante la liberaci�n por el calor del ox�geno contenido en el clorato de potasa y la absorci�n del �cido carb�nico por la potasa c�ustica? En ese caso, de­b�a haber conservado alguna relaci�n con los continentes para poder procurarse las materias necesarias a tal opera­ci�n. �O se limitar�a �nicamente a almacenar en dep�sitos el aire bajo altas presiones para luego distribuirlo seg�n las ne­cesidades de su tripulaci�n? Tal vez. Quedaba tambi�n el procedimiento, m�s c�modo y econ�mico, y por tanto m�s probable, de emerger a la superficie de las aguas para respi­rar, como un cet�ceo, y renovar as� su provisi�n de atm�sfe­ra para un per�odo de veinticuatro horas. Fuera cual fuese el m�todo adoptado, me parec�a prudente que se empleara sin m�s tardanza.

En efecto, mis pulmones se sent�an ya obligados a multi­plicar sus inspiraciones para extraer de la celda el escaso ox�­geno que conten�a. De repente, me sent� refrescado por una corriente de aire puro y perfumado de emanaciones salinas. Era la brisa del mar, vivificante y cargada de yodo. Abr� am­pliamente la boca y mis pulmones se saturaron de frescas mol�culas. Al mismo tiempo, sent� un movimiento de ba­lanceo, de escasa intensidad, pero perfectamente determi­nable. El barco, el monstruo de acero, acababa evidente­mente de subir a la superficie del oc�ano para respirar, al modo de las ballenas. La forma de ventilaci�n del barco que­daba, pues, perfectamente identificada.

Tras absorber a pleno pulm�n el aire puro busqu� el con­ducto, el aer�fero que canalizaba hasta nosotros el bienhechor efluvio y no tard� en encontrarlo. Por encima de la puerta se abr�a un agujero de aireaci�n que dejaba pasar una fresca columna de aire para la renovaci�n de la atm�sfera de la cabina.

Me hallaba concentrado en esa observaci�n cuando Ned y Conseil se despertaron casi al mismo tiempo, bajo la in­fluencia de la revivificante aeraci�n. Ambos se restregaron los ojos, desperezaron los brazos y se pusieron en pie en un instante.

‑�Ha dormido bien el se�or? ‑pregunt� Conseil con su cortes�a consuetudinaria.

‑Magn�ficamente ‑respond�‑. �Y usted, Ned?

‑Profundamente, se�or profesor. Pero, si no me engano, me parece que estoy respirando la brisa marina.

Un marino no pod�a enga�arse. Cont� al canadiense lo que hab�a ocurrido durante su sue�o.

‑Bien ‑dijo‑. Eso explica perfectamente los mugidos que o�mos cuando el supuesto narval se hall� en presencia del Abraham Lincoln.

‑As� es, se�or Land, era su respiraci�n.

‑No tengo la menor idea de qu� hora pueda ser, se�or Aronnax. �No ser� la hora de la cena?

‑�La hora de la cena? Deber�a decir la hora del almuerzo, pues con toda seguridad nuestra �ltima comida data de ayer.

‑Lo que demuestra -dijo Conseil‑ que hemos dormido por lo menos veinticuatro horas.

-�sa es mi opini�n -respond�.

‑No voy a contradecirle ‑manifest� Ned Land‑, pero cena o almuerzo, el steward ser�a bienvenido, ya trajera una u otro.

‑Una y otro ‑corrigi� Conseil.

‑Justo ‑replic� el canadiense‑, pues tenemos derecho a dos comidas, y por mi parte har�a honor a ambas.

‑Pues bien, Ned, esperemos ‑respond�‑. Es evidente que estos desconocidos no tienen la intenci�n de dejarnos morir de hambre, ya que si as� fuera no tendr�a sentido la comida de ayer.

‑A menos que ese sentido sea el de cebarnos ‑replic� Ned.

‑�Protesto! ‑respond�‑. No hemos ca�do entre canibales.

‑Una golondrina no hace verano ‑dijo con seriedad el ca­nadiense‑. Qui�n sabe si esta gente no estar� privada desde hace mucho tiempo de carne fresca, y en ese caso, tres hom­bres sanos y bien constituidos como el se�or profesor, su do­m�stico y yo...

‑Aleje de s� esas ideas, se�or Land ‑respond� al arpone­ro‑, y, sobre todo, no se base en ellas para encolerizarse con­tra nuestros hu�spedes, lo que no har�a m�s que agravar nuestra situaci�n.

‑En todo caso ‑ dijo el arponero‑, tengo un hambre en­diablada, y ya sea la cena o el almuerzo, no llega.

‑Se�or Land ‑repliqu�‑, hay que conformarse al regla­mento de a bordo, y supongo que nuestros est�magos se adelantan a la campana del cocinero.

‑Pues bien, los pondremos en hora ‑dijo con tranquili­dad Conseil.

‑S�lo usted podr�a hablar as�, amigo Conseil ‑replic� el irascible canadiense‑. Se ve que usa usted poco su bilis y sus nervios. �Siempre tranquilo! Ser�a usted capaz de decir el Deo gracias antes que el bened�cite y de morir de hambre antes que de quejarse.

‑�De qu� servir�a? ‑dijo Conseil.

‑�Pues servir�a para quejarse! Ya es algo. Y si estos piratas (y digo piratas por respeto y por no contrariar al se�or pro­fesor, que prohibe llamarles canibales) se figuran que van a guardarme en esta jaula en la que me ahogo, sin o�r las im­precaciones con que yo suelo sazonar mis arrebatos, se equi­vocan de medio a medio. Veamos, sef�or Aronnax, hable con franqueza, �cree usted que nos tendr�n por mucho tiempo en esta jaula de hierro?

‑A decir verdad, s� tanto como usted, amigo Land.

‑Pero �qu� es lo que usted supone?

‑Supongo que el azar nos ha hecho conocer un importan­te secreto. Y si la tripulaci�n de este barco submarino tiene inter�s en mantener ese secreto, y si ese inter�s es m�s impor­tante que la vida de tres hombres, creo que nuestra existencia se halla gravemente comprometida. En el caso contrario, el monstruo que nos ha tragado nos devolver� en la primera ocasi�n al mundo habitado por nuestros semejantes.

‑A menos ‑dijo Conseil‑ que nos enrolen en su tripula­ci�n y nos guarden as� con ellos.

‑Hasta el momento ‑replic� Ned Land- en que alguna fragata, m�s r�pida o m�s afortunada que el Abraham Lin­coln, se apodere de este nido de bandidos y env�e a su tripu­laci�n, y a nosotros con ella, a respirar por �ltima vez a la ex­tremidad de su verga mayor.

-Buen razonamiento, Ned ‑dije‑. Pero todav�a no se nos ha hecho, que yo sepa, ninguna proposici�n. In�til, pues, discutir el partido que debamos tomar hasta que sea necesa­rio. Se lo repito, esperemos; tomemos consejo de las circuns­tancias y absteng�monos de toda acci�n, puesto que no hay nada que hacer.

‑Al contrario, se�or profesor ‑respondi� el arponero, que no quer�a darse por vencido‑, hay que hacer algo.

‑�Qu�, se�or Land?

‑Escaparnos.

‑Escaparse de una prisi�n �terrestre� es a menudo dificil, pero hacerlo de una prisi�n submarina, me parece absoluta­mente imposible.

-�Vamos, amigo Ned! -dijo Conseil‑, �qu� va a responder ala objeci�n del se�or? Yo no puedo creer que un americano se halle nunca a falta de recursos.

El arponero, visiblemente turbado, se call�.

Una huida, en las condiciones en que nos hab�a puesto el azar, era absolutamente imposible. Pero un canadiense es un franc�s a medias, y Ned Land lo acredit� con su respuesta, tras unos momentos de vacilaci�n y reflexi�n.

‑As� que, se�or Aronnax, �no adivina usted lo que deben hacer unos hombres que no pueden escaparse de su prisi�n?

‑No, amigo m�o.

‑Pues es bien sencillo, es preciso que se las arreglen para permanecer en ella.

‑�Diantre! ‑exclam� Conseil‑, es cierto que m�s vale es­tar dentro que debajo o encima.

‑Pero despu�s de haber expulsado de ella a los carceleros y a los guardianes ‑a�ad�o Ned Land.

‑�C�mo? Ned, �piensa usted en serio en apoderarse de este barco?

‑Muy en serio, en efecto -respondi� el canadiense.

‑Eso es imposible.

‑�Por qu�? Puede presentarse alguna oportunidad favo­rable, y no veo lo que podr�a impedirnos aprovecharla. Si no hay m�s de una veintena de hombres a bordo de esta m�qui­na, no creo que hagan retroceder a dos franceses y a un ca­nadiense, digo yo.

M�s val�a admitir la proposici�n del arponero que discu­tirla. Por ello me limit� a responderle as�:

-Dejemos que las circunstancias manden, se�or Land, y entonces veremos. Pero hasta entonces, se lo ruego, contenga su impaciencia. No podemos actuar m�s que con astucia, y no es con la p�rdida del control de los nervios con lo que podr� usted originar circunstancias favorables. Prom�tame, pues, que aceptar� usted la situaci�n sin dejarse llevar de la ira.

‑Se lo prometo, se�or profesor ‑respondi� Ned Land, con un tono poco tranquilizador‑. Ni una palabra violenta saldr� de mi boca, ni un gesto brutal me traicionar�, aunque el ser­vicio de la mesa no se cumpla con la regularidad deseable.

‑Tengo su palabra, Ned.

Cesamos la conversaci�n, y cada uno de nosotros se puso a reflexionar por su cuenta. Confesar� que, por mi parte, y pese a la determinaci�n del arponero, no me hac�a ninguna ilusi�n. No cre�a yo en esas circunstancias favorables que ha b�a invocado Ned Land. Tan segura manipulaci�n del sub marino requer�a una numerosa tripulaci�n y, consecuente mente, en el caso de una lucha, nuestras probabilidades de �xito ser�an �nfimas. Adem�s, necesario era, ante todo, estar libres, y nosotros no lo est�bamos. No ve�a ning�n medio de salir de una celda de acero tan herm�ticamente cerrada. Y si como parec�a probable, el extra�o comandante de ese barco ten�a un secreto que preservar, cab�a abrigar pocas esperan zas de que nos dejara movernos libremente a bordo. La inc�gnita estribaba en saber si se librar�a violentamente de nosotros o si nos lanzar�a alg�n d�a a alg�n rinc�n de la tierra Todas estas hip�tesis me parec�an extremadamente plausi-bles, y hab�a que ser un arponero para poder creer en la re­conquista de la libertad.

Me di cuenta de que las ideas de Ned Land iban agri�ndose con las reflexiones a que se entregaba su celebro. Pod�a o�r poco a poco el hervor de sus imprecaciones en el fondo de su garganta, y ve�a c�mo sus gestos iban torn�ndose amenaza­dores. Andaba, daba vueltas como una fiera enjaulada y gol­peaba con pies y manos las paredes de la celda. Pasaba el tiempo mientras tanto y el hambre nos aguijoneaba cruel­mente, sin que nada nos anunciara la aparici�n del steward.

Esto era ya olvidar demasiado nuestra situaci�n de n�u­fragos, si es que realmente se ten�an buenas intenciones ha­cia nosotros.

Atormentado por las contracciones de su robusto est�­mago, Ned Land se encolerizaba cada vez m�s, lo que me ha­c�a temer, pese a su palabra, una explosi�n cuando se hallara en presencia de uno de los hombres de a bordo.

La ira del canadiense fue creciendo durante las dos horas siguientes. Ned Land llamaba y gritaba, pero en vano. Sor­das eran las paredes de acero. Yo no o�a el menor ruido en el interior del barco, que parec�a muerto. No se mov�a, pues de hacerlo hubiera sentido los estremecimientos del casco bajo la impulsi�n de la h�lice. Sumergido sin duda en los abismos de las aguas, no pertenec�a ya a la tierra. El silencio era es­pantoso. No me atrev�a a estimar la duraci�n de nuestro abandono, de nuestro aislamiento en el fondo de aquella cel­da. Las esperanzas que me hab�a hecho concebir nuestra en­trevista con el comandante iban disip�ndose poco a poco. La dulzura de la mirada de aquel hombre, la expresi�n gene­rosa de su fisonom�a, la nobleza de su porte, iban desapare­ciendo de mi memoria. Volv�a a ver al enigm�tico personaje, s�, pero tal como deb�a ser, necesariamente implacable y cruel. Me lo imaginaba fuera de la humanidad, inaccesible a todo sentimiento de piedad, un implacable enemigo de sus semejantes, a los que deb�a profesar un odio imperecedero.

Pero �iba ese hombre a dejarnos morir de inanici�n, ence­rrados en esa estrecha prisi�n, entregados a esas horribles tentaciones a las que impulsa el hambre feroz? Tan espantosa idea cobr� en mi �nimo una terrible intensidad, que, con el re­fuerzo de la imaginaci�n, me sumi� en un espanto insensato.

Conseil permanec�a tranquilo, en tanto que Ned Land rug�a.

En aquel momento, o�mos un ruido exterior, el de unos pasos resonando por las losas met�licas, al que pronto si­gui� el de un corrimiento de cerrojos. Se abri� la puerta y apareci� el steward.

Antes de que pudiera hacer un movimiento para imped�r­selo, el canadiense se precipit� sobre el desgraciado, le derri­b� y le mantuvo asido por la garganta. El steward se asfixiaba bajo las poderosas manos de Ned Land.

Conseil estaba ya tratando de retirar de las manos del ar­ponero a su v�ctima medio asfixiada, y yo iba a unirme a sus esfuerzos, cuando, s�bitamente, me clavaron al suelo estas palabras, pronunciadas en franc�s:

‑C�lmese, se�or Land, y usted, se�or profesor, tenga la amabilidad de escucharme.

 

 

10. El hombre de las aguas

 

Era el comandante de a bordo quien as� hab�a hablado.

Al o�r tales palabras, Ned Land se incorpor� s�bitamente. El steward, casi estrangulado, sali�, tambale�ndose, a una se�al de su jefe; pero era tal el imperio del comandante que ni un gesto traicion� el resentimiento de que deb�a estar ani­mado ese hombre contra el canadiense.

Conseil, vivamente interesado pese a su habitual impasi­bilidad, y yo, estupefacto, esper�bamos en silencio el desen­lace de la escena.

El comandante, apoyado en el �ngulo de la mesa, cruzado de brazos, nos observaba con una profunda atenci�n. �Du­daba de si deb�a proseguir hablando? Cab�a creer que la­mentaba haber pronunciado aquellas palabras en franc�s.

Tras unos instantes de silencio que ninguno de nosotros os� romper, dijo con una voz tranquila y penetrante:

‑Se�ores, hablo lo mismo el franc�s que el ingl�s, el ale­m�n que el lat�n. Pude, pues, responderles durante nuestra primera entrevista, pero quer�a conocerles primero y refle­xionar despu�s. Su cu�druple relato, absolutamente seme­jante en el fondo, me confirm� sus identidades, y supe as� que el azar me hab�a puesto en presencia del se�or Pierre Aronnax, profesor de Historia Natural en el Museo de Par�s, encargado de una misi�n cient�fica en el extranjero; de su dom�stico, Conseil, y de Ned Land, canadiense y arponero a bordo de la fragata Abraham Licoln, de la marina nacional de los Estados Unidos de Am�rica.

Me inclin� en signo de asentimiento. No hab�a ninguna interrogaci�n en las palabras del comandante, y en conso­nancia no requer�an respuesta. Se expresaba con una facili­dad perfecta, sin ning�n acento. Sus frases eran n�tidas; sus palabras, precisas; su facilidad de elocuci�n, notable. Y, sin embargo, yo no pod�a �sentir� en �l a un compatriota.

El hombre prosigui� hablando en estos t�rminos:

‑Sin duda ha debido parecerle, se�or, que he tardado de­masiado en hacerles esta segunda visita. Lo cierto es que, una vez conocida su identidad, hube de sopesar cuidadosa­mente la actitud que deb�a adoptar con ustedes. Y lo he du­dado mucho. Las m�s enojosas circunstancias les han puesto en presencia de un hombre que ha roto sus relaciones con la humanidad. Han venido ustedes a perturbar mi existencia...

‑Involuntariamente ‑dije.

‑�Involuntariamente? ‑dijo el desconocido, elevando la voz‑. �Puede afirmarse que el Abraham Lincoln me persigue involuntariamente por todos los mares? �Tomaron ustedes pasaje a bordo de esa fragata involuntariamente? �Rebotaron involuntariamente en mi nav�o los obuses de sus ca�ones? �Fue involuntariamente como nos arpone� el se�or Land?

Hab�a una contenida irritaci�n en las palabras que acaba­ba de proferir. Pero a tales recriminaciones hab�a una res­puesta natural, que es la que yo le di.

‑Se�or, sin duda ignora usted las discusiones que ha sus­citado en Am�rica y en Europa. Tal vez no sepa usted que di­versos accidentes, provocados por el choque de su aparato submarino, han emocionado a la opini�n p�blica de ambos continentes. No le cansar� con el relato de las innumerables hip�tesis con las que se ha tratado de hallar explicaci�n al inexplicable fen�meno cuyo secreto s�lo usted conoc�a. Pero debe saber usted que al perseguirle hasta los altos ma­res del Pac�fico, el Abraham Lincoln cre�a ir en pos de un po­deroso monstruo marino del que hab�a que librar al oc�ano a toda costa.

Un esbozo de sonrisa se dibuj� en los labios del coman­dante, quien a�adi�, en tono m�s suave:

‑Se�or Aronnax, �osar�a usted afirmar que su fragata no hubiera perseguido y ca�oneado a un barco submarino igual que a un monstruo?

Su pregunta me dej� turbado, pues con toda certeza el co­mandante Farragut no hubiese dudado en hacerlo, creyendo deber suyo destruir un aparato de ese g�nero, al mismo t�tu­lo que un narval gigantesco.

‑Comprender� usted, pues, se�or, que tengo derecho a tratarles como enemigos.

No respond�, y con raz�n. �Para qu� discutir semejante proposici�n, cuando la fuerza puede destruir los mejores ar­gumentos?

‑Lo he dudado mucho. Nada me obligaba a concederles mi hospitalidad. Si deb�a separarme de ustedes, no ten�a ning�n inter�s en volver a verles. Me hubiera bastado situar­les de nuevo en la plataforma de este nav�o que les sirvi� de refugio, sumergirme y olvidar su existencia. �No era �se mi derecho?

‑Tal vez sea �se el derecho de un salvaje ‑respond�‑, pero no el de un hombre civilizado.

-Se�or profesor ‑replic� vivamente el comandante‑, yo no soy lo que usted llama un hombre civilizado. He roto por completo con toda la sociedad, por razones que yo s�lo ten­go el derecho de apreciar. No obedezco a sus reglas, y le con­juro a usted que no las invoque nunca ante m�.

Lo hab�a dicho en un tono en�rgico y cortante. Un deste­llo de c�lera y desd�n se hab�a encendido en los ojos del des­conocido. Entrev� en ese hombre un pasado formidable. No s�lo se hab�a puesto al margen de las leyes humanas, sino que se hab�a hecho independiente, libre en la m�s rigurosa acepci�n de la palabra, fuera del alcance de la sociedad. �Qui�n osar�a perseguirle hasta el fondo de los mares, pues­to que en su superficie era capaz de sustraerse a todas las asechanzas que contra �l se tend�an? �Qu� nav�o pod�a resis­tir al choque de su monitor submarino? �Qu� coraza, por gruesa que fuese, pod�a soportar los golpes de su espol�n? Nadie, entre los hombres, pod�a pedirle cuenta de sus actos. Dios, si es que cre�a en �l; su conciencia, si la ten�a, eran los �nicosjueces de los que pod�a depender.

Tales eran las r�pidas reflexiones que hab�a suscitado en m� el extra�o personaje, quien callaba, como absorto y re­plegado en s� mismo. Yo le miraba con un espanto lleno de inter�s, tal y como Edipo debi� observar a la esfinge.

Tras un largo silencio, el comandante volvi� a hablar.

‑As�, pues, dud� mucho, pero al fin pens� que mi inte­r�s pod�a conciliarse con esa piedad natural a la que todo ser humano tiene derecho. Permanecer�n ustedes a bordo, puesto que la fatalidad les ha tra�do aqu�. Ser�n ustedes li­bres, y a cambio de esa libertad, muy relativa por otra parte, yo no les impondr� m�s que una sola condici�n. Su palabra de honor de someterse a ella me bastar�.

‑Diga usted, se�or ‑respond�‑, supongo que esa condi­ci�n es de las que un hombre honrado puede aceptar.

‑S�, se�or, y es la siguiente: es posible que algunos aconte­cimientos imprevistos me obliguen a encerrarles en sus ca­marotes por algunas horas o algunos d�as, seg�n los casos. Por ser mi deseo no utilizar nunca la violencia, espero de us­tedes en esos casos, m�s a�n que en cualquier otro, una obe­diencia pasiva. Al actuar as�, cubro su responsabilidad, les eximo totalmente, pues debo hacerles imposible ver lo que no debe ser visto. �Aceptan ustedes esta condici�n?

Ocurr�an all�, pues, cosas por lo menos singulares, que no deb�an ser vistas por gentes no situadas al margen de las leyes sociales. Entre las sorpresas que me reservaba el porve­nir no deb�a ser �sa una de las menores.

‑Aceptamos ‑respond�‑. Pero perm�tame hacerle una pregunta, una sola.

‑D�game.

‑�Ha dicho usted que seremos libres a bordo?

‑Totalmente.

‑Quisiera preguntarle, pues, qu� es lo que entiende usted por libertad.

‑Pues la libertad de ir y venir, de ver, de observar todo lo que pasa aqu� ‑salvo en algunas circunstancias excepciona­les‑, la libertad, en una palabra, de que gozamos aqu� mis companeros y yo.

Era evidente que no nos entend�amos.

-Perd�n, se�or �prosegu�-, pero esa libertad no es otra que la que tiene todo prisionero de recorrer su celda, y no puede bastarnos.

‑Preciso ser�, sin embargo, que les baste.

‑�C�mo! �Deberemos renunciar para siempre a volver a ver nuestros pa�ses, nuestros amigos y nuestras familias?

‑S�, se�or. Pero renunciar a recuperar ese insoportable yugo del mundo que los hombres creen ser la libertad, no es quiz� tan penoso como usted puede creer.

‑Jam�s dar� yo mi palabra ‑intervino Ned Land‑ de que no tratar� de escaparme.

‑Yo no le pido su palabra, se�or Land ‑respondi� fr�a­mente el comandante.

‑Se�or ‑dije, encolerizado a mi pesar‑, abusa usted de su situaci�n. Esto se llama crueldad.

‑No, se�or, esto se llama clemencia. Son ustedes prisione­ros m�os despu�s de un combate. Les guardo conmigo, cuan­do podr�a, con una sola orden, arrojarles a los abismos del oc�ano. Ustedes me han atacado. Han venido a sorprender un secreto que ning�n hombre en el mundo debe conocer, el secreto de toda mi existencia. �Y creen ustedes que voy a reenviarles a ese mundo que debe ignorarme? �jam�s! Al rete­nerles aqu� no es a ustedes a quienes guardo, es a m� mismo.

Esta declaraci�n indicaba en el comandante una decisi�n contra la que no podr�a prevalecer ning�n argumento.

‑As�, pues, se�or -dije‑, nos da usted simplemente a ele­gir entre la vida y la muerte, �no?

‑As� es, simplemente.

‑Amigos m�os ‑dije a mis compa�eros‑, ante una cues­ti�n as� planteada, no hay nada que decir. Pero ninguna pro­mesa nos liga al comandante de a bordo.

‑Ninguna, se�or -respondi� el desconocido.

Luego, con una voz m�s suave, a�adi�:

‑Ahora, perm�tame acabar lo que quiero decirle. Yo le co­nozco, se�or Aronnax. Si no sus compa�eros, usted, al me­nos, no tendr� tantos motivos de lamentarse del azar que le ha ligado a mi suerte. Entre los libros que sirven a mis estu­dios favoritos hallar� usted el que ha publicado sobre los grandes fondos marinos. Lo he le�do a menudo. Ha llevado usted su obra tan lejos como le permit�a la ciencia terrestre. Pero no sabe usted todo, no lo ha visto usted todo. D�jeme decirle, se�or profesor, que no lamentar� usted el tiempo que pase aqu� a bordo. Va a viajar usted por el pa�s de las maravi­llas. El asombro y la estupefacci�n ser�n su estado de �nimo habitual de aqu� en adelante. No se cansar� f�cilmente del es­pect�culo incesantemente ofrecido a sus ojos. Voy a volver a ver, en una nueva vuelta al mundo submarino (que, �qui�n sabe?, quiz� sea la �ltima), todo lo que he podido estudiar en los fondos marinos tantas veces recorridos, y usted ser� mi compa�ero de estudios. A partir de hoy entra usted en un nuevo elemento, ver� usted lo que no ha visto a�n hombre al­guno (pues yo y los m�os ya no contamos), y nuestro planeta, gracias a m�, va a entregarle sus �ltimos secretos.

No puedo negar que las palabras del comandante me cau­saron una gran impresi�n. Hab�an llegado a lo m�s vulnera­ble de mi persona, y as� pude olvidar, por un instante, que la contemplaci�n de esas cosas sublimes no pod�a valer la li­bertad perdida. Pero tan grave cuesti�n quedaba confiada al futuro, y me limit� a responder:

‑Se�or, aunque haya roto usted con la humanidad, quiero creer que no ha renegado de todo sentimiento humano. So­mos n�ufragos, caritativamente recogidos a bordo de su barco, no lo olvidaremos. En cuanto a m�, me doy cuenta de que si el inter�s de la ciencia pudiera absorber hasta la nece­sidad de la libertad, lo que me promete nuestro encuentro me ofrecer�a grandes compensaciones.

Pensaba yo que el comandante iba a tenderme la mano para sellar nuestro tratado, pero no lo hizo y lo sent� por �l.

‑Una �ltima pregunta ‑dije en el momento en que ese ser inexplicable parec�a querer retirarse.

‑D�game, se�or profesor.

‑�Con qu� nombre debo llamarle?

‑Se�or ‑respondi� el comandante‑, yo no soy para uste­des m�s que el capit�n Nemo, y sus compa�eros y usted no son para m� m�s que los pasajeros del Nautilus.

El capit�n Nemo llam� y apareci� un steward. El capit�n le dio unas �rdenes en esa extra�a lengua que yo no pod�a reconocer. Luego, volvi�ndose hacia el canadiense y Conseil, dijo:

‑Les espera el almuerzo en su camarote. Tengan la amabi­lidad de seguir a este hombre.

‑No es cosa de despreciar ‑dijo el arponero, a la vez que sal�a, con Conseil, de la celda en la que permanec�amos des­de hac�a m�s de treinta horas.

‑Y ahora, se�or Aronnax, nuestro almuerzo est� dispues­to. Perm�tame que le gu�e.

‑A sus �rdenes, capit�n.

Segu� al capit�n Nemo, y nada m�s atravesar la puerta, nos adentramos por un estrecho corredor iluminado el�c­tricamente. Tras un recorrido de una decena de metros, se abri� una segunda puerta ante m�.

Entr� en un comedor, decorado y amueblado con un gus­to severo. En sus dos extremidades se elevaban altos apara­dores de roble con adornos incrustados de �bano, y sobre sus anaqueles en formas onduladas brillaban cer�micas, porcelanas y cristaler�as de un precio inestimable. Una vaji­Ha lisa resplandec�a en ellos bajo los rayos que emit�a un te­cho luminoso cuyo resplandor mitigaban y tamizaban unas pinturas de delicada factura y ejecuci�n.

En el centro de la sala hab�a una mesa ricamente servida. El capit�n Nemo me indic� el lugar en que deb�a instalarme.

‑Si�ntese, y coma como debe hacerlo un hombre que debe estar muri�ndose de hambre.

El almuerzo se compon�a de un cierto n�mero de platos, de cuyo contenido era el mar el �nico proveedor. Hab�a al­gunos cuya naturaleza y procedencia me eran totalmente desconocidas. Confieso que estaban muy buenos, pero con un gusto particular al que me acostumbr� f�cilmente. Me parecieron todos ricos en f�sforo, lo que me hizo pensar que deb�an tener un origen marino.

El capit�n Nemo me miraba. No le pregunt� nada, pero debi� adivinar mis pensamientos, pues respondi� a las pre­guntas que deseaba ardientemente formularle.

‑La mayor parte de estos alimentos le son desconocidos. Sin embargo, puede comerlos sin temor, pues son sanos y muy nutritivos. Hace mucho tiempo ya que he renunciado a los alimentos terrestres, sin que mi salud se resienta en lo m�s m�nimo. Los hombres de mi tripulaci�n son muy vigo­rosos y se alimentan igual que yo.

‑�Todos estos alimentos son productos del mar?

-S�, se�or profesor. El mar provee a todas mis necesida­des. Unas veces echo mis redes a la rastra y las retiro siempre a punto de romperse, y otras me voy de caza por este ele­mento que parece ser inaccesible al hombre, en busca de las piezas que viven en mis bosques submarinos. Mis reba�os, como los del viejo pastor de Neptuno, pacen sin temor en las inmensas praderas del oc�ano. Tengo yo ah� una vasta pro­piedad que exploto yo mismo y que est� sembrada por la mano del Creador de todas las cosas.

Mir� al capit�n Nemo con un cierto asombro y le dije:

‑Comprendo perfectamente que sus redes suministren excelentes pescados a su mesa; me es m�s dif�cil comprender que pueda cazar en sus bosques submarinos; pero lo que no puedo comprender en absoluto es que un trozo de carne, por peque�o que sea, pueda figurar en su minuta.

‑Nunca usamos aqu� la carne de los animales terrestres ‑respondi� al capit�n Nemo.

‑�Y eso? ‑pregunt�, mostrando un plato en el que hab�a a�n algunos trozos de fdete.

‑Eso que cree usted ser carne no es otra cosa que filete de tortuga de mar. He aqu� igualmente unos h�gados de delf�n que podr�a usted tomar por un guisado de cerdo. Mi cocine­ro es muy h�bil en la preparaci�n de los platos y en la conser­vaci�n de estos variados productos del oc�ano. Pru�belos todos. He aqu� una conserva de holoturias que un malayo declarar�a sin rival en el mundo; he aqu� una crema hecha con leche de cet�ceo; y az�car elaborada a partir de los gran­des fucos del mar del Norte. Y por �ltimo, perm�tame ofre­cerle esta confitura de an�monas que vale tanto como la de los m�s sabrosos frutos.

Prob� de todo, m�s por curiosidad que por gula, mientras el capit�n Nemo me encantaba con sus inveros�miles relatos.

‑Pero el mar, se�or Aronnax, esta fuente prodigiosa e ina­gotable de nutrici�n, no s�lo me alimenta sino que tambi�n me viste. Esas telas que le cubren a usted est�n tejidas con los bisos de ciertas conchas bivalvas, te�idas con la p�rpura de los antiguos y matizadas con los colores violetas que extraigo de las aplisias del Mediterr�neo. Los perfumes que hallar� usted en el tocador de su camarote son el producto de la destilaci�n de plantas marinas. Su colch�n est� hecho con la zostera m�s suave del oc�ano. Su pluma ser� una barba c�rnea de ballena, y la tinta que use, la secretada por la jibia o el calamar. Todo me viene ahora del mar, como todo volver� a �l alg�n d�a.

‑Ama usted el mar, capit�n.

‑�S�! �Lo amo! �El mar es todo! Cubre las siete d�cimas partes del globo terrestre. Su aliento es puro y sano. Es el in­menso desierto en el que el hombre no est� nunca solo, pues siente estremecerse la vida en torno suyo. El mar es el ve­h�culo de una sobrenatural y prodigiosa existencia; es movi­miento y amor; es el infinito viviente, como ha dicho uno de sus poetas. Y, en efecto, se�or profesor, la naturaleza se ma­nifiesta en �l con sus tres reinos: el mineral, el vegetal y el animal. Este �ltimo est� en �l ampliamente representado por los cuatro grupos de zo�fitos, por tres clases de articulados, por cinco de moluscos, por tres de vertebrados, los mam�fe­ros, los reptiles y esas innumerables legiones de peces, orden infinito de animales que cuenta con m�s de trece mil espe­cies de las que tan s�lo una d�cima parte pertenece al agua dulce. El mar es el vasto recept�culo de la naturaleza. Fue por el mar por lo que comenz� el globo, y qui�n sabe si no terminar� por �l. En el mar est� la suprema tranquilidad. El mar no pertenece a los d�spotas. En su superficie pueden to­dav�a ejercer sus derechos inicuos, batirse, entredevorarse, transportar a ella todos los horrores terrestres. Pero a treinta pies de profundidad, su poder cesa, su influencia se apaga, su potencia desaparece. �Ah! �Viva usted, se�or, en el seno de los mares, viva en ellos! Solamente ah� est� la independen­cia. �Ah� no reconozco due�o ni se�or! �Ah�yo soy libre!

El capit�n Nemo call� s�bitamente, en medio del entu­siasmo que le desbordaba. �Se hab�a dejado ir m�s all� de su habitual reserva? �Habr�a hablado demasiado? Muy agitado, se pase� durante algunos instantes. Luego sus nervios se cal­maron, su fisonom�a recuper� su acostumbrada frialdad, y volvi�ndose hacia m�, dijo:

‑Y ahora, se�or profesor, si desea visitar el Nautilus estoy a su disposici�n.

 

 

11. El �Nautilus�

 

El capit�n Nemo se levant� y yo le segu�. Por una doble puerta situada al fondo de la pieza entr� en una sala de di­mensiones semejantes a las del comedor.

Era la biblioteca. Altos muebles de palisandro negro, con incrustraciones de cobre, soportaban en sus anchos estantes un gran n�mero de libros encuadernados con uniformidad. Las estanter�as se adaptaban al contorno de la sala, y termi­naban en su parte inferior en unos amplios divanes tapiza­dos con cuero marr�n y extraordinariamente c�modos. Unos ligeros pupitres m�viles, que pod�an acercarse o sepa­rarse a voluntad, serv�an de soporte a los libros en curso de lectura o de consulta. En el centro hab�a una gran mesa cu­bierta de publicaciones, entre las que aparec�an algunos pe­ri�dicos ya viejos. La luz el�ctrica que emanaba de cuatro globos deslustrados, semiencajados en las volutas del techo, inundaba tan armonioso conjunto. Yo contemplaba con una real admiraci�n aquella sala tan ingeniosamente amueblada y apenas pod�a dar cr�dito a mis ojos.

-Capit�n Nemo ‑dije a mi hu�sped, que acababa de sen­tarse en un div�n‑, he aqu� una biblioteca que honrar�a a m�s de un palacio de los continentes. Y es una maravilla que esta biblioteca pueda seguirle hasta lo m�s profundo de los mares.

‑�D�nde podr�a hallarse mayor soledad, mayor silencio, se�or profesor? �Puede usted hallar tanta calma en su gabi­nete de trabajo del museo?

‑No, se�or, y debo confesar que al lado del suyo es muy po­bre. Hay aqu� por lo menos seis o siete mil vol�menes, �no?

‑Doce mil, se�or Aronnax. Son los �nicos lazos que me ligan a la tierra. Pero el mundo se acab� para m� el d�a en que mi Nautilus se sumergi� por vez primera bajo las aguas. Aquel d�a compr� mis �ltimos libros y mis �ltimos peri�di­cos, y desde entonces quiero creer que la humanidad ha ce­sado de pensar y de escribir. Se�or profesor, esos libros est�n a su disposici�n y puede utilizarlos con toda libertad.

Di las gracias al capit�n Nemo, y me acerqu� a los estantes de la biblioteca. Abundaban en ella los libros de ciencia, de moral y de literatura, escritos en numerosos idiomas, pero no vi ni una sola obra de econom�a pol�tica, disciplina que al parecer estaba all� severamente proscrita. Detalle curioso era el hecho de que todos aquellos libros, cualquiera que fuese la lengua en que estaban escritos, se hallaran clasifica­dos indistintamente. Tal mezcla probaba que el capit�n del Nautilus deb�a leer corrientemente los vol�menes que su mano tomaba al azar.

Entre tantos libros, vi las obras maestras de los m�s gran­des escritores antiguos y modernos, es decir, todo lo que la humanidad ha producido de m�s bello en la historia, la poe­s�a, la novela y la ciencia, desde Homero hasta Victor Hugo desde jenofonte hasta Michelet, desde Rabelais hasta la se�o­ra Sand. Pero los principales fondos de la biblioteca estaban integrados por obras cient�ficas; los libros de mec�nica, de bal�stica, de hidrograf�a, de meteorolog�a, de geograf�a, de geolog�a, etc., ocupaban en ella un lugar no menos amplio que las obras de Historia Natural, y comprend� que consti­tu�an el principal estudio del capit�n. Vi all� todas las obras de Humboldt, de Arago, los trabajos de Foucault, de Henri Sain­te‑Claire Deville, de Chasles, de Milne‑Edwards, de Quatre­fages, de Tyndall, de Faraday, de Berthelot, del abate Secchi, de Petermann, del comandante Maury, de Agassiz, etc.; las memorias de la Academia de Ciencias, los boletines de dife­rentes sociedades de Geograf�a, etc�tera. Y tambi�n, y en buen lugar, los dos vol�menes que me hab�an valido proba­blemente esa acogida, relativamente caritativa, del capit�n Nemo. Entre las obras que all� vi de Joseph Bertrand, la titu­lada Los fundadores de la Astronom�a me dio incluso una fe­cha de referencia; como yo sab�a que dicha obra databa de 1865, pude inferir que la instalaci�n del Nautilus no se re­montaba a una �poca anterior[L7] . As�, pues, la existencia sub­marina del capit�n Nemo no pasaba de tres a�os como m�xi­mo. Tal vez ‑me dije‑ hallara obras m�s recientes que me permitieran fijar con exactitud la �poca, pero ten�a mucho tiempo ante m� para proceder a tal investigaci�n, y no quise retrasar m�s nuestro paseo por las maravillas del Nautilus.

‑Se�or ‑dije al capit�n‑, le agradezco mucho que haya puesto esta biblioteca a mi disposici�n. Hay aqu� tesoros de ciencia de los que me aprovechar�.

‑Esta sala no es s�lo una biblioteca ‑dijo el capit�n Nemo‑, es tambi�n un fumadero.

‑�Un fumadero? �Se fuma, pues, a bordo?

‑En efecto.

‑Entonces eso me fuerza a creer que ha conservado usted relaciones con La Habana.

‑De ning�n modo ‑respondi� el capit�n-. Acepte este ci­garro, se�or Aronnax, que aunque no proceda de La Habana habr� de gustarle, si es usted buen conocedor.

Tom� el cigarro que me ofrec�a. Parec�a fabricado con ho­jas de oro, y por su forma recordaba al �londres�. Lo encend� en un peque�o brasero sustentado en una elegante peana de bronce, y aspir� las primeras bocanadas con la voluptuosi­dad de quien no ha fumado durante dos d�as.

‑Es excelente ‑dije‑, pero no es tabaco.

‑No -respondi� el capit�n‑, este tabaco no procede ni de La Habana ni de Oriente. Es una especie de alga, rica en ni­cotina, que me provee el mar, si bien con alguna escasez. �Le hace echar de menos los �londres�, se�or?

‑Capit�n, a partir de hoy los desprecio.

‑Fume, pues, sin preocuparse del origen de estos ciga­rros. No han pasado por el control de ning�n monopolio, pero no por ello son menos buenos, creo yo.

‑Al contrario.

En este momento el capit�n Nemo abri� una puerta situa­da frente a la que me hab�a abierto paso a la biblioteca, y por ella entr� a un sal�n inmenso y espl�ndidamente iluminado.

Era un amplio cuadril�tero (diez metros de longitud, seis de anchura y cinco de altura) en el que las intersecciones de las paredes estaban recubiertas por paneles. Un techo lumi­noso, decorado con ligeros arabescos, distribu�a una luz cla­ra y suave sobre las maravillas acumuladas en aquel museo. Pues de un museo se trataba realmente. Una mano inteligen­te y pr�diga hab�a reunido en �l tesoros de la naturaleza y del arte, con ese art�stico desorden que distingue al estudio de un pintor.

Una treintena de cuadros de grandes maestros, en marcos uniformes, separados por resplandecientes panoplias, orna­ban las paredes cubiertas por tapices con dibujos severos. Pude ver all� telas valios�simas, que en su mayor parte ha­b�a admirado en las colecciones particulares de Europa y en las exposiciones. Las diferentes escuelas de los maestros an­tiguos estaban representadas por una madona de Rafael, una virgen de Leonardo da Vinci, una ninfa del Correggio, una mujer de Tiziano, una adoraci�n de Veronese, una asunci�n de Murillo, un retrato de Holbein, un fraile de Vel�zquez, un m�rtir de Ribera, una fiesta de Rubens, dos pai­sajes flamencos deteniers, tres peque�os cuadros de g�ne­ro de Gerard Dow, de Metsu y de Paul Potter, dos telas de Ge­ricault y de Prud�hon, algunas marinas de Backhuysen y de Vernet. Entre las obras de la pintura moderna, hab�a cua­dros firmados por Del�croix, Ingres, Decamps, Troyon, Meissonier, Daubigny, etc., y algunas admirables reduccio­nes de estatuas de m�rmol o de bronce, seg�n los m�s bellos modelos de la Antig�edad, se ergu�an sobre sus pedestales en los �ngulos del magn�fico museo.

El estado de estupefacci�n que me hab�a augurado el co­mandante del Nautilus comenzaba ya a apoderarse de mi �nimo.

-Se�or profesor ‑dijo aquel hombre extra�o‑, excusar� usted el descuido con que le recibo y el desorden que reina en este sal�n.

‑Se�or ‑respond�‑, sin que trate de saber qui�n es usted, �puedo reconocer en usted un artista?

-Un aficionado, nada m�s, se�or. En otro tiempo gustaba yo de coleccionar estas bellas obras creadas por la mano del hombre. Era yo un �vido coleccionista, un infatigable busca­dor, y as� pude reunir algunos objetos inapreciables. Estos son mis �ltimos recuerdos de esta tierra que ha muerto para m�. A mis ojos, sus artistas modernos ya son antiguos, ya tienen dos o tres mil a�os de existencia, y los confundo en mi mente. Los maestros no tienen edad.

‑�Y estos m�sicos? ‑pregunt�, mostrando unas partitu­ras de Weber, de Rossini, de Mozart, de Beethoven, de Haydn, de Meyerbeer, de Herold, de Wagner, de Auber y de Gounod, y otras muchas, esparcidas sobre un piano‑�rgano de grandes dimensiones, que ocupaba uno de los paneles del sal�n.

‑Estos m�sicos ‑respondi� el capit�n Nemo‑ son con­tempor�neos de Orfeo, pues las diferencias cronol�gicas se borran en la memoria de los muertos, y yo estoy muerto, se�or profesor, tan muerto como aqu�llos de sus amigos que descansan a seis pies bajo tierra.

El capit�n Nemo call�, como perdido en una profunda enso�aci�n. Le mir� con una viva emoci�n, analizando en silencio los rasgos de su fisonom�a. Apoyado en sus codos sobre una preciosa mesa de cer�mica, �l no me ve�a, parec�a haber olvidado mi presencia.

Respet� su recogimiento y continu� examinando las cu­riosidades que enriquec�an el sal�n.

Adem�s de las obras de arte, las curiosidades naturales ocupaban un lugar muy importante. Consist�an principal­mente en plantas, conchas y otras producciones del oc�ano, que deb�an ser los hallazgos personales del capit�n Nemo. En medio del sal�n, un surtidor iluminado el�ctricamente ca�a sobre un pil�n formado por una sola tridacna. Esta con­cha, perteneciente al mayor de los moluscos ac�falos, con unos bordes delicadamente festoneados, med�a una circun­ferencia de unos seis metros; exced�a, pues, en dimensiones alas bellas tridacnas regaladas a Francisco I por la Rep�blica de Venecia y de las que la iglesia de San Sulpicio, en Par�s, ha hecho dos gigantescas pilas de agua bendita.

En torno al pil�n, en elegantes vitrinas fijadas por arma­duras de cobre, se hallaban, convenientemente clasificados y etiquetados, los m�s preciosos productos del mar que hu­biera podido nunca contemplar un naturalista. Se compren­der� mi alegr�a de profesor.

La divisi�n de los zo�fitos ofrec�a muy curiosos espec�­menes de sus dos grupos de p�lipos y de equinodermos. En el primer grupo, hab�a tub�poras; gorgonias dispuestas en abanico; esponjas suaves de Siria; �sinos de las Molucas; pen­n�tulas; una virgularia admirable de los mares de Noruega; ombelularias variadas; los alcionarios; toda una serie de esas madr�poras que mi maestro Milne‑Edwards ha clasificado tan sagazmente en secciones y entre las que distingu� las adorables fiabelinas; las oculinas de la isla Borb�n; el �carro de Neptuno� de las Antillas; soberbias variedades de cora les; en fin, todas las especies de esos curiosos p�lipos cuya asamblea forma islas enteras que un d�a ser�n continentes Entre los equinodermos, notables por su espinosa envoltu ra, las asterias, estrellas de mar, pantacrinas, com�tulas, as ter�fonos, erizos, holoturias, etc., representaban la colec­ci�n completa de los individuos de este grupo.

Un conquili�logo un poco nervioso se hubiera pasmado y vuelto loco de alegr�a ante otras vitrinas, m�s numerosas, en las que se hallaban clasificadas las muestras de la divisi�n de los moluscos. Vi una colecci�n de un valor inestimable, para cuya descripci�n completa me falta tiempo. Por ello, y a t�tulo de memoria solamente, citar� el elegante martillo real del oc�ano �ndico, cuyas regulares manchas blancas desta­caban vivamente sobre el fondo rojo y marr�n; un esp�ndilo imperial de vivos colores, todo erizado de espinas, raro es­p�cimen en los museos europeos y cuyo valor estim� en unos veinte mil francos; un martillo com�n de los mares de la Nueva Holanda, de dif�cil obtenci�n pese a su nombre; berberechos ex�ticos del Senegal, fr�giles conchas blancas bivalvas que un soplo destruir�a como una pompa de jab�n; algunas variedades de las regaderas de Java, especie de tubos calc�reos festoneados de repliegues foli�ceos, muy buscados por los aficionados; toda una serie de trocos, unos de color amarillento verdoso, pescados en los mares de Am�rica, y otros, de un marr�n rojizo, habitantes de los mares de Nue­va Holanda, o procedentes del golfo de M�xico y notables por su concha imbricada; estel�ridos hallados en los mares australes, y, por �ltimo, el m�s raro de todos, el magn�fico espol�n de Nueva Zelanda; admirables tellinas sulfuradas, preciosas especies de citereas y de venus; el bot�n trencilla­do de las costas de Tranquebar; el turbo marm�reo de n�car resplandeciente; los papagayos verdes de los mares de Chi­na; el cono casi desconocido del g�nero Coenodulli; todas las variedades de porcelanas que sirven de moneda en la India y en �frica; la �Gloria del mar�, la m�s preciosa concha de las Indias orientales; en fin, litorinas, delfinulas, turritelas, jantinas, �vulas, volutas, olivas, mitras, cascos, p�rpuras, buc�nidos, arpas, rocas, tritones, ceritios, husos, estrombos, pter�ceras, patelas, hi�licos, cleodoras, conchas tan finas como delicadas que la ciencia ha bautizado con sus nombres m�s encantadores.

Aparta en  vitrinas especiales hab�a sartas de perlas de la mayor belleza a las que la luz el�ctrica arrancaba destellos de fuego; perlas rosas extra�das de las ostras‑pe�as del mar Rojo; perlas verdes del hial�tide iris; perlas amarillas, azules, negras; curiosos productos de los diferentes moluscos de todos los oc�anos y de algunas ostras del Norte, y, en fin, va­rios espec�menes de un precio incalculable, destilados por las m�s raras pintadinas. Algunas de aquellas perlas sobre­pasaban el tama�o de un huevo de paloma, y val�an tanto o m�s que la que vendi� por tres millones el viajero Tabernier al sha de Persia o que la del im�n de Mascate, que yo cre�a sin rival en el mundo.

Imposible hubiera sido cifrar el valor de esas colecciones. El capit�n Nemo hab�a debido gastar millones para adquirir tales espec�menes. Estaba pregunt�ndome yo cu�l ser�a el al­cance de una fortuna que permit�a satisfacer tales caprichos de coleccionista, cuando el capit�n interrumpi� el curso de mi pensamiento.

‑Lo veo muy interesado por mis conchas, se�or profesor, y lo comprendo, puesto que es usted naturalista. Pero para m� tienen adem�s un encanto especial, puesto que las he co­gido todas con mis propias manos, sin que un solo mar del globo haya escapado a mi b�squeda.

‑Comprendo, capit�n, comprendo la alegr�a de pasearse en medio de tales riquezas. Es usted de los que han hecho por s� mismos sus tesoros. No hay en toda Europa un museo que posea una semejante colecci�n de productos del oc�ano. Pero si agoto aqu� mi capacidad de admiraci�n ante estas colecciones, �qu� me quedar� para el barco que las transporta? No quiero conocer secretos que le pertenecen, pero, sin em­bargo, confieso que este Nautilus, la fuerza motriz que en­cierra, los aparatos que permiten su maniobrabilidad, el po­deroso agente que lo anima, todo eso excita mi curiosidad... Veo en los muros de este sal�n instrumentos suspendidos cuyo uso me es desconocido. �Puedo saber .. ?...

-Se�or Aronnax, ya le dije que ser�a usted libre a bordo, y consecuentemente, ninguna parte del Nautilus le est� prohi­bida. Puede usted visitarlo detenidamente, y es para m� un placer ser su cicerone.

‑No s� c�mo agradec�rselo, se�or, pero no quiero abusar de su amabilidad. �nicamente le preguntar� acerca de la fi­nalidad de estos instrumentos de f�sica.

‑Se�or profesor, esos instrumentos est�n tambi�n en mi camarote, y es all� donde tendr� el placer de explicarle su empleo. Pero antes voy a mostrarle el camarote que se le ha reservado. Debe usted saber c�mo va a estar instalado a bor­do del Nautilus.

Segu� al capit�n Nemo, quien, por una de las puertas practicadas en los paneles del sal�n, me hizo volver al corre­dor del barco. Me condujo hacia adelante y me mostr� no un camarote sino una verdadera habitaci�n, elegantemente amueblada, con lecho y tocador.

Di las gracias a mi hu�sped.

‑Su camarote es contiguo al m�o ‑me dijo, al tiempo que abr�a una puerta‑. Y el m�o da al sal�n del que acabamos de salir.

Entr� en el camarote del capit�n, que ten�a un aspecto se­vero, casi cenobial. Una cama de hierro, una mesa de trabajo y una c�moda de tocador compon�an todo el mobiliario, reducido a lo estrictamente necesario.

El capit�n Nemo me mostr� una silla.

‑Si�ntese, por favor.

Me sent� y �l tom� la palabra en los t�rminos que siguen.

 

 

12. Todo por la electricidad

 

‑ Se�or ‑dijo el capit�n Nemo, mostr�ndome los instru­mentos colgados de las paredes de su camarote‑, he aqu� los aparatos exigidos por la navegaci�n del Nautilus. Al igual que en el sal�n, los tengo aqu� bajo mis ojos, indic�ndome mi situaci�n y mi direcci�n exactas en medio del oc�ano. Al­gunos de ellos le son conocidos, como el term�metro que marca la temperatura interior del Nautilus, el bar�metro, que pesa el aire y predice los cambios de tiempo; el higr�me­tro que registra el grado de sequedad de la atm�sfera; el storm‑glass, cuya mezcla, al descomponerse, anuncia la in­minencia de las tempestades; la br�jula, que dirige mi ruta; el sextante, que por la altura del sol me indica mi latitud, los cron�metros, que me permiten calcular mi longitud y, por �ltimo, mis anteojos de d�a y de noche que me sirven para escrutar todos los puntos del horizonte cuando el Nautilus emerge a la superficie de las aguas.

‑Son los instrumentos habituales del navegante y su uso me es conocido ‑repuse‑. Pero hay otros aqu� que respon­den sin duda a las particulares exigencias del Nautilus. Ese cuadrante que veo, recorrido por una aguja inm�vil, �no es un man�metro?

‑Es un man�metro, en efecto. Puesto en comunicaci�n con el agua, cuya presi�n exterior indica, da tambi�n la pro­fundidad a la que se mantiene mi aparato.

-�Y esas sondas, de una nueva clase?

‑Son unas sondas termom�tricas que indican la tempera­tura de las diferentes capas de agua.

‑Ignoro cu�l es el empleo de esos otros instrumentos.

‑Se�or profesor, aqu� me veo obligado a darle algunas ex­plicaciones. Le ruego me escuche.

El capit�n Nemo guard� silencio durante algunos instan­tes y luego dijo:

‑Existe un agente poderoso, obediente, r�pido, f�cil, que se pliega a todos los usos y que reina a bordo de mi barco como due�o y se�or. Todo se hace aqu� por su mediaci�n. Me alumbra, me calienta y es el alma de mis aparatos mec�­nicos. Ese agente es la electricidad.

‑�La electricidad! ‑exclam� bastante sorprendido.

‑S�, se�or.

‑Sin embargo, capit�n, la extremada rapidez de movi­mientos que usted posee no concuerda con el poder de la electricidad. Hasta ahora la potencia din�mica de la electri­cidad se ha mostrado muy restringida y no ha podido pro­ducir m�s que muy peque�as fuerzas.

‑Se�or profesor, mi electricidad no es la de todo el mun­do, yeso es todo cuanto puedo decirle.

‑Bien, no insisto, aun cuando me asombre tal resultado. Una sola pregunta, sin embargo, que puede no contestar si la considera usted indiscreta. Pienso que los elementos que emplee usted para producir ese maravilloso agente deben gastarse pronto. Por ejemplo, el cinc �c�mo lo reemplaza us­ted, puesto que no mantiene ninguna comunicacion con tie­rra?

‑Responder� a su pregunta. Le dir� que en el fondo del mar existen minas de cinc, de hierro, de plata y de oro, cuya explotaci�n ser�a ciertamente posible. Pero yo no recurro a ninguno de estos metales terrestres, sino que obtengo del mar mismo los medios de producir mi electricidad.

‑�Del mar?

‑S�, se�or profesor, y no faltan los medios de hacerlo. Yo podr�a obtener la electricidad estableciendo un circuito en­tre hilos sumergidos a diferentes profundidades, a trav�s de las diversas temperaturas de las mismas, pero prefiero em­plear un sistema m�s pr�ctico.

‑�Cu�l?

‑Usted conoce perfectamente la composici�n del agua marina. En cada mil gramos hay noventa y seis cent�simas y media de agua, dos cent�simas y dos tercios aproximada­mente,/de cloruro s�dico, y muy peque�as cantidades de dor-ros magn�sico y pot�sico, de bromuro de magnesio, de st4fato de magnesio y de carbonato c�lcico. De esa nota­ble cahtldad de cloruro s�dico contenida por el agua mari­na extraigo yo el sodio necesario para componer mis ele­mentos.

‑�El sodio?

‑En efecto. Mezclado con el mercurio forma una amalga­ma que sustituye al cinc en los elementos Bunsen. El mercu­rio no se gasta nunca. S�lo se consume el sodio, y el mar me lo suministra abundantemente. Debo decirle, adem�s, que las pilas de sodio deben ser consideradas como las m�s en�r­gicas y que su fuerza electromotriz es doble que la de las pi­las de cinc.

‑Comprendo bien, capit�n, la excelencia del sodio en las condiciones en que usted se halla. El mar lo contiene. Bien. Pero hay que fabricarlo, extraerlo. �C�mo lo hace? Evidente­mente, sus pilas pueden servir para tal extracci�n, pero, si no me equivoco, el consumo de sodio necesitado por los aparatos el�ctricos habr�a de superar a la cantidad produci­da. Ocurrir�a as� que consumir�a usted para producirlo m�s del que obtendr�a.

‑Por esa raz�n es por la que no lo extraigo por las pilas, se�or profesor. Simplemente, empleo el calor del carb�n te­rrestre.

-�Terrestre?

‑Digamos carb�n marino, si lo prefiere ‑respondi� el ca­pit�n Nemo.

‑�Acaso puede usted explotar yacimientos submarinos de hulla?

‑As� es y habr� de verlo usted. No le pido m�s que un poco de paciencia, puesto que tiene usted tiempo para ser paciente. Recuerde s�lo una cosa: que yo debo todo al oc�a­no. �l produce la electricidad, yla electricidad da al Nautilus el calor, la luz, el movimiento, en una palabra, la vida.

‑Pero no el aire que respira...

‑�Oh!, podr�a fabricar el aire que consumimos, pero ser�a in�til, ya que cuando quiero subo a la superficie del mar. Si la electricidad no me provee del aire respirable, s� acciona, al menos, las poderosas bombas con que lo almacenamos en dep�sitos especiales, lo que me permite prolongar por el tiempo que desee, si es necesario, mi permanencia en las ca­pas profundas.

‑Capit�n, no tengo m�s remedio que admirarle. Ha halla­do usted, evidentemente, lo que los hombres descubrir�n sin duda alg�n d�a, la verdadera potencia din�mica de la electricidad.

‑Yo no s� si la descubrir�n ‑respondi� fr�amente el capi­t�n Nemo‑. Sea como fuere, conoce usted ya la primera apli­caci�n que he hecho de este precioso agente. Es �l el que nos ilumina con una igualdad y una continuidad que no tiene la luz del sol. Mire ese reloj, es el�ctrico y funciona con una re­gularidad que desaf�a a la de los mejores cron�metros. Lo he dividido en veinticuatro horas, como los relojes italianos, pues para m� no existe ni noche, ni d�a, ni sol ni luna, sino �nicamente esta luz artificial que llevo hasta el fondo de los mares. Mire, en este momento son las diez de la ma�ana.

‑En efecto.

‑Aqu� tiene otra aplicaci�n de la electricidad, en ese cua­drante que sirve para indicar la velocidad del Nautilus. Un hilo el�ctrico lo pone en comunicaci�n con la h�lice de la co­rredera, y su aguja me indica la marcha real del barco. F�je­se, en estos momentos navegamos a una velocidad modera­da, a quince millas por hora.

‑Es maravilloso, y veo, capit�n, que ha hecho usted muy bien al emplear este agente que est� destinado a reemplazar al viento, al agua y al vapor.

‑No hemos terminado a�n, se�or Aronnax ‑dijo el capi­t�n Nemo, levant�ndose‑, y si quiere usted seguirme, visita­remos la parte posterior del Nautilus.

En efecto, conoc�a ya toda la parte anterior del barco sub­marinc-,cuya divisi�n exacta, del centro al espol�n de proa, era la siguiente‑‑ el comedor, de cinco metros, separado de la biblioteca por un tabique estanco, es decir, impenetrable al agua; la biblioteca, de cinco metros; el gran sal�n, de diez metros, separado del camarote del capit�n por un segundo tabique estanco; el camarote del capit�n, de cinco metros; el m�o, de dos metros y medio, y, por �ltimo, un dep�sito de aire de siete metros y medio, que se extend�a hasta la roda. El conjunto daba una longitud total de treinta y cinco metros. Los tabiques estancos ten�an unas puertas que se cerraban herm�ticamente por medio de obturadores de caucho, y ellas garantizaban la seguridad a bordo del Nautilus, en el caso de que se declarara una v�a de agua.

Segu� al capit�n Nemo a lo largo de los corredores y llega­mos al centro del nav�o. All� hab�a una especie de pozo que se abr�a entre dos tabiques estancos. Una escala de hierro, fi­jada a la pared, conduc�a a su extremidad superior. Pregunt� al capit�n Nemo cu�l era el uso de aquella escala.

‑Conduce al bote -respondi�.

‑�C�mo! �Tiene usted un bote? ‑pregunt� asombrado.

‑As� es. Una excelente embarcaci�n, ligera e insumergi­ble, que nos sirve para pasearnos y para pescar.

‑Pero entonces, cuando quiera embarcarse en �l estar� obligado a volver a la superficie del mar, �no?

‑No. El bote est� adherido a la parte superior del casco del Nautilus, alojado en una cavidad dispuesta en �l para reci­birlo. Tiene puente, est� absolutamente impermeabilizado y se halla retenido por s�lidos pernos. Esta escala conduce a una abertura practicada en el casco del Nautilus, que comu­nica con otra similar en el costado del bote. Por esa doble abertura es por la que me introduzco en la embarcaci�n. Se cierra la del Nautilus, cierro yo la del bote por medio de tor­nillos a presi�n, largo los pernos y entonces el bote sube con una prodigiosa rapidez a la superficie del mar. Luego abro la escotilla del puente, cuidadosamente cerrada hasta enton­ces, pongo el m�stil, izo la vela o cojo los remos, y estoy listo para pasearme.

‑Pero �c�mo regresa usted a bordo?

‑No soy yo el que regresa, se�or Aronnax, sino el Nauti­lus.

‑�A una orden suya?

‑As� es, porque unido al Nautilus por un cable el�ctrico, me basta expedir por �l un telegrama.

‑Bien ‑dije, maravillado‑, nada m�s sencillo, en efecto.

Tras haber pasado el hueco de la escalera que conduc�a a la plataforma, vi un camarote de unos dos metros de longi­tud en el que Conseil y Ned Land se hallaban todav�a co­miendo con visible apetito y satisfacci�n. Abrimos una puerta y nos hallamos en la cocina, de unos tres metros de longitud, situada entre las amplias despensas de a bordo. All� era la electricidad, m�s en�rgica y m�s obediente que el mismo gas, la que hac�a posible la preparaci�n de las comi­das. Los cables que llegaban a los fogones comunicaban a las hornillas de platino un calor de regular distribuci�n y man­tenimiento. La electricidad calentaba tambi�n unos apara­tos destiladores que por medio de la evaporaci�n suminis­traban una excelente agua potable. Cerca de la cocina hab�a un cuarto de ba�o muy bien instalado cuyos grifos prove�an de agua fr�a o caliente a voluntad.

Tras la cocina se hallaba el dormitorio de la tripulaci�n, en una pieza de cinco metros de longitud. Pero la puerta es­taba cerrada y no pude ver su interior que me habr�a dado una indicaci�n sobre el n�mero de hombres requerido por el Nautilus para su manejo.

Al fondo hab�a un cuario tabique estanco que separaba el dormitorio del cuarto de m�quinas. Se abri� una puerta y me introduje all�, donde el capit�n Nemo ‑un ingeniero de primer orden, con toda seguridad‑ hab�a instalado sus apa­ratos de locomoci�n. El cuarto de m�quinas, netamente ilu­minado, no rned�a menos de veinte metros de longitud. Es­taba dividido en dos partes: la primera, reservada a los elementos que produc�an la electricidad, y la segunda, a los mecanismo)-ransmit�an el movimiento a la h�lice.

Nada m�s entrar, me sorprendi� el olor sui generis que lle­naba la pieza. El capit�n Nemo advirti� mi reacci�n.

‑Son emanaciones de gas producidas por el empleo del sodio. Pero se trata tan s�lo de un ligero inconveniente. Ade­m�s, todas las ma�anas purificamos el barco ventil�ndolo completamente.

Yo examinaba, con el inter�s que puede suponerse, la ma­quinaria del Nautilus.

‑Como ve usted ‑me dijo el capit�n Nemo‑, uso elemen­tos Bunsen y no de Ruhmkorff, que resultar�an impotentes. Los elementos Bunsen son poco numerosos, pero grandes y fuertes, lo que da mejores resultados seg�n nuestra expe­riencia. La electricidad producida se dirige hacia atr�s, don­de act�a por electroimanes de gran dimensi�n sobre un sis­tema particular de palancas y engranajes que transmiten el movimiento al �rbol de la h�lice. �sta, con un di�metro de seis metros y un paso de siete metros y medio, puede dar hasta ciento veinte revoluciones por segundo.

‑Con lo que obtiene usted...

-Una velocidad de cincuenta millas por hora.

Hab�a ah� un misterio, pero no trat� de esclarecerlo. �C�mo pod�a actuar la electricidad con tal potencia? �En qu� pod�a hallar su origen esa fuerza casi �limitada? �Acaso en su tensi�n excesiva, obtenida por bobinas de un nuevo tipo? �O en su transmisi�n, que un sistema de palancas des­conocido [L8] pod�a aumentar al infinito? Eso era lo que yo no pod�a explicarme.

‑Capit�n Nemo, compruebo los resultados, sin tratar de explic�rmelos. He visto al Nautilus maniobrar ante el Abra­ham Lincoln y s� a qu� atenerme acerca de su velocidad. Pero no basta moverse. Hay que saber ad�nde se va. Hay que po­der dirigirse a la derecha o a la izquierda, hacia arriba o ha­cia abajo. �C�mo hace usted para alcanzar las grandes pro­fundidades en las que debe hallar una resistencia creciente, evaluada en centenares de atm�sferas? �C�mo hace para su­bir a la superficie del oc�ano? Y, por �ltimo, �c�mo puede mantenerse en el lugar que le convenga? �Soy indiscreto al formularle tal�slweguntas?

‑En modo alguno, se�or profesor ‑me respondi� el capi­t�n, tras una ligera vacilaci�n‑, ya que nunca saldr� usted de este barco submarino. Venga usted al sal�n, que es nuestro verdadero gabinete de trabajo, y all� sabr� todo lo que debe conocer sobre el Nautilus.

 

 

13. Algunas cifras

 

Un instante despu�s, nos hall�bamos sentados en un div�n del sal�n, con un cigarro en la boca. El capit�n me mos­traba un dibujo con el plano, la secci�n y el alzado del Nauti­lus. Comenz� su descripci�n en estos t�rminos:

‑He aqu�, se�or Aronnax, las diferentes dimensiones del barco en que se halla. Como ve, es un cilindro muy alargado, de extremos c�nicos. Tiene, pues, la forma de un cigarro, la misma que ha sido ya adoptada en Londres en varias cons­trucciones del mismo g�nero. La longitud de este cilindro, de extremo a extremo, es de setenta metros, y su bao, en su mayor anchura, es de ocho metros. No est� construido, pues, con las mismas proporciones que los m�s r�pidos va­pores, pero sus l�neas son suficientemente largas y su forma suficientemente prolongada para que el agua desplazada sal­ga f�cilmente y no oponga ning�n obst�culo a su marcha. Estas dos dimensiones le permitir�n obtener por un simple c�lculo la superficie y el volumen del Nautilus. Su superficie comprende mil cien metros cuadrados cuarenta y cinco cen­t�simas: su volumen, mil quinientos metros c�bicos y dos d�cimas, lo que equivale a decir que en total inmersi�n des­plaza o pesa mil quinientos metros c�bicos o toneladas.

�Al realizar los planos de este barco, destinado a una na­vegaci�n submarina, lo hice con la intenci�n de que en equi­librio en el agua permaneciera sumergido en sus nueve d�cimas partes. Por ello, en tales condiciones no deb�a des­plazar m�s que las nueve d�cimas partes de su volumen, o sea, mil trescientos cincuenta y seis metros y cuarenta y ocho cent�metros, o, lo que es lo mismo, que no pesara m�s que igual n�mero de toneladas. Esto me oblig� a no superar ese peso al construirlo seg�n las citadas dimensiones.

�El Nautilus se compone de dos cascos, uno interno y otro externo, reunidos entre s� por hierros en forma de T, que le dan una extrema rigidez. En efecto, gracias a esta disposi­ci�n celular resiste como un bloque, como si fuera macizo. Sus juntas no pueden ceder, se adhieren por s� mismas y no por sus remaches, y la homogeneidad de su construcci�n, debida al perfecto montaje de sus materiales, le permite de­safiar los mares n-�s violentos.

�Estos dos casos est�n fabricados con planchas de acero, cuya densidad con relaci�n al agua es de siete a ocho d�ci­mas. El primero no tiene menos de cinco cent�metros de es­pesor y pesa trescientas noventa y cuatro toneladas y noven­ta y seis cent�simas. El segundo, con la quilla que con sus cincuenta cent�metros de altura y veinticinco de ancho pesa por s� sola sesenta y dos toneladas, la maquinaria, el lastre, los diversos accesorios e instalaciones, los tabiques y los vi­rotillos interiores, tiene un peso de novecientas sesenta y una toneladas con sesenta y dos cent�simas, que, a�adidas a las trescientas noventa y cuatro toneladas con noventa y seis cent�simas del primero, forman el total exigido de mil tres­cientas cincuenta y seis toneladas con cuarenta y ocho cen­t�simas. �Ha comprendido?

‑Comprendido.

‑As� pues‑prosigui� el capit�n‑, cuando el Nautilus se halla a flote en estas condiciones, una d�cima parte del mis­mo se halla fuera del agua. Ahora bien, si se instalan unos dep�sitos de una capacidad igual a esa d�cima parte, es de­cir, con un contenido de ciento cincuenta toneladas con se­tenta y dos cent�simas, y se les llena de agua, el barco pesar� o desplazar� entonces mil quinientas siete toneladas y se ha­llar� en inmersi�n completa. Y esto es lo que ocurre, se�or profesor. Estos dep�sitos est�n instalados en la parte infe­rior del Naut�lus, y al abrir las llaves se llenan y el barco que­da a flor de agua.

‑Bien, capit�n, pero aqu� llegamos a la verdadera dificul­tad. Que su barco pueda quedarse a flor de agua, lo com­prendo. Pero, m�s abajo, al sumergirse m�s, �no se encuen­tra su aparato submarino con una presi�n que le comunique un impulso de abajo arriba, evaluada en una atm�sfera por treinta pies de agua, o sea, cerca de un kilogramo por cent�­metro cuadrado?

‑As� es, en efecto.

‑Luego, a menos que no llene por completo el Nautilus, no veo c�mo puede conseguir llevarlo a las profundidades.

‑Se�or profesor, respondi� el capit�n Nemo, no hay que confundir la est�tica con la din�mica, si no quiere uno expo­nerse a errores graves. Cuesta muy poco alcanzar las bajas regiones del oc�ano, pues los cuerpos tienen tendencia a la profundidad. Siga usted mi razonamiento.

‑Le escucho, capit�n.

-Cuando me plante� el problema de determinar el au­mento de peso que hab�a que dar al Nautilus para sumergir­lo, no tuve que preocuparme m�s que de la reducci�n de vo­lumen que sufre el agua del mar a medida que sus capas van haci�ndose m�s profundas.

‑Es evidente.

‑Ahora bien, si es cierto que el agua no es absolutamente incompresible, no lo es menos que es muy poco compresi­ble. En efecto, seg�n los c�lculos m�s recientes, esta compre­si�n no es m�s que de cuatrocientas treinta y seis diezmillo­n�simas por atm�sfera, o lo que es lo mismo, por cada treinta pies de profundidad. Si quiero descender a mil me­tros, tendr� que tener en cuenta la reducci�n del volumen bajo una presi�n equivalente a la de una columna de agua de mil metros, es decir, bajo una presi�n de cien atm�sferas. Dicha reducci�n ser� en ese caso de cuatrocientas treinta y seis cienmil�simas. Consecuentemente, deber� aumentar el peso hasta mil quinientas trece toneladas y setenta y siete cent�simas, en lugar de mil quinientas siete toneladas y dos d�cimas. El aumento no ser�, pues, m�s que de seis tonela­das y cincuenta y siete cent�simas.

‑�Tan s�lo?

‑Tan s�lo, se�or Aronnax, y el c�lculo es f�cilmente veri­ficable. Ahora bien, dispongo de dep�sitos suplementarios capaces de embarcar cien toneladas. Puedo as� descender a profundidades considerables. Cuando quiero subir y aflorar a la superficie, me basta expulsar ese agua, y vaciar entera­mente todos los dep�sitos si deseo que el Nautilus emerja en su d�cima parte sobre la superficie del agua.

A tales razonamientos apoyados en cifras nada pod�a yo objetar.

‑Admito sus c�lculos, capit�n ‑respond�‑, y mostrar�a mala fe en discutilos, puesto que la experiencia le da raz�n cada d�a, pero me temo que ahora nos hallamos en presen­cia de una dificultad real.

‑�Cu�l?

‑Cuando se halle usted a mil metros de profundidad, las paredes del Nautilus deber�n soportar una presi�n de cien atm�sferas. Si en ese momento decide usted vaciar sus de­p�sitos suplementarios para aligerar su barco y remontar a la superficie, las bombas tendr�n que vencer esa presi�n de cien atm�sferas o, lo que es lo mismo, de cien kilogramos por cent�metro cuadrado. Pues bien, eso exige una po­tencia.

‑Que s�lo la electricidad pod�a darme ‑se apresur� a de­cir el capit�n Nemo‑. Le repito que el poder din�mico de mi maquinaria es casi infinito. Las bombas del Nautilus tienen una fuerza prodigiosa, lo que pudo usted comprobar cuan­do vio sus columnas de agua precipitarse como un torrente sobre el Abraham L�ncoln. Por otra parte, no me sirvo de los dep�sitos suplementarios m�s que para alcanzar profundi­dades medias de mil quinientos a dos mil metros, con el fin de proteger mis aparatos. Pero cuando tengo el capricho de visitar las profundidades del oc�ano, a dos o tres leguas por debajo de su superficie, empleo maniobras m�s largas, pero no menos infalibles.

-�Cu�les, capit�n?

‑Esto me obliga naturalmente a revelarle c�mo se maneja el Nautilus.

‑Estoy impaciente por saberlo.

‑Para gobernar este barco a estribor o a babor, para mo­verlo, en una palabra, en un plano horizontal, me sirvo de un tim�n ordinario de ancha pala, fijado a la trasera del co­daste, que es accionado por una rueda y un sistema de po­leas. Pero puedo tambi�n mover al Nautilus de abajo arriba y de arriba abajo, es decir, en un plano vertical, por medio de dos planos inclinados unidos a sus flancos sobre su centro de flotaci�n. Se trata de unos planos m�viles capaces de adoptar todas las posiciones y que son maniobrados desde el interior por medio de poderosas palancas. Si estos planos se mantienen paralelos al barco, �ste se mueve horizontal­mente. Si est�n inclinados, el Nautilus, impulsado por su h�­lice, sube o baja, seg�n la disposici�n de la inclinaci�n, si­guiendo la diagonal que me interese. Si deseo, adem�s, regresar m�s r�pidamente a la superficie, no tengo m�s que embragar la h�lice para que la presi�n del agua haga subir verticalmente al Nautilus como un globo henchido de hi­dr�geno se eleva r�pidamente en el aire.

‑�Magn�fico, capit�n! Pero �c�mo puede el timonel seguir el rumbo que le fija usted en medio del agua?

‑El timonel est� alojado en una cabina de vidrio con cristales lenticulares, que sobresale de la parte superior del cas­co del Nautilus.

-�Cristales? �Y c�mo pueden resistir a tales presiones ?

‑Perfectamente. El cristal, por fr�gil que sea a los cho­ques, ofrece, sin embargo, una resistencia considerable. En experiencias de pesca con luz el�ctrica hechas en 1864 en los mares del Norte, se ha visto c�mo placas de vidrio de un es­pesor de siete mil�metros �nicamente, resist�an a una pre­si�n de diecis�is atm�sferas, mientras dejaban pasar poten­tes radiaciones calor�ficas que le repart�an desigualmente el calor. Pues bien, los cristales de que yo me sirvo tienen un espesor no inferior en su centro a veinti�n cent�metros, es decir, treinta veces m�s que el de aquellos.

‑Bien, debo admitirlo, capit�n Nemo; pero, en fin, para ver es necesario que la luz horade las tinieblas, y yo me pre­gunto c�mo en medio de la oscuridad de las aguas...

‑En una cabina situada en la parte trasera est� alojado un poderoso reflector el�ctrico, cuyos rayos iluminan el mar hasta una distancia de media milla.

‑�Magn�fico, capit�n! Ahora me explico esa fosforescen­cia del supuesto narval que tanto ha intrigado a los sabios. Y a prop�sito,,,desear�a saber si el abordaje del Scotia por el Nautilus, que tanto dio que hablar, fue o no el resultado de un choque fortuito.

‑Absolutamente fortuito. Yo navegaba a dos metros de profundidad cuando se produjo el choque, que, como pude ver, no tuvo graves consecuencias.

‑En efecto. Pero �y su encuentro con el Abraham Lincoln?

‑Se�or profesor, lo siento por uno de los mejores nav�os de la valiente marina americana, pero fui atacado y hube de defenderme. Sin embargo, me limit� a poner a la fragata fue­ra de combate. No le ser� dif�cil reparar sus aver�as en el puerto m�s cercano.

‑�Ah!, comandante ‑exclam� con convicci�n‑, su Nauti­lus es verdaderamente maravilloso.

‑S�, se�or profesor ‑respondi� con aut�ntica emoci�n el capit�n Nemo‑, y para m� es como un �rgano de mi propio cuerpo. El hombre est� sometido a todos los peligros que so­bre �l se ciernen a bordo de cualquiera de vuestros barcos confiados a los azares de los oc�anos, en cuya superficie se tie­ne como primera impresi�n el sentimiento del abismo, como ha dicho tan justamente el holand�s jansen, pero por debajo de su superficie y a bordo del Nautilus el hombre no tiene nin­g�n motivo de inquietud. No es de temer en �l deformaci�n alguna, pues el doble casco de este barco tiene la rigidez del hierro; no tiene aparejos que puedan fatigar los movimientos de balanceo y cabeceo aqu� inexistentes; ni velas que pueda llevarse el viento; ni calderas que puedan estallar por la pre­si�n del vapor; ni riesgos de incendio, puesto que todo est� hecho con planchas de acero; ni carb�n que pueda agotarse, puesto que la electricidad es su agente motor; ni posibles en­cuentros, puesto que es el �nico que navega por las aguas pro­fundas; ni tempestades a desafiar, ya que a algunos metros por debajo de la superficie reina la m�s absoluta tranquilidad. S�, �ste es el nav�o por excelencia. Y si es cierto que el ingenie­ro tiene m�s confianza en el barco que el constructor, y �ste m�s que el propio capit�n, comprender� usted la confianza con que yo me abandono a mi Nautilus, puesto que soy a la vez su capit�n, su constructor y su ingeniero.

Transfigurado por el ardor de su mirada y la pasi�n de sus gestos, el capit�n Nemo hab�a dicho esto con una elocuencia irresistible. S�, amaba a su barco como un padre ama a su hijo. Pero esto planteaba una cuesti�n, indiscreta tal vez, pero que no pude resistirme a formul�rsela.

‑�Es, pues, ingeniero, capit�n Nemo?

‑S�, se�or profesor. Hice mis estudios en Londres, Par�s y Nueva York, en el tiempo en que yo era un habitante de los continentes terrestres.

‑Pero �c�mo pudo construir en secreto este admirable Nautilus?

‑Cada una de sus piezas, se�or Aronnax, me ha llegado de un punto diferente del Globo con diversos nombres por destinatario. Su quilla fue forjada en Le Creusot; su �rbol de h�lice, en Pen y C�a., de Londres; las planchas de su casco, en Leard, de Liverpool; su h�lice, en Scott, de Glasgow. Sus de­p�sitos fueron fabricados por Cail y C�a., de Par�s; su maqui­naria, por Krupp, en Prusia; su espol�n, por los talleres de Motala, en Suecia; sus instrumentos de precisi�n, por Hart Hermanos, en Nueva York, etc., y cada uno de estos provee­dores recibi� mis planos bajo nombres diversos.

‑Pero estas piezas separadas hubo que montarlas y ajus­tarlas ‑dije.

‑Para ello, se�or profesor, hab�a establecido yo mis talleres en un islote desierto, en pleno oc�ano. All�, mis obreros, es decir, mis bravos compa�eros, a los que he instruido y forma­do, y yo, acabamos nuestro Nautilus. Luego, una vez termina­da la operaci�n, el fuego destruy� toda huella de nuestro paso por el islote, al que habr�a hecho saltar de poder hacerlo.

-As� construido, parece l�gico estimar que el precio de costo de este buque ha debido ser cuantios�simo.

‑Se�or Aronnax, un buque de hierro cuesta mil ciento veinticinco francos por tonelada. Pues bien, el Nautilus des­plaza mil quinientas. Su costo se ha elevado, pues, a un mi­ll�n seiscientos ochenta y siete mil quinientos francos; a dos millones con su mobiliario y a cuatro o cinco millones con las obras de arte y las colecciones que contiene.

‑Una �ltima pregunta, capit�n Nemo.

‑Diga usted.

‑Es usted riqu�simo, �no?

‑Inmensamente, se�or profesor. Yo podr�a pagar sin difi­cultad los diez mil millones de francos a que asciende la deu­da de Francia.

Mir� con fijeza al extra�o personaje que as� me hablaba. �Abusaba acaso de mi credulidad? El futuro habr�a de dec�r­melo.

 

14. El r�o Negro

 

En tres millones ochocientos treinta y dos mil quinientos cincuenta y ocho miri�metros cuadrados, o sea, m�s de treinta y ocho millones de hect�reas, est� evaluada la por­ci�n del globo terrestre ocupada por las aguas[L9] . Esta masa l�quida de dos mil doscientos cincuenta millones de millas c�bicas formar�a una esfera de un di�metro de sesenta le­guas, cuyo peso ser�a de tres quintillones de toneladas. Para poder hacerse una idea de lo que esta cantidad representa ha de tenerse en cuenta que un quintifi�n es a mil millones lo que �stos a la unidad, es decir, que hay tantas veces mil mifiones en un quintill�n como unidades hay en mil millo­nes. Y toda esta masa l�quida es casi equivalente a la que ver­ter�an todos los r�os de la Tierra durante cuarenta mil a�os.

Durante las �pocas geol�gicas, al per�odo del fuego suce­di� el per�odo del agua. El oc�ano fue universal al principio. Luego, poco a poco, en los tiempos sil�ricos, fueron apare­ciendo las cimas de las monta�as, emergieron islas que desaparecieron bajo diluvios parciales y reaparecieron nueva­mente, se soldaron entre s�, formaron continentes y, final­mente, se fijaron geogr�ficamente tal como hoy los vemos. Lo s�lido hab�a conquistado a lo l�quido treinta y siete millo­nes seiscientas cincuenta y siete millas cuadradas, o sea, doce mil novecientos diecis�is millones de hect�reas.

La configuraci�n de los continentes permite dividir las aguas en cinco grandes partes: el oc�ano Glacial �rtico, el oc�ano Glacial Ant�rtico, el oc�ano fndico, el oc�ano Atl�n­tico y el oc�ano Pac�fico.

El oc�ano Pac�fico se sit�a del norte al sur entre los dos c�rculos polares, y del oeste al este entre Asia y Am�rica, so­bre una extensi�n de ciento cuarenta y cinco grados en lon­gitud. Es el m�s tranquilo de los mares; sus corrientes son anchas Y lentas; sus mareas, mediocres; sus lluvias, abun­dantes. Tal era el oc�ano al que mi destino me hab� amado a recorrer en las m�s extra�as condiciones.

‑Se�or profesor ‑me dijo el capit�n Nemo‑, si desea acompa�arme voy a fijar exactamente nuestra posici�n y el punto de partida de este viaje. Son las doce menos cuarto. Vamos a subir a la superficie.

El capit�n Nemo puls� tres veces un timbre el�ctrico. Las bombas comenzaron a expulsar el agua de los dep�sitos. La aguja del man�metro iba marcando las diferentes presiones con que se acusaba el movimiento ascensional del Nautilus, hasta que se detuvo.

‑Hemos llegado ‑dijo el capit�n.

Me dirig� a la escalera central que conduc�a a la platafor­ma. Sub� por los pelda�os de metal y, a trav�s de la escotilla abierta, llegu� a la superficie del Nautilus.

La plataforma emerg�a �nicamente unos ochenta cent�­metros. La proa y la popa del Nautilus remataban su disposi­ci�n fusiforme que le daba el aspecto de un largo cigarro. Observ� que sus planchas de acero, ligeramente imbricadas, se parec�an a las escamas que revisten el cuerpo de los grandes reptiles terrestres. As� pod�a explicarse que aun con los mejores anteojos este barco hubiese sido siempre tomado por un animal marino.

Hacia la mitad de la plataforma, el bote, semiencajado en el casco del nav�o, formaba una ligera intumescencia. A proa y a popa se elevaban, a escasa altura, dos cabinas de paredes inclinadas y parcialmente cerradas por espesos vidrios len­ticulares: la primera, destinada al timonel que dirig�a el Nautilus, y la otra, a alojar el potente fanal el�ctrico que ilu­minaba su rumbo.

Tranquilo estaba el mar y puro el cielo. El largo veh�culo apenas acusaba las ondulaciones del oc�ano. Una ligera brisa del Este arrugaba la superficie del agua. El horizonte, limpio de brumas, facilitaba las observaciones. Pero no hab�a nada a la vista. Ni un escollo, ni un islote. Ni el me­nor vestigio del Abraham Lincoln. S�lo la inmensidad del oc�ano.

Provisto de su sextante, el capit�n Nemo tom� la altura del sol para establecer la latitud. Debi� esperar algunos mi­nutos a que se produjera la culminaci�n del astro en el hori­zonte. Mientras as� proced�a a sus observaciones ni el menor movimiento alter� sus m�sculos. El instrumento no habr�a estado m�s inm�vil en una mano de m�rmol.

‑Mediod�a ‑dijo‑. Se�or profesor, cuando usted quiera.

Dirig� una �ltima mirada al mar, un poco amarillento por la proximidad de las tierras japonesas, y descend� al gran sa­l�n. All�, el capit�n hizo el punto y calcul� cronom�trica­mente su longitud, que control� con sus precedentes obser­vaciones de los �ngulos horarios. Luego me dijo:

‑Se�or Aronnax, nos hallamos a 1370 15' de longitud Oeste.

‑�De qu� meridiano? ‑pregunt� vivamente, con la espe­ranza de que su respuesta me diera la clave de su nacionalidad.

‑Tengo diversos cron�metros ajustados a los meridianos de Greenwich, de Par�s y de Washington. Pero, en su honor, me servir� del de Par�s.

Su respuesta no me revelaba nada. El comandante prosi­gui�:

‑Treinta y siete grados y quince minutos de longitud al oeste del meridiano de Par�s, y treinta grados y siete minu­tos de latitud Norte, es decir, a unas trescientas millas de las costas del Jap�n. Hoy es 8 de noviembre, a mediod�a, y aqu� y ahora comienza nuestro viaje de exploraci�n bajo las aguas.

‑Que Dios nos guarde ‑respond�.

‑Y ahora, se�or profesor, le dejo con sus estudios. He dado la orden de seguir rumbo al Nordeste, a cincuenta me­tros de profundidad. Aqu� tiene usted mapas en los que po­dr� seguir nuestra derrota. Este sal�n est� a su disposici�n. Y ahora, con su permiso, voy a retirarme.

El capit�n Nemo se despidi� y me dej� solo, absorto en mis pensamientos, que se centraban exclusivamente en el comandante del Nautilus. �Llegar�a a saber alguna vez a qu� naci�n pertenec�a aquel hombre extra�o que se jactaba de no pertenecer a ninguna? �Qui�n o qu� hab�a podido provo­car ese odio que profesaba a la humanidad, ese odio que buscaba tal vez terribles venganzas? �Era uno de esos sabios desconocidos, uno de esos genios �v�ctimas del desprecio y de la humillaci�n�, seg�n la expresi�n de Conseil, un Gali­leo moderno, o bien uno de esos hombres de ciencia como el americano Maury cuya carrera ha sido rota por revolucio­nes pol�ticas? No pod�a yo decirlo. El azar me hab�a llevado a bordo de su barco, y puesto mi vida entre sus manos. Me ha­b�a acogido fr�a pero hospitalariamente. Pero a�n no hab�a estrechado la mano que yo le tend�a ni me hab�a ofrecido la suya.

Permanec� durante una hora sumido en tales reflexiones, procurando esclarecer aquel misterio de tanto inter�s para m�. Me sustraje a estos pensamientos y observ� el gran planisferio que se hallaba extendido sobre la mesa. Mi dedo �n­dice se pos� en el punto en que se entrecruzaban la longitud y la latitud fijadas.

El mar tiene sus r�os, como los continentes. Son corrien­tes especiales, reconocibles por su temperatura y su color, entre las que la m�s notable es conocida con el nombre de Gulf Stream. La ciencia ha determinado sobre el globo la di­recci�n de las cinco corrientes principales: una en el Atl�n­tico Norte, otra en el Atl�ntico Sur, una tercera en el Pac�fico Norte, otra en el Pacifico Sur y la quinta en el sur del Indico. Es probable que una sexta corriente existiera en otro tiempo en el norte del Indico, cuando los mares Caspio y Aral, uni­dos a los grandes lagos de Asia, formaban una sola extensi�n deagua.

En el punto que se�alaba mi dedo en el planisferio se de­sarrollaba una de estas corrientes la del Kuro‑Sivo de los ja­poneses[L10] , el r�o Negro, que sale dei golfo de Bengala donde le calientan los rayos perpendiculares do sol de los tr�picos, atraviesa el estrecho de Malaca, sube por las costas de Asia, y se desv�a en el Pac�fico Norte hacia las Aleutianas, arras­trando troncos de alcanforeros y tros productos ind�genas, y destac�ndose entre las olas del oc�ano por el puro color a�il de sus aguas calientes. Esta corriente es la que el Naut�­lus iba a recorrer. Yo la segu�a con la mirada, la ve�a perderse en la inmensidad del Pac�fico y me sent�a arrastrado con ella.

Ned Land y Conseil aparecieron en la puerta del sal�n. Mis dos bravos compa�eros se quedaron petrificados a la vista de las maravillas acumuladas ante sus ojos.

‑�D�nde estamos? �D�nde estamos? ‑exclam� el cana­diense‑. �En el museo de Quebec?

‑Yo dir�a m�s bien que nos hallamos en el palacio del Sommerard ‑dijo Conseil.

-Amigos m�os ‑les dije, tras indicarles que entraran‑, no est�n ni en Canad� ni en Francia, sino a bordo del Nautilus y a cincuenta metros por debajo del nivel del mar.

‑Habr� que creerle al se�or, puesto que as� lo afirma ‑re­plic� Conseil‑, pero francamente este sal�n est� hecho para sorprender hasta a un flamenco como yo.

‑As�mbrate, amigo m�o, y mira, pues para un clasifica­dor como t� hay aqu� materia de ocupaci�n.

Innecesario era estimular en este punto a Conseil. El buen muchacho, inclinado sobre las vitrinas, murmuraba ya las palabras del idioma de los naturalistas: clase de los gaster�­podos, familia de los buc�nidos, g�nero de las Porcelanas, es­pecie de los Cyproea Madagascariensis...

Mientras as� murmuraba Conseil, Ned Land, poco con­quili�logo �l, me interrogaba acerca de mi entrevista con el capit�n Nemo. �Hab�a podido descubrir yo qui�n era, de d�nde ven�a, ad�nde iba, hacia qu� profundidades nos arrastraba? Me hac�a as� mil preguntas, sin darme tiempo a responderle.

Le inform� de todo lo que sab�a, o m�s bien de todo lo que no sab�a, y le pregunt� qu� era lo que, por su parte, hab�a o�do y visto.

‑No he visto ni he o�do nada ‑respondi� el canadiense‑. Ni tan siquiera he podido ver a la tripulaci�n del barco. �Acaso sus tripulantes ser�n tambi�n el�ctricos?

‑�El�ctricos?

‑A fe m�a, que as� podr�a creerse. Pero usted, se�or Aron­nax ‑me pregunt� Ned Land, obseso con su idea‑, �no pue­de decirme cu�ntos hombres hay a bordo? �Diez, veinte, cin­cuenta, cien?

‑No puedo dec�rselo, Ned. Pero, cr�ame, abandone por el momento la idea de apoderarse del Nautilus o de huir de �l. Este barco es una obra maestra de la industria moderna y yo lamentar�a no haberlo visto. Son muchos los que acep­tar�an de buen grado nuestra situaci�n, aunque no fuese m�s que por contemplar estas maravillas. As� que mant�n­gase tranquilo, y tratemos de ver lo que pasa en torno nues­tro.

‑�Ver? ‑dijo el arponero‑. �Pero si no se ve nada! �Si no puede verse nada en esta prisi�n de acero! Navegamos como ciegos...

No hab�a acabado Ned Land de pronunciar estas �ltimas palabras, cuando s�bitamente se hizo la oscuridad, una os­curidad absoluta. El techo luminoso se apag�, y tan r�pida­mente que mis ojos sintieron una sensaci�n dolorosa, an�lo­ga a la que produce el paso contrario de las profundas tinieblas a la luz m�s brillante.

Nos hab�amos quedado mudos e inm�viles, no sabiendo qu� sorpresa, agradable o desagradable, Os esperaba. Se oy� algo as� como un objeto que se deslizara. Se hubiera di­cho que se maniobraba algo en los flancos del Nautilus.

‑Es el fin del final ‑dijo Ned Land.

‑Orden de las hidromedusas‑se oy� decir a Conseil.

S�bitamente, se hizo la luz a ambos lados del sal�n, a tra­v�s de dos aberturas oblongas. Las masas l�quidas aparecie­ron vivamente iluminadas por la irradiaci�n el�ctrica. Dos placas de cristal nos separaban del mar. Me estremeci� la idea de que pudiera romperse tan fr�gil pared. Pero fuertes armaduras de cobre la manten�an y le daban una resistencia casi infinita.

El mar era perfectamente visible en un radio de una milla en torno al Nautilus. �Qu� espect�culo! �Qu� pluma podr�a describirlo? �Qui�n podr�a pintar los efectos de la luz a tra­v�s de esas aguas transparentes y la suavidad de sus sucesi­vas degradaciones hasta las capas inferiores y superiores del oc�ano?

Conocida es la diafanidad del mar. Sabido es que su lim­pidez es a�n mayor que la de las aguas de roca. Las sustancias minerales y org�nicas que mantiene en suspensi�n au­mentan incluso su transparencia. En algunas partes del oc�a­no, en las Antillas, ciento cuarenta y cinco metros de agua dejan ver el lecho de arena con una sorprendente nitidez y la fuerza de penetraci�n de los rayos solares no parece dete­nerse sino hasta una profundidad de trescientos metros. Pero en el medio fluido que recorr�a el Nautilus el resplandor el�ctrico se produc�a en el seno mismo del agua, que no era ya agua luminosa sino luz l�quida.

Si se admite la hip�tesis de Erhemberg, que cree en una iluminaci�n fosforescente de los fondos submarinos, la na­turaleza ha reservado ciertamente a los habitantes del mar uno de sus m�s prodigiosos espect�culos, del que yo pod�a juzgar por los mil juegos de aquella luz. A cada lado ten�a una ventana abierta sobre aquellos abismos inexplorados. La oscuridad del sal�n realzaba la claridad exterior, y noso­tros mir�bamos como si el puro cristal hubiera sido el de un inmenso acuario.

El Nautilus parec�a inm�vil. La causa de ello era que falta­ban los puntos de referencia. A veces, sin embargo, las l�neas de agua, divididas por su espol�n, hu�an ante nosotros con gran rapidez.

Maravillados, con los codos apoyados en las vitrinas, per­manec�amos silenciosos, en un silencio que expresaba elo­cuentemente nuestra estupefacci�n. Conseil rompi� el silen­cio, diciendo:

‑Quer�a usted ver, Ned, pues bien, �vea!

‑�Es curioso! �Curios�simo! ‑dijo el canadiense, que, olvi­dando su c�lera y sus proyectos de evasi�n, sufr�a una atracci�n irresistible‑. �Se vendr�a aqu� de m�s lejos incluso pari admirar este espect�culo!

‑�Ah! ‑exclam�‑, ahora puedo comprender la vida de este hombre. Se ha hecho un mundo aparte que le reserva su m�s asombrosas maravillas.

‑Pero �y los peces? ‑dijo Ned Land‑. No veo peces.

‑�Y qu� puede importarle, amigo Ned ‑dijo Conseil‑, puesto que no los conoce usted?

‑�Decirme eso a m�, a un pescador como yo! ‑exclam�, indignado, Ned.

Y con este motivo se entabl� entre los dos amigos una dis­cusi�n, pues ambos conoc�an los peces, pero cada uno de una forma muy diferente.

Sabido es que los peces son la cuarta y �ltima clase de la ramificaci�n de los vertebrados. Se les ha definido muy jus­tamente como �vertebrados de doble circulaci�n y de sangre fr�a que respiran por branquias y viven en el agua�. Compo­nen dos series distintas: la de los peces �seos, es decir, la de aquellos cuya espina dorsal est� constituida por v�rtebras �seas, y la de los peces cartilaginosos, cuya espina dorsal est� hecha de v�rtebras cartilaginosas.

El canadiense conoc�a tal vez esa distinci�n, pero Con­seil sab�a mucho m�s y, unido ya a �l por una fuerte amis­tad, no pod�a admitir que fuese menos instruido que �l. As�, le dijo:

‑Amigo Ned, es usted un matador de peces, un h�bil pes­cador que ha capturado un gran n�mero de estos interesan­tes animales. Pero apostar�a algo a que no sabe usted clasifi­carlos.

‑S� ‑respondi� seriamente el arponero‑. Se les clasifica en peces comestibles y en peces no comestibles.

‑�sa es una distinci�n gastron�mica. Pero d�game si co­noce la diferencia entre los peces �seos y los peces cartilagi­nosos.

‑Creo que s�, Conseil.

‑�Y la subdivisi�n de esas dos grandes clases?

‑Me temo que no ‑respondi� el canadiense.

‑Pues bien, amigo Ned, esc�cheme bien y ret�ngalo. Los peces �seos se subdividen en seis �rdenes: los acantopteri­gios, cuya mand�bula superior es completa y m�vil y cuyas branquias tienen la forma de un peine; este orden comprende quince familias, es decir, las tres cuartas partes de los pe­ces conocidos. Su prototipo podr�a ser la perca.

‑Que est� bastante buena ‑dijo Ned Land.

‑Otro orden es el de los abdominales, que tienen las ale­tas ventrales suspendidas bajo el abdomen y m�s atr�s de las pectorales, sin estar soldadas a las v�rtebras dorsales, orden que se divide en cinco familias que comprenden la mayor parte de los peces de agua dulce. Tipos: la carpa y el lucio.

‑�Puaf! ‑exclam�, despectivamente, el canadiense‑. �Pe­ces de agua dulce!

‑Hay tambi�n los subbranquianos, con las ventrales colo­cadas bajo las pectorales e inmediatamente suspendidas de las v�rtebras dorsales. Este orden contiene cuatro familias, y sus tipos son las platijas, los gallos, los rodaballos, los len­guados, etc�tera.

‑�Excelentes! �Excelentes! -exclam� el arponero, que con­tinuaba obstin�ndose en considerar los peces exclusivamen­te desde el punto de vista gastron�mico.

‑Hay tambi�n ‑prosigui� Conseil, sin desanimarse‑ los �podos, de cuerpo alargado, desprovistos de aletas ventrales y revestidos de una piel espesa y frecuentemente viscosa. Es �ste un orden que se reduce a una sol familia. Tipos: la an­guila y el gimnoto.

‑Mediocre, mediocre ‑respondi� Ned Land.

‑En quinto lugar, los lofobranquios, que tienen las man­d�bulas completas y libres y cuyas branquias est�n forma­das por peque�os flecos dispuestos por parejas a lo largo de los arcos branquiales. Este orden no cuenta m�s que con una familia. Tipos: los hipocampos y los pegasos dra­gones.

‑�Malo! �Malo! ‑replic� el arponero.

‑Y sexto y �ltimo, el de los plectognatos, cuyo hueso ma­xilar est� fijado al lado del intermaxilar que forma la mand�­bula, y cuyo arco palatino se engrana por sutura con el cr�­neo, lo que le hace inm�vil. Este orden carece de verdaderas aletas ventrales; se compone de dos familias y sus tipos son los tetrodones y los peces‑luna.

‑Que bastar�an por s� solos para deshonrar a un caldero ‑dijo el canadiense.

‑�Ha comprendido usted, amigo Ned? ‑pregunt� el sabio Conseil.

‑Ni una palabra, amigo Conseil. Pero siga, siga, es muy interesante.

‑En cuanto a los peces cartilaginosos ‑prosigui�, imper­turbable, Conseil‑ tienen tan s�lo tres �rdenes.

-Tanto mejor ‑dijo Ned.

‑En primer lugar, los cicl�stomos, cuyas mand�bulas es­t�n soldadas en un anillo m�vil y cuyas branquias se abren por numerosos agujeros. Una sola familia cuyo tipo m�s re­presentativo es la lamprea.

‑Hay a quien le gusta -respondi� Ned Land.

‑Segundo, los selacios, con branquias semejantes a las de los cicl�stomos, pero con la mand�bula inferior m�vil. Este orden, que es el m�s importante de la clase, tiene dos familias, con las rayas y los escualos por tipos m�s representativos.

‑�C�mo? �Las rayas y los tiburones en el mismo orden? Pues bien, amigo Conseil, por el bien de las rayas le aconsejo que no los ponga juntos en el mismo bocal.

‑Y por �ltimo, los esturionianos, cuyas branquias est� abiertas por una sola hendidura con un op�rculo. Hay cuatro g�neros y el esturi�n es el tipo m�s representativo.

‑Amigo Conseil, se dej� usted lo mejor para el final, en mi opini�n, al menos. �Y esto es todo?

‑S�, mi buen Ned, pero observe usted que saber esto es no saber nada, pues las familias se subdividen en g�neros, sul g�neros, especies, variedades...

‑Pues mire, Conseil ‑dijo el arponero, inclin�ndose sobre el cristal‑, mire esas variedades que pasan.

‑En efecto, son peces ‑exclam� Conseil‑. Uno se creer en un acuario.

‑No‑respond�‑, pues un acuario no es m�s que una jau­la, y esos peces son libres como el p�jaro en el aire.

‑Bueno, Conseil, n�mbremelos, d�game c�mo se llaman, ande ‑dijo Ned.

‑No soy capaz de hacerlo ‑dijo Conseil‑. Eso concierne al se�or.

Efectivamente, el buen muchacho, empedernido clasifi­cador, no era un naturalista. Yo creo que no era capaz de dis­tinguir un at�n de un bonito. Lo contrario que el canadien­se, que nombraba todos los peces sin vacilar.

‑Un baliste ‑hab�a dicho yo.

‑Y es un baliste chino ‑respondi� Ned Land.

‑G�nero de los balistes, familia de los esclerodermos, or­den de los plectognatos -murmur� Conseil.

Decididamente, entre los dos, Ned y Conseil, hubieran constituido un brillante naturalista.

No se hab�a equivocado el canadiense. Un grupo de balis­tes, de cuerpo comprimido, de piel granulada, armados de un aguij�n en el dorso, evolucionaban en torno al Nautilus, agitando las cuatro hileras de punzantes y erizadas espinas que llevan a ambos lados de la cola. Nada m�s admirable que la pigmentaci�n de su piel, gris por arriba y blanca por de­bajo, con manchas doradas que centelleaban entre los oscu­ros remolinos del agua. Entre ellos, se mov�an ondulante­mente las rayas, como banderas al viento. Con gran alegr�a por mi parte, vi entre ellas esa raya china, amarillenta por arriba y ros�cea por abajo, provista de tres aguijones tras el ojo; una especie rara y de dudosa identificaci�n en la �poca de Lacep�de, quien �nicamente pudo verla en un �lbum de dibujosjapon�s.

Durante un par de horas, todo un ej�rcito acu�tico dio es­colta al Nautilus. En medio de sus juegos, de sus movimien­tos en los que rivalizaban en belleza, brillo y velocidad, dis­tingu� el labro verde; el salmonete barbatus, marcado con una doble raya negra; el gobio eleotris, de cola redondeada,

de color blanco salpicado de manchas violetas en el dorso; el escombro japon�s, admirable caballa de esos mares, con el cuerpo azulado y la cabeza plateada; brillantes azurores cuyo solo nombre dispensa de toda descripci�n; los esparos rayados, con las aletas matizadas de azul y de amarillo; los esparos ornados de fajas con una banda negra en la cola; los esparos zon�foros, elegantemente encorsetados en sus seis cinturas; los aulostomas, verdaderas bocas de flauta o becadas marinas, algunos de los cuales alcanzaban una lon­gitud de un metro; las salamandras del Jap�n; las morenas equ�dneas, largas serpientes con ojos vivos y peque�os y una amplia boca erizada de dientes...

Contempl�bamos el espect�culo con una admiraci�n in­finita que expres�bamos en incontenibles interjecciones. Ned nombraba los peces, Conseil los clasificaba, y yo me ex­tasiaba ante la vivacidad de sus evoluciones y la belleza de sus formas. Nunca hasta entonces me hab�a sido dado poder contemplarlos as�, vivos y libres en su elemento natural.

No citar� todas las variedades, toda esa colecci�n de los mares del Jap�n y de la China, que pasaron as� ante nuestros ojos deslumbrados. M�s numerosos que los p�jaros en el aire, todos esos peces pasaban ante nosotros atra�dos sin duda por el brillante foco de luz el�ctrica.

S�bitamente, desapareci� la encantadora visi�n al cerrar­se los paneles de acero e iluminarse el sal�n. Pero durante largo tiempo permanec� a�n arrobado en esa visi�n, hasta que mi mirada se fij� en los instrumentos suspendidos de las paredes. La br�jula mostraba la direcci�n Norte‑Nordeste, el man�metro indicaba una presi�n de cinco atm�sferas co­rrespondiente a una profundidad de cincuenta metros y la corredera el�ctrica daba una velocidad de quince millas por hora.

Yo esperaba que apareciera el capit�n Nemo, pero no lo hizo. Eran las cinco en el reloj.

Ned Land y Conseil regresaron a su camarote y yo hice lo propio. Hall� servida la comida, compuesta de una sopa de tortuga, de un m�lido de carne blanca, cuyo h�gado, prepa­rado aparte, estaba delicioso, y filetes de emperador cuyo gusto me pareci� superior al del salm�n.

Pas� la velada leyendo, escribiendo y pensando. Luego, ganado por el sue�o, me acost� y me dorm� profundamente, mientras el Nautilus se deslizaba a trav�s de la r�pida co­rriente del r�o Negro.

 

 

15. Una carta de invitaci�n

 

Me despert� al d�a siguiente, 9 de noviembre, tras un largo sue�o de doce horas. Seg�n su costumbre, Conseil vino a enterarse de �c�mo hab�a pasado la noche el se�or� y a ofrecerme sus servicios. Hab�a dejado su amigo el canadiense durmiendo como un hombre que no hubiera hecho otra cosa en la vida.

Le dej� charlar a su manera, sin apenas responderle. Me ten�a preocupado la ausencia del capit�n Nemo durante la v�spera y esperaba poder verlo nuevamente ese d�a.

Me puse el traje de biso, cuya naturaleza intrigaba a Con­seil. Le expliqu� que nuestras ropas estaban hechas con los filamentos brillantes y sedosos que unen a las rocas a los p�nnidos, moluscos bivalvos muy abundantes a orillas del Mediterr�neo. Antiguamente se tej�an con este biso bellas telas, guantes y medias, a la vez muy suaves y de mucho abri­go. La tripulaci�n del Nautilus pod�a vestirse as� econ�mica­mente y sin tener que pedir nada ni a los algodoneros, ni a las ovejas ni a los gusanos de seda.

Tras haberme lavado y vestido, me dirig� al gran sal�n, que se hallaba vac�o, donde me consagr� al estudio de los te­soros de conquiliolog�a contenidos en las vitrinas, y de los herbarios que ofrec�an a mi examen las m�s raras plantas marinas que, aunque disecadas, conservaban sus admira­bles colores. Entre tan preciosos hidr�fitos llamaron mi atenci�n los cladostefos verticilados, las padinaspavonias, las caulerpas de hojas de vi�a, los callithammion gran�feros, las delicadas ceramias de color escarlata, las ag�reas en for- ma de abanico, las acetabularias, semejantes a sombreritos de hongos muy deprimidos, que fueron durante largo tiem­po clasificados como zo�fitos, y toda una serie de fucos.

Transcurri� as� todo el d�a, sin que el capit�n Nemo me honrara con su visita. No se descubrieron los cristales de ob­servaci�n, como si se quisiera evitar que nuestros sentidos se mellaran en la costumbre de tan bello espect�culo.

La direcci�n del Nautilus se mantuvo al Este‑Nordeste; su velocidad, en doce millas, y su profundidad, entre cincuenta y sesenta metros.

Al d�a siguiente, 10 de noviembre, se nos mantuvo en el mismo abandono, en la misma soledad. No vi a nadie de la tripulaci�n. Ned y Conseil pasaron la mayor parte del d�a conmigo, desconcertados ante la inexplicable ausencia del capit�n. �Se hallar�a enfermo aquel hombre singular? �O tal vez se propon�a modificar sus proyectos respecto a noso­tros?

Despu�s de todo, como observ� Conseil, goz�bamos de una entera libertad y se nos ten�a abundante y delicadamen­te alimentados. Nuestro hu�sped se hab�a atenido hasta en­tonces a los t�rminos de lo estipulado, y no pod�amos que­jarnos. Adem�s, la singularidad de nuestro destino nos reservaba tan hermosas compensaciones que no ten�amos derecho a reprocharle nada.

Fue aquel mismo d�a cuando comenc� a escribir el diario de estas aventuras. Esto es lo que me ha permitido narrarlas con una escrupulosa exactitud. Como detalle curioso, dir� que escrib� este diario en un papel fabricado con zostera ma­rina.

En la madrugada del 11 de noviembre, la expansi�n del aire fresco por el interior del Nautilus me revel� que hab�a­mos emergido a la superficie del oc�ano para renovar la pro­visi�n de ox�geno. Me dirig� a la escalerilla central y sub� a la plataforma.

Eran las seis de la ma�ana. El cielo estaba cubierto y el mar gris, pero en calma, apenas mecido por el oleaje. Ten�a la esperanza de encontrarme all� con el capit�n Nemo, pero �vendr�a? Vi �nicamente al timonel, encerrado en su jaula de vidrio.

Sentado en el saliente que formaba el casco del bote, aspi­r� con delicia las emanaciones salinas. Poco a poco, la bruma iba disip�ndose bajo la acci�n de los rayos solares. El astro radiante se elevaba en el horizonte. El mar se inflam� bajo su mirada como un reguero de p�lvora. Esparcidas por el cielo, las nubes se colorearon de tonos vivos y Henos de matices, y numerosas �lenguas de gato�[L11]  anunciaron viento para todo el d�a.

Pero �qu� podr�a importar el viento al Nautilus, insensi­ble a las tempestades?

Contemplaba, admirado, aquella salida del sol, tan jubilo­sa como vivificante, cuando o� a alguien subir hacia la plata­forma.

Me dispuse a saludar al capit�n Nemo, pero fue su segun­do ‑al que ya hab�a visto yo durante la primera visita del ca­pit�n‑ quien apareci�.

Avanz� sobre la plataforma, sin parecer darse cuenta de mi presencia. Con su poderoso anteojo, el hombre escrut� todos los puntos del horizonte con una extremada atenci�n. Acabado su examen, se acerc� a la escotilla y pronunci� esta frase cuyos t�rminos recuerdo con exactitud por haberla o�do muchas veces en condiciones id�nticas:

 

Nautron respoc lorni virch

 

Ignoro lo que pueda significar.

Pronunciadas esas palabras, el segundo descendi� a bor­do. Pens� que el Nautilus iba a reanudar su navegaci�n sub­marina y descend� a mi camarote.

As� pasaron cinco d�as sin que cambiara la situaci�n. Cada ma�ana sub�a yo a la plataforma y o�a pronunciar esa frase al mismo individuo.

El capit�n Nemo segu�a sin aparecer.

Ya me hab�a hecho a la idea de no verle m�s cuando, el 16 de noviembre, al regresar a mi camarote con Ned y Conseil, hall� sobre la mesa una carta. La abr� con impaciencia. Es­crita con una letra clara, un poco g�tica, la carta dec�a lo si­guiente:

 

�Se�or profesor Aronnax.

 

A bordo del Nautilus, a 16 de noviembre de 1867.

 

El capit�n Nemo tiene el honor de invitar al profesor Aron­nax a una partida de caza que tendr� lugar ma�ana por la ma�ana en sus bosques de la isla Crespo. Espera que nada impida al se�or profesor participar en la expedici�n, a la que se invita tambi�n a sus compa�eros.

 

El comandante del Nautilus

                                                                                                                     Capit�n NEMO.�

 

‑�Una cacer�a! ‑exclam� Ned.

‑Y en sus bosques de la isla Crespo ‑a�adi� Conseil.

‑As� que va, pues, a tierra, este hombre ‑dijo Ned Land.

‑As� parece indicarlo claramente la carta ‑dije, reley�n­dola.

‑Pues bien, hay que aceptar la invitaci�n ‑dijo el cana­diense‑. Una vez en tierra firme, veremos qu� podemos ha­cer. Por otra parte, no nos vendr� mal comer un poco de car­ne fresca.

Sin pararme a pensar en la contradicci�n existente entre el horror manifiesto del capit�n Nemo por los continentes y las islas, y su invitaci�n a una cacer�a en un bosque, dije a mis compa�eros:

‑Veamos ante todo d�nde est� y c�mo es esa isla Crespo.

Consult� el planisferio y a los 320 40' de latitud Norte y 1670 50'de longitud Oeste hall� un islote que fue descubier­to en 1801 por el capit�n Crespo y al que los antiguos mapas espa�oles denominaban como Roca de la Plata. Nos hall�­bamos, pues, a unas mil ochocientas millas de nuestro pun­to de partida. La direcci�n del Nautilus, ligeramente modi­ficada, le llevaba hacia el Sudeste.

Mostr� a mis compa�eros aquella peque�a roca perdida en medio del Pac�fico septentrional.

‑Si el capit�n Nemo va de vez en cuando a tierra ‑les dije‑, escoge para ello islas absolutamente desiertas.

Ned Land movi� la cabeza por toda respuesta, antes de salir con Conseil.

Aquella noche, tras dar cuenta de la cena, que me fue ser­vida por el steward mudo e impasible, me dorm� no sin algu­na preocupaci�n.

Al despertarme al d�a siguiente, 17 de noviembre, sent� que el Nautilus se hallaba absolutamente inm�vil. Me ves­t� r�pidamente y fui al gran sal�n. All� estaba el capit�n Nemo, esper�ndome. Se levant�, me salud� y me pregunt� si estaba dispuesto a acompa�arle.

Como no hizo la menor alusi�n a su ausencia durante aquellos ocho d�as, yo me abstuve de todo comentario al res­pecto, limit�ndome a decirle simplemente que tanto yo como mis compa�eros est�bamos dispuestos a seguirle.

‑Tan s�lo ‑a�ad�‑ desear�a hacerle una pregunta.

‑Pregunte, se�or Aronnax, que si puedo darle respuesta lo har� con mucho gusto.

‑Pues bien, capit�n, �c�mo es posible que usted, que ha roto toda relaci�n con la tierra, posea bosques en la isla Crespo?

‑Se�or profesor, los bosques de mis posesiones no piden al sol ni su luz ni su calor. Ni leones, ni tigres, ni panteras, ni ning�n cuadr�pedo los frecuentan. S�lo yo los conozco y s�lo para m� crece su vegetaci�n. No son bosques terrestres, son bosques submarinos.

‑�Bosques submarinos?

‑S�, se�or profesor.

‑�Y es a ellos a los que me invita a seguirle?

‑Precisamente.

‑�A pie?

‑En efecto.

‑�Para cazar?

‑Para cazar.

‑�Escopeta en mano?

‑Escopeta en mano.

No pude entonces dejar de mirar al comandante del Nau­tilus de un modo poco halag�e�o para su persona.

�Decididamente ‑pens�‑, est� mal de la cabeza. Ha debi­do sufrir durante estos ocho d�as un acceso que a�n le dura. �Qu� l�stima! Preferir�a hab�rmelas con un extravagante que con un loco.�

Deb�an leerse claramente en mi rostro tales pensamien­tos, pero el capit�n Nemo se limit� a invitarme a seguirle, lo que hice como un hombre resignado a todo.

Llegamos al comedor, donde hallamos servido ya el desayuno.

‑Se�or Aronnax ‑me dijo el capit�n‑, le ruego que com­parta conmigo sin ceremonia este almuerzo. Hablaremos mientras comemos. Le he prometido un paseo por el bos­que, pero no puedo comprometerme a encontrar un restau­rante por el camino. As� que coma usted, teniendo en cuenta que la pr�xima colaci�n vendr� con alg�n retraso.

Hice honor a la comida que ten�a ante m�, compuesta de diversos pescados y de rodajas de holoturias, excelentes zo�­fitos, con una guarnici�n de algas muy aperitivas, tales como la Porphyria laciniata y la Laurentia primafetida. Te­n�amos por bebida un agua muy l�mpida a la que, tomando ejemplo del capit�n, a�ad� algunas gotas de un licor fermen­tado, extra�do, a usanza kamchatkiana, del alga conocida con el nombre de Rodimenia palmeada.

El capit�n Nemo comi� durante alg�n tiempo en silencio. Luego, dijo:

‑Se�or profesor, al proponerle ir de caza a mis bosques de Crespo, ha pensado usted hallarme en contradicci�n conmi­go mismo. Al informarle de que se trata de bosques subma­rinos, me ha cre�do usted loco. Se�or profesor, nunca hay quejuzgar a los hombres a la ligera.

‑Pero, capit�n, le ruego...

‑Esc�cheme, y ver� entonces si puede acusarme de locura o de contradicci�n.

‑Le escucho.

‑Se�or profesor, sabe usted tan bien como yo que el hom­bre puede vivir bajo el agua a condici�n de llevar consigo su provisi�n de aire respirable. En los trabajos submarinos, el obrero, revestido de un traje impermeable y con la cabeza encerrada en una c�psula de metal, recibe el aire del exterior por medio de bombas impelentes y de reguladores de salida.

‑Es el sistema de las escafandras ‑le dije.

‑En efecto, pero en esas condiciones el hombre no es li­bre: est� unido a la bomba que le env�a el aire por un tubo de goma, verdadera cadena que le amarra a tierra. Si nosotros debi�ramos estar as� ligados al Nautilus, no podr�amos ir muy lejos.

‑�Y cu�l es el medio de estar libre?

‑El que nos ofrece el aparato Rouquayrol‑Denayrouze, inventado por dos compatriotas suyos, y que yo he perfec­cionado para mi uso particular. Este sistema le permitir� arriesgarse en estas nuevas condiciones fisiol�gicas sin que sus �rganos sufran. Se compone de un dep�sito de chapa gruesa, en el que almaceno el aire bajo una presi�n de cincuenta atm�sferas. Ese dep�sito se fija a la espalda por me­dio de unos tirantes, igual que un macuto de soldado. Su parte superior forma una caja de la que el aire, mantenido por un mecanismo de fuelle, no puede escaparse m�s que a su tensi�n normal. En el aparato Rouquayrol, tal como es empleado, dos tubos de caucho salen de la caja para acabar en una especie de pabell�n que aprisiona la nariz y la boca del operador; uno sirve para la introducci�n del aire inspi­rado y el otro para la salida del aire expirado; es la lengua la que cierra uno u otro seg�n las necesidades de la respira­ci�n. Pero yo, que tengo que afrontar presiones considera­bles en el fondo de los mares, he tenido que modificar ese sistema, con la utilizaci�n de una esfera de cobre como esca­fandra. Es en esta esfera en la que desembocan los tubos de inspiraci�n y expiraci�n

‑Muy bien, capit�n Nemo, pero el aire que usted lleva debe usarse muy r�pidamente y cuando �ste no contiene m�s de un quince por ciento de ox�geno se hace irrespirable.

‑As� es, pero ya le he dicho que las bombas del Nautilus me permiten almacenarlo bajo una presi�n considerable, y en esas condiciones el dep�sito del aparato puede proveer aire respirable durante nueve o diez horas.

‑Ninguna objeci�n ya por mi parte ‑respond�‑. �nica­mente, quisiera saber, capit�n, c�mo puede usted iluminar su camino por el fondo del oc�ano.

‑Con el aparato Ruhmkorff, se�or Aronnax. Si el  otro se lleva a la espalda, �ste se fija a la cintura. Se compone de una pila Bunsen que yo pongo en actividad no con bicromato de potasa, sino con sodio. Una bobina de inducci�n recoge la electricidad producida y la dirige hacia una linterna de una disposici�n particular. En esta linterna hay una serpentina de vidrio que contiene solamente un residuo de gas carb�nico. Cuando el aparato funciona, el gas se hace luminoso, dando una luz blanquecina y continua. As� equipado, respiro y veo.

‑Capit�n Nemo, da usted tan abrumadoras respuestas a todas mis objeciones que no me atrevo ya a dudar. Sin em­bargo, aunque obligado a admitir los aparatos Rouquayrol y Ruhmkorff, me quedan algunas reservas acerca del fusil con el que va a armarme.

‑Por supuesto, no se trata de un fusil de p�lvora ‑respon­di� el capit�n.

‑�De aire?

' ‑Claro es. �C�mo quiere que fabrique p�lvora a bordo, sin tener aqu� ni salitre, ni azufre ni carb�n?

‑Por otra parte ‑dije‑, para tirar bajo el agua, en un me­dio que es ochocientas cincuenta y cinco veces m�s denso que el aire, habr�a que vencer una resistencia considerable.

‑Eso no ser�a un obst�culo mayor. Hay ciertos ca�ones, perfeccionados despu�s de Fulton por los ingleses Philippe Coles y Burley, por el franc�s Furcy y por el italiano Landi, que est�n provistos de un sistema particular de cierre y que pueden tirar en esas condiciones. Pero, se lo repito, como ca­rezco de p�lvora, la he reemplazado por aire comprimido que me procuran en abundancia las bombas del Nautilus.

‑Pero ese aire debe gastarse r�pidamente.

‑Mi dep�sito Rouquayrol puede proveerme de aire si es necesario. Basta para ello un grifo ad hoc. Adem�s, se�or Aronnax, podr� usted comprobar por s� mismo que en estas cacer�as submarinas no se hace un consumo excesivo de aire ni de balas.

‑Pese a todo, me parece que en esa semioscuridad, y en medio de un l�quido muy denso en relaci�n con la atm�sfe­ra, los tiros no pueden ir muy lejos y deben ser dif�cilmente mortales.

‑Al contrario, con este tipo de fusil todos los tiros son mortales, y todo animal tocado, por ligeramente que sea, cae fulminado.

‑�Por qu�?

‑Porque no son balas ordinarias las que tira el fusil sino peque�as c�psulas de vidrio (inventadas por el qu�mico austr�aco Leniebrock) de las que tengo un considerable aprovi­sionamiento. Estas c�psulas de vidrio, recubiertas por una armadura de acero, y hechas m�s pesadas por un casquillo de plomo, son verdaderas botellitas de Leyde, en las que la electricidad est� forzada a muy alta tensi�n. Se descargan al m�s ligero choque, y por poderoso que sea el animal que las reciba, cae fulminado. A�adir� que estas c�psulas tienen un grosor del cuatro y que la carga de un fusil ordinario podr�a contener una decena.

-No discuto m�s ‑respond�, levant�ndome‑ y estoy dis­puesto a tomar mi fusil. Adem�s, a donde vaya usted, ir� yo.

El capit�n Nemo me condujo hacia la parte posterior del Nautilus y, al pasar ante el camarote de Ned y Conseil, les lla­m� para que nos siguieran.

Llegamos a una cabina, situada cerca de la sala de m�qui­nas, en la que deb�arnos ponernos nuestros trajes de paseo.

 

 

16. Andando por la llanura

 

Aquella cabina era, para hablar con propiedad, el arsenal y el vestuario del Nautilus. Colgadas de las paredes, una do­cena de escafandras esperaban a los expedicionarios.

Al verlas, Ned Land manifest� una gran repugnancia a la idea de introducirse en una de ellas.

‑Pero, Ned ‑le dije-, los bosques de la isla Crespo son submarinos.

‑�Vaya! ‑dijo el arponero, desilusionado al ver desvane­cerse sus sue�os de carne fresca‑, y usted, se�or Aronnax, �va a meterse en un ropaje as�?

‑Es necesario, Ned.

‑Es usted muy libre de hacerlo ‑respondi� el arponero, alz�ndose de hombros‑, pero lo que es yo, a menos que se me obligue, nunca me meter� en una de estas vestimentas.

‑Nadie va a obligarle, se�or Ned ‑dijo el capit�n Nemo.

‑Y Conseil, �va a arriesgarse? ‑pregunt� Ned.

‑Yo seguir� al se�or a donde vaya ‑respondi� Conseil.

A una llamada del capit�n, acudieron dos hombres de la tripulaci�n para ayudarnos a ponernos aquellos trajes impermeables, hechos de caucho y sin costuras y realizados de modo que sus usuarios pudieran soportar presiones considerables. Se hubiera dicho una armadura el�stica a la vez que resistente. Formados aquellos extra�os trajes por cha­queta y pantal�n, �ste se empalmaba con unas gruesas botas guarnecidas con unas pesadas suelas de plomo. El tejido de la chaqueta estaba reforzado por fmas l�minas de cobre, que acorazaban el pecho protegi�ndole de la presi�n de las aguas y que permit�an el libre funcionamiento de los pulmones; sus mangas terminaban en unos fmos guantes que dejaban a las manos gran libertad de movimientos.

Como se ve, tales escafandras perfeccionadas distaban mucho de recubrimientos tan informes como las corazas de corcho, los cofres, y los trajes marinos inventados o preconi­zados en el siglo XVIII.

El capit�n Nemo, uno de sus compa�eros ‑una especie de H�rcules, que deb�a tener una fuerza prodigiosa‑, Conseil y yo nos hallamos pronto revestidos de aquellos trajes, a falta tan s�lo ya de alojar nuestras cabezas en sus esferas met�li­cas. Pero antes de proceder a esta operaci�n, ped� permiso al capit�n para examinar los fusiles que nos estaban desti­nados.

Uno de los hombres del Nautilus me present� un fusil muy sencillo cuya culata, hecha de acero y hueca en su inte­rior, era de gran dimensi�n. La culata serv�a de dep�sito al aire comprimido al que una v�lvula, accionada por un gati­llo, dejaba escapar por el ca��n de metal. Una caja de pro­yectiles, alojada en la culata, conten�a una veintena de balas el�ctricas que por medio de un resorte se colocaban autom�­ticamente en el ca��n del fusil. Efectuado un disparo, el pro­yectil siguiente quedaba listo para partir.

‑Capit�n Nemo ‑le dije‑, es un arma perfecta y de f�cil manejo. Estoy deseando probarla. Pero �c�mo vamos a lle­gar al fondo del mar?

‑En este momento, se�or profesor, el Nautilus est� posa­do a diez metros de profundidad. Vamos a partir.

‑Pero �c�mo saldremos?

‑Va usted a verlo.

El capit�n Nemo introdujo su cabeza en la esfera met�li­ca, y Conseil y yo hicimos lo propio, no sin antes haber o�do al canadiense desearnos ir�nicamente una �buena caza�. Nuestros trajes terminaban en un collar de cobre agujerea­do al que se ajustaba el casco de metal. Tres aberturas prote­gidas por gruesos cristales permit�an ver en todas las direc­ciones sin m�s que ladear la cabeza en el interior de la esfera. Una vez que �sta se hall� ajustada, los aparatos Rouquayrol, colocados a la espalda, comenzaron a fimcionar. Pude com­probar que se respiraba perfectamente.

Con la l�mpara Ruhmkorff suspendida de mi cintur�n y con el fusil en la mano, me hall� listo para partir. Pero apri­sionado en un traje tan pesado y clavado al suelo por mis suelas de plomo me result� imposible dar un paso.

El caso estaba previsto, pues sent� que me empujaban ha­cia una peque�a cabina contigua al vestuario. Igualmente impelidos, mis compa�eros me siguieron. Pude o�r como se cerraba tras nosotros una puerta provista de obturadores, y s�bitamente nos hallamos envueltos en una profunda oscu­ridad.

Tras unos minutos de espera, o� un vivo silbido, al tiem­po que sent� que el fr�o ganaba mi cuerpo desde los pies al pecho. Evidentemente, desde el interior del barco y me­diante una v�lvula se hab�a dado entrada en �l al agua exte­rior que nos invad�a y que pronto llen� la c�mara en que nos hall�bamos. Una segunda puerta practicada en el flan­co del Nautilus se abri� entonces dando paso a una difusa claridad. Un instante despu�s, nuestros pies hollaban el fondo del mar.

�C�mo poder transcribir ahora las impresiones indele­bles que dej� en m� este paseo bajo las aguas? Las palabras son impotentes para expresar tales maravillas. Cuando el mismo pincel es incapaz de reflejar los efectos particulares del elemento l�quido, �c�mo podr�a reproducirlos la pluma?

El capit�n Nemo iba delante y su compa�ero cerraba la marcha a algunos pasos de nosotros. Conseil y yo nos man­ten�amos uno cerca del otro, pese a que no fuera posible cambiar una sola palabra a trav�s de nuestros caparazones met�licos. Yo no sent�a ya la pesadez de mi revestimiento, ni la de las botas, ni la de mi dep�sito de aire, ni la de la esfera en cuyo interior mi cabeza se bamboleaba como una almen­dra en su cascar�n. Al sumergirse en el agua, todos estos objetos perd�an una parte de su peso igual a la del l�quido desplazado, y yo aprovechaba con placer esta ley f�sica des­cubierta por Arqu�medes. Hab�a dejado de ser una masa inerte y ten�a una libertad de movimientos relativamente amplia.

Me asombr� la potencia de la luz que, a treinta pies bajo la superficie del oc�ano, llegaba al fondo. Los rayos solares atravesaban f�cihnente aquella masa acuosa disipando su coloraci�n. Pod�a distinguir con nitidez los objetos a una distancia de cien metros. M�s all�, los fondos se deshac�an en finas degradaciones del azul hasta borrarse en la oscuri­dad. Verdaderamente, el agua que me rodeaba era casi como el aire, m�s densa que la atm�sfera terrestre, pero casi tan di�fana. Por encima de m�, distingu�a la tranquila superficie del mar.

Camin�bamos sobre una arena fina lisa, no arrugada como la de las playas que conservan la huella de la resaca. Aquella alfombra deslumbrante, como un verdadero reflec­tor, reflejaba los rayos del sol con una sorprendente intensi­dad, produciendo una inmensa reverberaci�n que penetra­ba en todas las mol�culas l�quidas. �Se me creer� si afirmo que a esa profundidad de treinta pies ve�a yo como si estu­viera en la superficie? Durante un cuarto de hora anduvimos por ese fondo de arena sembrado de una impalpable capa de polvo de conchas. El casco del Nautilus, perceptible como un largo escollo, desaparec�a poco a poco, pero su fanal, cuan­do se hiciera la noche en medio de las aguas, facilitar�a nuestro retorno a bordo, con la proyecci�n de sus rayos n�tida­mente visibles. Efecto dif�cil de comprender para quien no ha visto m�s que en tierra esas luces blancas tan vivamente acusadas. All�, el polvo que satura el aire les da la apariencia de una niebla luminosa; pero en el mar, como bajo el mar, esa luz se transmite con una incomparable pureza.

Segu�amos caminando por aquella vasta llanura que pa­rec�a no tener l�mites. Al cortar con la mano la masa l�quida que se cerraba tras de m�, comprob� que la huella de mis pa­sos se borraba inmediatamente bajo la presi�n del agua.

De repente, se dibujaron ante nuestros ojos algunas for­mas casi diluidas en la lejan�a. Eran unas magn�ficas rocas tapizadas de las m�s bellas muestras de zo�fitos. Pero lo que m�s llam� mi atenci�n fue un efecto especial al medio en que me hallaba.

Eran en ese momento las diez de la ma�ana. Los rayos del sol tocaban la superficie de las aguas en un �ngulo bastante oblicuo, y al contacto de su luz descompuesta por la refrac­ci�n, como a trav�s de un prisma, flores, rocas, plantas, con­chas y p�lipos se te��an en sus bordes de los siete colores del espectro. El entrelazamiento de colores era una maravilla, una fiesta para los ojos, un verdadero calidoscopio de verde, de amarillo, de naranja, de violeta, de a�il, azul .... en fin, toda la paleta de un furioso colorista. �Cu�nto sent�a no po­der comunicar a Conseil las vivas sensacio s que me em­abargaban y rivalizar con �l en exclamaciones deliraci�n! No sab�a, como el capit�n Nemo y su compa�ero, cambiar mis pensamientos por signos convenidos. Por ello, me ha­blaba a m� mismo y gritaba en la esfera de cobre que rodeaba mi cabeza, gastando as� en vanas palabras m�s aire de lo conveniente.

Ante tan espl�ndido espect�culo, Conseil se hab�a deteni­do como yo. Evidentemente, en presencia de esas muestras de zo�fitos y moluscos, el buen muchacho se dedicaba, como de costumbre, al placer de la clasificaci�n. P�lipos y equinodermos abundaban en el suelo. Los isinos variados; las cornularias que viven en el aislamiento; racimos de ocu­linas v�rgenes, en otro tiempo designadas con el nombre de �coral blanco�; las fungias erizadas en forma de hongos; las an�monas, adheridas por su disco muscular, semejaban un tapiz de flores esmaltado de porpites adornadas con su gor­guera de tent�culos azulados; de estrellas de mar que cons­telaban la arena y de asterofitos verrugosos, finos encajes que se dir�a bordados por la mano de las n�yades y cuyos festones se mov�an ante las ondulaciones provocadas por nuestra marcha. Sent�a un verdadero pesar al tener que aplastar bajo mis pies los brillantes espec�menes de molus­cos que por millares sembraban el suelo: los peines con­c�ntricos; los martillos; las don�ceas, verdaderas conchas saltarinas; los trocos; los cascos rojos; los estrombos ala‑de­-�ngel; las afisias y tantos otros productos de este inagotable oc�ano. Pero hab�a que seguir andando y continuamos ha­cia adelante, mientras por encima de nuestras cabezas boga­ban tropeles de fisalias con sus tent�culos azules flotando detr�s como una estela, y medusas, cuyas ombrelas opalinas o ros�ceas festoneadas por una raya azul nos �abrigaban� de los rayos solares, y pelagias noctilucas que, en la oscuridad, habr�an sembrado nuestro camino de resplandores fosfores­centes.

Entrev� todas esas maravillas en el espacio de un cuarto de milla, deteni�ndome apenas y siguiendo al capit�n Nemo que, de vez en cuando, me hac�a alguna que otra se�al. La naturaleza del suelo empez� a modificarse. A la llanura de arena sucedi� una capa de barro viscoso que los americanos llaman oaze, compuesta �nicamente de conchas sil�ceas o calc�reas. Luego recorrimos una pradera de algas, plantas pel�gicas muy frondosas que las aguas no hab�an arrancado todav�a. Aquel c�sped apretado y mullido habr�a podido ri­valizar con las m�s blandas alfombras tejidas por la mano del hombre. Pero a la vez que bajo nuestros pies, la vegetaci�n se extend�a tambi�n sobre nuestras cabezas. Una ligera b�veda de plantas marinas, pertenecientes a la exuberante familia de las algas, de las que se conocen m�s de dos mil es­pecies, se cruzaba en la superficie de las aguas. Ve�a flotar largas cintas de fucos, globulosos unos, tubulados otros, laurencias, clad�stefos de hojas fin�simas, rodimenas pal­meadas semejantes a abanicos de cactus. Observ� que las plantas verdes se manten�an cerca de la superficie del mar, mientras que las rojas ocupaban una profundidad media, dejando el fondo a los hidr�filos negros u oscuros.

Estas algas son verdaderamente un prodigio de la crea­ci�n, una de las maravillas de la flora universal. Esta familia forma a la vez los vegetales m�s peque�os y m�s grandes de la naturaleza. As�, si se han podido contar en un espacio de cinco mil�metros cuadrados cuarenta mil de estas plan­tas, se han recogido tambi�n fucos de una longitud superior a quinientos metros.

Hac�a ya aproximadamente hora y media que hab�amos salido del Nautilus. Era ya casi mediod�a, a juzgar por la per­pendicularidad de los rayos solares, que ya no se refracta­ban. La magia de los colores fue desapareciendo poco a poco, y los matices de la esmeralda y del zafiro se borraron de nuestro firmamento. Camin�bamos a un paso regular que resonaba sobre el suelo con una gran intensidad. Los menores ruidos se transmit�an con una rapidez a la que no est� acostumbrado el o�do en tierra. En efecto, el agua es para el sonido mejor veh�culo que el aire y se propaga en ella con una rapidez cuatro veces mayor.

En aquel momento, el suelo adquiri� un declive muy pro­nunciado. La luz cobr� una tonalidad uniforme. Alcanza­mos una profundidad de cien metros que nos someti� a una presi�n de diez atm�sferas. Pero nuestros trajes estaban tan bien concebidos para ello que esa presi�n no me caus� nin­g�n sufrimiento. �nicamente sent� una cierta molestia en las articulaciones de los dedos, pero fue pasajera. En cuanto al cansancio que deb�a producir un paseo de dos horas, em­butido en una escafandra a la que no estaba acostumbrado, era pr�cticamente nulo, pues mis movimientos, ayudados por el agua, se produc�an con una sorprendente facilidad.

Llegados a una profundidad de trescientos pies, ve�amos a�n, pero d�bilmente, los rayos del sol. A su intensa luz ha­b�a sucedido un crep�sculo rojizo, a medio t�rmino entre el d�a y la noche. Sin embargo, ve�amos a�n lo suficiente como para no necesitar del concurso de los aparatos Ruhmkorff.

El capit�n Nemo se detuvo, esper� a que me uniera a �l y entonces me mostr� con el dedo unas masas negras que se destacaban en la oscuridad a corta distancia.

�Es el bosque de la isla de Crespo�, pens�. Y no me equi­vocaba.

 

 

17. Un bosque submarino

 

Hab�amos llegado por fin al linde de ese bosque, uno de los m�s bellos de los inmensos dominios del capit�n Nemo. �l lo consideraba como suyo y se atribu�a sobre �l los mis­mos derechos que ten�an los primeros hombres en los pri­meros d�as del mundo. �Y qui�n hubiera podido disputarle la posesi�n de esa parcela submarina? �Hab�a acaso un pio­nero m�s audaz que pudiera ir all�, hacha en mano, a des­montar aquellas umbrosas espesuras?

Grandes plantas arborescentes formaban el bosque, y tan pronto como penetramos en �l me sorprendi� la singular disposici�n de sus ramajes que nunca hab�a podido yo ob­servar en lugar alguno.

Ninguna de las hierbas que tapizaban el suelo, ninguna de las ramas que erizaban los arbustos se curvaba ni se exten­d�a en un plano horizontal. Todas sub�an hacia la superficie del oc�ano. No hab�a ni un filamento, ni una planta, por del­gados que fuesen, que no se mantuvieran rectos, como vari­llas de hierro. Los fucos y las lianas se desarrollaban siguien­do una l�nea r�gida y perpendicular, mantenida por la densidad del elemento que las hab�a producido. Inm�viles, cuando yo las apartaba con la mano las plantas recuperaban inmediatamente su posici�n primera. Era aquel el reino de la verticalidad.

No tard� en acostumbrarme a esa extra�a disposici�n, as� como a la relativa oscuridad que nos envolv�a. El suelo del bosque estaba sembrado de agudas piedras dif�ciles de evi­tar. La flora submarina me pareci� ser muy completa, m�s rica que la de las zonas �rticas o tropicales. Pero durante al­gunos minutos confund� involuntariamente los reinos entre s�, tomando los zo�fitos por hidr�fitos, los animales por plantas. �Qui�n no los hubiera confundido? La fauna y la flo­ra se tocan muy de cerca en el mundo submarino.

Observ� que todas esas plantas se fijaban al suelo muy su­perficialmente. Desprovistas de ra�ces, indiferentes al cuer­po s�lido ‑arena, conchas, caparazones de moluscos o pie­dras‑ que las soporta, estas plantas no le piden m�s que un punto de apoyo, no la vitalidad. Estas plantas no proceden m�s que de s� mistnas, y el principio de su existencia est� en ,el agua que las sostiene y las alimenta. En lugar de hojas, la mayor�a de ellas formaban unas tiras de aspectos capricho­sos, circunscritas a una restringida gama de colores: rosa, carm�n, verdes claro y oliva, rojo oscuro y marr�n. All� vi, pero no disecadas como en las vitrinas del Nautilus, las pa­dinas o pavonias, desplegadas en abanicos que parec�an so­licitar la brisa; ceramias escarlatas; laminarias que alargaban sus reto�os comestibles; nereoc�steas filiformes y onduladas que se expand�an a una altura de unos quince metros; ramos de acetabularias cuyos tallos crecen por el v�rtice, y otras muchas plantas pel�gicas, todas desprovistas de flores. �Cu­riosa anomal�a, extra�o elemento ‑ha dicho un ingenioso naturalista‑ en el que florece el reino animal y no el vegetal.�

Entre esos arbustos, tan grandes como los �rboles de las zonas templadas, y bajo su h�meda sombra se amasaban verdaderos matorrales con flores vivas, setos de zo�fitos so­bre los que se abr�an las meandrinas, rayadas como cebras por surcos tortuosos; amarillentas cariof�leas de tent�culos di�fanos; haces de zoantarios en forma de c�sped... Y, para completar la ilusi�n, los peces‑mosca volaban de rama en rama como un enjambre de colibr�es, mientras que dactil�­peros, monocentros y amarillos lepisacantos, de erizadas mand�bulas y escamas agudas, se levantaban a nuestro paso como una bandada de chochas.

Hacia la una, con gran satisfacci�n por mi parte, el capit�n Nemo dio la se�al de alto, y nos tendimos bajo un haz de ala­rias cuyos largos y delgados filoides se ergu�an como flechas.

Delicioso fue para m� ese instante de reposo. No nos falta­ba m�s que el placer de la conversaci�n, en la imposibilidad de hablar o de responder. Acerqu� mi gruesa cabeza de co­bre a la de Conseil y vi c�mo sus ojos brillaban de contento y c�mo, en se�al de satisfacci�n, se agitaba en su escafandra del modo m�s c�mico del mundo.

Me sorprendi� no tener hambre tras cuatro horas de mar­cha, sin que pudiera explicarme la raz�n de ello. Pero, en cambio, sent�a unos invencibles deseos de dormir, como ocu­rre a todos los buzos. Mis ojos se cerraron tras los espesos cristales y pronto me sum� en una profunda somnolencia que s�lo el movimiento de la marcha hab�a podido contener hasta entonces. El capit�n Nemo y su robusto compa�ero, tendidos en aquel lecho cristalino, dorm�an ya.

No puedo decir cu�nto tiempo permanec� as� sumido en el sue�o, pero me pareci� observar al despertarme que el sol declinaba ya en el horizonte. El capit�n Nemo se hab�a le­vantado ya y estaba yo desperezando mis miembros cuando una inesperada aparicion me puso bruscamente en pie. A unos pasos, una monstruosa ara�a de mar, de un metro de altura, me miraba con sus extra�os ojos, dispuesta a lanzar­se sobre m�. Aunque mi traje de inmersi�n fuese suficiente­mente grueso para protegerme del ataque de ese animal no pude contener un gesto de horror. Conseil y el marinero del Nautilus se despertaron en ese momento. El capit�n Nemo mostr� el horrible crust�ceo a su compa�ero, quien le asest� al instante un fuerte culatazo. Vi como las horribles patas del monstruo se retorc�an en terribles convulsiones.

Ese encuentro me hizo pensar que aquellos fondos oscu­ros deb�an estar habitados por otros animales m�s temibles, de cuyos ataques no podr�a protegerme la escafandra. No hab�a pensado en ello hasta entonces y decid� mantenerme alerta.

Supon�a yo que ese alto marcaba el t�rmino de nuestra ex­pedici�n, pero me equivocaba, y, en vez de retornar al Nauti­lus, el capit�n Nemo continu� la audaz excursi�n.

El suelo continuaba deprimi�ndose, y su pendiente, cada vez m�s acusada, nos condujo a mayores profundidades. Se­r�an aproximadamente las tres cuando llegamos a un estre­cho valle encajado entre altas paredes cortadas a pico y si­tuado a unos ciento cincuenta metros de profundidad.

Gracias a la perfecci�n de nuestros aparatos, hab�amos sobrepasado as� en noventa metros el l�mite que la naturale­za parec�a haber impuesto hasta entonces a las incursiones submarinas del hombre.

He dicho ciento cincuenta metros, aunque careci�semos de todo instrumento para evaluar la profundidad, por saber que, incluso en los mares m�s l�mpidos, los rayos solares no pod�an penetrar m�s all�[L12] . Y, precisamente, la oscuridad se hab�a hecho muy densa. Nada era ya visible a diez pasos de distancia. Andaba, pues, a tientas, cuando s�bitamente vi brillar una luz muy viva. El capit�n Nemo acababa de poner en acci�n su aparato el�ctrico. Su compa�ero le imit� y Conseil y yo seguimos su ejemplo. Girando un tornillo, establec� la comunicaci�n entre la bobina y el serpent�n de cristal, y el mar, iluminado por nuestras cuatro linternas, se hizo visible en un radio de unos veinticinco metros.

El capit�n Nemo continu� adentr�ndose en la oscura pro­fundidad del bosque cuyos arbustos iban rarific�ndose. Ob­serv� que la vida vegetal desaparec�a con m�s rapidez que la animal. Las plantas pel�gicas abandonaban ya un suelo que iba torn�ndose �rido, pero en el que pululaban en cantida­des prodigiosas zo�fitos, articulados, moluscos y peces.

Pensaba yo, mientras prosegu�amos la marcha, que la luz de nuestros aparatos Ruhmkorff deb�a necesariamente atraer a algunos de los habitantes de esos oscuros fondos. Pero aunque muchos se acercaron lo hicieron a una distancia lamentable para un cazador. Varias veces vi al capit�n Nemo detenerse y apuntar con su fusil para, tras algunos instantes de observaci�n, desistir de tirar y reanudar la marcha.

La maravillosa excursi�n concluy� hacia las cuatro, al toparnos con un muro de soberbios pe�ascos aglomerados en bloques gigantescos, de una masa imponente, que se ir­gui� ante nosotros. Era un enorme acantilado de granito excavado de grutas oscuras, pero que no ofrec�a ninguna rampa practicable. Eran los cantiles de la isla Crespo. Era la tierra.

El capit�n Nemo se detuvo y nos hizo un gesto de alto. Por muchos deseos que hubiera tenido de franquear aquella mu­ralla hube de pararme. Ah� terminaban los dominios del ca­pit�n Nemo, que �l no quer�a sobrepasar. M�s all� comenza­ba la porci�n del Globo que se hab�a jurado no volver a pisar.

Al frente de su peque�a tropa, el capit�n Nemo comenz� el retorno, marchando sin vacilaci�n. Me pareci� que no to­m�bamos el mismo camino para regresar al Nautilus. El que �bamos siguiendo, muy escarpado, y por consiguiente, muy penoso, nos acerc� r�pidamente a la superficie del mar. Pero ese retorno a las capas superiores no fue tan r�pido, sin em­bargo, como para provocar una descompresi�n que hubiera producido graves des�rdenes en nuestros organismos y de­terminar en ellos esas lesiones internas tan fatales a los bu­zos. Pronto reapareci� y aument� la luz, y, con el sol ya muy bajo en el horizonte, la refracci�n festone� nuevamente los objetos de un anillo espectral.

March�bamos a diez metros de profundidad, en medio de un enjambre de pececillos de todas las especies, m�s nume­rosos que los p�jaros en el aire, m�s �giles tambi�n, pero a�n no se hab�a ofrecido a nuestros ojos una presa acu�tica dig­na de un tiro de fusil.

En aquel momento, vi al capit�n apuntar su arma hacia algo que se mov�a entre la vegetaci�n. Sali� el tiro, que pro­dujo un d�bil silbido, y un animal cay� fulminado a algunos pasos. Era una magn�fica nutria de mar, el �nico cuadr�pe­do exclusivamente marino. La pieza, de un metro y medio de longitud, deb�a tener un precio muy alto. Su piel, de color pardo oscuro por el lomo y plateado por debajo, era de esas que tanto se cotizan en los mercados rusos y chinos. La finu­ra y el lustre de su pelaje le aseguraban un valor m�nimo de dos mil francos. Contempl� con admiraci�n al curioso ma­m�fero de cabeza redondeada con peque�as orejas, sus ojos redondos, sus bigotes blancos, semejantes a los del gato, sus pies palmeados con u�as y su cola peluda. Este precioso car­nicero, sometido a la intensa persecuci�n y caza de los pesca­dores, va haci�ndose extremadamente raro. Se ha refugiado principalmente en las zonas boreales del Pac�fico, en las que muy probablemente no tardar� en extinguirse la especie.

El compa�ero del capit�n Nemo se ech� la pieza al hom­bro, y proseguimos la marcha.

Durante una hora, se desarroll� ante nosotros una llanura de arena que a menudo ascend�a a menos de dos metros de la superficie. Entonces ve�a nuestra imagen, n�tidamente re­flejada, dibujarse en sentido invertido y, por encima de no­sotros, aparec�a una comitiva id�ntica que reproduc�a nues­tros movimientos y nuestros gestos con toda fidelidad, con la diferencia de que marchaba cabeza abajo y los pies arriba.

Otro efecto notable era el causado por el paso de espesas nubes que se formaban y se desvanec�an r�pidamente. Pero al reflexionar en ello, comprend� que las supuestas nubes no eran debidas sino al espesor variable de las olas de fondo, cu­yas crestas se deshac�an en espuma agitando las aguas. No escapaba tan siquiera a mi percepci�n el r�pido paso por la superficie del mar de la sombra de las aves en vuelo sobre nuestras cabezas. Una de ellas me dio ocasi�n de ser testigo de uno de los m�s espl�ndidos tiros que haya conmovido nunca la fibras de un cazador. Un pajaro enorme, perfecta­mente visible, se acercaba planeando. El compa�ero del ca­pit�n Nemo le apunt� cuidadosamente y dispar� cuando se hallaba a unos metros tan s�lo por encima de las aguas. El p�jaro cay� fulminado, y su ca�da le llev� al alcance del dies­tro cazador, que se apoder� de �l. Era un espl�ndido alba­tros, un especimen admirable de las aves pel�gicas.

El lance no hab�a interrumpido nuestra marcha. Durante unas dos horas, continuamos caminando tanto por llanuras arenosas como por praderas de sargazos que atraves�bamos penosamente. No pod�a ya m�s de cansancio, cuando distin­gu� una vaga luz que a una media milla romp�a la oscuridad de las aguas. Era el fanal del Nautilus. Antes de veinte minu­tos deb�amos hallarnos a bordo y all� podr�a respirar a gusto, pues ten�a ya la impresi�n de que mi dep�sito empezaba a su­ministrarme un aire muy pobre en ox�geno. Pero no contaba yo al pensar as� que nuestra llegada al Nautilus iba a verse li­geramente retrasada por un encuentro inesperado.

Me hallaba a una veintena de pasos detr�s del capit�n Nemo cuando le vi volverse bruscamente hacia m�. Con su brazo vigoroso me ech� al suelo al tiempo que su compa�e­ro hac�a lo mismo con Conseil. No supe qu� pensar, de pron­to, ante este brusco ataque, pero me tranquilic� inmediata­mente al ver que el capit�n se echaba a mi lado y permanec�a inm�vil.

Me hallaba, pues, tendido sobre el suelo y precisamente al abrigo de una masa de sargazos, cuando al levantar la cabeza vi pasar unas masas enormes que desped�an resplandores fosforescentes. Se me hel� la sangre en las venas al reconocer en aquellas masas la amenaza de unos formidables escualos. Era una pareja de tintoreras, terribles tiburones de cola enorme, de ojos fr�os y vidriosos, que destilan una materia fosforescente por agujeros abiertos cerca de la boca. �Mons­truosos animales que trituran a un hombre entero entre sus mand�bulas de hierro! No s� si Conseil se ocupaba en clasifi­carlos, pero, por mi parte, yo observaba su vientre plateado y su boca formidable erizada de dientes desde un punto de vista poco cient�fico, y, en todo caso, m�s como v�ctima que como naturalista.

Afortunadamente, estos voraces animales ven mal. Pasa­ron sin vernos, roz�ndonos casi con sus aletas parduscas. Gracias a eso escapamos de milagro a un peligro m�s gran­de, sin duda, que el del encuentro con un tigre en plena selva.

Media hora despu�s, guiados por el resplandor el�ctrico, llegamos al Nautilus. La puerta exterior hab�a permanecido abierta, y el capit�n Nemo la cerr�, una vez que hubimos en­trado en la primera cabina. Luego oprimi� un bot�n. O� c�mo maniobraban las bombas en el interior del nav�o y, en unos instantes, la cabina qued� vaciada. Se abri� entonces la puerta interior y pasamos al vestuario.

No sin trabajo, nos desembarazamos de nuestros pesados ropajes. Extenuado, cay�ndome de sue�o e inanici�n, regre­s� a mi camarote, maravillado todav�a de la sorprendente excursi�n por el fondo del mar.

 

18. Cuatro mil leguas bajo el Pacifico

 

Al amanecer del d�a siguiente, 18 de noviembre, perfectamente repuesto ya de mi fatiga de la v�spera, sub� a la plataforma en el momento en que el segundo del Nautilus pronunciaba su enigm�tica frase cotidiana. Se me ocurri� entonces que esa frase deb�a referirse al estado del mar o que su significado pod�a ser el de �Nada a la vista�.

Y en efecto, el oc�ano estaba desierto. Ni una sola vela en el horizonte. Las alturas de la isla Crespo hab�an desapareci­do durante la noche.

El mar absorb�a los colores del prisma, con excepci�n del azul, y los reflejaba en todas direcciones cobrando un admi­rable tono de a�il. Sobre las olas se dibujaban con regulari­dad anchas rayas de muar�.

Hall�bame yo admirando tan magn�fico efecto de la luz sobre el oc�ano, cuando apareci� el capit�n Nemo, quien, sin percatarse de mi presencia, comenz� a efectuar una serie de observaciones astron�micas. Luego, una vez terminada su operaci�n, se apost� en el saliente del fanal para sumirse en la contemplaci�n del oc�ano.

Entretanto, una veintena de marineros del Nautilus, todos de una vigorosa y bien constituida complexi�n, hab�an subido a la plataforma para retirar las redes dejadas a la lastra durante la noche. Aquellos marineros pertenec�an evidente­mente a nacionalidades diferentes, aunque el tipo europeo estuviera fuertemente pronunciado en todos ellos. Recono­c�, sin temor a equivocarme, irlandeses, franceses, algunos eslavos y un griego o candiota. Pero eran tan sobrios de pa­labras, y las pocas que usaban eran las de aquel extra�o idio­ma cuyo origen me era herm�tico, que deb� renunciar a in­terrogarles.

Se izaron las redes a bordo. Eran redes de barredera, se­mejantes a las usadas en las costas normandas, amplias bol­sas mantenidas entreabiertas por una verga flotante y una cadena pasada por las mallas inferiores. Esas redes, as� arrastradas, barr�an el fondo del mar y recog�an todos sus productos a su paso. Aquel d�a subieron curiosas muestras de aquellos fondos abundantes en pesca: pejesapos, a los que sus c�micos movimientos les han valido el calificativo de histriones; los peces negros de Commerson, provistos de sus antenas; balistes ondulados, rodeados de fajas rojas; tetro­dones, cuyo veneno es extremadamente sutil; algunas lam­preas oliv�ceas; macrorrincos, cubiertos de escamas platea­das; triquiuros, cuya potencia el�ctrica es igual a la del gimnoto y del torpedo; not�pteros escamosos, con fajas par­das transversales; g�didos verdosos; diferentes variedades de gobios, y, finalmente, algunos peces de m�s amplias pro­porciones; un p�mpano de prominente cabeza y de una lon­gitud de casi un metro; varios esc�mbridos, entre ellos algu­nos bonitos, ornados de colores azules y plateados,y tres magn�ficos atunes a los cpe la rapidez de su marcha no ha­b�a podido salvar de la red.

Calcul� en m�s de mil libras lo izado por la red. Era un buen bot�n, pero no sorprendente, porque ese tipo de redes, mantenidas a la rastra dura-nte varias horas, capturan en su prisi�n de mallas todo un mundo acu�tico. No deb�amos, pues, carecer de v�veres de excelente calidad, y f�cilmente renovables por la rapidez del Nautilus y por la atracci�n de su luz el�ctrica.

Se introdujo inmediatamente el pescado por el escotill�n y se llev� a las despensas, unos para su consumo en fresco y otros para su preparaci�n en conserva.

Terminada la pesca y renovada la provisi�n de aire, cre�a yo que el Nautilus iba a proseguir su viaje submarino y me dispon�a ya a regresar a mi camarote, cuando el capit�n Nemo, volvi�ndose hacia m�, me dijo sin pre�mbulo alguno:

‑Mire el oc�ano, se�or profesor. �No est� dotado de una vida real? �No tiene sus ataques de c�lera y sus accesos de ternura? Ayer se durmi� como nosotros y helo aqu� que se despierta tras una noche apacible.

As� me habl�, sin saludo previo de ninguna clase. Se hu­biera dicho que el extra�o personaje continuaba conmigo una conversaci�n ya iniciada.

‑�Mire c�mo se despierta bajo la caricias del sol para revi­vir su existencia diurna! Interesante estudio el de observar el ritmo de su organismo. Posee pulso, arterias, tiene espas­mos, y yo estoy de acuerdo con el sabio Maury, que ha des­cubierto en �l una circulaci�n tan real como la de la sangre en los animales.

Siendo obvio que el capit�n Nemo no esperaba de m� nin­guna respuesta, me pareci� in�til asentir a sus palabras con f�rmulas tales como �evidentemente�, �as� es�, �tiene usted raz�n�... Se hablaba m�s bien a s� mismo, con largas pausas entre frase y frase. Era una meditaci�n en alta voz.

‑S� ‑prosigui�‑, el oc�ano posee una verdadera circula­ci�n, y para provocarla ha bastado al Creador de todas las cosas multiplicar en �l el cal�rico, la sal y los anim�lculos. El cal�rico crea, en efecto, densidades diferentes que producen las corrientes y contracorrientes. La evaporaci�n, nula en las regiones hiperb�reas, muy activa en las tropicales, provoca un cambio permanente entre las aguas tropicales y polares. Adem�s, yo he sorprendido corrientes de arriba abajo y de abajo arriba que forman la verdadera respiraci�n del oc�a­no. Yo he visto la mol�cula de agua de mar, caliente en la su­perficie, redescender a las profundidades, alcanzar su m�xi­mo de densidad a dos grados bajo cero para, al enfriarse as�, hacerse m�s ligera y volver a subir. Ver� usted, en los Polos, las consecuencias de este fen�meno, y comprender� enton­ces por qu�, en virtud de esta ley de la previsora naturaleza, la congelaci�n no puede producirse nunca m�s que en la su­perficie de las aguas.

Mientras el capit�n Nemo acababa su frase, yo me dec�a: ��El Polo! �Es que este audaz personaje pretende conducir­nos hasta all�?�.

El capit�n Nemo guard� nuevamente silencio, en la con­templaci�n de ese elemento tan completa e incesantemente estudiado por �l.

-Las sales ‑prosigui� luego‑ se hallan en el mar en consi­derables cantidades, tantas que si pudiera usted, se�or pro­fesor, retirar todas las que contiene en disoluci�n extraer�a usted una masa de cuatro millones y medio de leguas c�bi­cas que, extendida sobre el Globo, formar�a una capa de m�s de diez metros de altura[L13] . Y no crea que la presencia de esas sales sea debida a un capricho de la naturaleza. No. Esas sa­les hacen que el agua marina sea menos evaporable, impiden a los vientos arrebatarle una excesiva cantidad de vapores, que, al condensarse y luego licuarse, sumergir�an las zonas templadas. �Inmenso papel de equilibrio el suyo en la econo­m�a del Globo!

El capit�n Nemo se detuvo, se incorpor�, dio algunos pa­

sos sobre la plataforma y regres� hacia m� '.

‑En cuanto a los infusorios ‑continu� diciendo‑, en cuanto a esos miles de millones de anim�lculos, de los que s�lo una gota de agua contiene millones y de los que hacen falta unos ochocientos mil para dar un peso de un miligra­mo, su papel no es menos importante. Absorben las sales marinas, asimilan los elementos s�lidos del agua y, verdade­ros creadores de continentes calc�reos, fabrican corales y madr�poras. Y entonces, la gota de agua, privada de su ele­mento mineral, se aligera, asciende a la superficie donde ab­sorbe las sales abandonadas por la evaporaci�n, se hace m�s pesada, redesciende y lleva a los anim�lculos nuevos elemen­tos para absorber. De ah�, una doble corriente ascendente y descendente, en un movimiento continuo, en el movimiento de la vida. La vida, m�s intensa que en los continentes, m�s exuberante, m�s infinita, triunfante en todas las partes del oc�ano, elemento mort�fero para el hombre, se ha dicho, pero elemento vital para mir�adas de animales y para m�.

Al hablar as�, el capit�n Nemo se transfiguraba y provoca­ba en m� una extraordinaria emoci�n.

‑As�, pues, aqu� est� la verdadera existencia. Yo podr�a concebir la fundaci�n de ciudades n�uticas, de aglomera­ciones de casas submarinas [L14] que, como el Naut�lus, ascende­r�an cada ma�ana a respirar a la superficie del mar, ciudades libres como no existe ninguna, ciudades independientes. Pero qui�n sabe si alg�n d�spota...

El capit�n Nemo interrumpi� su frase con un gesto vio­lento. Luego, como para expulsar un pensamiento funesto, se dirigi� a m� dici�ndome:

‑Se�or Aronnax, �sabe usted cu�l es la profundidad del oc�ano?

‑S� al menos, capit�n, lo que nos han revelado los princi­pales sondeos hechos hasta la fecha.

‑�Podr�a usted citarlos, para que yo pueda controlarlos?

‑He aqu� algunos ‑respond�‑, o por lo menos los que me vienen ahora a la memoria. Si no me equivoco, se ha hallado una profundidad media de ocho mil doscientos metros en el Atl�ntico Norte y de dos mil quinientos metros en el Medi­terr�neo. Los sondeos m�s notables efectuados en el Atl�nti­co Sur, cerca de los treinta y cinco grados, han dado doce mil metros, catorce mil noventa y un metros y quince mil ciento cuarenta y nueve metros. En resumen, se estima que si el fondo del mar estuviera nivelado su profundidad media se­r�a de unos siete kil�metros[L15] .

‑Bien, se�or profesor ‑respondi� el capit�n Nemo‑, es­pero mostrarle algo mejor. En cuanto a la profundidad me­dia de esta parte del Pac�fico, puedo informarle de que es so­lamente de cuatro mil metros.

Dicho esto, el capit�n Nemo se dirigi� hacia la escotilla y desapareci� por la escalera. Le segu� y me dirig� al gran sal�n.

En seguida, la h�lice se puso en movimiento y la corredera acus� una velocidad de veinte millas por hora.

Durante los d�as y las semanas siguientes, vi al capit�n Nemo muy pocas veces. Su segundo echaba regularmente el punto, que se consignaba en la carta, de tal suerte que yo po­d�a seguir exactamente la ruta del Naut�lus.

Conseil y Land pasaban mucho tiempo conmigo. Conseil hab�a relatado a su amigo las maravillas de nuestro paseo, y el canadiense lamentaba no habernos acompa�ado. Pero yo esperaba que se presentar�a nuevamente una ocasion para visitar los bosques oce�nicos.

Durante algunas horas y casi todos los d�as se descubr�an los observatorios del sal�n y nuestras miradas no se cansa­ban de penetrar en los misterios del mundo submarino.

El rumbo general del Naut�lus era Sudeste y se mante­n�a entre cien y ciento cincuenta metros de profundidad. Un d�a, sin embargo, por no s� qu� capricho, navegando diagonalmente por medio de sus planos inclinados, alcanz� las capas de agua situadas a dos mil metros. El term�metro in­dicaba una temperatura de cuatro grados cent�grados, tem­peratura que a esa profundidad parece ser com�n a todas las latitudes[L16] .

El 26 de noviembre, a las tres de la ma�ana, el Nautilus franque� el tr�pico de C�ncer a 1720 de longitud. El 27 pas� ante las costas de las islas Sandwich, donde el ilustre Cook hall� la muerte el 14 de febrero de 1779. Hab�amos recorri­do ya cuatro mil ochocientas sesenta leguas desde nuestro punto de partida. Al ascender aquella ma�ana a la platafor­ma, pude ver, a unas dos millas a sotavento, Hawaii, la mayor de las siete islas que forman el archipi�lago de este nombre. Distingu� con claridad los linderos de sus cultivos, las diver­sas cadenas monta�osas que corren paralelas a la costa y sus volcanes dominados por el Mauna‑Kea, que se eleva a cinco mil metros sobre el nivel del mar.

Entre otras muestras recogidas por las redes en aquellos parajes destacaban unas flabelarias pavonias, p�lipos com­primidos de graciosas formas, que son peculiares de esta parte del oc�ano.

El Nautilus se mantuvo rumbo al Sudeste. Cort� el ecua­dor el 1 de diciembre a 1420 de longitud, y el 4 del mismo mes, tras una r�pida traves�a efectuada sin incidente alguno, avistamos el archipi�lago de las Marquesas. A 80 57' de lati­tud Sur y 1390 32' de longitud Oeste, vi a unas tres millas el cabo Mart�n, de Nouka‑Hiva, la principal isla de este archi­pi�lago, que pertenece a Francia. Tan s�lo me fue dado ver las monta�as boscosas que se dibujaban en el horizonte, pues el capit�n Nemo evitaba acercarse a tierra. All� las redes recogieron hermosos espec�menes de peces, como unas co­r�feras con las aletas azuladas y la cola de oro, cuya carne no tiene rival; hologimnosos casi desprovistos de escamas y tambi�n de un sabor exquisito; ostorrincos de mandibula �sea; todos ellos dignos de la mesa del Nautilus.

Tras haber dejado aquellas encantadoras islas bajo pabe­ll�n franc�s, el Nautilus recorri� unas dos mil millas, del 4 al 11 de diciembre, sin m�s hecho mencionable que el encuen­tro de una inmensa cantidad de calamares, curiosos molus­cos muy semejantes a la jibia. Los pescadores franceses los designan con el nombre de encornets. Los calamares perte­necen a la clase de los cefal�podos y a la familia de los di­branquios que incluye con ellos a las jibias y a los argonau­tas. Estos animales fueron particularmente estudiados por los naturalistas de la Antig�edad, y, de creer a Ateneo, m�di­co griego que vivi� antes que Galeno, proveyeron de nume­rosas met�foras a los oradores del �gora, a la vez que de un plato excelente a la mesa de los ricos ciudadanos.

Fue durante la noche del 9 al 10 de diciembre cuando el Nautilus hall� aquel ej�rcito de moluscos, que son particular­mente nocturnos. Pod�an contarse por millones. Iban en emi­graci�n de las zonas templadas hacia las menos c�lidas, si­guiendo el itinerario de los arenques y de las sardinas. A trav�s de los gruesos cristales los ve�amos nadar hacia atr�s con gran rapidez, movi�ndose por medio de su tubo locomotor, persi­guiendo a peces y moluscos, devorando a los peque�os y sien­do derovados por los grandes, y agitando en una indescripti­ble confusi�n los diez pies que la naturileza les ha implantado sobre la cabeza, como una cabellera de serpientes neum�ticas. A pesar de su velocidad, el Nautilus naveg� durante varias ho­ras en medio de ese banco animal y sus redes izaron a bordo una enorme cantidad de ejemplares entre los que reconoc� las nueve especies del Pac�fico clasificadas por D'Orbigny.

As�, durante la traves�a el mar nos prodigaba incesante­mente sus m�s maravillosos espect�culos, vari�ndolos al in­finito y cambiando su decoraci�n y su escenificaci�n para el placer de nuestros ojos. Llamados est�bamos no s�lo a con­templar en medio del elemento l�quido las obras del Crea­dor, sino tambi�n a penetrar los m�s temibles misterios del oc�ano.

Durante la jornada del 11 de diciembre, me hallaba yo le­yendo en el gran sal�n, mientras Ned Land y Conseil obser­vaban las aguas luminosas a trav�s del cristal. El Nautilus es­taba inm�vil. Llenos sus dep�sitos, se manten�a a una profundidad de mil metros, regi�n poco habitada, en la que tan s�lo los grandes peces hac�an raras apariciones. Estaba yo leyendo un libro delicioso de Jean Mac�, Los servidores del est�mago, y saboreando sus ingeniosas lecciones, cuan­do Conseil interrumpi� mi lectura:

‑�Quiere venir un instante el se�or?

‑�Qu� pasa, Conseil?

‑Mire el se�or.

Me levant� y me acerqu� al cristal.

Iluminada por la luz el�ctrica, una enorme masa negruz­ca, inm�vil, se manten�a suspendida en medio de las aguas. La observ� atentamente, tratando de reconocer la naturaleza del gigantesco cet�ceo. Pero otra idea me asalt� s�bitamente.

‑�Un nav�o! ‑exclam�.

‑S� ‑respondi� el canadiense‑ un barco que se fue a pique.

No se equivocaba Ned Land. Est�bamos ante un barco cu­yos obenques cortados pend�an a�n de sus cadenas. Su cas­co parec�a estar en buen estado, y su naufragio deb�a datar de unas pocas horas. Tres trozos de m�stiles, cortados a dos pies por encima del puente, indicaban que el barco hab�a de­bido sacrificar su arboladura. Pero vencido de costado, ha­b�a hecho agua y a�n daba la banda por babor. Si triste era el espect�culo de ese casco perdido bajo el agua, m�s lo era a�n el de su puente, en el que yac�an algunos cad�veres, amarrados con cuerdas. Cont� cuatro ‑cuatro hombres, uno de los cuales se manten�a en pie, al tim�n‑ y luego una mujer, me­dio asomada a la toldilla con un ni�o en sus brazos. Era una mujer joven, y a la luz del foco del Nautilus pude ver sus ras­gos a�n no descompuestos por el agua. En un supremo es­fuerzo hab�a elevado por encima de su cabeza a su hijo, po­bre ser cuyos brazos trataban de aferrarse al cuello de la madre. Espantosa era la actitud de los cuatro marineros, re­torcidos en sus movimientos convulsivos que denunciaban un �ltimo esfuerzo por arrancarse a las cuerdas que les liga­ban al barco. S�lo, m�s sereno, con el semblante grave, sus grises cabellos pegados a la frente, y la mano crispada sobre la rueda del tim�n, el timonel parec�a conducir a�n su bar­co naufragado a trav�s de las profundidades del oc�ano.

�Qu� escena! Est�bamos en silencio, con el coraz�n palpi­tante, ante aquel naufragio sorprendido �nfraganti y, por as� decir, fotografiado en su �ltimo minuto. Y ve�a ya avanzar a enormes tiburones que con los ojos encendidos acud�an atra�dos por el cebo de la carne humana.

El Nautilus dio una vuelta en torno al nav�o sumergido, y al pasar ante la popa del mismo pude leer su nombre: Flor�­da, Sunderland.

 

 

19. Vanikoro

 

Ese terrible espect�culo inauguraba la serie de cat�strofes mar�timas que el Nautilus deb�a encontrar en su derrotero. Desde su incursi�n en mares m�s frecuentados, ve�amos a menudo restos de naufragios que se pudr�an entre dos aguas, y m�s profundamente ca�ones, obuses, anclas, cade­nas y otros mil objetos de hierro carcomidos por el or�n.

El Nautilus, en el que viv�amos como aislados, lleg� el 11 de diciembre a las inmediaciones del archipi�lago de las Po­mot�, calificado como peligroso por Bougainville, que se ex­tiende sobre un espacio de quinientas leguas desde el Este­Sudeste al Oeste‑Noroeste, entre los 130 30' y 230 50' de latitud Sur y los 1250 30' y 1510 30' de longitud Oeste, desde la isla Ducia hasta la isla Lazareff. Este archipi�lago cubre una superficie de trescientas setenta leguas cuadradas y est� for­mado por unos sesenta grupos de islas, entre los que destaca el de Gambier, al que Francia ha impuesto su protectorado. Son islas coral�genas. Un levantamiento lento pero continuo, provocado por el trabajo los p�lipos, las unir� alg�n d�a entre s�. Luego, esta nueva isla se soldar� a su vez a los archi­pi�lagos vecinos, y un quinto continente se extender� desde la Nueva Zelanda y la Nuelva Caledonia hasta las Marquesas.

El d�a que ante el capit�n Nemo desarroll� esta teor�a, �l me respondi� fr�amente:

‑No son nuevos continentes lo que necesita la Tierra, sino hombres nuevos.

Los azares de su navegaci�n hab�an conducido al Nautilus hacia la isla Clermont‑Tonnerre, una de las m�s curiosas del grupo, que fue descubierta en 1822 por el capit�n Bell, de la La Minerve. Pude as� estudiar el sistema madrep�rico, al que deben su formaci�n las islas de este oc�ano.

Las madr�poras, que no hay que confundir con los cora­les, tienen un tejido revestido de una costra calc�rea, cuyas modificaciones estructurales han inducido a mi ilustre maestro, Milne‑Edwards, a clasificarlas en cinco secciones. Los anim�lculos que secretan este p�lipo viven por millones en el fondo de sus celdas. Son sus dep�sitos calc�reos los que se erigen en rocas, arrecifes, islotes e islas. En algunos luga­res forman un anillo circular en torno a un peque�o lago in­terior comunicado con el mar por algunas brechas. En otros, se alinean en barreras de arrecifes semejantes a las existentes en las costas de la Nueva Caledonia y en diversas islas de las Pomot�. Finalmente, en otros lugares, como en las islas de la Reuni�n y de Mauricio, elevan arrecifes dentados en forma de altas murallas rectas, en cuyas proximidades son conside­rables las profundidades del oc�ano.

Como el Nautilus bordeara a unos cables de distancia tan s�lo el basamento de la isla Clermont‑Tonnerre, pude admi­rar la obra gigantesca realizada por esos trabajadores mi­crosc�picos. Aquellas murallas eran especialmente obra de las madr�poras conocidas con los nombres de miliporas, porites, astreas y meandrinas. Estos p�lipos se desarrollan particularmente en las capas agitadas de la superficie del mar y, consecuentemente, es por su parte superior por la que comienzan estas construcciones que, poco a poco, se hun­den con los restos de las secreciones que las soportan. Tal es, al menos, la teor�a de Darwin, que explica as� la formaci�n de los atolones, teor�a m�s plausible, en mi opini�n, que la que da por base a los trabajos madrep�ricos las cimas de las monta�as o de los volcanes sumergidos a algunos pies bajo la superficie del mar.

Pude observar de cerca aquellas curiosas murallas verti­cales, ya que la sonda indicaba m�s de trescientos metros de profundidad, y nuestros focos el�ctricos arrancaban res­plandores de aquella brillante masa calc�rea.

Asombr� mucho a Conseil, en respuesta a su pregunta so­bre el crecimiento de esas barreras colosales, al decirle que los sabios med�an ese crecimiento en un octavo de pulgada por siglo.

‑Luego, para elevar esas murallas se ha necesitado...

‑Ciento noventa y dos mil a�os, mi buen Conseil, lo que ampl�a singularmente los d�as b�blicos. Pero, por otra parte, la formaci�n de la hulla, es decir, la mineralizaci�n de los bosques hundidos por los diluvios, ha exigido un tiempo mucho m�s considerable. Pero debo a�adir que los d�as de la Biblia son �pocas y no el per�odo que media entre dos sali­das del sol, puesto que, seg�n la misma Biblia, el astro diur­no no data del primer d�a de la creaci�n.

Cuando el Nautilus emergi� a la superficie pude ver en todo su desarrollo la isla de Clermont‑Tonnerre, baja y bos­cosa. Sus rocas madrep�ricas fueron evidentemente fertili­zadas por las lluvias y tempestades. Un d�a, alguna semilla arrebatada por el hurac�n a las tierras vecinas cay� sobre las capas calc�reas mezcladas con los detritus descompuestos de peces y de plantas marinas que formaron el mantillo. Una nuez de coco, llevada por las olas, lleg� a estas nuevas costas. La semilla arraig�. El �rbol creciente retuvo el vapor de agua. Naci� un arroyo. La vegetaci�n se extendi� poco a poco. Algunos animales, gusanos, insectos, llegaron sobre troncos arrancados a las islas por el viento. Las tortugas vi­nieron a depositar sus huevos. Los p�jaros anidaron en los j�venes �rboles. De esa forma, se desarroll� la vida animal y, atra�do por la vegetaci�n y la fertilidad, apareci� el hombre. As� se formaron estas islas, obras inmensas de animales mi­crosc�picos.

Al atardecer, Clermont‑Tonnerre se desvaneci� en la le­jan�a.

El Nautilus modific� sensiblemente su rumbo. Tras haber pasado el tr�pico de Capricornio por el meridiano ciento treinta y cinco, se dirigi� hacia el Oeste‑Noroeste, remon­tando toda la zona intertropical. Aunque el sol del verano prodigara generosamente sus rayos, no nos afectaba en ab­soluto el calor, pues a treinta o cuarenta metros por debajo del agua la temperatura no se elevaba por encima de diez a doce grados.

El 15 de diciembre dej�bamos al Este el espl�ndido archi­pi�lago de la Sociedad y la graciosa Tahit�, la reina del Pac�fi­co, cuyas cimas vi por la ma�ana a algunas millas a sotaven­to. Sus aguas suministraron a la mesa de a bordo algunos peces excelentes, como caballas, bonitos, albacoras y una va­riedad de serpiente de mar llamada munerofis.

El Nautilus hab�a recorrido entonces ocho mil cien mi­llas. A nueve mil setecientas veinte millas se elevaba la dis­tancia recorrida cuando pas� entre el archipi�lago de Ton­ga‑Tab�, en el que perecieron las tripulaciones del Argo, del Port‑au‑Prince y del Duke o Portland, y el archipi�lago de los Navegantes, en el que fue asesinado el capit�n de Langle, el amigo de La P�rousse. Luego pas� ante el archipi�lago Viti, en el que los salvajes mataron a los marineros del Union y al capit�n Bureu, de Nantes, comandante de la Ai­mable Josephine.

Este archipi�lago, que se prolonga sobre una extensi�n de cien leguas de Norte a Sur, y sobre noventa leguas de Este a Oeste, est� situado entre 60 y 20 de latitud Sur y 1740 y 1790 de longitud Oeste. Se compone de un cierto n�mero de islas, de islotes y de escollos, entre los que destacan las islas de Viti‑Levu, de Vanua‑Levu y de Kandubon.

Fue Tassman quien descubri� este grupo en 1643, el mis­mo a�o en que Torricelli invent� el bar�metro y en el que Luis XIV ascendi� al trono. Pi�nsese cu�l de esos hechos fue m�s �til a la humanidad. Vinieron luego Cook, en 1714, D'Entrecasteaux, en 1793, y Dumont d'Urville, en 1827, que fue quien aclar� el caos geogr�fico de este archipi�lago.

El Nautilus se aproxim� luego a la bah�a de Wailea, esce­nario de las terribles aventuras del capit�n Dillon, que fue el primero en aclarar el misterio del naufragio de La P�rousse.

Esta bah�a, dragada en varias ocasiones, nos suministr� unas ostras excelentes, de las que hicimos un consumo in­moderado, tras'haberlas abierto en nuestra propia mesa si­guiendo el consejo de S�neca. Aquellos moluscos pertene­c�an a la especie conocida con el nombre de �ostra lamello­sa�, muy com�n en C�rcega. El banco de Wailea deb�a ser considerable, y, ciertamente, si no fuera por las m�ltiples causas de destrucci�n, esas aglomeraciones terminar�an por colmar las bah�as, ya que se cuentan hasta dos millones de huevos en un solo individuo.

Si Ned Land no tuvo que arrepentirse de su glotoner�a en esa ocasi�n es porque la ostra es el �nico alimento que no provoca ninguna indigesti�n. No se requieren menos de seis docenas de estos moluscos ac�falos para suministrar los trescientos quince gramos de sustancia azoada necesarios a la alimentaci�n cotidiana del hombre.

El 25 de diciembre, el Nautilus navegaba en medio del ar­chipi�lago de las Nuevas H�bridas descubierto por Quir�s, en 1606; explorado por Bougainville, en 1768, y bautizado con su actual nombre por Cook, en 1773. Este grupo se com­pone principalmente de nueve grandes islas, y forma una banda de ciento veinte leguas del Norte‑Noroeste al Sur‑Su­deste, entre los 150 y 20 de latitud Sur y los 1640 y 1680 de lon­gitud. Pasamos bastante cerca de la isla de Auru que, en el momento de las observaciones de mediod�a, vi como una masa boscosa dominada por un pico de gran altura.

Aquel d�a era Navidad, y me pareci� que Ned Land la­mentaba vivamente que no se celebrara el Christmas, verda­dera fiesta familiar de la que los protestantes son fan�ticos observadores.

Hac�a ya ocho d�as que no ve�a al capit�n Nemo cuando, el 27 por la ma�ana, entr� en el gran sal�n, con ese aire del hombre que acaba de dejarle a uno hace cinco minutos. Es­taba yo tratando de reconocer en el planisferio la ruta segui­da por el Nautilus. El capit�n se acerc�, marc� con el dedo un punto del mapa y pronunci� una sola palabra:

‑Vanikoro.

Era una palabra m�gica. Era el nombre de los islotes en los que se perdieron los nav�os de La P�rousse. Me incorpor� y le pregunt�:

‑�Nos lleva el Nautilus a Vanikoro?

-S�, se�or profesor.

‑�Y podr� visitar estas c�lebres islas en las que se destro­zaron el Boussole y el Astrolabe?

‑Si as� le place, se�or profesor.

‑�Cu�ndo estaremos en Vanikoro?

‑Estamos ya, se�or profesor.

Seguido del capit�n Nemo sub� a la plataforma, y desde all� mi mirada recorri� �vidamente el horizonte.

Al Nordeste emerg�an dos islas volc�nicas de desigual magnitud, rodeadas de un arrecife de coral de unas cuarenta millas de per�metro. Est�bamos ante la isla de Vanikoro pro­piamente dicha, a la que Dumont d'Urville impuso el nom­bre de isla de la R�cherche, y precisamente ante el peque�o puerto de Vanu, situado a 160 4' de latitud Sur y 1640 32' de longitud Este. Las tierras parec�an recubiertas de verdor, desde la playa hasta las cimas del interior, dominadas por e monte Kapogo a una altitud de cuatrocientas setenta y seis toesas.

Tras haber franqueado el cintur�n exterior de rocas por un estrecho paso, el Nautilus se encontr� al otro lado de los rompientes, en aguas cuya profundidad se limitaba a unas treinta o cuarenta brazas. Bajo la verde sombra de los man­glares, vi a algunos salvajes que manifestaban una viva sor­presa. En el largo cuerpo negruzco que avanzaba a flor de agua �no ve�an ellos un formidable cet�ceo del que hab�a que desconfiar?

En aquel momento, el capit�n Nemo me pregunt� qu� era lo que yo sab�a acerca del naufragio de La P�rousse.

‑Lo que sabe todo el mundo, capit�n ‑le respond�.

‑�Y podr�a decirme qu� es lo que sabe todo el mundo? ‑me pregunt� con un tono un tanto ir�nico.

‑Con mucho gusto.

Y le cont� lo que los �ltimos trabajos de Dumont d'Urville hab�an dado a conocer, y que muy sucintamente resumido es lo que sigue. La P�rousse y su segundo, el capit�n de Lan­gle, fueron enviados por Luis XIV, en 1785, en un viaje de circunnavegaci�n a bordo de las corbetas Boussole y Astro­labe, que nunca m�s reaparecer�an.

En 1791, el gobierno franc�s, inquieto por la suerte de las dos corbetas arm� dos grandes nav�os, R�cherche y Esperan­ce, que zarparon de Brest el 28 de septiembre, bajo el mando de Bruni d'Entrecasteaux. Dos meses despu�s, se supo por la declaraci�n de un tal Bowen, capit�n del Albermale, que se hab�an visto restos de los buques naufragados en la costas de la Nueva Georgia. Pero ignorando D'Entrecasteaux tal comu­nicaci�n, bastante incierta, por otra parte, se dirigi� hacia las islas del Almirantazgo, designadas en un informe del capit�n Hunter como escenario del naufragio de La P�rousse.

Vanas fueron sus b�squedas. La Esperance y la R�cherche pasaron incluso ante Vanikoro sin detenerse. Fue un viaje muy desgraciado, pues cost� la vida a D'Entrecasteaux, a dos de sus oficiales y a varios marineros de su tripulaci�n.

Ser�a un viejo navegante del Pac�fico, el capit�n Dillon, el primero que encontrara huellas indiscutibles de los n�ufra­gos. El 15 de mayo de 1824, al pasar con su nav�o, el Saint‑Patrick, cerca de la isla de Tikopia, una de las Nuevas H�bri­das, un ind�gena que se hab�a acercado en piragua le vendi� la empu�adura de plata de una espada en la que aparec�an unos caracteres grabados con buril. El ind�gena afirm� que seis a�os antes, durante una estancia en Vanikoro, hab�a vis­to a dos europeos, pertenecientes a las tripulaciones de unos barcos que hab�an naufragado hac�a largos a�os en los arre­cifes de la isla.

Dillon adivin� que se trataba de los barcos de La P�rous­se, cuya desaparici�n hab�a conmovido al mundo entero. Quiso ir a Vanikoro, donde, seg�n el ind�gena, hab�a nume­rosos restos del naufragio, pero los vientos y las corrientes se lo impidieron. Dillon regres� a Calcuta, donde consigui� in­teresar en su descubrimiento a la Sociedad Asi�tica y a la Compa��a de Indias, que pusieron a su disposicion un na­v�o, al que �l dio el nombre de R�cherche, con el que se hizo a la mar el 23 de enero de 1827, acompa�ado por un agente franc�s.

La nueva R�cherche, tras haber tocado en distintos puntos del Pac�fico, fonde� ante Vanikoro el 7 de julio de 1827, en la misma rada de Vanu en la que se hallaba el Naut�lus en ese momento.

All� pudo recoger numerosos restos del naufragio, utensi­lios de hierro, �ncoras, estrobos de poleas, ca�ones, un ob�s del dieciocho, restos de instrumentos de astronom�a, un tro­zo del coronamiento y una campana de bronce con la ins­cripci�n: �Bazin me hizo�, marca de la fundici�n del arsenal de Brest hacia 1785. La duda ya no era posible.

Estuvo Dillon completando sus investigaciones en el lu­gar del naufragio hasta el mes de octubre. Luego, zarp� de Vanikoro, se dirigi� hacia Nueva Zelanda y lleg� a Calcuta el 7 de abril de 1828. Viaj� despu�s a Francia, donde fue acogi­do con mucha simpat�a por Carlos X.

Pero mientras tanto, ignorante Dumont d'Urville de los hallazgos de Dillon, hab�a partido para buscar en otro lugar el escenario de naufragio. Y, en efecto, se hab�a sabido por un bafienero que unas medallas y una cruz de San Luis se ha­llaban entre las manos de los salvajes de la Luisiada y de la Nueva Caledonia.

Dumont d'Urville se hab�a hecho, pues, a la mar, al man­do del Astrolabe, y dos meses despu�s que Dillon abandona­ra Vanikoro fondeaba ante Hobart Town. Fue all� donde se enter� de los hallazgos de Dillon y donde supo, adem�s, que un tal James Hobbs, segundo del Union, de Calcuta, hab�a desembarcado en una isla, situada a 80 18' de latitud Sur y 1560 30'de longitud Este, y visto a los ind�genas de la misma servirse de unas barras de hierro y de telas rojas.

Bastante perplejo y dudando de si dar cr�dito a estos rela­tos, comunicados por peri�dicos poco dignos de confianza, Dumont d'Urvifie se decidi�, sin embargo, a seguir los pasos de Dillon.

El 10 de febrero de 1828, Dumont d'Urville se present� en Tikopia, donde tom� por gu�a e int�rprete a un desertor es­tablecido en esa isla, y de all� se dirigi� a Vanikoro, cuyas costas avist� el 12 de febrero. Estuvo bordeando sus arreci­fes hasta el 14, y tan s�lo el 20 pudo fondear al otro lado de la barrera, en la rada de Vanu. El d�a 23, varios de sus oficiales dieron la vuelta a la isla y volvieron con algunos restos de es­casa importancia. Los ind�genas, ateni�ndose a una actitud negativa y evasiva, rehusaban conducirles al lugar del nau­fragio. Esa sospechosa conducta les indujo a creer que los ind�genas hab�an maltratado a los n�ufragos y que tem�an que Dumont d'Urville hubiese llegado para vengar a La P�­rousse y a sus infortunados compa�eros. Sin embargo, unos d�as m�s tarde, el 26, estimulados por algunos regalos y comprendiendo que no ten�an que temer ninguna represa­lia, condujeron al lugarteniente de Dumont, Jasquinot, al lu­gar del naufragio.

All�, a tres o cuatro brazas de agua y entre los arrecifes de Pac� y de Vanu yac�an �4,coras, ca�ones y piezas de hierro fundido y de plomo, incrustados en las concreciones calc�­reas. El Astrolabe envi� al lugar su chalupa y su ballenera. No sin gran trabajo, sus tripulaciones consiguieron retirar un �ncora que pesaba mil ochocientas libras, un ca��n del ocho de fundicion, una pieza de plomo y dos ca�oncitos de cobre.

El interrogatorio a que someti� Dumont d'Urville a los ind�genas le revel� que La P�rousse, tras la p�rdida de sus dos barcos en los arrecifes de la isla, hab�a construido uno m�s peque�o, que se perder�a a su vez. �D�nde? Se ignoraba.

El capit�n del Astrolabe hizo erigir bajo un manglar un ce­notaflo a la memoria del c�lebre navegante y de sus compa­�eros. Era una simple pir�mide cuadrangular asentada so­bre un basamento de corales, de la que excluy� todo objeto met�lico que pudiera excitar la codicia de los ind�genas.

Dumont d'Urville quiso partir inmediatamente, pero ha­ll�ndose sus hombres y �l mismo minados por las fiebres que hab�an contra�do en aquellas costas malsanas, no pudo aparejar hasta el 17 de marzo.

Mientras tanto, temeroso el gobierno franc�s de que Du­mont d'Urville no se hubiese enterado de los hallazgos de Dillon, hab�a enviado a Vanikoro a la corbeta Bayonnaise, al mando de Legoarant de Tromelin, desde la costa occi­dental de Am�rica donde se hallaba. Legoarant fonde� ante Vanikoro algunos meses despu�s de la partida del Astrola­be. No hall� ning�n documento nuevo, pero pudo compro­bar que los salvajes hab�an respetado el mausoleo de La P�­rousse.

Tal es, en sustancia, el relato que expuse al capit�n Nemo.

‑As� que se ignora todav�a d�nde fue a acabar el tercer na­v�o, construido por los n�ufragos en la isla de Vanikoro, �no es as�?

‑En efecto.

Por toda respuesta, el capit�n Nemo me indic� que le si­guiera al gran sal�n.

El Nautilus se sumergi� algunos metros por debajo de las olas. Se corrieron los paneles met�licos para dar visibilidad a los cristales.

Yo me precipit� a ellos, y bajo las concreciones de coral, revestidas de fungias, de sifoneas, de alcionarios y de cario­f�leas, y a trav�s de miriadas de peces hermos�simos, de gire­las, de glifisidontos, de ponf�ridos, de di�copodos y de ho­locentros, reconoc� algunos restos que las dragas no hab�an podido arrancar; tales como abrazaderas de hierro, �ncoras, ca�ones, obuses, una pieza del cabrestante, una roda, obje­tos todos procedentes de los nav�os naufragados y tapizados ahora de flores vivas.

Mientras contemplaba yo as� aquellos restos desolados, el capit�n Nemo me dec�a con una voz grave:

‑El comandante La P�rousse parti� el 7 de diciembre de 1785 con sus nav�os Boussole y Astrolabe. Fonde� primero en Botany Bay, visit� luego el archipi�lago de la Amistad, la Nueva Caledonia, se dirigi� hacia Santa Cruz y arrib� a Namuka, una de las islas del archipi�lago Hapai. Lleg� m�s tarde a los arrecifes desconocidos de Vanikoro. El Boussole, que iba delante, toc� en la costa meridional. El Astrolabe, que acudi� en su ayuda, encall� tambi�n. El primero qued� destruido casi inmediatamente. El segundo, encallado a so­tavento, resisti� algunos d�as. Los ind�genas dieron una bue­na acogida a los n�ufragos. �stos se instalaron en la isla y construyeron un barco m�s peque�o con los restos de los dos grandes. Algunos marineros se quedaron voluntaria­mente en Vanikoro. Los otros, debilitados y enfermos, par­tieron con La P�rousse hacia las islas Salom�n, para perecer all� en la costa occidental de la isla principal del archipi�la­go, entre los cabos Decepci�n y Satisfacci�n.

‑�C�mo lo sabe usted? ‑le pregunt�.

‑Encontr� esto en el lugar de �ltimo naufragio.

El capit�n Nemo me mostr� una caja de hojalata sellada con las armas de Francia y toda ro�osa por la corrosi�n del agua marina. La abri� y vi un rollo de papeles amarillentos, pero a�n legibles.

Eran las instrucciones del ministro de la Marina al co­mandante La P�rousse, con anotaciones al margen hechas personalmente por Luis XVI.

‑Una hermosa muerte para un marino ‑dijo el capit�n Nemo‑ y una tranquila tumba de coral. �Quiera el cielo que tanto yo como mis compa�eros no tengamos otra!

 

 

20. El estrecho de Torres

 

Durante la noche del 27 al 28 de diciembre, el Nautilus abandon� los parajes de Vanikoro a toda m�quina. Hizo rumbo al Sudoeste y, en tres d�as, franque� las setecientas cincuenta leguas que separan el archipi�lago de La P�rousse de la punta Sudeste de la Papuasia.

El 1 de enero de 1868, a primera hora de la ma�ana, Con­seil se reuni� conmigo en la plataforma.

‑Perm�tame el se�or que le desee un buen a�o.

‑�C�mo no, Conseil! Exactamente como si estuvi�ramos en Par�s, en mi gabinete del Jard�n de Plantas. Acepto tus vo­tos y te los agradezco. Pero tendr� que preguntarte qu� es lo que entiendes por un �buen a�o�, en las circunstancias en que nos encontramos. �Es el a�o que debe poner fin a nuestro cau­tiverio o el a�o que ver� continuar este extra�o viaje?

‑A fe m�a, que no s� qu� decirle al se�or. Cierto es que es­tamos viendo cosas muy curiosas, y que, desde hace dos me­ses, no hemos tenido tiempo de aburrirnos. La �ltima mara­villa es siempre la mejor, y si esta progresi�n se mantiene no s� ad�nde vamos a parar. Me parece a m� que no volveremos a encontrar nunca una ocasi�n semejante.

‑Nunca, Conseil.

‑Adem�s, el se�or Nemo, que justifica muy bien su nom­bre latino, no es m�s molesto que si no existiera.

‑Dices bien, Conseil.

‑Yo pienso, pues, mal que le pese al se�or, que un buen a�o ser�a el que nos permitiera verlo todo.

‑�Todo? Quiz� fuera entonces un poco largo. Pero �qu� piensa de esto Ned Land?

‑Ned Land piensa exactamente lo contrario que yo. Es un hombre positivo, con un est�mago imperioso. Pasarse la vida mirando y comiendo peces no le basta. La falta de vino, de pan, de carne, no conviene a un digno saj�n familiariza­do con los bistecs, y a quien no disgusta ni el brandy ni la gi­nebra en proporciones moderadas.

-No es eso lo que a m� me atormenta, Conseil, yo me aco­modo muy bien al r�gimen de a bordo.

‑Igual que yo ‑respondi� Conseil‑. Por eso, yo quiero permanecer aqu� tanto como Ned Land quiere fugarse. As�, si el a�o que comienza no es bueno para m�, lo ser� para �l y rec�procamente. De esta forma, siempre habr� alguno satis­fecho. En fin, y para concluir, deseo al se�or lo que desee el se�or.

‑Gracias, Conseil. �nicamente te pedir� que aplacemos la cuesti�n de los regalos y que los reemplacemos provisional­mente por un buen apret�n de manos. Es lo �nico que tengo sobre m�.

‑Nunca ha sido tan generoso el se�or ‑respondi� Conseil.

Y el buen muchacho se fue.

El 2 de enero hab�amos recorrido once mil trescientas cuarenta millas desde nuestro punto de partida en los mares del Jap�n. Ante el espol�n del Nautilus se extend�an los peli­grosos parajes del mar del Coral, a lo largo de la costa nor­deste de Australia. Nuestro barco bordeaba a una distancia de algunas millas el temible banco, en el que estuvieron a punto de naufragar los nav�os de Cook, el 10 de junio de 1770. El barco en que navegaba Cook choc� con una roca, y si no se fue a pique se debi� a la circunstancia de que el tro­zo de coral arrancado se incrust� en el casco entreabierto.

Yo deseaba vivamente visitar ese arrecife de trescientas sesenta leguas de longitud contra el que el mar romp�a su oleaje con una formidable intensidad s�lo comparable a la de las descargas del trueno. Pero en aquel momento, los pla­nos inclinados del Nautilus nos llevaban a una gran profun­didad y no pude ver nada de esas altas murallas coral�genas. Hube de contentarme con la observaci�n de los diferentes espec�menes de peces capturados por nuestras redes. Ob­serv�, entre otros, a unos escombros, grandes como atunes, con los flancos azulados y surcados por unas bandas trans­versales que desaparec�an con la vida del animal. Estos pe­ces nos acompa�aban en gran cantidad y suministraron a nuestra mesa un delicado manjar. Cogimos tambi�n un buen n�mero de esparos de medio dec�metro de longitud, cuyo sabor es muy parecido al de la dorada, y peces volado­res, verdaderas golondrinas marinas que, en las noches os­curas, rayan alternativamente el agua y el aire con sus res­plandores fosforescentes. Entre los moluscos y los zo�fitos hall� en las redes de la barredera diversas especies de alcio­narias, de erizos de mar, de martillos, espolones, ceritios, hi�lidos. La flora estaba representada por bellas algas flo­tantes, laminarias y macroc�steas, impregnadas del muc�la­go que exudaban sus poros y entre las que recog� una admi­rable Nemastoma geliniaro�de, que hall� su lugar entre las curiosidades naturales del museo.

Dos d�as despu�s de haber atravesado el mar del Coral, el 4 de enero, avistamos las costas de la Papuasia. En esa oca­si�n, el capit�n Nemo me notific� su intenci�n de dirigirse al oc�ano indico por el estrecho de Torres, sin darme m�s precisiones. Ned observ�, complacido, que esa ruta nos acercaba a los mares europeos.

El estrecho de Torres debe su reputaci�n de peligroso tan­to a los escollos de que est� erizado Como a los salvajes habitantes de sus costas. El estrecho separa la Nueva Holanda de la gran isla de la Papuasia, conocida tambi�n con el nombre de Nueva Guinea.

La Papuasia tiene cuatrocientas leguas de longitud por ciento treinta de anchura, y una superficie de cuarenta mil leguas geogr�ficas[L17] . Est� situada, en latitud, entre 00 19' y 100 2' Sur, y, en longitud, entre 1280 23' y 1460 15'. A medio­d�a, mientras el segundo tomaba la altura del sol, vi las cimas de los montes Arfalxs, que se alzan en grandes planos para terminar en pitones agudos.

Esta tierra, descubierta en 1511 por el portugu�s Francis­co Serrano, fue sucesivamente visitada por don Jos� de Me­neses, en 1526; por el general espa�ol Alvar de Saavedra, en 1528; por Juigo Ortez, en 1545; por el holand�s Shouten, en 1616; por Nicol�s Sruick, en 1753; por Tasman, Dampier, Fumel, Carteret, Edwards, Bougainville, Cook, Forrest, Mac Cluer y D'Entrecasteaux, en 1792; por Duperrey, en 1823; y por Dumont d'Urville, en 1827. �Es el foco de los negros que ocupan toda la Malasia�, ha dicho Rienzi. No pod�a yo sos­pechar que los azares de esta navegaci�n iban a ponerme en presencia de los temibles Andamenos.

El Nautilus se present� en la entrada del estrecho m�s pe­ligroso del mundo, cuya traves�a evitan hasta los m�s auda­ces navegantes. Es el estrecho que afront� Luis Paz de Torres a su regreso de los mares del Sur, en la Melanesia, y en el que las corbetas encalladas de Dumont d'Urville estuvieron a punto de perderse por completo en 1840. El Nautilus, supe­rior a todos los peligros del mar, se dispon�a, sin embargo, a desafiar a los arrecifes de coral.

El estrecho de Torres tiene unas treinta y cuatro leguas de anchura, pero se halla obstruido por una innumerable canti­dad de islas, islotes, rocas y rompientes que hacen casi impracticable su navegaci�n. Por ello, el capit�n Nemo tom� to­das las precauciones posibles para atravesarlo. Flotando a flor de agua, el Nautilus avanzaba a una marcha moderada. Su h�­lice bat�a lentamente las aguas, como la cola de un cet�ceo.

Mis dos compa�eros y yo aprovechamos la ocasi�n para instalarnos en la plataforma. Ante nosotros se elevaba la ca­bina del timonel, quien, si no me enga�o, deb�a ser en esos momentos el propio capit�n Nemo.

Ten�a yo a la vista los excelentes mapas del estrecho de To­rres levantados y trazados por el ingeniero hidr�grafo Vin­cendon Dumoulin ypor el teniente de nav�o Coupvent‑Des­bois ‑almirante en la actualidad‑, integrantes del estado mayor de Dumont d'Urville durante el �ltimo viaje de cir­cunnavegaci�n realizado por �ste. Estos mapas son, junto con los del capit�n King, los mejores para guiarse por el in­trincado laberinto del estrecho, y yo los consultaba con una escrupulosa atenci�n.

El mar se agitaba furiosamente en torno al Nautilus. La corriente de las olas, que iba del Sudeste al Noroeste con una velocidad de dos millas y media, se romp�a en los arrecifes que asomaban sus crestas por doquier.

‑Mal est� la mar ‑dijo Ned Land.

‑Detestable, en efecto ‑le respond�‑, y m�s a�n para un barco como el Nautilus.

‑Muy seguro tiene que estar de su camino este condena­do capit�n ‑dijo el canadiense‑ para meterse por aqu�, entre estas barreras de arrecifes que s�lo con rozarlo pueden rom­per su casco en mil pedazos.

Grande era el peligro, en efecto. Pero el Nautilus parec�a deslizarse como por encanto en medio de los terribles esco­llos. No segu�a exactamente el rumbo del Astrolabe y de la Zel�e, que tan funesto fue para Dumont d'Urville, sino que, orient�ndose m�s al Norte, pas� ante la isla Murray, para luego dirigirse al Sudoeste, hacia el paso de la Cumberland. Por un momento tem� que fuera a chocar con ella, pero puso rumbo al Noroeste para dirigirse, a trav�s de una gran canti­dad de islas e islotes poco conocidos, hacia la isla Tound y el canal Malo.

Ya estaba yo pregunt�ndome si el capit�n Nemo, impru­dente hasta la locura, iba a meter su barco por aquel paso en el que hab�an encallado las dos corbetas de Dumont d'Urvi­lle, cuando, modificando por segunda vez su rumbo hacia el Oeste, se dirigi� hacia la isla Gueboroar.

Eran las tres de la tarde y la marea alcanzaba ya casi la pleamar. El Nautilus se acerc� a aquella isla, todav�a intacta en mi memoria con su hilera de pandanes. Naveg�bamos a unas dos millas de la isla, cuando, s�bitamente, un choque me derrib�. El Nautilus acababa de tocar en un escollo, y qued� inmovilizado tras bascular ligeramente a babor. Cuando me reincorpor�, vi en la plataforma al capit�n Nemo y a su segundo examinando la situaci�n del barco y hablando en su incomprensible idioma.

A dos millas, por estribor, se divisaba la isla Gueboroar, cuya costa se redondeaba desde el Norte al Oeste como un inmenso brazo. Hacia el Sur y el Este el reflujo comenzaba a dejar al descubierto las crestas de algunos arrecifes de coral. Hab�amos tocado de lleno y en uno de esos mares que tienen mareas pobres, lo que dificultaba la puesta a flote del Nauti­lus. Sin embargo, �ste no parec�a haber sufrido ninguna ave­r�a gracias a la extraordinaria solidez de su casco. Pero si no pod�a abrirse ni irse a pique, s� corr�a el riesgo, en cambio, de permanecer para siempre aprisionado en esos escollos. As�, tal vez hab�a acabado all� su carrera el aparato submarino del capit�n Nemo.

En tales t�rminos me planteaba yo la situaci�n, cuando el capit�n, fr�o y tranquilo, tan due�o de s� como siempre, sin manifestar la m�s m�nima emoci�n o contrariedad, se acer­c� a m�.

‑�Un accidente? ‑le pregunt�.

‑No; un incidente ‑me respondi�.

‑Pero un incidente que puede obligarle a ser nuevamente un habitante de esa tierra de la que huye.

El capit�n Nemo me mir� de un modo singular e hizo un gesto de negaci�n, claramente expresivo de su convicci�n de que nada le obligar�a nunca a regresar a tierra. Luego, me dijo:

‑Se�or Aronnax, el Nautilus no est� perdido, tranquilice­se. Volver� a ofrecerle el espect�culo de las maravillas del oc�ano. Nuestro viaje no ha hecho m�s que comenzar, y yo no deseo privarme tan pronto del honor de su compa��a.

‑Y, sin embargo, capit�n Nemo -le dije, sin darme por en­terado del tono ir�nico de sus palabras‑, el Nautilus ha en­callado en el momento de la pleamar. Y dado que las mareas son d�biles en el Pac�fico y que no puede usted deslastrar al Nautilus (lo que me parece imposible), no veo c�mo va a sa­carlo a flote.

‑Tiene usted raz�n, se�or profesor, las mareas no son fuertes en el Pac�fico. Pero en el estrecho de Torres hay una diferencia de un metro entre los niveles de las mareas altas y bajas. Estamos hoy a 4 de enero, y dentro de cinco d�as ten­dremos luna llena. Pues bien, mucho me sorprender�a que nuestro complaciente sat�lite no levantara suficientemente estas masas de agua, haci�ndome as� un favor que s�lo a �l quiero deber.

Dicho esto, el capit�n Nemo, seguido de su segundo, se introdujo en el interior del Nautilus. �ste permanec�a com­pletamente inm�vil, como si los p�lipos coral�feros lo hu­biesen enquistado ya en su indestructible cemento.

-�Y bien, se�or? ‑me pregunt� Ned Land, que se hab�a acercado a m� tras la marcha del capit�n.

‑Amigo Ned, que vamos a esperar tranquilamente la ma­rea del d�a 9, ya que parece que va ser la luna la encargada de ponernos a flote.

‑�As� de sencillo?

‑As� de sencillo.

-�C�mo? �Es que el capit�n no va a echar el ancla fuera, ni disponer su maquinaria para hacer todo lo posible por sa­carlo tirando del esp�a?

‑�Para qu�, puesto que bastar� con la marea? ‑dijo Con­seil.

El canadiense le mir� y se alz� de hombros. Era el marino quien hablaba en �l.

‑Puede usted creerme, se�or, si le digo que este trasto de hierro no volver� a navegar por el mar ni bajo el mar. Ya s�lo vale para venderlo como chatarra. Creo que ha llegado el momento de prescindir de la compa��a del capit�n Nemo.

‑Amigo Ned ‑respond�‑, yo tengo m�s confianza que us­ted en el Nautilus. De todos modos, dentro de cuatro d�as sa­bremos a qu� atenernos sobre las mareas del Pac�fico. En cuanto a su consejo de darnos a la fuga, me parecer�a opor­tuno si nos hall�ramos a la vista de las costas de Inglaterra o de la Provenza, pero en estos parajes de la Papuasia la costa es muy diferente. No obstante, siempre tendremos ocasi�n de recurrir a esta extremidad si el Nautilus no consigue salir a flote, lo que, para m�, ser�a muy grave.

‑Pero, al menos, �no podr�amos poner pie en tierra? ‑dijo Ned Land‑. Ah� tenemos una isla. En esa isla hay �rboles. Y bajo esos �rboles hay animales terrestres, portadores de chuletas y rosbifs, en los que yo hincar�a el diente muy gusto­samente.

‑En esto tiene raz�n el amigo Ned ‑dijo Conseil‑, y yo soy de su opini�n. �No podr�a obtener el se�or de su amigo, el capit�n Nemo, que se nos trasladase a tierra, aunque no fuese m�s que para no perder la costumbre de pisar las par­tes s�lidas de nuestro planeta?

-Puedo ped�rselo, pero creo que ser� in�til.

‑Int�ntelo el se�or ‑dijo Conseil‑, y as� sabremos a qu� atenernos sobre la amabilidad del capit�n Nemo.

Con gran sorpresa por mi parte, el capit�n Nemo me con­cedi� su autorizaci�n con toda facilidad, sin tan siquiera exigirme la promesa de nuestro retorno a bordo. Cierto es que una huida a trav�s de las tierras de la Nueva Guinea era demasiado peligrosa y no ser�a yo quien aconsejase a Ned Land intentarla. M�s val�a ser prisionero a bordo del Nauti­lus que caer entre las manos de los naturales de la Papuasia.

Se puso a nuestra disposici�n el bote para el d�a siguien­te. Yo daba por descontado que no nos acompa�ar�an ni el capit�n Nemo ni ninguno de sus hombres y que Ned Land habr�a de dirigir �l solo la embarcaci�n. Pero la tierra no se hallaba m�s que a dos millas de distancia, y para el cana­diense ser�a un juego conducir el ligero bote entre esas l�neas de arrecifes tan peligrosas para los grandes nav�os.

Al d�a siguiente, 5 de enero, se extrajo de su alv�olo la ca­noa y se bot� al mar desde lo alto de la plataforma. Dos hombres bastaron para realizar la operaci�n. Los remos es­taban ya a bordo y nos embarcamos a las ocho de la ma�a­na, con nuestras hachas y fusiles.

El mar estaba bastante bonancible. Soplaba una ligera brisa de tierra. Conseil y yo rem�bamos vigorosamente, en tanto que Ned Land manejaba el tim�n en los estrechos pa­sos que dejaban los rompientes. La canoa obedec�a bien al ti­m�n y navegaba con rapidez.

Ned Land no pod�a contener su alegr�a. Era un prisione­ro escapado de su c�rcel, y no parec�a pensar que deb�a vol­ver a ella.

‑�Carne! ‑exclamaba‑. �Vamos a comer carne, y qu� car­ne! �Caza aut�ntica! No digo yo que el pescado no sea una buena cosa, pero sin abusar, y un buen trozo de carne fresca a la parrilla ser�a una agradable variaci�n.

‑�El muy glot�n, me est� haciendo la boca agua! ‑dijo Conseil.

‑Queda por ver ‑dije‑ si hay caza en esos bosques. Y pue­de que las piezas sean de tal tama�o que cacen al cazador.

‑�Oh!, se�or Aronnax ‑respondi� el canadiense, cuyos dientes parec�an estar tan afilados como el filo de un hacha‑, le aseguro que estoy dispuesto a comer tigre, solomillo de ti­gre, si no hay otro cuadr�pedo en esta isla.

‑El amigo Ned es inquietante ‑dijo Conseil.

‑Lo que sea ‑prosigui� Ned Land‑. Cualquier animal de cuatro patas sin plumas o de dos patas con plumas recibir� el saludo de mi fusil.

‑He aqu� que el se�or Land vuelve a excitarse.

‑No tema, se�or Aronnax ‑respondi� el canadiense‑, y reme con fuerza. No pido m�s de media hora para ofrecerle un plato a mi manera.

A las ocho y media, la canoa del Nautilus arrib� a una pla­ya de arena, tras haber franqueado con fortuna el anillo de coral que rodeaba a la isla de Gueboroar.

 

 

21. Unos d�as en tierra

 

Me impresion� vivamente tocar tierra.

Ned Land pisaba el suelo como en un acto de posesi�n. No hac�a m�s de dos meses, sin embargo, que �ramos, seg�n la expresi�n del capit�n Nemo, los �pasajeros del Nautilus�, es decir, en realidad, los prisioneros de su comandante.

En pocos minutos estuvimos a tiro de fusil de la costa. El suelo era casi enteramente madrep�rico, pero algunos lechos de torrentes desecados, sembrados de restos granfticos, de­mostraban que la isla era debida a una formaci�n primordial.

Una cortina de hermosos bosques ocultaba el horizonte. �rboles enormes, algunos de los cuales alcanzaban doscien­tos pies de altura, se un�an entre ellos por guirnaldas de lia­nas, verdaderas hamacas naturales a las que mec�a la brisa. Mimosas, ficus, casuarinas, teks, hibiscos, pandanes y pal­meras se mezclaban con profusi�n, y al abrigo de sus b�ve­das verdes, al pie de sus tallos, crec�an orqu�deas, legumino­sas y helechos.

Sin reparar en tan bellas muestras de la flora papuasiana, el canadiense abandon� lo agradable orl�o �til, alver un co­cotero. Abati� r�pidamente algunos e sus frutos, los abri� y entonces bebimos su leche y comim s su almendra con una satisfacci�n que parec�a expresar una protesta contra la die­ta del Nautilus.

‑ �Excelente! ‑decia Ned Land.

‑�Exquisito! ‑respond�a Conseil.

‑Espero ‑dijo el canadiense‑ que el capit�n Nemo no se oponga a que introduzcamos a bordo una carga de cocos.

‑No lo creo ‑respond�‑, pero dudo que quiera probarlos.

‑Peor para �l ‑dijo Conseil.

-Y tanto mejor para nosotros ‑a�adi� Ned Land‑, as� to­caremos a m�s.

‑Ned ‑dije al arponero, que se dispon�a a vaciar otro co­cotero‑, los cocos est�n muy buenos, pero antes de llenar el bote, me parece que ser�a prudente ver si la isla produce algo no menos �til. Creo que la despensa del Nautilus acoger�a con agrado legumbres frescas.

‑Tiene raz�n el se�or ‑dijo Conseil-, y yo propongo que reservemos en la canoa tres espacios: uno para los frutos, otro para las legumbres y el tercero para la caza, de la que no he visto todav�a ni la m�s peque�a muestra.

‑Conseil, no hay que desesperar ‑respondi� el cana­diense.

‑Continuemos, pues, nuestra excursi�n ‑dije‑, pero con el ojo al acecho. Aunque parezca deshabitada, bien podr�a albergar la isla algunos individuos menos escrupulosos que nosotros sobre la naturaleza de la caza.

‑�Eh! �Eh! ‑exclam� Ned Land, haciendo un significativo movimiento de mand�bulas.

‑Pero, �Ned! ‑exclam� Conseil.

‑Pues, �sabe lo que le digo? Que comienzo a comprender los encantos de la antropofagia.

‑Pero �qu� dice, Ned! ‑exclam� Conseil‑. �Usted antrop�­fago! Ya no podr� sentirme seguro a su lado, durmiendo en el mismo camarote. �Me despertar� un d�a semidevorado?

‑Amigo Conseil, le quiero mucho, pero no tanto como para com�rmelo sin necesidad.

‑No s�, no me f�o ‑dijo Conseil‑. �Hala, a cazar! Es me­nester cobrar una pieza como sea, para satisfacer a este can�­bal; si no, una de estas ma�anas, el se�or no hallar� m�s que unos trozos de dom�stico para servirle.

Mientras as� iban bromeando, nos adentramos en la espe­sura del bosque, que, durante dos horas, recorrimos en to­dos sentidos.

El azar se mostr� propicio a nuestra b�squeda de vege­tales comestibles. Uno de los m�s �tiles productos de las zonas tropicales nos provey� de un alimento precioso, del que carec�amos a bordo. Habl� del �rbol del pan, muy abundante en la isla de Gueboroar, que ofrec�a esa variedad desprovista de semillas que se conoce en malayo con el nombre de rima. Se distingu�a este �rbol de los otros por su tronco recto, de una altura de unos cuarenta pies. Su cima, graciosamente redondeada y formada de grandes ho­jas multilobuladas, denunciaba claramente a los ojos de un naturalista ese artocarpo que tan felizmente se ha aclimata­do en las islas Mascare�as. Entre su masa de verdor desta­caban los gruesos frutos globulosos, de un dec�metro de anchura, con unas rugosidades exteriores que tomaban una disposici�n hexagonal. �til vegetal este con que la natura­leza ha gratificado a regiones que carecen de trigo, y que, sin exigir ning�n cultivo, da sus frutos durante ocho meses al a�o.

Ned Land conoc�a bien ese fruto, por haberlo comido du­rante sus numerosos viajes, y sab�a preparar su sustancia co­mestible. La vista del mismo excit� su apetito, y sin poder contenerse dijo:

‑Se�or, si no pruebo esta pasta del �rbol del pan, me muero.

‑Pues adelante, Ned, a su gusto. Est os aqu� para hacer experimentos. Hag�moslos.

‑No llevar� mucho tiempo ‑respondi� el canadiense.

Y, provisto de una lupa, encendi� un fuego con ramas secas que chisporrotearon alegremente. Mientras tanto, Con­seil y yo escog�amos los mejores frutos del artocarpo. Algu­nos no hab�an alcanzado a�n un grado suficiente de madu­rez y su piel espesa recubr�a una pulpa blanca pero poco fibrosa. Otros, en muy gran n�mero, amarillos y gelatinosos estaban pidiendo ser ya cogidos.

Los frutos no conten�an hueso. Conseil llev� una docena de ellos a Ned Land, quien los coloc� sobre las ascuas tras haberlos cortado en gruesas rodajas.

‑Ver� usted, se�or, lo bueno que es este pan ‑dec�a.

‑Sobre todo, cuando se ha estado privado durante tanto tiempo ‑dijo Conseil.

‑Es m�s que pan ‑a�adi� el canadiense‑, es obra de res­poster�a, y delicada. �No la ha comido usted nunca?

‑No, Ned.

‑Pues prep�rese a probar una cosa suculenta. Si no es as�, dejo yo de ser el rey de los arponeros.

Al cabo de algunos minutos, la parte de los frutos expues­ta al fuego qued� completamente tostada. Por dentro apare­ci� una pasta blanca, como una tierna miga, cuyo sabor re­cordaba el de la alcachofa. Hay que reconocerlo, era un pan excelente y lo com� con gran placer.

‑Desgraciadamente ‑dije- esta pasta no puede conser­varse fresca. Es in�til, por tanto, que llevemos una provisi�n a bordo.

‑�Ah, no! ‑exclam� Ned Land‑. Habla usted como un na­turalista, pero yo voy a actuar como un panadero. Conseil, haga usted una buena recolecci�n de frutos, que cogeremos a la vuelta.

‑�C�mo va a prepararlo, entonces? -le pregunt�.

‑Haciendo con su pulpa una pasta fermentada que se conservar� indefinidamente sin pudrirse. Cuando quiera emplearla, la cocer� en la cocina y ver� usted c�mo a pesar de su sabor un poco �cido estar� muy rica.

‑As�, Ned, veo que no le falta nada a este pan...

‑S�, se�or profesor, le faltan algunas frutas o al menos al­gunas legumbres.

‑Pues busquemos frutas y legumbres.

Una vez acabada nuestra recolecci�n, nos pusimos en marcha para completar nuestro �almuerzo� terrestre.

No result� bald�a nuestra b�squeda; a mediod�a hab�a­mos hecho ya una buena recolecci�n de pl�tanos. Estos deli­ciosos productos de la zona t�rrida maduran durante todo el a�o. Los malayos, que les dan el nombre de pisang, los comen crudos. Adem�s de los pl�tanos recogimos unas ja­cas enormes, fruta de sabor muy fuerte, mangos tambi�n muy sabrosos y pi�as tropicales de un tama�o extraordi­nario.

Estas tareas nos llevaron mucho tiempo, aunque a la vista de su resultado no cab�a lamentarlo.

Conseil no le quitaba ojo a Ned, que abr�a la marcha e iba recogiendo al paso, con mano segura, magn�ficas frutas para completar nuestras provisiones.

‑�No le falta nada, Ned? ‑pregunt� Conseil.

‑�Hum! ‑gru�� el canadiense.

‑�C�mo? �De qu� se queja?

‑De que todos estos vegetales no nos ofrecen una comida. Son el postre. Pero �y la sopa?, �y el asado?

‑Es cierto ‑dije‑. Ned nos hab�a prometido unas chule­tas, que empiezan a parecerme muy problem�ticas.

‑Oiga -me dijo el canadiense‑, no s�lo no ha terminado la cacer�a, sino que todav�a no ha comenzado. Tengamos pa­ciencia, que acabaremos encontrando alg�n animal de plu­ma o de pelo, y si no es por aqu�, ser� en otro sitio.

‑Y si no es hoy, ser� ma�ana ‑a�adi� Conseil‑, pues no hay que alejarse demasiado. Es m�s, creo que deber�amos volver a la canoa.

‑�Tan pronto? ‑dijo Ned.

-Debemos estar de regreso antes de la noche ‑dije.

‑Pero �qu� hora es? ‑pregunt� el canadiense.

‑Por lo menos son las dos ‑respondi� Conseil.

‑�C�mo pasa el tiempo en tierra firme! -exclam� Ned Land, con un suspiro de pesar.

‑En marcha entonces ‑dijo Conseil.

Volvimos sobre nuestros pasos y durante el camino fui­mos completando nuestra recolecci�n con nueces de palma, para lo que hubimos de subir a la cima de los �rboles, as� como con ese g�nero de peque�as habichuelas que los mala­yos denominan abrou, y con batatas de magn�fica calidad.

As�, llegamos muy sobrecargados a la canoa. Pero Ned Land no se hallaba todav�a satisfecho con las provisiones. Le favoreci� la suerte entonces, ya que en el momento en que iba a embarcar vio varios �rboles, de unos veinticinco a treinta pies de altura, pertenecientes a la familia de las pal­mas. Estos �rboles, tan preciosos como el artocarpo, son considerados justamente como uno de los m�s �tiles pro­ductos de Malasia. Eran sag�s, vegetales silvestres que se re­producen, como los morales, por sus reto�os y sus semillas.

Ned Land conoc�a la manera de utilizar esos �rboles. Ma­nejando el hacha con gran vigor, derrib� dos o tres sag�s, cuya madurez denunciaba el polvillo blanco que recubr�a sus palmas.

Yo le observaba m�s con los ojos del naturalista que con los de un hombre hambriento. Nad Land arrancaba de cada tronco una capa de corteza de una pulgada de espesor, de­jando as� al descubierto una red de fibras alargadas que for­maban inextricables nudos amazacotados por una especie de harina gomosa. Esta f�cula era el sag�, que constituye uno de los alimentos b�sicos de las poblaciones de la Mela­nesia.

Ned Land se limit� de momento a cortar los troncos como si de le��a se tratara, dejando para m�s tarde la extrac­ci�n de la f�cula, que habr�a de ser separada de sus ligamen­tos fibrosos, expuesta al sol para evaporar su humedad y, finalmente, depositada en moldes para endurecerse.

 

 

Eran las cinco de la tarde cuando abandonamos las ori­llas de la isla, cargados con nuestras riquezas. Media hora m�s tarde, lleg�bamos al Nautilus. Nadie presenci� nues­tra llegada. El enorme cilindro de acero parec�a deshabita­do. Embarcadas nuestras provisiones, fui a mi camaro­te, en el que hall� la cena servida. Despu�s de comer, me dorm�.

Al d�a siguiente, 6 de enero, sin novedad a bordo. Ni un ruido, ni un signo de vida, La canoa se hallaba en el mismo lugar en que la hab�amos dejado. Resolvimos volver a la isla Gueboroar. Ned Land esperaba tener m�s fortuna que en la v�spera, como cazador, y deseaba visitar otra parte de la selva.

A la salida del sol, ya est�bamos en marcha. Alcanzamos la isla en pocos instantes. Desembarcamos, y, pensando que lo mejor era fiarse del instinto del canadiense, seguimos a Ned Land, cuyas largas piernas amenazaban distanciarnos excesivamente.

Ned Land sigui� la costa hacia el Oeste. Luego, tras haber vadeado algunos torrentes, llegamos a un altiplano bor­deado de magn�ficos bosques. A lo largo de los cursos de agua vimos algunos martines pescadores que no aceptaron nuestra proximidad. Su circunspecci�n probaba que aque­llos vol�tiles sab�an a qu� atenerse sobre los b�pedos de nuestra especie, y de ello infer� que si la isla no estaba habita­da era, por lo menos, frecuentada por seres humanos.

Tras haber atravesado una tupida pradera, llegamos al lindero de un bosquecillo animado por el canto y el vuelo de un gran n�mero de p�jaros.

‑S�lo p�jaros -dijo Conseil.

‑Los hay tambi�n comestibles ‑respondi� el arponero.

‑No �stos, amigo Ned ‑replic� Conseil‑, pues no veo m�s que loros.

‑Conseil, el loro es el fais�n de los que no tienen otra cosa que comer ‑dijo gravemente Ned.

‑A lo que yo a�adir� ‑intervine‑ que este p�jaro, conve­nientemente preparado, puede valer la pena de arriesgar el tenedor.

En medio del follaje del bosque, todo un mundo de loros volaba de rama en rama, sin m�s separaci�n entre sus garri­duras y la lengua humana que la de una m�s cuidada educa­ci�n. Por el momento, garr�an en compa��a de cotorras de todos los colores, de graves papagayos, que parec�an medi­tar un problema filos�fico, mientras loritos reales de un rojo brillante pasaban como un trozo de estambre llevado por la brisa, en medio de los c�laos de ruidoso vuelo, de los pa­p�as, esos palm�pedos que se pintan con los m�s finos mati­ces del azul, y de toda una gran variedad de vol�tiles muy hermosos pero escasamente comestibles.

Aquella colecci�n carec�a, sin embargo, de un p�jaro pro­pio de estas tierras hasta el punto de que nunca ha salido de los l�mites de las islas de Arr� y de las islas de los Pap�as. Pero la suerte me ten�a reservada la posibilidad de admirarlo al poco tiempo. En efecto, despu�s de atravesar un soto de escasa frondosidad nos encontramos en una llanura llena de matorrales. Fue all� donde vi levantar el vuelo a unos magn�ficos p�jaros a los que la disposici�n de sus largas plu­mas obligaba a dirigirse contra el viento. Su vuelo ondulado, la gracia de sus a�reos giros y los reflejos tornasolados de sus colores atra�an y encantaban la mirada. Pude reconocerlos sin dificultad.

‑�Aves del para�so! ‑exclam�.

‑Orden de los paseriformes, secci�n de los clist�moros ‑respondi� Conseil.

‑�Familia de las perdices? ‑pregunt� Ned Land.

‑No lo creo, se�or Land, pero cuento con su pericia para atrapar a uno de estos maravillosos productos de la natura­leza tropical.

‑Lo intentar�, se�or profesor, aunque estoy m�s acos­tumbrado a manejar el arp�n que el fusil.

Los malayos, que hacen un activo comercio de estos p�ja­ros con los chinos, se sirven para su captura de diversos me­dios que a nosotros nos estaban vedados, y que consisten ya sea en tenderles unos lazos en la copa de los elevados �rbo­les en que estas aves suelen buscar su morada, ya sea con una liga tenaz que paraliza sus movimientos. Incluso llegan a en­venenar las fuentes en las que estos p�jaros van a beber. Nuestros medios quedaban limitados a la tentativa de cazarlos al vuelo, con muy pocas posibilidades de alcanzarles. Y, en efecto, en estas tentativas gastamos en vano una buena parte de nuestra munici�n.

Hacia las once de la ma�ana, alcanzadas ya las primeras estribaciones de las monta�as que forman el centro de la isla, todav�a no hab�amos conseguido cobrar ninguna pieza. El hambre empezaba a aguijonearnos. Hab�amos confiado en exceso en la caza y cometido una imprudencia. Pero, afor­tunadamente, y con gran sorpresa por su parte, Conseil mat� dos p�jaros de un tiro y asegur� el almuerzo. Eran una paloma blanca y una torcaz que, r�pidamente desplumadas y ensartadas en una broqueta, fueron llevadas al fuego. Mientras se asaban, Ned prepar� el pan con el fruto del arto­carpo. Devoramos las palomas hasta los huesos, encontr�n­dolas excelentes. La nuez moscada de que se alimentan per­fuma su carne d�ndole un sabor delicioso.

‑Es como si los pollos se alimentaran de trufas ‑dijo Conseil.

‑Y ahora, Ned, �qu� es lo que falta?

‑Una pieza de cuatro patas, se�or Aronnax. Estas palo­mas no son m�s que un entrem�s para abrir boca. No estar� contento hasta que no haya matado un animal con chuletas.

‑Ni yo, Ned, si no consigo atrapar un ave del para�so.

‑Continuemos, pues, la cacer�a ‑intervino Conseil-, pero de regreso ya hacia el mar. Hemos llegaddo a las primeras pendientes de las monta�as y creo que m�s vale volver.

Era un consejo sensato, y lo adoptamos.

Al cabo de una hora de marcha llegamos a un verdade­ro bosque de sag�s. Algunas inofensivas serpientes hu�an de vez en cuando a nuestro paso. Las aves del para�so nos hu�an y hab�a perdido ya toda esperanza, cuando Conseil, que abr�a la marcha, se inclin� s�bitamente, lanz� un grito triunfal y vino hacia m� con un magn�fico ejemplar.

‑�Ah! �Bravo, Conseil! ‑exclam�, entusiasmado.

‑Cr�ame que no vale la pena de...

‑�C�mo que no! �Ah� es nada coger uno de estos p�jaros vivos! �Y con la mano!

‑Si el se�or lo examina de cerca, podr� ver que no he teni­do gran m�rito.

‑�Porqu�, Conseil?

‑Porque este p�jaro est� borracho.

‑�Borracho?

‑S�, se�or. Ebrio de la nuez moscada que estaba comien­do en la mir�stica en que lo he encontrado. Vea, amigo Ned, vea los terribles efectos de la intemperancia.

‑�Mil diantres! ‑replic� el canadiense‑. �Mira que echar­me en cara la ginebra que he bebido desde hace dos meses!

Al examinar al curioso p�jaro vi que Conseil no se equi­vocaba. El ave del para�so, embriagada por el jugo espirituo­so, estaba reducida a la impotencia, incapaz de volar y ape­nas de andar. Pero eso no me preocupaba y le dej� dormir �la mona�.

Nuestra presa pertenec�a a la m�s hermosa de las ocho es­pecies conocidas en Papuasia y en la islas vecinas, es decir, a la llamada �gran esmeralda� que es, adem�s, una de las m�s raras. Med�a unos tres dec�metros de largo. Su cabeza era re­lativamente peque�a y los ojos, situados cerca de la abertura del pico, eran tambi�n de peque�o tama�o. Todo �l era una sinfon�a de colores: el amarillo del pico, el marr�n de las pa­tas y de las u�as, el siena de las alas que en sus extremidades se tornaba en p�rpura, el amarillo pajizo de la cabeza y del cuello, el esmeralda de la garganta, el marr�n de la pechuga y del vientre. Las plumas, largas y ligeras de la cola, de una fi­nura admirable, realzaban la belleza de este maravilloso p�­jaro, po�ticamente llamado por los ind�genas �p�jaro de sol�.

Yo deseaba vivamente poder llevar a Par�s aquel soberbio ejemplar de ave del para�so, a fin de donarlo al Jard�n de Plantas, que no posee ninguno vivo.

‑�Es, pues, tan raro? ‑pregunt� el canadiense, con el tono del cazador poco inclinado a estimar la caza desde un punto de vista art�stico.

‑Muy raro, s�, y, sobre todo, muy dif�cil de capturarlo vivo. Y aun muertos, estos p�jaros son objeto de un comer­cio muy activo. Por eso, los ind�genas han llegado incluso a fabricarlos, como se hace con las perlas y los diamantes.

‑�C�mo? ‑dijo Conseil‑. �Es posible falsificar las aves de para�so?

‑S�, Conseil.

‑�Y conoce el se�or el procedimiento de los ind�genas?

‑S�. Durante el monz�n del Este, las aves del para�so pier­den las magn�ficas plumas que rodean su cola, esas plumas que los naturalistas han llamado subalares. Los falsificado­res recogen esas plumas y las adaptan con mucha destreza a una pobre cotorra previamente mutilada. Luego ti�en las suturas, barnizan al p�jaro y lo venden para su expedici�n a los museos y a los aficionados de Europa. Es una singular industria �sta.

‑Bueno ‑dijo Ned Land‑, si el p�jaro no es aut�ntico s� lo son sus plumas, y como no est� destinado a ser comido no lo veo mal.

Si mis deseos estaban colmados con la posesi�n del p�jaro del para�so, no acontec�a lo mismo con los del cazador cana­diense. Pero, afortunadamente, hacia las dos, Ned Land pudo cobrarse un magn�fico cerdo salvaje, un bar�‑outang como lo llaman los naturales. Muy oportunamente hab�a hecho su aparici�n aquel puerco que iba a procurarnos aut�ntica carne de cuadr�pedo, y fue bien recibido. Ned Land se mostr� muy orgulloso de su disparo. El cerdo, alcanzado por la bala el�ctrica, hab�a ca�do fulminado.

El canadiense lo despoj� y vaci� limpiamente de sus en­tra�as y extrajo media docena de chuletas destinadas a ase­gurarnos una buena parrillada para la cena. Luego, conti­nuamos la cacer�a en la que Ned y Conseil renovar�an sus proezas.

En efecto, los dos amigos se entregaron a una batida por los matorrales de los que levantaron un grupo de canguros que salieron dando saltos sobre sus patas el�sticas. Pero su huida no fue tan r�pida como para evitar que las balas el�c­tricas no detuvieran a algunos en su carrera.

‑ �Ah, se�or profesor! ‑exclam� Ned Land, a quien exalta­ba el ardor de la caza‑, �qu� carne tan excelente, sobre todo estofada! �Qu� despensa para el Nautilusi �Dos... tres.... cin­co ... ! �Y cuando pienso que nos comeremos toda esta carne, y que esos imb�ciles de a bordo no van a probarla!

Creo que si no hubiera hablado tanto, en su agitaci�n, el canadiense los habr�a exterminado a todos. Pero se limit� a derribar una docena de estos curiosos marsupiales que for­man el primer orden de los mam�feros aplacentarios, como nos dir�a Conseil.

Eran de peque�a talla, una especie de los �canguros‑co­nejo�, que se alojan habitualmente en los troncos huecos de los �rboles, y que est�n dotados de una gran rapidez de des­plazamiento. Pero si eran peque�os, su carne era muy esti­mable.

Est�bamos muy satisfechos del resultado de la caza. El alegre Ned se propon�a regresar al d�a siguiente a esta isla encantada, a la que quer�a despoblar de todos sus cuadr�pe­dos comestibles. Pero esto era no contar con lo que iba a so­brevenir.

A las seis de la tarde nos hall�bamos de regreso en la pla­ya. Nuestra canoa estaba varada en su lugar habitual. El Nautilus emerg�a de las olas, como un largo escollo, a dos millas de la costa.

Sin m�s tardanza, Ned Land se ocup� de la cena, con su acreditada pericia. Las chuletas de bari‑outang, puestas sobre las ascuas, perfumaron deliciosamente el aire...

Pero me doy cuenta de que estoy pareci�ndome al cana­diense. �Heme aqu� en �xtasis ante una parrillada de cerdo fresco! Espero que se me perdone como yo se lo he perdona­do a Ned Land, y por los mismos motivos.

La cena fue excelente. Dos palomas torcaces completaron la extraordinaria minuta. La f�cula de sag�, el pan del arto­carpo, unos cuantos mangos, media docena de anan�s y un poco de licor fermentado de nueces de coco nos alegraron el �nimo, hasta el punto de que las ideas de mis companeros, as� me lo pareci�, llegaron a perder algo de su solidez habi­tual.

‑�Y si no regres�ramos esta noche al Nautilus? ‑dijo Con­seil.

‑�Y si no volvi�ramos nunca m�s? ‑a�adi� Ned Land.

Apenas hab�a acabado de formular su proposici�n el ar­ponero cuando cay� una piedra a nuestros pies.

 

 

22. El rayo del capit�n Nemo

 

Miramos hacia el bosque, sin levantarnos. Mi mano se hab�a detenido en su movimiento hacia la boca, mientras la de Ned Land acababa el suyo.

‑Una piedra no cae del cielo ‑dijo Conseil‑, a menos que sea un aerolito.

Una segunda piedra, perfectamente redondeada, que arranc� de la mano de Conseil un sabroso muslo de paloma, dio a�n m�s peso a la observaci�n que acababa de proferir.

Nos incorporamos los tres, y tomando nuestros fusiles nos dispusimos a repeler todo ataque.

‑�Son monos? ‑pregunt� Ned Land.

-Casi ‑respondi� Conseil‑. Son salvajes.

-A la canoa ‑dije, a la vez que me dirig�a a la orilla.

Conveniente, en efecto, era batirse en retirada, pues una veintena de ind�genas, armados de arcos y hondas, hab�a he­cho su aparici�n al lado de unos matorrales que, a unos cien pasos apenas, ocultaban el horizonte a nuestra derecha.

La canoa se hallaba a unas diez toesas de nosotros.

Los salvajes se aproximaron, sin correr pero prodig�ndo­nos las demostraciones m�s hostiles, bajo la forma de una lluvia de piedras y de flechas.

Ned Land no se hab�a resignado a abandonar sus provi­siones, y pese a la inminencia del peligro, no emprendi� la huida sin antes coger su cerdo y sus canguros.

Apenas tardamos dos minutos en llegar a la canoa. Car­garla con nuestras armas y provisiones, botarla al mar y co­ger los remos fue asunto de un instante. No nos hab�amos distanciado todav�a ni dos cables cuando los salvajes, aullando y gesticulando, se metieron en el agua hasta la cin­tura. Esperando que su aparici�n atrajera a la plataforma del Nautilus algunos hombres, mir� hacia �l. Pero el enorme aparato parec�a estar deshabitado.

Veinte minutos m�s tarde sub�amos a bordo. Las escoti­llas estaban abiertas. Tras amarrar la canoa, entramos en el Naut�lus.

Descend� al sal�n, del que se escapaban algunos acordes. El capit�n Nemo estaba all�, tocando el �rgano y sumido en un �xtasis musical.

‑Capit�n.

No me oy�.

‑Capit�n ‑dije de nuevo, toc�ndole el hombro.

Se estremeci� y se volvi� hacia m�.

‑�Ah! �Es usted, se�or profesor? �Qu� tal su cacer�a? �Ha herborizado con �xito?

‑S�, capit�n, pero, desgraciadamente, hemos atra�do una tropa de b�pedos cuya vecindad me parece inquietante.

‑�Qu� clase de b�pedos?

‑Salvajes.

‑�Salvajes! ‑dijo el capit�n Nemo, en un tono un poco ir�­nico‑. �Y le asombra, se�or profesor, haber encontrado sal­vajes al poner pie en tierra? �Y d�nde no hay salvajes? Y es­tos que usted llama salvajes �son peores que los otros?

‑Pero, capit�n...

‑Yo los he encontrado en todas partes.

‑Pues bien ‑respond�‑, si no quiere recibirlos a bordo del Nautilus, har� bien en tomar algunas precauciones.

‑Tranquil�cese, se�or profesor, no hay por qu� preocu­parse.

-Pero, estos ind�genas son muy numerosos.

‑�Cuantos ha contado?

-Tal vez un centenar.

‑Se�or Aronnax -respondi� el capit�n Nemo, cuyos de­dos se hab�an posado nuevamente sobre el teclado del �rga­no‑, aunque todos los ind�genas de la Papuasia se reunieran en esta playa, nada tendr�a que temer de sus ataques al Nau­tilus.

Los dedos del capit�n corrieron de nuevo por el teclado del instrumento, y observ� que s�lo golpeaba las teclas ne­gras, lo que daba a sus melod�as un color t�picamente esco­c�s. Pronto olvid� mi presencia y se sumi� en una enso�a­ci�n que no trat� de disipar.

Sub� a la plataforma. Hab�a sobrevenido de golpe la noche, pues a tan baja latitud el sol se pone r�pidamente, sin cre­p�sculo. Se ve�a ya muy confusamente el perfil de la isla Gue­boroar, pero las numerosas fogatas que iluminaban la playa mostraban que los ind�genas no pensaban abandonarla.

Permanec� as�, solo, durante varias horas. Pensaba en aquellos ind�genas, ya sin temor, ganado por la imperturba­ble confianza del capit�n. Les olvid� pronto, para admirar los esplendores de la noche tropical. Siguiendo a las estrellas zodiacales, mi pensamiento vol� a Francia, que habr�a de ser iluminada por aqu�llas dentro de unas horas.

La luna resplandec�a en medio de las constelaciones del cenit. Entonces pens� que el fiel y complaciente sat�lite ha­br�a de volver a este mismo lugar dos d�as despu�s para le­vantar las aguas y arrancar al Nautilus de su lecho de coral. Hacia medianoche, viendo que todo estaba tranquilo, tanto en el mar como en la orilla, baj� a mi camarote y me dorm� apaciblemente.

Transcurri� la noche sin novedad. La sola vista del mons­truo encallado er la bah�a deb�a atemorizar a los pap�es, pues las escotillas que hab�an permanecido abiertas les ofre­c�an un f�cil acceso a su interior.

El 8 de enero, a las seis de la ma�ana, sub� a la plataforma.

A trav�s de las brumas matinales, que iban disip�ndose, la isla mostr� sus playas primero y sus cimas despu�s.

Los ind�genas continuaban all�, m�s numerosos que en la v�spera. Tal vez eran quinientos o seiscientos. Aprovech�n­dose de la marea baja, algunos hab�an avanzado sobre las crestas de los arrecifes hasta menos de dos cables del Nauti­lus. Los distingu�a f�cilmente. Eran verdaderos pap�es, de atl�tica estatura. Hombres de espl�ndida raza, ten�an una frente ancha y alta, la nariz gruesa, pero no achatada, y los dientes muy blancos. El color rojo con que te��an su cabelle­ra lanosa contrastaba con sus cuerpos negros y relucientes como los de los nubios. De los l�bulos de sus orejas, cortadas y dilatadas, pend�an huesos ensartados. Iban casi todos des­nudos. Entre ellos vi a algunas mujeres, vestidas desde las caderas hasta las rodillas con una verdadera crinolina de hierbas sostenida por un cintur�n vegetal. Algunos jefes se adornaban el cuello con collares de cuentas de vidrio rojas y blancas. Casi todos estaban armados de arcos, flechas y es­cudos, y llevaban a la espalda una especie de red con las pie­dras redondeadas que con tanta destreza lanzan con sus hondas.

Uno de los jefes examinaba atentamente y desde muy cer­ca al Nautilus. Deb�a de ser un �mado� de alto rango, pues se arropaba con un tejido de hojas de banano, dentado en sus bordes y te�ido con colores muy vivos.

F�cilmente hubiera podido abatir al ind�gena, por la esca­sa distancia a que se hallaba, pero pens� que m�s val�a espe­rar demostraciones de hostilidad por su parte. Entre euro­peos y salvajes, conviene que sean aquellos los que repliquen y no ataquen.

Mientra dur� la marea baja, los ind�genas merodearon por las cercan�as de Nautilus, sin mostrarse excesivamente ruidosos. Les o� repetir frecuentemente la palabra assai, y, por sus gestos, comprend� que me invitaban a ir a tierra fir­me, invitaci�n que cre� deber declinar.

Aquel d�a no se movi� la canoa, con gran pesar de Ned Land que no pudo completar sus provisiones. El h�bil cana­diense emple� su tiempo en la preparaci�n de las carnes y las f�culas que hab�a llevado de la isla Gueboroar.

Cuando, hacia las once de la ma�ana, las crestas de los arrecifes comenzaron a desaparecer bajo las aguas de la ma­rea ascendente, los salvajes volvieron a la playa, en la que su n�mero iba acrecent�ndose. Probablemente estaban vinien­do de las islas vecinas o de la Papuasia propiamente dicha. Pero hasta entonces no hab�a visto yo ni una sola piragua.

No teniendo nada mejor que hacer, se me ocurri� dragar aquellas aguas, cuya limpidez dejaba ver con profusi�n con­chas, zo�fitos y plantas pel�gicas. Era, adem�s, el �ltimo d�a que el Nautilus deb�a permanecer en aquellos parajes, si es que consegu�a salir a flote con la alta marea del d�a si­guiente, como esperaba el capit�n Nemo.

Llam�, pues, a Conseil, quien me trajo una draga ligera, muy parecida a las usadas para pescar ostras.

‑�Y esos salvajes? ‑me pregunt� Conseil‑. No me parecen muy feroces.

‑�No? Pues, sin embargo, son antrop�fagos, muchacho.

‑Se puede ser antrop�fago y buena persona ‑respondi� Conseil‑, como se puede ser glot�n y honrado. Lo uno no excluye lo otro.

-Bien, Conseil, te concedo que son honrados antrop�fa­gos, y que devoran honradamente a sus prisioneros. Sin em­bargo, como no me apetece nada ser devorado, ni tan siquie­ra honradamente, prefiero mantenerme alerta, ya que el comandante del Nautilus no parece tomar ninguna precau­ci�n. Y ahora, a trabajar.

Durante dos horas pescamos activamente, pero sin coger ninguna pieza rara. La draga s� llenaba de orejas marinas, de arpas, de melanias, y muy en particular de algunos de los m�s bellos martillos que hab�a visto yo hasta ese d�a. Cogi­mos tambi�n algunas holoturias, ostras perl�feras y una do­cena de peque�as tortugas que reservamos para la despensa de a bordo.

Pero en el momento en que menos me lo esperaba, puse la mano sobre una maravilla o, por mejor decir, sobre una de­formidad natural muy dif�cil de hallar. Acababa Conseil de dar un golpe de draga y de elevar su aparato cargado de di­versas conchas bastante ordinarias, cuando, de repente, me vio hundir el brazo en la red, retirar de ella una concha, y lanzar un grito de conquili�logo, es decir, el grito m�s estri­dente que pueda producir la garganta humana.

‑�Qu� le ocurre al se�or? ‑pregunt� Conseil, muy sor­prendido‑. �Le ha mordido algo?

‑No, muchacho, aunque s� hubiera dado con gusto un dedo por mi descubrimiento.

‑�Qu� descubrimiento?

‑Esta concha ‑le dije mostr�ndole el objeto de mi entu­siasmo.

‑Pero �si no es m�s que una simple oliva porfiria! G�nero oliva, orden de los pectinibranquios, clase de los gaster�po­dos, familia de los moluscos.

‑S�, Conseil, pero en vez de estar enrollada de derecha a izquierda, lo est� de izquierda a derecha.

-�Es posible?

‑S�, muchacho, es una concha senestr�gira.

‑�Una concha senestr�gira! ‑repiti� Conseil, palpit�ndo­le el coraz�n.

‑�Mira su espira!

‑�Ah! Puede creerme el se�or si le digo que en toda mi vida he sentido una emoci�n parecida ‑dijo Conseil, a la vez que tomaba la preciosa concha con una mano temblorosa.

Y era para estar emocionado. Sabido es, en efecto, y as� lo han se�alado los naturalistas, que la tendencia diestra es una ley de la naturaleza. Los astros y sus sat�lites efect�an sus movimientos de traslaci�n y de rotaci�n de derecha a iz­quierda. El hombre se sirve mucho m�s a menudo de su mano derecha que de la izquierda, y, consecuentemente, sus instrumentos y sus aparatos, escaleras, cerraduras, resortes de los relojes, etc., est�n concebidos para el uso de la mano derecha. La naturaleza ha seguido generalmente esta ley para el enrollamiento de sus conchas. Todas lo hacen a la de­recha, y cuando, por azar, sus espiras lo hacen al contrario, los aficionados las pagan a precio de oro.

Nos hall�bamos absortos Conseil y yo en la contempla­ci�n de nuestro tesoro, con el que esperaba enriquecer el museo, cuando una maldita piedra, lanzada por un ind�ge­na, rompi� el precioso objeto en la mano de Conseil.

Mientras yo lanzaba un grito de desesperaci�n, Conseil se precipit� hacia su fusil y apunt� con �l a un salvaje que agita­ba su honda a unos diez metros de nosotros. Quise impedir­le que disparara, pero no pude y su tiro destroz� el brazalete de amuletos que pend�a del brazo del ind�gena.

‑�Conseil! ‑grit�‑. �Conseill

‑�Y qu�! �No ve el se�or que ha sido el can�bal el que ha comenzado el ataque?

‑Una concha no vale la vida de un hombre ‑le dije.

‑�Ah, el miserable! ‑exclam� Conseil‑. �Hubiera preferi­do que me hubiera roto el hombro!

Conseil era sincero al hablar as�, pero yo no compart�a su opini�n.

La situaci�n hab�a cambiado desde hac�a algunos instan­tes, sin que nos hubi�ramos dado cuenta. Una veintena de piraguas se hallaban ahora cerca del Nautilus. Las piraguas, largas y estrechas, bien concebidas para la marcha, se equi­libraban por medio de un doble balanc�n de bamb� que flo­taba en la superficie del agua. Los remeros, semidesnudos, las manejaban con habilidad, y yo los ve�a avanzar no sin in­quietud.

Era evidente que los ind�genas hab�an tenido ya relaci�n con los europeos y que conoc�an sus nav�os. Pero �qu� po­d�an pensar de aquel largo cilindro de acero inmovilizado en la bah�a, sin m�stiles ni chimenea? Nada bueno, a juzgar por la respetuosa distancia en que se hab�an mantenido has­ta entonces. Sin embargo, su inmovilidad deb�a haberles ins­pirado un poco de confianza, y trataban de familiarizarse con �l. Y era precisamente eso lo que conven�a evitar. Nues­tras armas, carentes de detonaci�n, no eran las m�s adecua­das para espantar a los ind�genas, a los que s�lo inspiran res­peto las que causan estruendo. Sin el estr�pito del trueno, el rayo no espantar�a a los hombres, pese a que el peligro est� en el rel�mpago y no en el ruido.

En aquel momento, ya muy pr�ximas las piraguas al Nau­tilus, una lluvia de flechas se abati� sobre �l.

‑�Diantre! Est� granizando y quiz� sea un granizo enve­nenado ‑dijo Conseil.

‑Hay que avisar al capit�n Nemo ‑dije‑, y me introduje por la escotilla.

Descend� al sal�n. No hab�a nadie, y me arriesgu� a lla­mar a la puerta del camarote del capit�n.

‑Pase.

Entr� y hall� al capit�n Nemo sumergido en un mar de c�lculos, entre los que abundaban las x y otros signos alge­braicos.

‑�Le molesto? ‑le dije, por cortes�a.

‑S�, se�or Aronnax, pero supongo que tiene usted serias razones para venir a verme, �no?

‑Muy serias. Las piraguas de los ind�genas nos tienen ro­deados, y dentro de unos minutos nos veremos asaltados por varios centenares de salvajes.

‑�Ah! ‑dijo el capit�n Nemo, con la mayor calma‑, �han venido con sus piraguas?

‑S�, se�or.

‑Pues bien, basta con cerrar las escotillas.

‑Precisamente, y es lo que ven�a a decirle.

‑Nada m�s f�cil ‑dijo el capit�n Nemo, al tiempo que, pulsando un timbre el�ctrico, transmit�a una orden a la tri­pulaci�n.

‑Ya est� ‑me dijo tras algunos instantes‑. La canoa est� en su sitio y las escotillas cerradas. Supongo que no temer� usted que esos se�ores destruyan unas murallas contra las que nada pudieron los obuses de su fragata.

‑No, capit�n, pero subsiste a�n un peligro.

‑�Cu�l?

‑Ma�ana, a la misma hora, habr� que reabrir las escotillas para renovar el aire del Nautilus.

‑As� es, puesto que nuestro nav�o respira como los cet�­ceos.

‑Pues bien, si en ese momento los pap�es ocupan la pla­taforma, no veo c�mo podremos impedirles la entrada.

-As� que supone usted que van a subir a bordo.

‑Estoy seguro.

‑Pues bien, que suban. No veo ninguna raz�n para impe­d�rselo. En el fondo, estos pap�es son unos pobres diablos y no quiero que mi visita a la isla Gueboroar cueste la vida a uno solo de estos desgraciados.

Me dispon�a a retirarme, pero el capit�n Nemo me retuvo y me invit� a sentarme a su lado. Me interrog� con inter�s acerca de nuestras excursiones y la caza, y pareci� no com­prender la necesidad de carne tan apasionadamente sentida por el arponero. Luego la conversaci�n se orient� hacia otros temas y, sin ser m�s comunicativo, el capit�n Nemo se mostr� m�s amable.

Entre otras cosas, tocamos el tema de la situaci�n del Nautilus, encallado precisamente en el mismo estrecho en que Dumont d'Urville estuvo a punto de perder sus barcos. Y a prop�sito de Dumont d'Urville ‑me dijo el capit�n Nemo:

‑Fue uno de sus m�s grandes marinos, uno de sus m�s inteligentes navegantes. Para ustedes, los franceses, Dumont d'Urville es como el capit�n Cook para los ingleses. �Qu� in­fortunio el de ese hombre sabio! �Haber desafiado a los ban­cos de hielo del Polo Sur, a los arrecifes de Ocean�a y a los ca­n�bales del Pac�fico, para acabar muriendo miserablemente en un tren! Si a ese hombre en�rgico le fue dado pensar du­rante los �ltimos segundos de su existencia, �se imagina us­ted cu�les ser�an sus pensamientos?

Al hablar as�, el capit�n Nemo parec�a emocionado, y yo inscrib� ese gesto en su activo.

Luego, mapa en mano, pasamos revista a los trabajos del navegante franc�s, sus viajes de circunnavegaci�n, su doble tentativa del polo Sur que le vali� el descubrimiento de las tierras de Adelia y Luis Felipe y, por �ltimo, sus mapas hi­drogr�ficos de las principales islas de Ocean�a.

‑Lo que en la superficie de los mares hizo su Dumont d'Urville ‑me dijo el capit�n Nemo‑ lo he hecho yo en el in­terior del oc�ano, y m�s completa y m�s f�cilmente que �l. El Astrolabe y la Zel�e, incesantemente zarandeados por los hu­racanes, no pod�an competir con el Nautilus, tranquilo gabi­nete de trabajo y verdaderamente sedentario en medio de las aguas.

‑Y, sin embargo, capit�n, hay un punto com�n entre las corbetas de Dumont d'Urville y el Nautilus.

‑�Cu�l?

‑El de que el Nautilus haya encallado como ellas.

‑El Nautilus no ha encallado ‑me respondi� fr�amente el capit�n Nemo‑. El Nautilus est� hecho para reposar en el le­cho de los mares, y yo no tendr� que emprender las penosas maniobras que hubo de hacer Dumont d'Urville para sacar a flote sus barcos. El Astrolabe y la Zel�e estuvieron a punto de perderse, pero mi Nautilus no corre ning�n peligro. Ma�a­na, en el d�a y a la hora se�alados, la marea lo elevar� suave­mente y reemprender� su navegaci�n a trav�s de los mares.

‑Capit�n, yo no pongo en duda...

‑Ma�ana ‑a�adi� el capit�n Nemo, levant�ndose‑ a las dos horas y cuarenta minutos de la tarde, el Nautilus estar� a flote y abandonar�, sin aver�a alguna, el estrecho de Torres.

El capit�n Nemo se inclin� ligeramente, en se�al de des­pedida. Sal� y volv� a mi camarote, donde hall� a Conseil, que deseaba conocer el resultado de mi conversaci�n con el capit�n.

‑Cuando le dije que su Nautilus estaba amenazado por los naturales de la Papuasia, me respondi� muy ir�nica­mente. As�, pues, ten confianza en �l y vete a dormir tran­quilamente.

‑�El se�or no necesita de mis servicios?

‑No. �Qu� est� haciendo Ned Land?

‑El se�or me excusar�, pero el amigo Ned est� haciendo un pat� de canguro que va a ser una maravilla.

Me acost� y dorm� bastante mal. O�a el ruido que hac�an los salvajes al pisotear la plataforma y sus gritos estridentes. Pas� as� la noche sin que la tripulaci�n cambiara en lo m�s m�nimo su comportamiento habitual. La presencia de los can�bales les inquietaba tanto como a los soldados de un fuerte el paso de las hormigas por sus empalizadas. Me le­vant� a las seis de la ma�ana. No se hab�an abierto las escoti­llas para renovar el aire, pero hicieron funcionar los dep�si­tos para suministrar algunos metros c�bicos de ox�geno a la atm�sfera enrarecida del Nautilus.

Estuve trabajando en mi camarote hasta mediod�a, sin ver ni un solo instante al capit�n Nemo. No parec�a efectuarse ninguna maniobra de partida a bordo. Esper� a�n durante alg�n tiempo y luego fui al sal�n. El reloj de pared indicaba las dos y media. Dentro de diez minutos la marea deb�a al­canzar su m�xima altura y, si el capit�n Nemo no hab�a he­cho una promesa temeraria, el Nautilus quedar�a liberado. Si as� no ocurr�a, podr�an pasar meses antes de salir de su lecho de coral. Pero no tard� en sentir los estremecimientos pre­cursores que agitaron el casco del buque. Luego se oyeron rechinar los flancos del mismo contra las asperezas calc�reas del arrecife.

A las dos horas y treinta y cinco minutos, el capit�n Nemo apareci� en el sal�n.

‑Vamos a zarpar ‑dijo.

‑�Ah! ‑exclam�.

‑He dado orden de abrir las escotillas.

‑�Y los pap�as?

‑�Los pap�as? ‑dijo el capit�n Nemo, alz�ndose de hom­bros.

‑�No teme que penetren en el Nautilus?

‑�C�mo podr�an hacerlo?

‑Entrando por las escotillas.

‑Se�or Aronnax, no se entra as� como as� por las escoti­llas del Nautilus, incluso cuando est�n abiertas.

Le mir�.

‑No lo comprende, �no es as�?

‑En efecto.

‑Bien, pues venga y v�alo.

Me dirig� hacia la escalera central, al pie de la cual se ha­llaban Ned Land y Conseil, muy intrigados, contemplando c�mo algunos hombres de la tripulaci�n abr�an las escoti­llas. Afuera, sonaban gritos de rabia y espantosas vocifera­ciones.

Se corrieron los portalones del exterior. Veinte figuras ho­rribles aparecieron a nuestra vista. Pero el primero de los ind�genas que toc� el pasamano de la escalera, rechazado hacia atr�s por no s� qu� fuerza invisible, huy� dando es­pantosos alaridos y saltos tremendos. Diez de sus compa�e­ros le sucedieron y los diez corrieron la misma suerte.

Conseil estaba fascinado. Ned Land, llevado de sus vio­lentos instintos, se lanz� a la escalera. Pero nada m�s tocar el pasamano, fue derribado a su vez.

‑�Mil diantres! ‑bram�‑. �Me ha golpeado un rayo!

Su grito me lo explic� todo. No era un pasamano, sino un cable met�lico cargado de electricidad. Quienquiera que lo tocara sufr�a una formidable sacudida, que podr�a ser mor­tal si el capit�n Nemo hubiera lanzado a ese conductor toda la electricidad de sus aparatos. Pod�a decirse realmente que entre sus asaltantes y �l hab�a tendido una barrera el�ctrica que nadie pod�a franquear impunemente.

Los pap�as se hab�an retirado enloquecidos por el terror. Nosotros, venciendo a duras penas la risa, consol�bamos y friccion�bamos al desdichado Ned Land, que juraba como un poseso.

En aquel momento, el Nautilus, elevado por las aguas, abandonaba su lecho de coral en el minuto exacto que hab�a fijado el capit�n. Su h�lice bati� el agua con una majestuosa lentitud. Su velocidad aument� poco a poco. Navegando en superficie, abandon� sano y salvo los peligrosos pasos del estrecho de Torres.

 

 

23‑ ((Aegri somnia))

 

Al d�a siguiente, 10 de enero, el Nautilus continu� su marcha entre dos aguas, pero con una velocidad extraordi­naria, que no estim� en menos de treinta y cinco millas por hora. Era tal la rapidez de su h�lice, que no pod�a yo ni se­guir sus vueltas ni contarlas.

Al pensar que ese maravilloso agente el�ctrico, adem�s de dar al Nautilus movimiento, luz y calor, lo proteg�a de todo ataque exterior y lo transformaba en un arca santa que nin­g�n profanador pod�a tocar sin ser fulminado, mi admira­ci�n no conoc�a l�mites, y del aparato se remontaba al inge­niero que lo hab�a creado.

March�bamos directamente hacia el oeste, y el 11 de ene­ro pasamos antes el cabo Wessel, situado a 1350 de longitud y 100 de latitud norte, que forma la punta oriental del golfo de Carpentaria. Los arrecifes eran todav�a numerosos, pero ya m�s dispersos, y estaban indicados en el mapa con una extremada precisi�n. El Nautilus evit� con facilidad los rompientes de Money, a babor, y los arrecifes Victoria, a es­tribor, situados a 1300 de longitud sobre el paralelo 10, que segu�amos rigurosamente.

El 13 de enero, llegados al mar de Timor, pasamos cerca de la isla de este nombre, a 1220 de longitud. La isla, cuya super­ficie es de mil seiscientas veinticinco leguas cuadradas, est� gobernada por raj�s. Dichos pr�ncipes dicen ser hijos de co­codrilos, es decir, tener el m�s alto origen a que puede aspi­rar un ser humano. Sus escamosos antepasados abundan en los r�os de la isla y son objeto de una particular veneraci�n. Se les protege, se les mima, se les adula, se les alimenta, se les ofrecen j�venes muchachas en ofrenda. �Pobre del extranje­ro que ose poner la mano sobre estos sagrados saurios!

Pero el Nautilus no tuvo nada que ver con tan feos anima­les. Timor s�lo fue visible un instante, a mediod�a, cuando el segundo fij� la posici�n. Asimismo, s�lo pude entrever la peque�a isla Rotti, que forma parte del grupo, y cuyas muje­res tienen adquirida en los mercados malayos una s�lida re­putaci�n de belleza.

A partir de ese punto, la direcci�n del Nautilus se inflexio­n� en latitud hacia el Sudoeste. Se puso rumbo al oc�ano In­dico. �Ad�nde iba a llevarnos la fantas�a del capit�n Nemo? �Se dirigir�a hacia las costas de Asia o hacia las de Europa? Determinaciones poco probables en un hombre que rehu�a los continentes habitados. �Descender�a, pues, hacia el Sur? �Pasar�a por el cabo de Buena Esperanza y por el de Hornos hacia el polo ant�rtico? �O regresar�a a aquellos mares del Pac�fico en los que su Nautilus pod�a hallar una navegaci�n f�cil e independiente? Era esto algo que s�lo el porvenir po­dr�a decirnos.

Tras haber bordeado los escollos de Cartier, de Hibernia, de Seringapatam y de Scott, �ltimos esfuerzos del elemento s�lido contra el elemento l�quido, el 14 de enero nos halla­mos m�s all� de todo vestigio de tierra. La velocidad del Nautilus se redujo considerablemente, y, muy caprichoso en su comportamiento, navegaba alternativamente en inmer­si�n y en superficie.

Durante este per�odo del viaje, el capit�n Nemo se entreg� a interesantes experimentos sobre las diversas temperaturas del mar en capas diferentes. En condiciones normales, estos datos se obtienen por medio de instrumentos bastante com­plicados. Las informaciones que �stos procuran son por lo menos dudosas, ya sean sondas termom�tricas cuyos cristales se rompen a menudo bajo la presi�n de las aguas, ya sean apa­ratos basados en la variaci�n de resistencia de los metales a las corrientes el�ctricas. Los resultados as� obtenidos no pueden ser controlados con un rigor suficiente. Pero el capit�n Nemo pod�a permitirse ir por s� mismo a buscar la temperatura en las profundidades del mar, y su term�metro, puesto en comu­nicaci�n con las diversas capas l�quidas, le proporcionaba tan inmediata como seguramente los grados solicitados.

As� es como, ya fuere sobrecargando sus dep�sitos, ya descendiendo oblicuamente por medio de sus planos incli­nados, el Nautilus alcanz� sucesivamente profundidades de tres, cuatro, cinco, siete, nueve y diez mil metros, y el resulta­do definitivo de sus experimentos fue que, bajo todas las la­titudes, el mar, a una profundidad de mil metros, presentaba una temperatura constante de cuatro grados y medio.

Yo segu�a tales estudios con el m�s vivo inter�s. El capit�n Nemo pon�a en ellos una verdadera pasi�n. A menudo me preguntaba yo con qu� fin proced�a �l a esas observaciones. �Las hac�a en beneficio de sus semejantes? No era probable que as� fuera, pues, un d�a u otro, los resultados de sus traba­jos deb�an perecer con �l en alg�n mar ignorado. A menos que me destinara a m� el resultado de sus estudios. Pero eso significar�a admitir que mi extra�o viaje tendr�a un t�rmi­no, y ese t�rmino yo no lo ve�a.

Fuera como fuese, el capit�n Nemo me dio a conocer al­gunos datos por �l obtenidos acerca de las densidades del agua en los principales mares del Globo. De tal comunica­ci�n deduje yo algo interesante a t�tulo personal, que no te­n�a car�cter cient�fico.

Fue en la ma�ana del 15 de enero, cuando me hallaba pa­seando con el capit�n por la plataforma. Me pregunt� si conoc�a las diferentes densidades de las aguas mar�timas. Le respond� negativamente, precis�ndole que la ciencia carec�a de observaciones rigurosas sobre este punto.

‑Yo he efectuado esas observaciones, y puedo certificar la certeza de las mismas.

‑Bien, pero el Nautilus es un mundo aparte, y los secretos de los sabios no llegan a la tierra.

‑Tiene usted raz�n, se�or profesor ‑me dijo tras algunos instantes de silencio‑. Es, efectivamente, un mundo aparte. Es tan extranjero a la Tierra como a los planetas que la acompa�an en su viaje alrededor del Sol. Nunca se conoce­r�n los trabajos de los sabios de Saturno o de J�piter. Sin em­bargo, y puesto que el azar ha ligado nuestras vidas, voy a co­municarle el resultado de mis observaciones.

‑Le escucho, capit�n.

‑Usted sabe, se�or profesor, que el agua de mar es m�s densa que el agua dulce. Pero esta densidad no es uniforme. En efecto, si se representara por la unidad la densidad del agua dulce, hallar�amos uno y veintiocho mil�simas para las aguas del Atl�ntico, uno y veintis�is mil�simas para la del Pac�fico, uno y treinta mil�simas para las del Mediterr�­neo...

��Ah! ‑pens�‑, as� que se aventura por el Mediterr�neo!�

‑... uno y dieciocho mil�simas para las del J�nico y uno y veintinueve mil�simas para las del Adri�tico.

Decididamente, el Nautilus no rehu�a los mares frecuen­tados de Europa, y de ello infer� que podr�a llevarnos ‑tal vez en breve‑ hacia continentes m�s civilizados. Pens� que Ned Land acoger�a con gran satisfacci�n esta informaci�n.

Durante varios d�as, nuestra jornadas transcurrieron en medio de experimentos de todas clases, tanto sobre los gra­dos de salinidad de las aguas a diferentes profundidades como sobre su electrizaci�n, coloraci�n y transparencia. Y en todos estos estudios el capit�n Nemo despleg� tanta in­geniosidad como amabilidad hacia,/m�. Pero luego, durante varios d�as consecutivos, no volv� a verle y permanec� de nuevo aislado a bordo.

El 16 de enero, el Nautilus pareci� dormirse a unos me­tros tan s�lo bajo la superficie. Sus aparatos el�ctricos no funcionaban, y su h�lice inm�vil le dejaba errar al dictado de la corriente. Supuse que la tripulaci�n se ocupaba de las reparaciones interiores, hechas necesarias por la violencia de los movimientos mec�nicos de la m�quina.

Mis compa�eros y yo fuimos entonces testigos de un cu­rioso espect�culo. Los observatorios del sal�n estaban des­cubiertos, y como el fanal del Nautilus estaba apagado reina­ba una vaga oscuridad en medio de las aguas. El cielo, tormentoso y cubierto de espesas nubes, daba una insufi­ciente claridad a las primeras capas del oc�ano.

Observaba yo el estado del mar en esas condiciones, en las que los m�s grandes peces aparec�an como sombras apenas dibujadas, cuando el Nautilus se hall� s�bitamente inunda­do de luz. Cre� en un primer momento que se hab�a encen­dido el fanal, pero una r�pida observaci�n me hizo recono­cer mi error.

El Nautilus flotaba en medio de una capa fosforescente que, en la oscuridad, se hac�a deslumbrante. El fen�meno era producido por miriadas de animales luminosos, cuyo brillo se acrecentaba al deslizarse sobre el casco met�lico del aparato. Advert� entonces una serie de rel�mpagos en medio de las capas luminosas, como coladas de plomo fundido en un horno o masas met�licas llevadas a la incandescencia, de tal modo que, por contraste, algunas zonas luminosas pare­c�an oscuras en ese medio �gneo que abol�a la oscuridad. No, aquella luminosidad era muy diferente de la irradiaci�n continua de nuestro alumbrado habitual; hab�a en ella una intensidad y un movimiento ins�litos. �Se dir�a una luz viva!

Y viva era, puesto que emanaba de una infinita aglomera­ci�n de infusorios pel�gicos, de las noctilucas miliares, ver­daderos gl�bulos de gelatina di�fana, provistos de un flagelo filiforme, de las que se ha llegado a contar hasta veinticinco mil en treinta cent�metros c�bicos de agua. Su luminosidad se reforzaba con los resplandores propios de las medusas, de las asterias, de las aurelias, de los d�tiles y de otros zo�fltos fosforescentes, impregnados de las materias org�nicas pro­cedentes del desove de los peces y descompuestas por el mar, y tal vez de las mucosidades secretadas por los peces.

Durante varias horas, el Nautilus se ba�� en aquella luz. Nuestra fascinaci�n se hizo a�n m�s intensa al ver grandes animales marinos evolucionar como salamandras. Vi all�, en medio de ese fuego que no quema, unas marsopas r�pidas y elegantes, infatigables payasos de los mares, y unos isti�foros o espadones veleros, de tres metros de longitud, de quienes se dice que anuncian los huracanes, y que golpeaban, a veces, nuestros cristales con su formidable espada. Aparecieron luego peces m�s peque�os, entre ellos variados balistes, es­c�mbridos saltadores, nasones y otros muchos que rayaban de colores fulgurantes y zigzagueantes el agua luminosa.

Era un espect�culo prodigioso, deslumbrante el de aquel fen�meno, cuya intensidad tal vez era acrecentada por algu­na perturbaci�n atmosf�rica. �Se estaba desencadenando acaso una tempestad en la superficie del oc�ano? De ser as�, el Nautilus, a unos cuantos metros de profundidad, no sen­t�a su furor y se mec�a apaciblemente en medio de las aguas tranquilas.

As� prosegu�a nuestro viaje, siempre amenizado por algu­na nueva maravilla. Conseil observaba y clasificaba sus zo�­fitos, sus articulados, sus moluscos y sus peces. Los d�as pa­saban r�pidamente y ya no los contaba yo. Por su parte, Ned se entreten�a tratando de variar la dieta de a bordo. �ramos unos verdaderos caracoles, ya acostumbrados a nuestro ca­paraz�n. Por eso puedo afirmar que es f�cil llegar a ser un perfecto caracol. As� est�bamos, adaptados ya a una existen­cia que hab�a llegado a parecernos f�cil y natural, sin que apenas pudi�ramos imaginar ya que existiera una vida diferente en la superficie de la tierra, cuando sobrevino un acon­tecimiento que habr�a de recordarnos lo extra�o de nuestra situaci�n.

El 18 de enero, el Nautilus se hallaba a 1050 de longitud y 150 de latitud meridional. El tiempo estaba tormentoso y agitado y duro el mar. Soplaba con fuerza el viento del Este. En baja desde hac�a varios d�as, el bar�metro anunciaba tempestad. Hab�a subido yo a la plataforma en el momento en que el segundo tomaba sus medidas de �ngulos horarios. Esperaba yo o�r, como siempre, la frase cotidiana. Pero aquel d�a esa frase fue reemplazada por otra no menos incom­prensible. Casi inmediatamente vi aparecer al capit�n Nemo, quien, provisto de un catalejo, escrut� el horizonte. Durante algunos minutos, el capit�n permaneci� inm�vil en su contemplaci�n. Luego, baj� su catalejo y cambi� unas palabras con su segundo, quien parec�a presa de una emo­ci�n que se esforzaba en vano por contener. El capit�n Nemo, m�s due�o de s�, permanec�a sereno. Daba la impre­si�n de que opon�a algunas objeciones a lo que dec�a el se­gundo, a juzgar, al menos, por la diferencia entre el tono y los gestos de ambos.

Por mi parte, hab�a mirado cuidadosamente en la direcci�n escrutada por el capit�n Nemo, sin ver otra cosa que la n�tida l�nea del horizonte en que se confund�an el cielo y el mar.

El capit�n Nemo se paseaba de un extremo a otro de la plataforma, sin mirarme, tal vez sin verme. Su paso era se­guro, pero menos regular que de costumbre. Se deten�a de vez en cuando y, los brazos cruzados sobre el pecho, obser­vaba el mar. �Qu� pod�a buscar en ese inmenso espacio? El Nautilus se hallaba a varios centenares de millas de la costa m�s cercana.

El segundo hab�a tomado el catalejo con el que interroga­ba obstinadamente al horizonte. Luego comenz� a ir y venir, dando muestras de una agitaci�n nerviosa que contrastaba con la serenidad de su jefe.

Parec�a que el misterio iba a aclararse r�pidamente, pues a una orden del capit�n Nemo, la m�quina desarroll� una ma­yor potencia imprimiendo a la h�lice una rotaci�n m�s r�pida.

En aquel momento, el segundo atrajo de nuevo la aten­ci�n del capit�n. �ste suspendi� su paseo y dirigi� otra vez el catalejo hacia el punto indicado, observ�ndolo detenida­mente.

Sumamente intrigado, descend� al sal�n y volv� provisto del catalejo que sol�a yo usar. Tomando como soporte para el catalejo el saliente formado por el fanal, me dispon�a a ob­servar a mi vez el punto indicado, cuando, antes incluso de que hubiera podido aplicar el ojo al ocular, se me arranc� brutalmente el instrumento de la mano.

Al volverme vi al capit�n Nemo ante m�, pero a un capit�n Nemo irreconocible. Su fisonom�a se hab�a transfigurado. Sus ojos brillaban con un fulgor sombr�o bajo su ce�o frun­cido. La boca descubr�a a medias sus dientes apretados. Su cuerpo, tenso; sus pu�os, cerrados, y su cabeza, replegada entre los hombros, denunciaban la violencia del odio que exhalaba su persona. Estaba inm�vil. Se le hab�a ca�do mi catalejo de la mano y rodado a sus pies.

�Era yo quien, sin querer, hab�a provocado ese acceso de c�lera? �Acaso cre�a aquel incomprensible personaje que ha­b�a sorprendido yo un secreto prohibido a los hu�spedes del Nautilus?

No. No deb�a ser yo el destinatario de su odio, puesto que no me miraba, y su atenci�n segu�a concentrada obstinada­mente en aquel impenetrable punto del horizonte.

El capit�n Nemo recobr� por fin el dominio de s� mismo. Su fisonom�a, tan profundamente alterada, recuper� su cal­ma habitual. Tras dirigir a su segundo algunas palabras en su idioma incomprensible, se volvi� hacia m� y me dijo en un tono bastante imperioso:

‑Se�or Aronnax, voy a reclamar de usted el cumplimien­to de uno de los compromisos que ha contra�do conmigo.

‑�De qu� se trata, capit�n?

‑Tanto usted como sus compa�eros deben aceptar que les encierre hasta el momento en que yo juzgue conveniente de­volverles la libertad.

‑Estamos en sus manos ‑le respond�, mir�ndole fijamente‑. Pero �puedo hacerle una pregunta?

‑Ninguna, se�or.

Ante esta respuesta, no cab�a discutir, sino obedecer, puesto que toda resistencia hubiera sido imposible.

Descend� al camarote de Ned Land y de Conseil y les inform� de la determinaci�n del capit�n. F�cil es imaginar la reacci�n del canadiense a esta comunicaci�n. Pero ni tan siquiera hubo tiempo para explicaciones. Cuatro hombres de la tripulaci�n nos esperaban a la puerta y nos condujeron a la celda en que hab�amos pasado nuestra primera noche a bordo del Nautilus.

Ned Land quiso protestar, pero la puerta se cerr� tras �l por toda respuesta.

‑�Podr�a explicarnos el se�or a qu� se debe esto y por qu�? ‑pregunt� Conseil.

Refer� a mis compa�eros lo ocurrido, lo que les sorpren­di� tanto como a m� y les dej� a dos velas.

No pod�a apartar de mi mente el recuerdo de la extra�a fi­sonom�a del capit�n Nemo y, sumido en un abismo de refle­xiones, me perd�a en las m�s absurdas hip�tesis, incapaz de reunir dos ideas l�gicas, cuando Ned Land me sac� de mi concentraci�n al decir, con tono de sorpresa, que el almuer­zo estaba servido.

En efecto, la mesa estaba puesta, lo que probaba que el ca­pit�n Nemo hab�a ordenado servirla al mismo tiempo que hac�a acelerar la marcha del Nautilus.

‑�Me permitir�a el se�or darle un consejo? ‑dijo Conseil.

‑S�, muchacho.

‑El de que coma. Es prudente hacerlo, porque no sabe­mos lo que puede ocurrir.

-Tienes raz�n, Conseil.

‑Desgraciadamente ‑dijo Ned Land‑ nos han dado el men� de a bordo.

‑Amigo Ned ‑replic� Conseil‑, �qu� dir�a entonces si nos hubieran dejado en ayunas!

Este razonamiento bast� para acallar al arponero.

Nos sentamos a la mesa y comimos en silencio. Yo com� muy poco. Conseil se forz� a hacerlo, por prudencia, y Ned Land, pese a sus protestas, no perdi� bocado. Apenas hab�a­mos terminado de almorzar, cuando se apag� el globo lumi­noso sumi�ndonos en una oscuridad total.

Ned Land no tard� en dormirse, y, con gran sorpresa m�a, Conseil cay� tambi�n en un profundo sopor. Me pregunta­ba qu� era lo que hab�a podido provocar en �l esa imperiosa necesidad de dormir cuando me sent� yo invadido por una pesada somnolencia, que me hac�a cerrar los ojos contra mi voluntad. Me sent�a presa de una extra�a alucinaci�n.

Era evidente que se nos hab�a puesto en la comida alguna sustancia sopor�fera. As� pues, no bastaba infligirnos la pri­si�n para ocultarnos los proyectos del capit�n Nemo, sino que adem�s hab�a que narcotizarnos.

O� el ruido de las escotillas al cerrarse. Poco despu�s cesa­ba el ligero movimiento de balanceo producido por las olas, lo que parec�a indicar que el Nautilus se hab�a sumergido.

Imposible me fue resistir al sue�o. Mi respiraci�n se debi­litaba. Sent� un fr�o mortal helar mis miembros cada vez m�s pesados, como paralizados. Mis p�rpados, pesados como el plomo, se cerraron sobre los ojos. Un sue�o m�rbido, po­blado de alucinaciones, se apoder� de todo mi ser. Poco a poco fueron desapareciendo las visiones, y me qued� sumi­do en un total anonadamiento.

 

 

24. El reino del coral

 

Al d�a siguiente, me despert� con la cabeza singularmen­te despejada, y vi con sorpresa que me hallaba en mi cama­rote. Mis compa�eros deb�an haber sido tambi�n reintegra­dos al suyo sin darse cuenta, como yo. Como yo, ignoraban lo ocurrido en esa noche. Para desvelar el misterio, s�lo po­d�a confiar en el azar de lo porvenir.

La idea de salir del camarote me llev� a preguntarme si me hallar�a preso o libre nuevamente. Libre por completo. Abr� la puerta, recorr� los pasillos y sub� la escalera central. Las escotillas, cerradas la v�spera, estaban abiertas. Llegu� a la plataforma, donde ya estaban, esper�ndome, Ned y Con­seil. A mis preguntas respondieron diciendo que no sab�an nada. Les hab�a sorprendido hallarse en su camarote, al des­pertarse de un pesado sue�o que no hab�a dejado en ellos re­cuerdo alguno.

El Nautilus estaba tan tranquilo y tan misterioso como siempre, navegando por la superficie de las olas a una mar­cha moderada. Nada parec�a haber cambiado a bordo.

Ned Land observaba el mar con sus ojos penetrantes. No hab�a nada a la vista. El canadiense no se�al� nada nuevo en el horizonte, ni vela ni tierra.

Soplaba una sonora brisa del Oeste, que encrespaba al mar en largas olas, sometiendo al Nautilus a un sensible ba­lanceo.

Tras haber renovado su aire, el Nautilus se sumergi� a una profundidad media de quince metros, al objeto, al parecer, de poder emerger r�pidamente a la superficie, operaci�n que, contra toda costumbre, se practic� en varias ocasiones durante aquella jornada del 19 de enero. En todas ellas, el segundo sub�a a la plataforma y pronunciaba su frase habi­tual.

El capit�n Nemo no apareci� durante toda la ma�ana. El �nico miembro de la tripulaci�n a quien vi fue al steward, que me sirvi� la comida con su exactitud y mutismo de cos­tumbre.

Hacia las dos de la tarde me hallaba en el sal�n, ocupado en clasificar mis notas, cuando apareci� el capit�n. A mi sa­ludo respondi� con una inclinaci�n casi impercetible, sin dirigirme la palabra. Volv� a mi trabajo, esperando que me diera quiz� alguna explicaci�n sobre los acontecimientos de la noche anterior, pero no me dijo nada. Le mir�. Su rostro denunciaba la fatiga, sus ojos enrojecidos no hab�an sido re­frescados por el sue�o. Toda su fisonom�a expresaba una profunda tristeza, un sentimiento de pesadumbre real. Iba y ven�a, se sentaba y se incorporaba, tomaba un libro al azar para dejarlo en seguida, consultaba sus instrumentos sin to­mar notas como sol�a, y parec�a no poder estar quieto ni un instante.

Al fin se acerc� a m� y me dijo:

‑�Es usted m�dico, se�or Aronnax?

Era tan inesperada su pregunta, que me qued� mir�ndole sin responder.

‑�Es usted m�dico? ‑repiti�‑. S� que algunos de sus cole­gas han hecho estudios de medicina, como Gratiolet, Mo­quin‑Tandon y otros.

‑En efecto ‑dije‑. Soy m�dico y he practicado durante varios a�os como interno de hospitales, antes de entrar en el Museo.

‑Bien, muy bien.

Mi respuesta satisfizo evidentemente al capit�n Nemo.

Ignorando cu�les pudieran ser sus intenciones, esper� que me hiciera nuevas preguntas, reserv�ndome para res­ponderle seg�n las circunstancias.

‑Se�or Aronnax, �aceptar�a usted asistir a uno de mis hombres?

‑�Tiene usted un enfermo?

‑S�.

‑Estoy a su disposici�n.

‑S�game.

Debo confesar que me sent�a excitado. No s� por qu� ve�a yo una cierta conexi�n entre la enfermedad de uno de los tripulantes y los acontecimientos de la v�spera, y este miste­rio me preocupaba casi tanto como el enfermo.

El capit�n Nemo me condujo a la popa del Nautilus y me hizo entrar en un camarote en el que sobre un lecho yac�a un hombre de unos cuarenta a�os de edad, de aspecto en�rgico. Era un verdadero prototipo del anglosaj�n.

Al inclinarme sobre �l vi que no era simplemente un en­fermo, sino un herido. Su cabeza, envuelta en vendajes san­guinolentos, reposaba sobre una doble almohada. Le retir� el vendaje. El herido me miraba fijamente, sin proferir una sola queja.

La herida era horrible. El cr�neo, machacado por un ins­trumento contundente, dejaba el cerebro al descubierto. La sustancia cerebral hab�a sufrido una profunda atrici�n y se hab�an producido unos cuajarones sangu�neos con un color parecido al de las heces del vino. Hab�a a la vez contusi�n y conmocion cerebrales. La respiraci�n del enfermo era lenta. Su rostro estaba agitado por espasm�dicas contracciones musculares. La flegmas�a cerebral era completa y provocaba ya la par�lisis de la sensibilidad y del movimiento.

El pulso del herido era intermitente. Comenzaban a en­friarse las extremidades del cuerpo. Comprend� que la muer­te se acercaba sin que fuera posible hacer nada por impedir­lo. Tras haber vendado al herido, me dirig� al capit�n Nemo.

-�C�mo se ha producido esta herida?

‑�Qu� puede importar eso? ‑respondi� evasivamente el capit�n‑. Un choque del Naut�lus ha roto una de las palan­cas de la maquinaria y herido a este hombre. Pero, d�game, �c�mo est�?

Al ver mi vacilaci�n en responder, el capit�n me dijo:

‑Puede usted hablar libremente. Este hombre no com­prende el franc�s.

Mir� nuevamente al herido y respond�:

‑Va a morir de aqu� a dos horas.

‑�No hay nada que hacer?

‑Nada.

Pude ver c�mo se crispaban las manos del capit�n Nemo, y c�mo brotaban las l�grimas de sus ojos, que yo no hubiera cre�do hechos para llorar.

Durante algunos momentos segu� observando al agoni­zante, cuya palidez iba aumentando bajo la luz el�ctrica que iluminaba su lecho mortal. Miraba su rostro inteligente, sur­cado de prematuras arrugas labradas tal vez hac�a tiempo por la desgracia, si no por la miseria.

Trataba de sorprender el secreto de su vida en las �ltimas palabras que pudieran dejar escapar sus labios.

‑Puede usted retirarse, se�or Aronnax ‑me dijo el capi­t�n Nemo.

Dej� al capit�n en el camarote del agonizante y volv� al m�o, muy emocionado por aquella escena. Durante todo el d�a me sent� agitado por siniestros presentimientos. Dorm� mal aquella noche, y en los momentos de duermevela cre� o�r lejanos suspiros, y algo as� como una f�nebre salmodia. �Ser�a aquello una plegaria de difuntos en esa lengua que yo no pod�a comprender?

Al d�a siguiente, por la ma�ana, cuando sub� al puente ha­ll� all� al capit�n Nemo. Nada m�s verme me dijo:

-Se�or profesor, �desea hacer hoy una excursi�n subma­rina?

‑�Con mis compa�eros?

‑Si quieren.

‑Estamos a sus �rdenes, capit�n.

-Vayan, pues, a ponerse sus escafandras.

Nada me dijo del moribundo o del muerto. Fui a buscar a Ned Land y a Conseil, a quienes particip� la proposici�n del capit�n Nemo. Conseil se apresur� a aceptar y, esta vez, el canadiense se mostr� muy dispuesto a seguirnos.

Eran las ocho de la ma�ana. Media hora despu�s est�ba­mos ya vestidos para ese nuevo paseo, y equipados de los dos aparatos de alumbrado y de respiraci�n. Se abri� la doble puerta, y, acompa�ados del capit�n Nemo, al que segu�an doce hombres de la tripulaci�n, pusimos el pie a una profun­didad de diez metros sobre el suelo firme en el que reposaba el Nautilus.

Una ligera pendiente nos condujo a un fondo accidenta­do, a una profundidad de unas quince brazas. Aquel fondo difer�a mucho del que hab�a visitado durante mi primera ex­cursi�n bajo las aguas del oc�ano Pac�fico. Ni arena fina, ni praderas submarinas, ni bosques pel�gicos. Reconoc� inme­diatamente la maravillosa regi�n a que nos conduc�a aquel d�a el capit�n Nemo. Era el reino del coral.

Entre los zo�fltos y en la clase de los alcionarios figura el orden de los gorg�nidos, que incluye a las gorgonias, las isis y los coralarios. Es a este �ltimo grupo al que pertenece el coral, curiosa sustancia que fue alternativamente clasificada en los reinos mineral, vegetal y animal. Utilizada como re­medio por los antiguos y como joya ornamental por los mo­dernos, su definitiva incorporaci�n al reino animal, hecha por el marsell�s Peysonnel, data tan s�lo de 1694.

El coral es una colonia de peque��simos animales unidos entre s� por un pol�pero calc�reo y ramificado de naturaleza quebradiza. Estos p�lipos tienen un generador �nico que los produce por brotes. Su vida comunal no les dispensa de te­ner una existencia propia. Es, pues, una especie de socialis­mo natural.

Yo conoc�a los �ltimos estudios hechos sobre este curioso zo�fito que se mineraliza al arborizarse, seg�n la muy atina­da observaci�n de los naturalistas, y nada pod�a tener mayor inter�s para m� que visitar uno de esos bosques petrificados que la naturaleza ha plantado en el fondo del mar.

Con los aparatos Ruhmkorff en funcionamiento, camina­mos a lo largo de un banco de coral en v�a de formaci�n, que, con el tiempo, llegar� a cerrar un d�a esta zona del oc�ano �ndico. El camino estaba bordeado de inextricables espesuras formadas por el entrelazamiento de arbustos coronados por florecillas de blancas corolas en forma de estrella. Pero a dife­rencia de las plantas terrestres, aquellas arborescencias, fija­das a las rocas del suelo, se dirig�an todas de arriba abajo.

La luz produc�a maravillosos efectos entre aquellos rama­jes tan vivamente coloreados. Bajo la ondulaci�n de las aguas parec�an temblar aquellos tubos membranosos y ci­l�ndricos, que me ofrec�an la tentaci�n de coger sus frescas corolas ornadas de delicados tent�culos, reci�n abiertas unas, apenas nacientes otras, que los peces rozaban al pa­sar como bandadas de p�jaros. Pero bastaba que acercara la mano a aquellas flores vivas, como sensitivas, para que la alarma recorriera la colonia. Las corolas blancas se replega­ban en sus estuches rojos, las flores se desvanec�an ante mis ojos, y el �matorral� se transformaba en un bloque p�treo.

El azar me hab�a puesto en presencia de una de las m�s preciosas muestras de este zo�fito. Aquel coral era tan valio­so como el que se pesca en el Mediterr�neo, a lo largo de las costas de Francia, Italia y del Norte de �frica. Por sus vivos tonos, justificaba los po�ticos nombres de flor y espuma de sangre que da el comercio a sus m�s hermosos productos.

El coral llega a venderse hasta a quinientos francos el ki­logramo, y el que all� ten�a ante mis ojos hubiera hecho la fortuna de un gran n�mero de joyeros. La preciosa materia, mezclada a menudo con otros pol�peros, formaba esos con­juntos inextricables y compactos que se conocen con el nombre de �macciota�, y entre los cuales pude ver admira­bles espec�menes de coral rosa.

Pero pronto los �matorrales� se espesaron y crecieron las formaciones arb�reas, abri�ndose ante nosotros verdaderos sotos petrificados y largas galer�as de una arquitectura fan­t�stica. El capit�n Nemo se adentr� por una de ellas a lo lar­go de una suave pendiente que nos condujo a una profundi­dad de cien metros. La luz de nuestras linternas arrancaba a veces m�gicos efectos de las rugosas asperezas de aquellos arcos naturales y de las pechinas que semejaban lucernas a las que hac�a refulgir con vivos centelleos. Entre los arbustos de coral vi otros p�lipos no menos curiosos, melitas, iris con ramificaciones articuladas, matojos de coralinas, unas ver­des y otras rojas, verdaderas algas enquistadas en sus sales calc�reas, a las que los naturalistas han alojado definitiva­mente, tras largas discusiones, en el reino vegetal. Un pensa­dor ha dicho que �quiz� se halle all� el l�mite real a partir del cual la vida empieza a salir del sue�o de la piedra, sin por ello liberarse totalmente y todav�a de su rudo punto de par­tida�.

Al cabo de dos horas de marcha hab�amos llegado a una profundidad de unos trescientos metros, es decir, al l�mite extremo de la formaci�n del coral. All� no exist�a ya ni el ais­lado �matorral� ni el �bosquecillo� de monte bajo. Era el do­minio del bosque inmenso, de las grandes vegetaciones mi­nerales, de los enormes �rboles petrificados, reunidos por guirnaldas de elegantes plumarias, esas lianas marinas, cuya belleza realzaban sus matices de color y sus destellos fosfo­rescentes. And�bamos f�cilmente bajo los altos ramajes per­didos en la oscuridad de las aguas, mientras a nuestros pies, las tub�poras, las meandrinas, las astreas, las fungias, las ca­ri�filas, formaban un tapiz de flores sembrado de gemas res­plandecientes.

�Qu� indescriptible espect�culo! �Ah! �No poder comuni­car nuestras sensaciones! �Hallarse aprisionado en una jaula de metal y de vidrio! �Vernos imposibilitados para comuni­carnos entre nosotros! �Ah, no poder vivir la vida de esos pe­ces que pueblan el l�quido elemento, o mejor a�n, la de esos anfibios que, durante largo tiempo, pueden recorrer al albe­dr�o de su antojo el doble dominio de la tierra y del agua!

Mis compa�eros y yo suspendimos nuestra marcha al ver que el capit�n Nemo se hab�a detenido, con sus hombres for­mando semic�rculo en torno suyo. Fue entonces cuando me di cuenta de que cuatro de ellos llevaban sobre sus hombros un objeto de forma oblonga.

Nos hall�bamos en el centro de un vasto calvero, rodeado por las altas concreciones arb�reas del bosque submarino. Nuestras l�mparas proyectaban sobre ese espacio una espe­cie de claridad crepuscular que alargaba desmesuradamente nuestras sombras sobre el suelo. En los lindes del calvero la oscuridad era profunda, s�lo surcada por alg�n que otro centelleo arrancado por nuestras l�mparas a las vivas aristas de coral.

Ned Land y Conseil se hallaban junto a m�. Yo intu�a que �bamos a asistir a una extra�a escena. Observando el suelo, vi que en algunos puntos se elevaba ligeramente en unas protuberancias de dep�sitos calc�reos cuya regularidad traicionaba la mano del hombre.

En medio del calvero, sobre un pedestal de rocas grosera­mente amontonadas, se ergu�a una cruz de coral cuyos lar­gos brazos se hubiera dicho estaban hechos de sangre petri­ficada.

A una se�al del capit�n Nemo, se adelant� uno de sus hombres y, a algunos pasos de la cruz, comenz� a excavar un agujero con un pico que hab�a desatado de su cintur�n.

S�lo entonces comprend� que aquel calvero era un ce­menterio, el agujero, una tumba, y el objeto oblongo, el cuerpo del hombre que hab�a muerto durante la noche. �El capit�n Nemo y los suyos hab�an venido a enterrar a su com­pa�ero en esa �ltima residencia com�n, en el fondo inacce­sible del oc�ano!

�No! �Nunca mi esp�ritu se hab�a sentido tan sobrecogido como en aquel momento! �Jam�s me hab�a sentido embar­gado por una emoci�n tan impresionante como aqu�lla! �No quer�a ver lo que estaban viendo mis ojos!

Pero la tumba iba tomando forma lentamente. Sobresal­tados, hu�an los peces de aqu� y de all�. Se o�a resonar el hie­rro del pico sobre el suelo calc�reo y de vez en cuando sobre alg�n s�lex perdido en el fondo de las aguas. El agujero se iba alargando y ensanchando y pronto se convirti� en una fosa suficientemente profunda para albergar el cuerpo.

Los portadores se acercaron a ella. El cuerpo, envuelto en un tejido de biso blanco, descendi� a su h�meda tum­ba. El capit�n Nemo, los brazos cruzados sobre el pecho, y todos los dem�s, se arrodillaron en la actitud de la plega­ria... Mis dos compa�eros y yo nos inclinamos religiosa­mente.

Se recubri� la tumba con los restos arrancados al suelo, formando una ligera protuberancia.

El capit�n Nemo y sus hombres se reincorporaron y, acer­c�ndose a la tumba, extendieron sus manos en un gesto de suprema despedida.

La f�nebre comitiva emprendi� entonces el camino de re­greso al Nautilus, bajo los arcos del bosque, a trav�s de los matorrales y a lo largo de las plantas de coral, en un ascenso continuo.

Aparecieron al fin las luces del Nautilus que guiaron nues­tros �ltimos pasos. A la una, ya est�bamos a bordo.

Nada m�s despojarme de mi escafandra, sub� a la plata­forma donde, Presa de una terrible confusi�n de ideas. fui a sentarme cerca del fanal. Pronto se uni� a m� el capit�n Nemo. Me levant� y le dije:

‑As�, pues, tal y como hab�a pronosticado, ese hombre muri� anoche.

‑S�, se�or Aronnax.

‑Y ahora est� reposando junto a sus compa�eros en ese cementerio de coral.

-S�, olvidado de todos, pero no de nosotros. Nosotros ca­vamos las tumbas y los p�lipos se encargan de sellar en ellas a nuestros muertos para toda la eternidad.

Ocultando con un gesto brusco su rostro en sus manos crispadas, el capit�n trat� vanamente de contener un sollo­zo. Luego, dijo:

‑�se es nuestro apacible cementerio, a algunos centenares de pies bajo la superficie del mar.

‑Sus muertos duermen en �l tranquilos, capit�n, fuera del alcance de los tiburones.

‑S�, se�or ‑respondi� gravemente el capit�n Nemo‑, fue­ra del alcance de los tiburones y de los hombres.

 

FIN DE LA PRIMERA PARTE

 

Segunda parte

 

 

1. El oc�ano �ndico

 

Aqu� comienza la segunda parte de este viaje bajo los mares. Termin� la primera con la conmovedora escena del cementerio de coral que tan profunda impresi�n ha dejado en mi �nimo.

As�, pues, el capit�n Nemo no solamente viv�a su vida en el seno de los mares, sino que tambi�n hab�a elegido en ellos domicilio para su muerte, en ese cementerio que hab�a pre­parado en el m�s impenetrable de sus abismos. Ning�n monstruo del oc�ano podr�a perturbar el �ltimo sue�o de los habitantes del Nautilus, de aquellos hombres que se ha­b�an encadenado entre s� para la vida y para la muerte. �Nin­g�n hombre, tampoco�, hab�a a�adido el capit�n, con unas palabras y un tono que confirmaban su feroz e implacable desconfianza hacia la sociedad humana.

Hab�a algo que me induc�a a descartar la hip�tesis sus­tentada por Conseil, quien persist�a en considerar al co­mandante del Nautilus como uno de esos sabios descono­cidos que responden con el desprecio a la indiferencia de la humanidad. Para Conseil, el capit�n Nemo era un genio in­comprendido que, cansado de las decepciones terrestres, hab�a debido refugiarse en ese medio inaccesible en el que ejerc�a libremente sus instintos. Pero, en mi opini�n, tal hi­p�tesis no explicaba m�s que una de las facetas del capit�n Nemo.

El misterio de la noche en que se nos hab�a recluido y nar­cotizado, el violento gesto del capit�n al arrancarme el ca­talejo con el que me dispon�a a escrutar el horizonte, y la herida mortal de aquel hombre causada por un choque inexplicable del Nautilus, eran datos que me llevaban a plan­tearme el problema en otros t�rminos. �No! �El capit�n Nemo no se limitaba a rehuir a los hombres! �Su formidable aparato no era solamente un veh�culo para sus instintos de libertad, sino tambi�n, tal vez, un instrumento puesto al ser­vicio de no s� qu� terribles represalias!

Nada, sin embargo, es evidente para m� en este momento, en el que s�lo me es dado entrever alg�n atisbo de luz en las tinieblas, por lo que debo limitarme a escribir, por as� decir­lo, al dictado de los acontecimientos.

Nada nos liga al capit�n Nemo, por otra parte. �l sabe que escaparse del Nautilus es imposible. Ning�n compromiso de honor nos encadena a �l, no habiendo empe�ado nuestra palabra. No somos m�s que cautivos, sus prisioneros, aun­que por cortes�a �l nos designe con el nombre de hu�spedes.

Ned Land no ha renunciado a la esperanza de recobrar su libertad. Es seguro que ha de aprovechar la primera ocasi�n que pueda depararle el azar. Sin duda, yo har� como �l. Y, sin embargo, s� que no podr�a llevarme sin un cierto pesar lo que la generosidad del capit�n nos ha permitido conocer de los misterios del Nautilus. Pues, en �ltimo t�rmino, �hay que odiar o admirar a este hombre? �Es una v�ctima o un verdu­go? Y, adem�s, para ser franco, antes de abandonarle para siempre yo querr�a haber realizado esta vuelta al mundo bajo los mares, cuyos inicios han sido tan magn�ficos. Yo querr�a haber visto lo que ning�n hombre ha visto todav�a, aun cuando debiera pagar con mi vida esta insaciable nece­sidad de aprender. �Qu� he descubierto hasta ahora? Nada, o casi nada, pues a�n no hemos recorrido m�s que seis mil leguas a trav�s del Pac�fico.

Sin embargo, s� que el Nautilus se aproxima a costas habi­tadas, y s� tambi�n que si se nos ofreciera alguna oportuni­dad de salvaci�n ser�a cruel sacrificar a mis compa�eros a mi pasi�n por lo desconocido. No tendr� m�s remedio que seguirles, tal vez guiarles. Pero �se presentar� alguna vez tal ocasi�n? El hombre, privado por la fuerza de su libre albe­dr�o, la desea, pero el cient�fico, el curioso, la teme.

A mediod�a de aquella jornada, la del 21 de enero de 1868, el segundo de a bordo subi� a la plataforma a tomar la altura del sol. Yo encend� un cigarro y me entretuve en observar sus operaciones. Me pareci� evidente que aquel hombre no comprend�a el franc�s, pues permaneci� mudo e impasible tantas veces cuantas yo expres� en voz alta mis comentarios, que, de haberlos comprendido, no habr�an dejado de provo­car en �l alg�n signo involuntario de atenci�n.

Mientras �l efectuaba sus observaciones por medio del sex­tante, uno de los marineros del Nautilus ‑el mismo que nos hab�a acompa�ado en nuestra excursi�n submarina a la isla de Crespo‑ vino a limpiar los cristales del fanal. Eso me hizo observar con atenci�n la instalaci�n del aparato cuya poten­cia se centuplicaba gracias a los anillos lenticulares, dispues­tos como los de los faros, que manten�an su luz en la orienta­ci�n adecuada. La l�mpara el�ctrica estaba concebida para su m�ximo rendimiento posible. En efecto, su luz se produc�a en el vac�o, lo que aseguraba su regularidad a la vez que su inten­sidad. El vac�o economizaba tambi�n el deterioro de los fila­mentos de grafito sobre los que va montado el arco luminoso. Y esa econom�a era importante para el capit�n Nemo, que no hubiera podido renovar con facilidad sus filamentos. El dete­rioro de �stos en esas condiciones era m�nimo.

Al disponerse el Nautilus a practicar su inmersi�n, des­cend� al sal�n. Se cerraron las escotillas y se puso rumbo di­recto al Oeste.

Est�bamos surcando las aguas del oc�ano Indico, vasta llanura l�quida de una extensi�n de quinientos cincuenta millones de hect�reas, cuya transparencia es tan grande que da v�rtigo a quien se asoma a su superficie.

Durante varios d�as, el Nautilus naveg� entre cien y dos­cientos metros de profundidad.

A cualquier otro se le hubieran hecho largas y mon�tonas las horas. Pero a m�, pose�do de un inmenso amor al mar, los paseos cotidianos por la plataforma al aire vivificante del oc�ano, el espect�culo fascinante de las aguas a trav�s de los cristales del sal�n, la lectura de los libros de la biblioteca y la redacci�n de mis memorias, ocupaban todo mi tiempo sin dejarme ni un momento de cansancio o de aburrimiento.

La salud de todos se manten�a en un estado muy satisfac­torio. La dieta de a bordo era perfectamente adecuada a nuestras necesidades, y yo me habr�a pasado muy bien sin las variantes que en ella introduc�a Ned Land por esp�ritu de protesta. Adem�s, en aquella temperatura constante no ha­b�a que temer el m�s m�nimo catarro. Por otra parte, la den­drofilia, ese madrep�rico que se conoce en Provenza con el nombre de �hinojo marino�, de la que hab�a una buena re­serva a bordo, habr�a suministrado, con la carne de sus p�li­pos, una pasta excelente para la tos.

Durante algunos d�as vimos una gran cantidad de aves acu�ticas, palm�pedas y gaviotas. Algunas de ellas pasaron a la cocina para ofrecernos una aceptable variaci�n a los me­n�s marinos que constitu�an nuestro r�gimen. Entre los grandes veleros, que se alejan de tierra a distancias conside­rables y descansan sobre el agua de la fatiga del vuelo, vi magn�ficos albatros, aves pertenecientes a la familia de las longipennes y que se caracterizan por sus gritos discordan­tes como el rebuzno de un asno. La familia de las pelecani­formes estaba representada por r�pidas fragatas que pesca­ban con gran ligereza los peces de la superficie y por numerosos faetones, entre ellos el de manchitas rojas, del tama�o de una paloma, cuyo blanco plumaje est� matizado de colores ros�ceos que contrastan vivamente con el color ne­gro de las alas.

Las redes del Nautilus nos ofrecieron algunos careys, tor­tugas marinas cuya concha es muy estimada. Estos reptiles se sumergen muy f�cilmente y pueden mantenerse largo tiempo bajo el agua cerrando la v�lvula carnosa que tienen en el orificio externo de su canal nasal. A algunos de ellos se les cogi� cuando dorm�an bajo su caparaz�n, al abrigo de los animales marinos. La carne de aquellas tortugas era bas­tante mediocre, pero sus huevos eran un excelente manjar.

Los peces continuaban sumi�ndonos en la mayor admi­raci�n, cuando a trav�s de los cristales del Nautilus sorpren­d�amos los secretos de su vida acu�tica. Vi algunas especies que no me hab�a sido dado poder observar hasta entonces. Entre ellas citar� los ostracios, habitantes del mar Rojo, de las aguas del Indico y de las que ba�an las costas de la Am�­rica equinoccial. Estos peces, al igual que las tortugas, los ar­madiros, los erizos de mar y los crust�ceos, se protegen bajo una coraza que no es p�trea ni cret�cea, sino verdaderamen­te �sea. Algunos de estos ostracios o peces‑cofre tienen una forma triangular y otros cuadrangular. Entre los triangula­res, hab�a algunos de medio dec�metro de longitud, de una carne excelente, marrones en la cola y amarillos en las aletas, cuya aclimataci�n a las aguas dulces yo recomendar�a. Hay un cierto n�mero de peces marinos que pueden acostum­brarse f�cilmente al agua dulce. Citar� tambi�n ostracios cuadrangulares, de cuyo dorso sobresal�an cuatro grandes tub�rculos, y otros con manchitas blancas en la parte infe­rior, que son tan domesticables como los p�jaros; trigones, provistos de aguijones formados por la prolongaci�n de sus placas �seas, a los que su singular gru�ido les ha ganado el nombre de �cerdos marinos�, y los llamados dromedarios por sus gruesas gibas en forma de cono, cuya carne es dura y cori�cea.

En las notas diariamente redactadas por �el profesor� Conseil veo tambi�n constancia de algunos peces del g�nero de los tetrodones, propios de estos mares, espenglerianos con el dorso rojo y el vientre blanco, que se distinguen por tres hileras longitudinales de filamentos, y el�ctricos orna­dos de vivos colores, de unas siete pulgadas de longitud. Tambi�n, como muestras de otros g�neros, ovoides, as� Ha­mados por su semejanza con un huevo, de color marr�n os­curo surcado de franjas blancas y desprovistos de cola; dio­dones, verdaderos puercoespines del mar, que pueden hincharse como una pelota de erizadas p�as; hipocampos, comunes a todos los oc�anos; pegasos volantes de hocico alargado, cuyas aletas pectorales, muy extendidas y dispues­tas en forma de alas, les permiten si no volar, s�, al menos, saltar por el aire; pegasos espatulados, con la cola cubierta por numerosos anillos escamosos; macrognatos, as� llama­dos por sus grandes mand�bulas, de unos veinticinco cent�­metros de longitud, de hermosos y muy brillantes colores, y cuya carne es muy apreciada; cali�nimos hvidos, de cabeza rugosa; mir�adas de blenios saltadores, rayados de negro, que con sus largas aletas pectorales se deslizan por la super­ficie del agua con una prodigiosa rapidez; deliciosos peces veleros que levantan sus aletas como velas desplegadas a las corrientes favorables; espl�ndidos kurtos engalanados por la naturaleza con el amarillo, azul celeste, plata y oro; tric�p­teros, cuyas alas est�n formadas por radios filamentosos; los cotos, siempre manchados de cieno, que producen un cierto zumbido; las triglas, cuyo h�gado es considerado venenoso; los serranos, con una especie de anteojeras sobre los ojos, y, por �ltimo, esos quetodontes de hocico alargado y tubular llamados arqueros, verdaderos papamoscas marinos que, armados de un fusil no inventado por los Chassepot o por los Remington, matan a los insectos dispar�ndoles una sim­ple gota de agua.

En el octogesimonono g�nero de la clasificaci�n ictiol�gica de Lacep�de, dentro de la segunda subclase de los �seos, caracterizados por un op�rculo y una membrana branquial, figura la escorpena, en la que pude observar su cabeza ar­mada de fuertes p�as y su �nica aleta dorsal. Los escorp�ni­dos est�n revestidos o privados de peque�as escamas, seg�n el subg�nero al que pertenezcan. Al segundo subg�nero co­rrespond�an los ejemplares de did�ctilos que pudimos ver, rayados de amarillo, de tres a cuatro dec�metros tan s�lo de longitud, pero con una cabeza de aspecto realmente fant�s­tico. En cuanto al primer subg�nero, pudimos ver varios ejemplares de ese extra��simo pez justamente llamado �sapo de mar�, con una cabeza enorme y deformada tanto por profundas depresiones como por grandes protuberan­cias; erizado de p�as y sembrado de tub�rculos, tiene unos cuernos irregulares, de aspecto horroroso; su cuerpo y su cola est�n llenos de callosidades; sus p�as causan heridas muy peligrosas. Es un pez realmente horrible, repugnante.

Del 21 al 23 de enero, el Nautilus naveg� a raz�n de dos­cientas cincuenta leguas diarias, o sea, quinientas cuarenta millas, a una velocidad media de veintid�s millas por hora. Nuestra observaci�n, al paso, de las diferentes variedades de peces era posible porque, atra�dos �stos por la luz el�ctrica, trataban de acompa�arnos. La mayor parte quedaban r�pi­damente distanciados por la velocidad del Nautilus, pero los hab�a, sin embargo, que consegu�an mantenerse alg�n tiem­po en su compa��a.

En la ma�ana del 24, nos hall�bamos a 120 5' de latitud Sur y 940 33'de longitud, en las proximidades de la isla Kee­ling, de edificaci�n madrep�rica, plantada de magn�ficos cocoteros, que fue visitada por Darwin y el capit�n Fitz‑Roy. El Nautilus naveg� a escasa distancia de esa isla desierta. Sus dragas hicieron una buena captura de p�lipos, equinoder­mos y conchas de moluscos. Los tesoros del capit�n Nemo se incrementaron con algunos preciosos ejemplares de la espe­cie de las delfinulas, a las que a�ad� una astrea punt�fera, especie de pol�pero par�sito que se fija a menudo en una con­cha.

Pronto desapareci� del horizonte la isla Keeling y se puso rumbo al Noroeste, hacia la punta de la pen�nsula india.

‑Tierras civilizadas ‑me dijo aquel d�a Ned Land‑, mejo­res que las de esas islas de la Papuasia en las que se encuen­tra uno m�s salvajes que venados. En esas tierras de la India, se�or profesor, hay carreteras, ferrocarriles, ciudades ingle­sas, francesas y asi�ticas. No se pueden recorrer cinco millas sin encontrar un compatriota. �No cree usted que ha llegado el momento de despedirnos del capit�n Nemo?

‑No, Ned. No ‑le respond� tajantemente‑. El Nautilus se est� acercando a los continentes habitados. Vuelve a Europa, deje usted que nos lleve all�. Una vez llegados a nuestros ma­res, veremos lo que podamos hacer. Por otra parte, no creo yo que el capit�n Nemo nos permitiera ir de caza por las cos­tas de Malabar o de Coromandel, como en las selvas de Nue­va Guinea.

‑�Es que necesitamos acaso de su permiso?

No respond� al canadiense. No quer�a discutir. En el fon­do, lo que yo deseaba de todo coraz�n era recorrer hasta el fin los caminos del azar, del destino que me hab�a llevado a bordo del Nautilus.

A partir de la isla Keeling, nuestra marcha se torn� m�s lenta y m�s caprichosa, con frecuentes incursiones por las grandes profundidades. En efecto, se hizo uso en varias oca­siones de los planos inclinados por medio de palancas inte­riores que los dispon�an oblicuamente a la l�nea de flotaci�n. Descendimos as� hasta dos y tres kil�metros, pero sin llegar a tocar fondo en esos mares en los que se han hecho sondeos de hasta trece mil metros sin poder alcanzarlo. En cuanto a la temperatura de las capas bajas, el term�metro indic� in­variablemente cuatro grados sobre cero en todos los descen­sos. Pude observar que, en las capas superiores, el agua esta­ba siempre m�s fr�a sobre los altos fondos que en alta mar.

El 25 de enero, el oc�ano estaba absolutamente desierto. El Nautilus pas� toda la jornada en la superficie batiendo con su potente h�lice las olas que hac�a saltar a gran altura. �Qui�n al verlo as� no lo hubiera tomado por un gigantesco cet�ceo?

Pas� las tres cuartas partes de aquella jornada sobre la plataforma, contemplando el mar. Nada en el horizonte, con la unica excepci�n de un vapor al que avist� hacia las cuatro de la tarde navegando hacia el Oeste. Su arboladura fue visi­ble un instante, pero su tripulaci�n no pod�a ver al Nautilus, demasiado a ras de agua. Yo supuse que el vapor deb�a per­tenecer a la l�nea Peninsular y Oriental que cubre el servicio de Ceil�n a Sidney, con escalas en la punta del Rey George y en Melbourne.

Hacia las cinco de la tarde, antes de ese rapid�simo cre­p�sculo que apenas separa el d�a de la noche en esas zonas tropicales, Conseil y yo tuvimos ocasi�n de presenciar, ma­ravillados, un curioso espect�culo.

Hay un gracioso animal cuyo encuentro presagiaba para los antiguos venturosas perspectivas. Arist�teles, Ateneo, Plinio y Opiano estudiaron su comportamiento y volcaron en sus descripciones todo el lirismo de que eran capaces los sabios de Grecia y de Italia. Lo llamaron Nautilus y Pompi­lius, denominaci�n no ratificada por la ciencia moderna que ha aplicado a este molusco la de argonauta.

Quien hubiera consultado a Conseil habr�a sabido que los moluscos se dividen en cinco clases, la primera de las cuales, la de los cefal�podos, en sus dos variedades de desnudos y de test�ceos, comprende a su vez dos familias: la de los di­branquios y la de los tetrabranquios, en funci�n de su n�­mero de branquias. Hubiera sabido asimismo que la familia de los dibranquios contiene tres g�neros: el argonauta, el ca­lamar y la jibia, en tanto que la de los tetrabranquios tiene uno s�lo: el nautilo. Si despu�s de esta explicaci�n de no­menclatura, un entendimiento rebelde confundiera al argonauta, que es acetabul�fero, es decir, portador de ventosas con el nautdo, que es tentacul�fero, es decir, portador de ten t�culos, no tendr�a perd�n.

Eran argonautas, y en una cantidad de varios centenares, los que acompa�aban al Nautilus. Pertenec�an a la especie de los argonautas tuberculados, propia de los mares de la India.

Los graciosos moluscos se mov�an a reculones por medio de su tubo locomotor a trav�s del cual expulsaban el agua que hab�an aspirado. De sus ocho brazos, seis, finos y alar­gados, flotaban en el agua, mientras los dos restantes, redon­deados, se tend�an al viento como una vela ligera. Ve�a yo perfectamente su concha espiraliforme y ondulada que Cu­vier ha comparado a una elegante chalupa. Y es, en efecto, un verdadero barquito que transporta al animal que lo ha secretado, sin adherencia entre ambos.

‑El argonauta es libre de abandonar su concha ‑le dije a Conseil‑, pero nunca lo hace.

‑Lo mismo que el capit�n Nemo ‑respondi� atinada mente Conseil‑. Por eso hubiera hecho mejor en llamar a su nav�o El Argonauta.

Durante casi una hora naveg� el Nautilus en medio de aquellos moluscos, hasta que, s�bitamente, espantados, al parecer, por algo que ignoro, y como respondiendo a una se­�al, arriaron las velas, replegaron los brazos, contrajeron los cuerpos y cambiaron el centro de gravedad al invertir la po­sici�n de las conchas. En un instante, toda la flotilla desapa­reci� bajo las olas con una simultaneidad y acompasamiento nunca igualados por los nav�os de una escuadra.

La desaparici�n de los argonautas coincidi� con la s�bita ca�da de la noche. Las olas, apenas levantadas por la brisa, golpeaban los flancos del Nautilus.

Al d�a siguiente, 26 de enero, cort�bamos el ecuador por el meridiano noventa y regres�bamos al hemisferio boreal.

Durante aquel d�a tuvimos por cortejo una formidable tropa de escualos, terribles animales que pululan en estos mares haci�ndolos muy peligrosos. Eran escualos filipos de lomo oscuro y vientre blancuzco, armados de once hileras de dientes; escualos ojeteados con el cuello marcado por una gran mancha negra rodeada de blanco que parece un ojo; isabelos de hocico redondeado y manchado de puntos oscu­ros. De vez en cuando, los potentes tiburones se precipita­ban contra el cristal de nuestro observatorio con una violen­cia inquietante, que pon�a fuera de s� a Ned Land. Quer�a subir a la superficie y arponear a los monstruos, sobre todo a algunos emisoles con la boca empedrada de dientes dispues­tos como un mosaico, y a los tigres, de cinco metros de lon­gitud, que le provocaban con una particular insistencia. Pero el Nautilus aument� su velocidad y no tard� en dejar rezagados a los m�s r�pidos de aquellos tiburones.

El 27 de enero, a la entrada del vasto golfo de Bengala, pu­dimos ver en varias ocasiones el siniestro espect�culo de ca­d�veres flotantes. Eran los muertos de las ciudades de la India llevados a alta mar por la corriente del Ganges, ya devorados a medias por los buitres, los �nicos sepultureros del pa�s. Pero no faltaban all� escualos para ayudarles en su f�nebre tarea.

Hacia las siete de la tarde, el Nautilus, navegando a flor de agua, se hall� en medio de un mar blanquecino que se dir�a de leche.

El extra�o efecto no se deb�a a los rayos lunares, pues la luna apenas se hab�a levantado a�n en el horizonte. Todo el cielo, aunque iluminado por la radiaci�n sideral, parec�a ne­gro por contraste con la blancura de las aguas.

Conseil no pod�a dar cr�dito a sus ojos y me interrog� so­bre las causas del singular fen�meno.

‑Es lo que se llama un mar de leche ‑le respond�‑, una vasta extensi�n de olas blancas que puede verse frecuente­mente en las costas de Amboine y en estos parajes.

‑Pero �puede decirme el se�or cu�l es la causa de este sin­gular efecto? Porque no creo yo que el agua se haya transfor­mado en leche.

‑Claro que no. Esta blancura que tanto te sorprende es debida a la presencia de mir�adas de infusorios, una especie de gusanillos luminosos, incoloros y gelatinosos, del grosor de un cabello y con una longitud que no pasa de la quinta parte de un mil�metro. Estos infusorios se adhieren entre s� formando una masa que se extiende sobre varias leguas.

‑�Leguas? �Es posible?

‑S�, muchacho, y te recomiendo que no trates de calcular el n�mero de infusorios. Nunca lo conseguir�as, pues, si no me equivoco, algunos navegantes han flotado sobre estos mares de leche durante m�s de cuarenta millas.

No s� si Conseil tuvo o no en cuenta mi recomendaci�n, pero la profunda concentraci�n en que se qued� sumido pa­rec�a indicar que se hallaba calculando cu�ntos quintos de mil�metro pueden contener cuarenta millas cuadradas, mientras yo continuaba observando el fen�meno.

Durante varias horas, el Nautilus cort� con su espol�n aquella agua blancuzca, desliz�ndose sin ruido por el agua jabonosa, como si estuviera flotando en los remolinos de espuma que forman las corrientes y contracorrientes de las bah�as.

Hacia media noche, el mar recuper� s�bitamente su as­pecto ordinario, pero detr�s de nosotros, y hasta los l�mites del horizonte, el cielo, reflejando la blancura del agua, pare­ci� durante largo tiempo acoger los vagos fulgores de una aurora boreal.

 

 

2. Una nueva proposici�n del capit�n Nemo

 

El 28 de febrero, al emerger el Nautilus a la superficie, a mediod�a, nos hall�bamos, a 90 4'de latitud Norte, ala vista de tierra, a unas ocho millas al Oeste. Vi una aglomeraci�n de monta�as, de unos dos mil pies de altura, modeladas en formas muy caprichosas. Una vez fijada la posici�n, volv� al sal�n donde al consultar el mapa reconoc� que nos hall�ba­mos en presencia de la isla de Ceil�n, esa perla que pende del l�bulo inferior de la pen�nsula indost�nica.

Fui a la biblioteca a buscar alg�n libro sobre la isla, una de las m�s f�rtiles del mundo, y hall� un volumen de Sirr H. C., Esq., titulado Ceylan and the Cingalese. En el sal�n, tom� nota de la situaci�n y extensi�n de Ceil�n, a la que la Anti­g�edad dio nombres tan diversos. Est� entre 50 55'y 90 49' de latitud Norte y entre 790 42' y 820 y 4', de longitud al Este del meridiano de Greenwich. Tiene doscientas setenta y cin­co millas de longitud y ciento cincuenta de anchura m�xi­ma; su circunferencia, novecientas millas, y su superficie, veinticuatro mil cuatrocientas cuarenta y ocho millas, es de­cir, un poco inferior a la de Irlanda.

El capit�n Nemo y su segundo entraron en el sal�n. El ca­pit�n ech� una ojeada al mapa y luego se volvi� hacia m�.

‑La isla de Ceil�n ‑dijo‑, una tierra c�lebre por sus pes­quer�as de perlas. �Le gustar�a visitar una de esas pesque­r�as, se�or Aronnax?

‑Naturalmente que s�, capit�n.

‑Bien, pues nada m�s f�cil. Veremos las pesquer�as, pero no a los pescadores. Todav�a no ha empezado la explotaci�n del a�o. Voy a ordenar, pues, que nos adentremos en el golfo de Manaar, al que llegaremos esta noche.

El capit�n dijo algo a su segundo, que sali� en seguida. Pronto el Nautilus se sumergi� nuevamente, a una profundi­dad de treinta pies, seg�n indic� el man�metro.

Busqu� el golfo de Manaar en el mapa y lo hall� en el nove­no paralelo, en la costa occidental de Ceil�n. Est� formado por la alargada l�nea de la peque�a isla de Manaar. Para llegar a �l hab�a que costear toda la parte occidental de la isla.

‑Se�or profesor ‑dijo el capit�n Nemo‑, la pesca de per­las se efect�a en el golfo de Bengala, en el mar de las Indias, en los mares de China y del Jap�n, en aguas de Am�rica del Sur, en el golfo de Panam� y en el de California, pero es en Ceil�n donde se hace con m�s provecho. Llegamos un poco pronto, cierto. Los pescadores no se concentran en el golfo de Manaar hasta el mes de marzo. En ese tiempo y durante treinta d�as sus trescientos barcos se entregan a esta lucrativa explotaci�n de los tesoros del mar. Cada barco tiene una do­taci�n de diez remeros y diez pescadores. �stos, divididos en dos grupos, bucean alternativamente descendiendo hasta una profundidad de doce metros por medio de una pesada piedra entre sus pies, que una cuerda liga al barco.

-�Contin�an usando ese medio tan primitivo?

-As� es ‑respondi� el capit�n Nemo‑, pese a que estas pesquer�as pertenezcan al pueblo m�s industrioso del mun­do, a los ingleses, a quienes fueron cedidas por el tratado de Amiens en 1802.

‑Creo que la escafandra, tal como usted la usa, ser�a de gran utilidad en estas faenas.

-S�, ya que estos pobres pescadores no pueden resistir mucho tiempo bajo el agua. El ingl�s Perceval, en la descrip­ci�n de su viaje a Ceil�n, habla de un cafre que resist�a cinco minutos bajo el agua, pero esto no es digno de cr�dito. S� que algunos llegan a resistir hasta cincuenta y siete segun­dos, e incluso los hay que permanecen ochenta y siete segun­dos. Pero son muy pocos los que pueden aguantar tanto, y cuando salen echan sangre por la nariz y los o�dos. Yo creo que la media de tiempo que los pescadores pueden soportar es de treinta segundos. Durante ese tiempo, se apresuran a meter en una peque�a red todas las ostras perl�feras que pueden arrancar. Pero generalmente estos pescadores no lle­gan a viejos. Su vista se debilita y sus ojos se ulceran, sus cuerpos se cubren de llagas. Y con frecuencia sufren ataques de apoplej�a bajo el agua.

‑S�, es un triste oficio, y tanto m�s cuanto que s�lo sirve a satisfacer los caprichos de algunos. Pero, d�game, capit�n, �qu� cantidad de ostras puede pescar un barco al d�a?

‑De cuarenta a cincuenta mil. Se dice que, en 1814, el go­bierno ingl�s acometi� por su cuenta la explotaci�n y, en veinte d�as de trabajo, sus buceadores cogieron setenta y seis millones de ostras.

‑�Est�n bien retribuidos, al menos, estos pescadores?

-Apenas, se�or profesor. En Panam�, s�lo ganan un d�lar a la semana. Se les paga un sol por cada ostra que contenga una perla. Imag�nese el n�mero de ostras que recogen sin perlas.

‑Es odioso que se pueda pagar as� a esas pobres gentes que enriquecen a sus patronos.

‑Bien, se�or profesor, visitar�n usted y sus compa�eros el banco de Manaar, y si por casualidad encontramos all� alg�n pescador madrugador le veremos operar.

-De acuerdo, capit�n.

‑A prop�sito, se�or Aronnax, espero que no tenga usted miedo a los tiburones.

‑�Tiburones?

La pregunta me pareci� a m� mismo ociosa.

‑�Y bien?

‑Debo confesarle, capit�n, que todav�a no estoy muy fa­miliarizado con esta clase de peces.

‑Nosotros s� lo estamos, como lo estar� usted con el tiem­po. Adem�s, iremos armados y quiz� podamos cazar alguno por el camino. Es una caza interesante. As�, pues, hasta ma­�ana. Habr� que madrugar mucho, se�or profesor.

Dicho eso, con la mayor naturalidad, el capit�n Nemo sa­li� del sal�n.

Cualquiera a quien se le invitara a una cacer�a de osos en las monta�as de Suiza, dir�a naturalmente: �Muy bien, ma­�ana vamos a cazar osos�. Si la invitaci�n fuera a cazar leo­nes en las llanuras del Atlas o tigres en las junglas de la India, dir�a no menos naturalmente: ��Ah! Parece que vamos a ca­zar leones o tigres�. Pero cualquiera a quien se le invitara a cazar tiburones en su elemento natural solicitar�a un tiempo de reflexi�n antes de aceptar la invitaci�n.

Hube de pasarme la mano por la frente para secarme unas gotas de sudor fr�o.

�Reflexionemos ‑me dije‑ y tom�moslo con calma. Pase a�n lo de ir a cazar nutrias en los bosques submarinos, como hicimos en la isla Crespo. Pero eso de ir al fondo del mar con la seguridad de encontrar tiburones es harina de otro costal. Ya s� que en determinados lugares, como en las islas Anda­menas, los negros no vacilan en atacar al tibur�n, con un pu­�al en una mano y un lazo en la otra, pero tambi�n s� que muchos de los que afrontan a esos formidables animales no vuelven nunca. Adem�s, yo no soy un negro, y aunque lo fuera, creo que la duda no est� desplazada.�

Y heme aqu� con la mente llena de tiburones, pensando en esas terribles mand�bulas armadas de m�ltiples hileras de dientes capaces de cortar a un hombre en dos. Creo que lle­gu� a sentir el dolor en los ri�ones. Y, adem�s, me era dif�cil digerir la naturalidad con que el capit�n me hab�a hecho esa deplorable invitaci�n. Cualquiera hubiese dicho que se tra­taba simplemente de cazar un inofensivo zorro en el bosque.

�Bueno ‑pens�‑, de todos modos, Conseil no querr� ve­nir, lo que me dispensar� de acompa�ar al capit�n.�

No estaba yo tan seguro de la cordura de Ned Land. Cual­quier peligro, por grande que fuese, ejerc�a una invencible atracci�n sobre su naturaleza combativa.

Intent� continuar la lectura del libro de Sirr, pero sin po­der hacer otra cosa que hojearlo maquinalmente. Ve�a en­tre las l�neas las formidables mandilbulas abiertas de los es­cualos.

En aquel momento, entraron Conseil y el canadiense. Ve­n�an tranquilos e incluso alegres. No sab�an lo que les espe­raba.

‑Oiga ‑me dijo Ned Land‑, su capit�n Nemo (que el dia­blo se lleve) acaba de hacernos una amable invitaci�n.

‑ �Ah!, entonces ya sab�is lo que...

‑El comandante del Nautilus ‑dijo Conseil‑ nos ha invi­tado a visitar ma�ana, en compa��a del se�or, las magn�ficas pesquer�as de Ceil�n. Y lo ha hecho en los t�rminos m�s amables, como un verdadero gentleman.

‑�No os ha dicho nada m�s?

‑Nada, sino que ya le hab�a hablado al se�or de este pe­que�o paseo.

‑En efecto, pero no os ha dado ning�n detalle sobre...

‑Ninguno, se�or naturalista. Nos acompa�ar� usted, �no?

-Yo .... sin duda, Ned. Pero veo que le apetece a usted.

‑S�, ser� curioso, muy curioso.

‑Peligroso tal vez ‑a�ad� con un tono insinuante.

‑�Peligrosa una simple excursi�n por un banco de ostras ?

Decididamente, el capit�n Nemo hab�a juzgado in�til ha­blarles de los tiburones. Yo les miraba, turbado, como si ya les faltara alg�n miembro. �Deb�a advertirles? S�, sin duda, pero no sab�a c�mo hacerlo.

‑�Querr�a el se�or darnos algunos detalles sobre la pesca de perlas?

‑�Sobre la pesca en s� misma, o sobre los incidentes que pueden ... ?

‑Sobre la pesca ‑respondi� el canadiense‑. Bueno es co­nocer el terreno antes de adentrarse en �l.

‑Pues bien, sentaos, amigos m�os, y os ense�ar� todo lo que el ingl�s Sirr acaba de ense�arme sobre esto.

Ned y Conseil se sentaron en el div�n. Antes de que co­menzara a explicarles, pregunt� el canadiense:

‑�Qu� es exactamente una perla?

‑Amigo Ned, para el poeta, la perla es una l�grima del mar; para los orientales, es una gota de roc�o solidificada; para las damas, es una joya de forma oblonga, de brillo hiali­no, de una materia nacarada, que ellas llevan en los dedos, en el cuello o en las orejas; para el qu�mico, es una mezcla de fosfato y de carbonato c�lcico con un poco de gelatina, y, por �ltimo, para el naturalista, es una simple secreci�n enfermi­za del �rgano que produce el n�car en algunos bivalvos.

‑Rama de los moluscos ‑dijo Conseil‑, clase de los ar�fa­los, orden de los test�ceos.

‑Precisamente, sabio Conseil. Ahora bien, entre estos tes­t�ceos, la oreja de mar iris, los turbos, las tridacnas, las pin­nas, en una palabra, todos los que secretan n�car, es decir, esta sustancia azul, azulada, violeta o blanca que tapiza el in­terior de sus valvas, son susceptibles de producir perlas.

‑�Las almejas tambi�n? ‑pregunt� el canadiense.

‑S�, las almejas de algunos r�os de Escocia, del Pa�s de Ga­les, de Irlanda, de Sajonia, de Bohemia y de Francia.

‑Habr� que estar atentos de ahora en adelante -respondi� el canadiense.

‑Pero el molusco por excelencia que destila la perla es la madreperla, la Meleagrina margaritifera, la preciosa pinta­dina. La perla no es m�s que una concreci�n nacarada de forma globulosa, que se adhiere a la concha de la ostra o se incrusta en los pliegues del animal. Cuando se aloja en las valvas, la perla es adherente; cuando lo hace en la carne, est� suelta. Siempre tiene por n�cleo un peque�o cuerpo duro, ya sea un �vulo est�ril, ya un grano de arena, en torno al cual va deposit�ndose la materia nacarada a lo largo de varios a�os, sucesivamente y en capas finas y conc�ntricas.

‑�Puede haber varias perlas en una misma ostra?

‑S�, hay algunas madreperlas que son un verdadero joye­ro. Se ha hablado de un ejemplar que conten�a, annque yo me permito dudarlo, nada menos que ciento cincuenta tibu­rones.

‑�Ciento cincuenta tiburones? ‑exclam� Ned Land.

‑�Dije tiburones? Quer�a decir perlas. Tiburones... no tendr�a sentido.

‑En efecto -dijo Conseil‑, pero tal vez el se�or quiera de­cirnos ahora c�mo se extraen esas perlas.

‑Se procede de varios modos. Cuando las perlas est�n ad­heridas a las valvas se arrancan incluso con pinzas. Pero lo corriente es que se depositen las madreperlas en unas esteri­llas sobre el suelo. Mueren as� al aire libre, y al cabo de diez d�as se hallan en un estado satisfactorio de putrefacci�n. Se meten entonces en grandes dep�sitos Henos de agua de mar, y luego se abren y se lavan. Se procede despu�s a un doble trabajo. Primero, se separan las placas de n�car conocidas en el comercio con los nombres de franca plateada, bastarda blanca y bastarda negra, que se entregan en cajas de ciento veinticinco a ciento cincuenta kilos. Luego quitan el par�n­quima de la ostra, lo ponen a hervir y lo tamizan para extraer hasta las m�s peque�as perlas.

‑�Depende el precio del tama�o? ‑pregunt� Conseil.

‑No s�lo de su tama�o, sino tambi�n de su forma, de su agua, es decir, de su color, y de su oriente, es decir, de ese bri­llo suave de visos cambiantes que las hace tan agradables a la vista. Las m�s bellas perlas son llamadas perlas v�rgenes o parangones. Son las que se forman aisladamente en el tejido del molusco; son blancas, generalmente opacas, aunque a veces tienen una transparencia opalina, y suelen ser esf�ri­cas o piriformes. Las esf�ricas son com�nmente utilizadas para collares y brazaletes; las piriformes, para pendientes, y por ser las m�s preciosas se venden por unidades. Las otras, las que se adhieren a la concha de la ostra, son m�s irregula­res y se venden al peso. Por �ltimo, en un orden inferior se clasifican las peque�as perlas conocidas con el nombre de alj�far, que se venden por medidas y que sirven especial­mente para realizar bordados sobre los ornamentos ecle­si�sticos.

‑Debe ser muy laboriosa la separaci�n de las perlas por su tama�o ‑dijo el canadiense.

‑No. Ese trabajo se hace por medio de once tamices o cribas con un n�mero variable de agujeros. Las perlas que quedan en los tamices que tienen de veinte a ochenta aguje­ros son las de primer orden. Las que no escapan a las cribas perforadas por cien a ochocientos agujeros son las de se­gundo orden. Por �ltimo, aquellas con las que se emplean tamices de novecientos a mil agujeros son las que forman el alj�far.

‑Es muy ingeniosa esa clasificaci�n mec�nica de las per­las ‑dijo Conseil‑. �Podr�a decirnos el se�or lo que produce la explotaci�n de los bancos de madreperlas?

‑Si nos atenemos al libro de Sirr ‑respond�‑, las pesque­r�as de Ceil�n est�n arrendadas por una suma anual de tres millones de escualos.

‑De francos ‑dijo Conseil.

‑S�, de francos. Tres millones de francos. Pero yo creo que estas pesquer�as no producen ya tanto como en otro tiempo Lo mismo ocurre con las pesquer�as americanas, que, bajo e reinado de Carlos V, produc�an cuatro millones de francos en tanto que ahora no pasan de los dos tercios. En suma puede evaluarse en nueve millones de francos el rendimien­to general de la explotaci�n de las perlas.

‑Se ha hablado de algunas perlas c�lebres cotizadas a muy altos precios ‑dijo Conseil.

‑En efecto. Se ha dicho que C�sar ofreci� a Servilia una perla estimada en ciento veinte mil francos de nuestra mo­neda.

‑Yo he o�do contar ‑dijo el canadiense‑ que hubo una dama de la Antig�edad que beb�a perlas con vinagre.

‑Cleopatra ‑dijo Conseil.

‑Eso deb�a tener muy mal gusto ‑a�adi� Ned Land.

‑Detestable, Ned ‑respondi� Conseil‑, pero un vasito de vinagre al precio de mil quinientos francos hay que apre­ciarlo.

‑Siento no haberme casado con esa se�ora ‑dijo el cana­diense a la vez que hac�a un gesto de amenaza.

‑�Ned Land esposo de Cleopatra! ‑exclam� Conseil.

‑Pues aqu� donde me ve, Conseil, estuve a punto de casar­me ‑dijo el canadiense muy en serio‑, y no fue culpa m�a que la cosa no saliera bien. Y ahora recuerdo que a mi novia, Kat Tender, que luego se cas� con otro, le regal� un collar de perlas. Pues bien, aquel collar no me cost� m�s de un d�lar, y, sin embargo, puede creerme el se�or profesor, las perlas que lo formaban no hubieran pasado por el tamiz de veinte agujeros.

‑Mi buen Ned ‑le dije, riendo‑, eran perlas artificiales, simples gl�bulos huecos de vidrio delgado interiormente revestido de la llamada esencia de perlas o esencia de Oriente.

‑Pero esa esencia de perlas ‑dijo el canadiense‑ debe cos­tar cara.

‑Pr�cticamente nada. No es otra cosa que el albeto, la sus­tancia plateada de las escamas del alburno, conservado en amon�aco. No tiene valor alguno.

‑Quiz� fuera por eso por lo que Kat Tender se cas� con otro ‑dijo filos�ficamente Ned Land.

‑Pero, volviendo a las perlas de muy alto valor ‑dije‑, no creo que jam�s soberano alguno haya pose�do una superior a la del capit�n Nemo.

-�sta ‑dijo Consed, mostrando una magn�fica perla en la vitrina.

‑Estoy seguro de no equivocarme al asignarle como m�­nimo un valor de dos millones de...

‑De francos ‑dijo vivamente Conseil.

‑S� ‑dije‑, dos millones de francos, sin que le haya costa­do seguramente m�s trabajo que recogerla.

‑�Qui�n nos dice que no podamos ma�ana encontrar otra de tanto valor? ‑dijo Ned Land.

‑�Bah! ‑exclam� Conseil.

‑�Y por qu� no?

‑�Para qu� nos servir�an esos millones, a bordo del Nauti­lus?

‑A bordo, para nada ‑dijo Ned Land‑; pero... fuera...

‑�Oh! �Fuera de aqu�! ‑exclam� Conseil, moviendo la ca­beza.

‑Ned Land tiene raz�n ‑dije‑, y si volvemos alguna vez a Europa o a Am�rica con una perla millonaria, tendremos algo que dar� una gran autenticidad y al mismo tiempo un alto precio al relato de nuestras aventuras.

‑Ya lo creo ‑dijo el canadiense.

Pero Conseil, atra�do siempre por el lado instructivo de las cosas, pregunt�:

‑�Es peligrosa la pesca de perlas?

‑No ‑respond� vivamente‑, sobre todo, si se toman cier­tas precauciones.

‑�Qu� puede arriesgarse en ese oficio? �Tragar unas cuan­tas bocanadas de agua salada? ‑dijo Ned Land.

-Tiene usted raz�n, Ned. A prop�sito ‑dije, tratando de remedar la naturalidad del capit�n Nemo‑, �no tiene usted miedo de los tiburones?

-�Yo? �Miedo yo, un arponero profesional? Mi oficio es burlarme de ellos.

‑Es que no se trata de arponearlos, de izarlos al puente de un barco, de despedazarlos, de abrirles el vientre y arrancar­les el coraz�n para luego echarlos al mar.

‑Entonces, de lo que se trata es de...

‑S�.

‑�En el agua?

‑En el agua.

‑Bien, �con un buen arp�n! �Sabe usted, se�or profesor? Los tiburones tienen un defecto, y es que necesitan ponerse tripa arriba para clavarle los dientes, y mientras tanto...

Daba escalofr�os la forma con que Ned Land dijo eso de �clavarle los dientes�.

-Y t�, Conseil, �qu� piensas de esto?

‑Yo ser� franco con el se�or.

��Vaya! �Menos mal!�, pens�.

‑Si el se�or afronta a los tiburones, no veo por qu� su fiel sirviente no lo har�a con �l.

 

 

3. Una perla de diez millones

 

No pude apenas dormir aquella noche. Los escualos atra­vesaban mis sue�os. Me parec�a tan justa como injusta a la vez esa etimolog�a que hace proceder la palabra francesa con que se designa al tibur�n, requin, de la palabra requiem.

A las cuatro de la ma�ana me despert� el steward que el capit�n Nemo hab�a puesto especialmente a mi servicio. Me levant� r�pidamente, me vest� y pas� al sal�n, donde ya se hallaba el capit�n Nemo.

‑�Est� usted dispuesto, se�or Aronnax?

‑Lo estoy, capit�n.

‑Entonces, s�game.

‑�Y mis compa�eros?

‑Nos est�n esperando ya.

-�No vamos a ponernos las escafandras?

‑Todav�a no. No he acercado el Nautilus a la costa, y esta­mos bastante lejos del banco de Manaar. Pero he hecho pre­parar la canoa, que nos conducir� al punto preciso de de­sembarco evit�ndonos un largo trayecto. Nos equiparemos con los trajes de buzo en el momento de dar comienzo a esta exploraci�n submarina.

El capit�n Nemo me condujo hacia la escalera central, cu­yos pelda�os terminaban en la plataforma. Ned y Conseil es­taban ya all�, visiblemente contentos de la �placentera expe­dici�n� que se preparaba.

Cinco marineros nos esperaban en la canoa adosada al flanco del Nautilus.

A�n era de noche. Las nubes cubr�an el cielo, dejando apenas entrever algunas estrellas. Dirig� la mirada a tierra, pero no vi m�s que una l�nea confusa que cerraba las tres cuartas partes del horizonte del Sudoeste al Noroeste. El Nautilus hab�a costeado durante la noche la regi�n occiden­tal de Ceil�n y se hallaba al Oeste de la bah�a, o m�s bien del golfo que forma con ese pa�s la isla de Manaar. All�, bajo sus oscuras aguas, se extend�a el banco de madreperlas sobre m�s de veinte millas de longitud.

El capit�n Nemo, Conseil, Ned Land y yo nos instalamos a popa. Un marinero se puso al tim�n, mientras los otros cua­tro tomaban los remos. Se larg� la boza y nos alejamos del Nautilus, con rumbo Sur. Los remeros trabajaban sin prisa. Observ� que sus vigorosos movimientos se suced�an cada diez segundos, seg�n el m�todo generalmente usado por las marinas de guerra.

Mientras corr�a la embarcaci�n por su derrotero, las go­tas l�quidas golpeaban a los remos crepitando como esquir­las de plomo fundido. Un ligero oleaje imprim�a a la canoa un peque�o balanceo, y las crestas de algunas olas chapotea­ban en la proa.

�bamos silenciosos. �En qu� pensaba el capit�n Nemo? Tal vez en esa tierra hacia la que se aproximaba y que deb�a pa­recerle excesivamente cercana, al contrario que al canadien­se, para quien deb�a estar excesivamente lejana. Conseil iba como un simple curioso.

Hacia las cinco y media empez� a acusarse m�s netamen­te en el horizonte la l�nea superior de la costa. Bastante llana por el Este, se elevaba un poco hacia el Sur. Cinco millas nos separaban todav�a de ella y su perfil se confund�a a�n con las aguas brumosas. Entre la costa y nosotros, el mar desierto. Ni un barco, ni un buceador. Soledad profunda en este lugar de cita de los pescadores de perlas. Tal como hab�a dicho el capit�n Nemo, lleg�bamos a estos parajes con un mes de an­ticipaci�n.

A las seis, se hizo s�bitamente de d�a, con esa rapidez pe­culiar de las regiones tropicales, que no conocen ni la aurora ni el crep�sculo. Los rayos solares atravesaron la cortina de nubes amontonadas en el horizonte oriental y el astro ra­diante se elev� r�pidamente.

Vi entonces con toda claridad la tierra sobre la que se ele­vaban algunos �rboles dispersos.

La canoa avanz� hacia la isla de Manaar que tomaba una forma redondeada por el Sur. El capit�n Nemo se puso en pie y observ� el mar. A una se�al suya, se ech� el ancla. La cadena corri� apenas, pues el fondo no estaba a m�s de un metro en aquel lugar, uno de los m�s elevados del banco de madreperlas. La canoa gir� en seguida en torno a su ancla, por el empuje del reflujo.

‑Ya hemos llegado, se�or Aronnax ‑dijo el capit�n Nemo-. En esta cerrada bah�a, dentro de un mes se reunir�n los numerosos barcos de los pescadores y los buceadores se sumergir�n audazmente en su rudo trabajo. La disposici�n de la bah�a es magn�fica para este tipo de pesca, al hallarse abrigada de los vientos. El oleaje no es nunca demasiado fuer­te, lo que favorece el trabajo de los buceadores. Vamos a po­nernos las escafandras, para comenzar nuestra expedici�n.

No respond�, y sin dejar de mirar aquellas aguas sospe­chosas, comenc� a ponerme mi pesado traje marino, ayuda­do por los marineros. El capit�n Nemo y mis dos compa�e­ros se estaban vistiendo tambi�n. Ninguno de los hombres del Nautilus iba a acompa�arnos en esta nueva excursi�n.

No tardamos en hallarnos aprisionados hasta el cuello en los trajes de caucho, con los aparatos de aire fijados a la es­palda por los tirantes.

En esa ocasi�n no eran necesarios los aparatos Ruhm­korff. Antes de introducir mi cabeza en la c�psula de cobre, se lo hab�a preguntado al capit�n.

‑No nos ser�an de ninguna utilidad ‑me hab�a respondi­do el capit�n Nemo‑. No iremos a grandes profundidades y nos iluminar� la luz del sol. Adem�s, no es prudente llevar bajo estas aguas una linterna el�ctrica, que podr�a atraer inopinadamente a alg�n peligroso habitante.

Al decir esto el capit�n Nemo, me volv� hacia Conseil y Ned Land, pero �stos, embutidos ya en su casco met�lico, no pod�an ni o�r ni responder.

Me quedaba por hacer una �ltima pregunta al capit�n Nemo.

‑�Y nuestras armas? �Los fusiles?

‑�Para qu�? �No atacan los monta�eses al oso con un pu­�al? �No es m�s seguro el acero que el plomo? He aqu� un buen cuchillo. P�ngaselo en su cintur�n y partamos.

Mir� a mis compa�eros y les vi armados como nosotros. S�lo que, adem�s, Ned Land esgrim�a un enorme arp�n que hab�a depositado en la canoa antes de abandonar el Nau­tilus.

Luego, siguiendo el ejemplo del capit�n, me dej� poner la pesada esfera de cobre sobre la cabeza.

Nuestros dep�sitos de aire entraron inmediatamente en actividad.

Un instante despu�s, los marineros nos desembarcaron uno tras otro, y tocamos pie a metro y medio de profundi­dad, sobre una arena compacta. El capit�n Nemo nos hizo se�al de seguirle y por una suave pendiente desaparecimos bajo el agua.

Una vez all�, me abandonaron inmediatamente las ideas que atormentaban a mi cerebro, y me hall� completamente tranquilo. La facilidad de mis movimientos aument� mi con­fianza, mientras la rareza del espect�culo cautivaba mi ima­ginaci�n.

La luz solar penetraba con suficiente claridad para hace visibles los menores objetos.

Al cabo de unos diez minutos de marcha, nos hall�bamo a una profundidad de cinco metros y el fondo iba haci�ndo se llano.

A nuestro paso, como una bandada de chochas en una la­guna, levantaban el �vuelo� unos curiosos peces del g�nero de los mon�pteros, sin otra aleta que la de la cola. Reconoc� al javan�s, verdadera serpiente de unos ocho dec�metros de longitud, de vientre l�vido, al que se le confundir�a f�cilmen­te con el congrio de no ser por las rayas doradas de sus flan­cos. En el g�nero de los estromateos, cuyo cuerpo es ovalado y muy comprimido, vi fiatolas de brillantes colores y con una aleta dorsal como una hoz, peces comestibles que una vez secos y puestos en adobo sirven para la preparaci�n de un plato excelente llamado karawade; �tranquebars�, pertene­cientes al g�nero de los apsiforoides, con el cuerpo recubier­to de una coraza escamosa dividida en ocho partes longitu­dinales.

La progresiva elevaci�n del sol aumentaba la claridad en el agua. El suelo iba cambiando poco a poco. A la arena fina su­ced�a una verdadera calzada de rocas redondeadas, revesti­das de un tapiz de moluscos y de zo�fitos. Entre las numero­sas muestras de estas dos ramas, observ� placenos de valvas finas y desiguales, especie de ostr�ceos propios del mar Rojo y del oc�ano �ndico; lucinas anaranjadas de concha orbicu­lar; tarazas; algunas de esas p�rpuras persas que prove�an al Nautilus de un tinte admirable; m�rices de quince cent�me­tros de largo que se ergu�an bajo el agua como manos dis­puestas a hacer presa; las turbinelas, vulgarmente llamadas dientes de perro, erizadas de espinas; l�ngulas anatinas, con­chas comestibles que alimentan los mercados del Indost�n; pelagias pan�piras, ligeramente luminosas, y admirables oculinas fiabeliformes, magn�ficos abanicos que forman una de las m�s ricas arborizaciones de estos mares.

En medio de estas plantas vivas y bajo los ramajes de los hidr�fitos corr�an legiones de torpes articulados: raninas dentadas con sus caparazones en forma de tri�ngulo un poco redondeado; birgos propios de estos parajes y horri­bles partenopes de aspecto verdaderamente repugnante. No menos horroroso era el enorme cangrejo que encontr� va­rias veces, el mismo que fuera observado y descrito por Dar­win. Un cangrejo enorme al que la naturaleza ha dado el ins­tinto y la fuerza necesarios para alimentarse de nueces de coco; trepa por los �rboles de la orilla y hace caer los cocos que se rajan con el golpe y, ya en el suelo, los abre con sus po­derosas pinzas. Bajo el agua, el cangrejo corr�a con una gran agilidad que contrastaba con el lento desplazamiento entre las rocas de los quelonios que abundan en estas aguas del Malabar.

Hacia las siete lleg�bamos por fin al banco de madreper­las en que �stas se reproducen por millones. Estos preciosos moluscos se adher�an fuertemente a las rocas por ese biso de color oscuro que les impide desplazarse. En esto, las ostras son inferiores a las almejas, a las que la naturaleza no ha rehusado toda facultad de locomoci�n.

La meleagrina o madreperla, cuyas valvas son casi igua­les, se presenta bajo la forma de una concha redondeada, de paredes muy espesas y muy rugosas por fuera. Algunas de ellas estaban formadas por varias capas y surcadas de ban­das verduzcas irradiadas desde la punta. Eran ostras j�ve­nes. Las otras, de superficie ruda y negra, que med�an hasta quince cent�metros de anchura, ten�an diez a�os y a�n m�s edad.

El capit�n Nemo me indic� con la mano ese prodigioso amontonamiento de madreperlas, una mina verdaderamen­te inagotable, pues la fuerza creadora de la naturaleza supera al instinto destructivo del hombre. Fiel a ese instinto, Ned Land se apresuraba a llenar con los m�s hermosos ejempla­res un saquito que hab�a tomado consigo.

Pero no pod�amos detenernos. Hab�a que seguir al capi­t�n, que parec�a dirigirse por senderos tan s�lo por �l cono­cidos. El suelo ascend�a sensiblemente y a veces al elevar el brazo lo sacaba por encima de la superficie del agua. Luego, el nivel del banco descendi� de nuevo caprichosamente. A menudo deb�amos contornear altas rocas de formas pira­midales. En sus oscuras anfractuosidades, grandes crust�ce­os, apostados sobre sus altas patas como m�quinas de gue­rra, nos miraban con sus ojos fijos, y bajo nuestros pies reptaban diversas clases de nereidos alargando desmesura­damente sus antenas y sus cirros tentaculares.

De repente se abri� ante nosotros una vasta gruta excava­da en un pintoresco conglomerado de rocas tapizadas de flo­ra submarina. En un primer momento, la gruta me pareci� profundamente oscura. Los rayos solares parec�an apagarse en ella por degradaciones sucesivas. Su vaga transparencia no era ya m�s que luz ahogada. El capit�n Nemo entr� en ella y nosotros le seguimos. Mis ojos se acostumbraron pronto a esas tinieblas relativas. Distingu� los arranques de la b�veda, muy caprichosamente torneados, sobre pilares naturales s�lidamente sustentados en su base gran�tica, como las pesadas columnas de la arquitectura toscana.

�Por qu� raz�n nuestro incomprensible gu�a nos llevaba al fondo de aquella cripta submarina? Pronto iba a saberlo.

Tras descender una pendiente bastante pronunciada lle­gamos al fondo de una especie de pozo circular. All� se detu­vo el capit�n Nemo y nos hizo una indicaci�n con la mano. Lo indicado era una ostra de una dimensi�n extraordinaria, una tridacna gigantesca, una pila que habr�a podido conte­ner un lago de agua bendita, un pil�n de m�s de dos metros de anchura y, consecuentemente, m�s grande que la que adornaba el sal�n del Nautilus.

Me acerqu� a aquel molusco fenomenal. Estaba adherido por su biso a una gran piedra gran�tica, y se desarrollaba ais­ladamente all� en las aguas tranquilas de la gruta. Estim� el peso de esa tridacna en no menos de trescientos kilos. Una ostra semejante debe contener unos quince kilos de carne y har�a falta el est�mago de un Gargant�a para comerse unas cuantas docenas.

El capit�n Nemo conoc�a evidentemente la existencia de la ostra. No era la primera vez que la visitaba. Yo pens� que al conducirnos a ese lugar quer�a mostrarnos simplemente una curiosidad natural. Me equivocaba. El capit�n Nemo te­n�a un inter�s particular por comprobar el estado actual de la tridacna.

Las dos valvas del molusco estaban entreabiertas. El capi­t�n se aproxim� e introdujo su pu�al entre las conchas para impedir que se cerraran; luego, con la mano, levant� la t�ni­ca membranosa con franjas en los bordes que formaban el manto del animal. Entre los pliegues foli�ceos vi una perla li­bre del tama�o de un coco. Su forma globular, su perfecta limpidez, su admirable oriente hac�an de ella una joya de un precio inestimable. Llevado de la curiosidad, extend� la mano para cogerla, para sopesarla, para palparla. Pero el ca­pit�n Nemo me contuvo con un gesto negativo, y retirando su cuchillo con un r�pido gesto dej� que las valvas se cerra­ran s�bitamente.

Comprend� entonces que el designio del capit�n Nemo al dejar la perla era la de permitirle aumentar su tama�o. Cada a�o, la secreci�n del molusco a�ad�a nuevas capas conc�n­tricas. S�lo el capit�n Nemo conoc�a la gruta en la que �ma­duraba� ese admirable fruto de la naturaleza. El capit�n Nemo la criaba, por as� decirlo, a fin de trasladarla un d�a a su precioso museo. Tal vez, incluso, siguiendo el ejemplo de los chinos y de los indios, hab�a determinado �l la produc­ci�n de esa perla introduciendo bajo los pliegues del molus­co alg�n trozo de vidrio o de metal recubierto poco a poco por la materia nacarada. En todo caso, la comparaci�n de esa perla con las que yo conoc�a, y con las que brillaban en la colecci�n del capit�n, me daba un valor no inferior a diez millones de francos. Soberbia curiosidad natural y no joya de lujo, pues no hab�a orejas femeninas que pudieran con ella.

La visita a la opulenta ostra hab�a terminado. El capit�n Nemo sali� de la gruta y tras �l ascendimos al banco de ma­dreperlas, en medio de la claridad del agua no turbada a�n por el trabajo de los buceadores.

�bamos cada uno por nuestro lado, pase�ndonos, dete­ni�ndonos o alej�ndonos a capricho. Yo iba ya absolutamen­te despreocupado de los peligros que mi imaginaci�n hab�a exagerado tan rid�culamente. Los fondos se acercaban sen­siblemente a la superficie, hasta que mi cabeza emergi� del agua. Conseil se unio a mi y pegando su esfera met�lica a la m�a me salud� amistosamente con los ojos.

Pero la elevaci�n del fondo se limitaba a unas cuantas toe­sas y pronto nos hallamos nuevamente en nuestro elemento. Pues creo tener ya el derecho de denominarlo as�.

Apenas habr�an pasado diez minutos, cuando el capit�n Nemo se detuvo s�bitamente. Cre� que hac�a alto para vol­ver, pero no fue as�.

Con un gesto nos orden� que nos situ�ramos a su lado, en el fondo de una amplia anfractuosidad. Su mano nos indic� algo en la masa l�quida. Mir� atentamente y vi a unos cinco metros de distancia una sombra que descend�a hacia el fon­do. La inquietante idea de los tiburones volvi� a pasar por mi mente. Pero me equivocaba, no ten�amos que hab�rnos­las con esos monstruos del oc�ano. Era un hombre, un hom­bre vivo, un indio, un negro, un pescador, un pobre diablo, sin duda, que ven�a a la rebusca antes de la cosecha. Vi la qui­lla de su bote a algunos pies por encima de su cabeza. El hombre se sumerg�a y ascend�a sucesivamente. Una piedra entre los pies ligada a su bote por una cuerda constitu�a todo su equipamiento t�cnico para descender m�s r�pidamente al fondo del mar. Una vez llegado al fondo, a unos cinco me­tros de profundidad, se precipitaba a coger, de rodillas, y a llenar su bolsa de todas las madreperlas que pod�a. Luego, se remontaba, vaciaba su bolsa y recomenzaba su operaci�n, que no duraba m�s que treinta segundos.

No pod�a vernos el buceador por hurtarnos a sus miradas la sombra de la roca. Por otra parte, �c�mo hubiera podido sospechar ese pobre indio que unos hombres, sus semejan­tes, pudiesen estar all�, bajo el agua espiando sus movimien­tos sin perder un detalle de su pesca?

No recog�a m�s de una decena de madreperlas a cada in­mersi�n, pues hab�a que arrancarlas del banco al que se aga­rraban por su fuerte biso. �Y cu�ntas de aquellas ostras por las que arriesgaba su vida estaban privadas de perlas!

Yo le observaba con una profunda atenci�n. Realizaba sus maniobras con gran regularidad desde hac�a ya media hora, sin que ning�n peligro pareciera amenazarle. Iba yo familia­riz�ndome con el espect�culo de su actividad, cuando, de repente, en un momento en que se hallaba arrodillado en el suelo, le vi hacer un gesto de espanto, levantarse y tomar im­pulso para subir a la superficie.

La sombra gigantesca que apareci� por encima del bucea­dor me hizo comprender su espanto. Era la de un tibur�n de gran envergadura que avanzaba diagonalmente, con la mi­rada encendida y las mand�bulas abiertas.

Me sent� sobrecogido de horror, incapaz de todo movi­miento.

El voraz animal se lanz� hacia el indio, quien se ech� a un lado y pudo evitar as� la mordedura del tibur�n pero no su coletazo, que le golpe� en el pecho y le derrib� al suelo.

Apenas hab�a durado unos segundos la terrible escena. El tibur�n se revolvi� y se dispon�a a cortar al indio en dos, cuando sent� al capit�n Nemo erguirse a mi lado y avanzar directamente hacia el monstruo, pu�al en mano, dispuesto a luchar cuerpo a cuerpo con �l. En el momento en que iba a despedazar al desgraciado pescador, el escualo advirti� la presencia de su adversario y se dirigi� derecho hacia �l.

A�n estoy viendo la postura del capit�n Nemo. Replega­do en s� mismo, esperaba con extraordinaria sangre fr�a la acometida del formidable escualo. Cuando �ste se precipit� contra �l, el capit�n se ech� a un lado con una prodigiosa agilidad, evit� el choque y le hundi� su pu�al en el vientre. Pero con ese golpe no acab� sino que comenz� el combate. Un combate terrible.

El tibur�n hab�a rugido, si se puede decir as�. Sal�a a olea­das la sangre de su herida. El mar se ti�� de rojo y no vi nada m�s a trav�s de ese l�quido opaco. Nada m�s hasta que, en el momento en que se aclar� algo el agua, hallamos al audaz capit�n agarrado a una de las aletas del animal, luchando cuerpo a cuerpo, asest�ndole una serie de pu�aladas al vien­tre, pero sin poder darle el golpe definitivo, es decir, alcan­zarle en pleno coraz�n. Al debatirse, el escualo agitaba fu­riosamente el agua y las trombas que produc�a estuvieron a punto de derribarme.

Yo hubiera querido socorrer al capit�n, pero el espanto me clavaba al suelo. Miraba despavorido y ve�a modificarse las fases de la lucha. Derribado por la fuerza inmensa de aquella masa, el capit�n cay� al suelo. Las mand�bulas del ti­bur�n se abrieron desmesuradamente como una guillotina, y en ellas hubiera acabado el capit�n si, r�pido como el rayo, Ned Land, arp�n en mano, no hubiera golpeado con �l al ti­bur�n.

El agua se ahog� en una masa de sangre agitada con un indescriptible furor por los movimientos del escualo. Ned Land no hab�a fallado el golpe. Eran los estertores del mons­truo. Golpeado en el coraz�n, se debat�a en unos espasmos espantosos que convulsionaban el agua con una violencia tal que Conseil cay� al suelo.

Mientras tanto, Ned Land ayudaba a incorporarse al capi­t�n, que estaba indemne. El capit�n Nemo se dirigi� inme­diatamente hacia el indio, cort� la cuerda que le ataba a la piedra, lo tom� en sus brazos y de un vigoroso golpe de tal�n ascendi� a la superficie del mar, seguido de nosotros tres. En algunos instantes, milagrosamente salvados, alcan­zamos la barca del pescador.

El primer cuidado del capit�n Nemo fue el de reanimar al infortunado pescador. No sab�a yo si lo lograr�a, aunque as� lo esperaba porque su inmersi�n no hab�a sido demasiado larga. Pero el coletazo del tibur�n pod�a haberle herido de muerte.

Afortunadamente, vi como poco a poco iba reanim�ndo­se bajo las vigorosas fricciones de Conseil y del capit�n. El hombre abri� los ojos. �Cu�n grande debi� ser su sorpresa, incluso su espanto, al ver las cuatro cabezas de cobre que se inclinaban sobre �l! �Y qu� pudo pensar cuando el capit�n Nemo le puso en la mano un saquito de perlas que hab�a sa­cado de un bolsillo de su traje? El pobre indio de Ceil�n acept� con una mano temblorosa la magn�fica limosna del hombre de las aguas. Sus ojos desencajados indicaban que no sab�an a qu� seres sobrehumanos deb�a a la vez la fortu­na y la vida.

A una se�al del capit�n, nos sumergimos nuevamente y, siguiendo el camino ya recorrido, al cabo de media hora de marcha encontramos el ancla que fijaba al suelo la canoa del Nautilus.

Una vez embarcados, nos desembarazamos de nuestras escafandras con la ayuda de los marineros.

Las primeras palabras del capit�n Nemo fueron para el canadiense.

‑Gracias, se�or Land.

‑Es mi desquite, capit�n ‑respondi� Ned Land‑. Se lo de­b�a.

Un asomo de sonrisa aflor� a los labios del capit�n. Eso fue todo.

‑Al Nautilus ‑orden�.

La embarcaci�n se deslizaba r�pidamente. Algunos mi­nutos despu�s, vimos el cad�ver del tibur�n flotando sobre el agua. Por el color negro de la extremidad de sus aletas re­conoc� al terrible melan�ptero del mar de las Indias, de la es­pecie de los tiburones propiamente dichos. Su longitud so­brepasaba los veinticinco pies; su enorme boca ocupaba el tercio de su cuerpo. Era un adulto, como se ve�a por las seis hileras de dientes en forma de tri�ngulos is�sceles sobre la mand�lula superior.

Conseil le miraba con un inter�s cient�fico, y estoy seguro de que lo clasificaba, no sin raz�n, en la clase de los cartilagi­nosos, orden de los condropterigios de branquias fijas, fa­milia de los selacios, g�nero de los escualos.

Mientras miraba yo aquella masa inerte, una docena de esos voraces melan�pteros apareci� de repente en torno a nuestra embarcaci�n. Pero sin preocuparse de nosotros, se lanzaron sobre el cad�ver y se disputaron sus pedazos y has­ta sus jirones.

A las ocho y media est�bamos ya de regreso a bordo del Nautilus.

All� pude reflexionar ya con calma sobre los incidentes de nuestra excursi�n al banco de Manaar. Dos conclusiones se derivaban inevitablemente de esos incidentes: la demostra­ci�n por el capit�n Nemo de su audacia sin igual, por una parte, y, por otra, la de su abnegaci�n por un ser humano, por uno de los representantes de la especie de la que �l hu�a bajo los mares. Dijera lo que dijese, ese hombre extra�o no hab�a conseguido matar en �l sus sentimientos, su humani­dad.

Al hacerle esta observaci�n, �l me respondi� con estas pa­labras no exentas de una cierta emoci�n:

‑Ese indio, se�or profesor, es un habitante del pa�s de los oprimidos, y yo soy a�n, y lo ser� hasta mi muerte, de ese pa�s.

 

 

4. El mar Rojo

 

Durante la jornada del 29 de enero, la isla de Ceil�n de­sapareci� del horizonte, y el Nautilus, a una velocidad de veinte millas por hora, se desliz� por el laberinto de cana­les que separan las Maldivas de las Laquedivas. Coste� la isla de Kittan, tierra de origen madrep�rico descubier­ta en 1499 por Vasco de Gama, una de las principales is­las del archipi�lago de las Laquedivas, situado entre 100 y 140 30 'de latitud septentrional y 690 y 500 72' de longitud oriental.

Hab�amos recorrido en ese momento diecis�is mil dos­cientas veinte millas o siete mil quinientas leguas desde nuestro punto de partida en los mares del Jap�n.

Al d�a siguiente, 30 de enero, no hab�a ninguna tierra a la vista cuando el Nautilus emergi� a la superficie, en su ruta Norte‑Noroeste hacia el mar de Om�n, que se extiende entre las pen�nsulas ar�biga e indost�nica y sirve de desemboca­dura al Golfo P�rsico.

�Hacia qu� nos conduc�a esa ruta sin salida? �Ad�nde nos llevaba el capit�n Nemo? No lo sab�a, y eso no satisfizo nada al canadiense.

-Vamos, Ned, a donde nos lleve el capricho del capit�n.

‑Pero ese capricho no puede llevarnos lejos ‑respondi� el canadiense‑. El Golfo P�rsico no tiene salida y si nos aden­tramos en �l no tardaremos en volver sobre nuestros pasos.

‑Pues bien, volveremos, y si despu�s del Golfo P�rsico el Nautilus quiere visitar el mar Rojo, ah� est� el estrecho de Bab el Mandeb para abrirle paso.

‑No le ense�ar� nada, se�or, si le digo que el mar Rojo no est� menos cerrado que el golfo, puesto que el istmo de Suez no est� a�n horadado, y que aunque lo estuviese ya un barco misterioso como el nuestro no se arriesgar�a en sus canales cortados por las esclusas. Luego el mar Rojo no puede ser to­dav�a el camino que nos lleve a Europa.

-Yo no he dicho que volvamos a Europa.

-Entonces �qu� es lo que usted supone?

‑Yo supongo que tras haber visitado estos curiosos para­jes de Arabia y Egipto, el Nautilus volver� a descender por el oc�ano Indico, quiz� a trav�s del canal de Mozambique, qui­z� a lo largo de las Mascare�as, hacia el cabo de Buena Espe­ranza.

‑�Y una vez en el cabo de Buena Esperanza? ‑pregunt� el canadiense con una insistencia muy particular.

‑Bien, entonces penetraremos por vez primera en el Atl�ntico. Pero, d�game, amigo Ned, �es que est� cansado ya de este viaje submarino? �Acaso le hast�a el espect�culo siempre cambiante de estas maravillas submarinas? En cuanto a m�, debo decirle que me disgustar�a ahora dar por terminado un viaje que a tan pocos hombres les ha sido dado poder hacer.

‑Pero �se da usted cuenta, se�or Aronnax, que hace ya tres meses que estamos aprisionados a bordo de este Nautilus?

-No, Ned, no quiero darme cuenta, yo no cuento los d�as ni las horas.

‑�Y cu�ndo va a acabar esta situaci�n?

‑La conclusi�n vendr� a su tiempo. Adem�s, no podemos hacer nada, y estamos discutiendo in�tilmente. Si viniera usted a decirme: �Se nos ofrece una oportunidad de eva­si�n�, la discutir�a con usted. Pero no es �ste el caso, y para hablarle con toda franqueza, no creo que el capit�n Nemo se aventure nunca por los mares europeos.

Tan breve di�logo har� ver que, fan�tico del Nautilus, ha­b�a llegado yo a encarnarme en la piel de su comandante.

Ned Land termin� esa conversaci�n rezongando estas pa­labras que se dec�a a s� mismo:

‑Todo eso est� muy bien, pero para m�, donde hay coer­ci�n, no hay placer posible.

Durante cuatro d�as, hasta el 3 de febrero, el Nautilus visi­t� el mar de Om�n, a diversas velocidades y a diferentes pro­fundidades. Parec�a navegar al azar, como si dudara de la ruta a seguir, pero no sobrepas� el tr�pico de C�ncer.

Al abandonar el mar de Om�n avistamos por un instante Mascate, la m�s importante ciudad del pa�s de Om�n. Me admir� su extra�o aspecto en medio de las negras rocas que la rodean en contraste con sus blancas casas y sus fuertes. Vi las c�pulas redondeadas de sus mezquitas, la punta elegante de sus alminares, sus frescas y verdes terrazas. Pero no fue m�s que una r�pida visi�n, tras la cual el Nautilus se sumer­gi� nuevamente en las aguas oscuras de esos parajes.

Naveg� luego a una distancia de seis millas a lo largo de las costas ar�bigas de Mahrah y de Hadramaut, con su l�nea ondulada de monta�as en las que se ve�an algunas antiguas ruinas.

El 5 de febrero entr�bamos en el golfo de Aden, verdadero embudo introducido en ese cuello de botella que es el estre­cho de Bab el Mandeb por el que pasan las aguas del Indico al mar Rojo.

El 6 de febrero, el Nautilus se hallaba a la vista de Aden, situada en lo alto de un promontorio que un estrecho ist­mo une al continente. Aden es una especie de Gibraltar inaccesible, con sus fortificaciones que han restaurado los ingleses tras su conquista en 1839. Pude entrever los alminares octogonales de esta ciudad que fue antiguamente, seg�n el historiador Edrisi, el centro comercial m�s rico de la costa.

Llegados a tal punto, yo cre� que el capit�n Nemo iba a re­troceder, pero me equivocaba y, con gran sorpresa por mi parte, no lo hizo.

Al d�a siguiente, 7 de febrero, emboc�bamos el estrecho de Bab el Mandeb, nombre que en lengua �rabe significa �la puerta de las l�grimas�. De veinte millas de anchura, su lon­gitud no excede de cincuenta y dos kil�metros. Para el Nau­tilus, lanzado a toda velocidad, su traves�a fue apenas asunto de una hora. Pero no pude ver nada, ni tan siquiera la isla de Perim, fortificada por el gobierno brit�nico para mejor pro­teger Aden. Eran demasiados los vapores ingleses o france­ses, de las l�neas de Suez a Bombay, a Calcuta, a Melburne, a Bourbon y a Mauricio, que surcaban aquel estrecho paso, para que el Nautilus tratara de mostrarse. Ello hizo que se mantuviera prudentemente entre dos aguas. A mediod�a es­t�bamos ya surcando las aguas del mar Rojo.

El mar Rojo, lago c�lebre de tradiciones b�blicas, no re­frescado apenas por las lluvias ni regado por ning�n r�o im­portante, est� sometido a una excesiva evaporaci�n que le hace perder anualmente una masa l�quida de metro y medio de altura. Singular golfo este, que, cerrado, en las condicio­nes de un lago, quedar�a tal vez enteramente desecado. Tiene menos recursos a este respecto que sus vecinos, el Caspio y el mar Muerto, cuyos niveles han descendido solamente has­ta el punto en que su evaporaci�n ha igualado el caudal de las aguas que reciben.

El mar Rojo tiene una longitud de dos mil seiscientos ki­l�metros y una anchura media de doscientos cuarenta. En tiempos de los Ptolomeos y de los emperadores romanos fue la gran arteria comercial del mundo. La horadaci�n del ist­mo habr� de restituirle su antigua importancia, ya recupera­da en parte por el ferrocarril de Suez.

Ni tan siquiera trat� yo de comprender la raz�n del capri­cho que hab�a inducido al capit�n Nemo a meternos en ese golfo, pero aprob� sin reservas que lo hiciera. El Nautilus se desplazaba con una velocidad media, ya manteni�ndose en la superficie ya sumergi�ndose para evitar a los nav�os, y as� pude yo observar el interior y el exterior de ese mar tan cu­rioso.

El 8 de febrero, en la madrugada, avistamos Moka, ciudad ahora en ruinas con unas murallas que se desmoronan al solo ruido de un ca�onazo y que apenas si dan protecci�n a unas verdes palmeras. Ciudad importante en otro tiempo, con seis mercados p�blicos, veintisiete mezquitas y unas mura­llas, entonces defendidas por catorce fuertes, que formaban un cintur�n de tres kil�metros.

El Nautilus se aproxim� luego a las orillas africanas, don­de la profundidad del mar es m�s considerable. All�, entre dos aguas de una limpidez cristalina, pudimos ver, por nues­tros cristales, admirables �matorrales� de brillantes corales y vastos muros rocosos revestidos de un espl�ndido tapiz verde de algas y de fucos. �Qu� indescriptible espect�culo y qu� variedad de paisajes en las rasaduras de esas rocas y de esas islas volc�nicas que confinan con las costas libias! Pero fue en las orillas orientales, a las que no tard� en llegar el Nautilus, donde las arborescencias aparecieron en toda su belleza, en las costas del Tehama, pues all� esas exhibiciones de zo�fitos no solamente florec�an bajo el mar, sino que for­maban tambi�n pintorescos entrelazamientos que se desa­rrollaban a diez brazas por encima, m�s caprichosos pero menos coloreados que aqu�llos cuyo frescor era mantenido por la h�meda vitalidad de las aguas.

�Cu�ntas horas maravillosas pas� as� en el observatorio del sal�n! �Cu�ntas muestras nuevas de la flora y de la fauna submarinas pude admirar a la luz de nuestro fanal el�ctrico! Fungias agariciformes, actinias de color pizarroso, entre otras la thalassianthus aster, tub�poras dispuestas como flautas a la espera del soplo del dios Pan, conchas propias de este mar, que se establecen en las excavaciones madrep�ri­cas, con la base contorneada en una breve espiral, y mil es­pec�menes de un pol�pero que a�n no hab�a observado, la vulgar esponja.

La clase de los espongiarios, primera del grupo de los p�­lipos, ha sido creada precisamente por ese curioso producto de utilidad indiscutible. La esponja no es un vegetal como creen a�n algunos naturalistas, sino un animal de �ltimo or­den, un pol�pero inferior al del coral. Su animalidad no es dudosa, y ni tan siquiera es ya admisible la opini�n de los antiguos que la consideraban como un ser intermedio entre la planta y el animal. Debo decir, sin embargo, que los natu­ralistas no se han puesto de acuerdo sobre el modo de orga­nizaci�n de la esponja. Para unos, es un pol�pero, y para otros, como, por ejemplo, Milne‑Edwards, es un individuo aislado y �nico.

La clase de los espongiarios contiene unas trescientas es­pecies que se encuentran en un gran n�mero de mares e in­cluso en algunos r�os, lo que les da el nombre de fluvi�tiles. Pero sus aguas predilectas son las del Mediterr�neo, archi­pi�lago griego, costa siria y mar Rojo. All� se reproducen y se desarrollan esas esponjas finas y suaves cuyo valor se eleva hasta ciento cincuenta francos, la esponja rubia de Siria, la dura de Berber�a, etc. Pero como no pod�a esperar estudiar esos zo�fitos en el Mediterr�neo, del que nos separaba el in­franqueable istmo de Suez, me content� con observarlos en el mar Rojo.

Llam� a Conseil a mi lado y ambos nos pusimos a obser­var, mientras el Nautilus se deslizaba lentamente a ras de las rocas de la costa oriental, a una profundidad media de ocho a nueve metros.

Crec�an all� esponjas de todas las formas: pediculadas, fo­li�ceas, globulares y digitadas. Esas formas justificaban con bastante exactitud esos nombres de canastillas, c�lices, ruecas, asta de ciervo, pata de le�n, cola de pavo real, guante de Neptuno, que les han atribuido los pescadores, m�s po�ticos que los sabios. De su tejido fibroso, impregnado de una sus­tancia gelatinosa semifluida, manaban incesantemente cho­rritos de agua que, tras haber llevado la vida a cada c�lula, eran expulsados por un movimiento contr�ctd. Esa sustan­cia desaparece tras la muerte del p�lipo, y se pudre liberan­do amon�aco. Entonces no quedan m�s que las fibras c�r­neas o gelatinosas con un tinte rojizo de que se compone la esponja dom�stica, empleada para usos diversos seg�n su grado de elasticidad, permeabilidad o resistencia a la mace­raci�n.

Los pol�peros se adher�an a las rocas, a las conchas de los moluscos, e incluso a los tallos de los hidr�fitos. Guarnec�an las m�s peque�as anfractuosidades, irgui�ndose unos y col­gando otros, como excrecencias coral�genas. Le inform� a Conseil de las t�cnicas de pesca de las esponjas, ya efectuada con dragas ya a mano. Este �ltimo m�todo, muy similar al usado con las perlas, tambi�n con buceadores, es preferible, pues al respetar el tejido del pol�pero le deja un valor muy superior.

Los otros zo�fitos que pululaban cerca de los espongla­rios consist�an principalmente en medusas de una especie muy elegante. Los moluscos estaban principalmente repre­sentados por diversas variedades de calamares, que, seg�n D'Orbigny, son de un tipo espec�fico del mar Rojo, y los rep­tiles, por tortugas virgata, pertenecientes al g�nero de los quelonios, que proporcionaron a nuestra mesa un plato sano y delicado.

Numerosos eran tambi�n los peces, y muchos de ellos muy notables. Las redes del Nautilus sub�an frecuentemente a bordo rayas, entre ellas unas de forma ovalada y de color ladrilloso, con el cuerpo lleno de manchas azules desiguales, reconocibles por su doble aguij�n dentado; arnacks de dor­so plateado; pastinacas de cola en forma de sierra; mantas de dos metros de largo que ondulaban entre las aguas; aodon­tes, as� llamados por su absoluta carencia de dientes, cartila­ginosos pr�ximos a los escualos; ostracios‑dromedarios, cuya giba terminaba en un aguij�n curvado de un pie y me­dio de longitud; ofidios, verdaderas murenas de cola platea­da, lomo azulado y pectorales oscuros bordeados por una estr�a gris�cea; un esc�mbrido parecido al rodaballo, lista­do de rayas de oro y ornado de los tres colores de Francia; soberbios car�ngidos, decorados con siete bandas transver­sales de un negro magn�fico, de azules y amarillos en las ale­tas, y de escamas de oro y plata; centropodos; salmonetes ro­jizos y dorados con la cabeza amarilla; escaros, labros, balistes, gobios, etc., y muchos otros comunes a los oc�anos que hab�amos atravesado ya.

El 9 de febrero, el Nautilus se hallaba en la parte m�s an­cha del mar Rojo, la comprendida entre Suakin, en la costa occidental, y Quonfodah, en la oriental, separadas por cien­to noventa millas. Al mediod�a, el capit�n Nemo subi� a la plataforma donde ya me hallaba yo. Me hab�a prometido a m� mismo que no le dejar�a descender sin antes haberle pre­guntado cu�les eran sus proyectos. Pero nada m�s verme se dirigi� a m� y me ofreci� amablemente un cigarro.

‑Y bien, se�or profesor, �le gusta el mar Rojo? �Ha podi­do usted observar las maravillas que recubre, sus peces y sus zo�fitos, sus parterres de esponjas y sus bosques de coral? �Ha entrevisto usted las ciudades ribere�as?

‑S�, capit�n Nemo, y el Nautilus se ha prestado maravi­llosamente a estas observaciones. �Ah! �Es un barco inteli­gente!

-S�, se�or, inteligente, audaz e invulnerable. No teme ni a las terribles tempestades del mar Rojo, ni a sus corrientes, ni a sus escollos.

‑En efecto, este mar ha sido calificado como uno de los peores, y si no recuerdo mal, en tiempos de los antiguos su reputaci�n era detestable.

‑Detestable, en efecto, se�or Aronnax. Los historiadores griegos y latinos no hablaban muy bien de �l, y Estrab�n dijo que era particularmente duro en las �pocas de los vientos etesios y de la estaci�n de lluvias. El �rabe Edrisi, que lo des­cribi� bajo el nombre de Colzum, cuenta que los nav�os se destrozaban en gran n�mero en sus bancos de arena y que nadie se arriesgaba a navegar de noche. Es, dec�a, un mar so­metido a terribles huracanes, sembrado de islas inh�spitas y que no �ofrece nada bueno� ni en sus profundidades ni en su superficie. Y tal es la opini�n tambi�n de Arriano, Agat�r­quides y Artemidoro.

‑Bien claro est� que estos historiadores no navegaron a bordo del Nautilus.

‑Ciertamente ‑respondi� sonriente el capit�n‑, y a este respecto, los modernos no est�n m�s adelantados que los antiguos. Han sido necesarios siglos para descubrir la po­tencia mec�nica del vapor. �Qui�n sabe si de aqu� a cien a�os podr� verse un segundo Nautilus! �Los progresos son tan lentos, se�or Aronnax!

‑Es cierto. Su nave se adelanta en un siglo, en varios, tal vez, a su �poca. �Qu� l�stima que semejante invento deba pe­recer con su creador!

El capit�n Nemo no respondi�. Tras algunos minutos de silencio, dijo:

‑Hablaba usted antes de la opini�n de los historiadores de la Antig�edad sobre los peligros de la navegaci�n por el mar Rojo...

‑As� es, pero �no eran un poco exagerados sus temores?

‑S� y no, se�or Aronnax ‑me respondi� el capit�n Nemo, que parec�a conocer a fondo �su mar Rojo�‑. Lo que ya no es peligroso para un nav�o moderno, bien aparejado y s�lida­mente construido, due�o de su direcci�n gracias al d�cil va­por, se presentaba lleno de riesgos para los barcos de los antiguos. Hay que imaginarse lo que era para aquellos nave­gantes aventurarse en el mar con barcas hechas de planchas unidas con cuerdas de palmeras, calafateadas con resina y con grasa de perro marino. No ten�an ni siquiera instru­mentos Para orientarse y navegaban a la estima, en medio de corrientes que apenas conoc�an. En tales condiciones, los naufragios eran y deb�an ser numerosos. Pero en nuestra �poca, los vapores que hacen servicio entre Suez y los mares del Sur no tienen ya nada que temer de la violencia de este golfo, pese a los monzones contrarios. Sus capitanes y sus pasajeros no tienen que hacer ya sacrificios propiciatorios al partir, ni ir al templo m�s pr�ximo, al regreso, a dar las gra­cias a los dioses.

‑Convengo en ello -dije‑ y en que el vapor parece haber matado el agradecimiento en el coraz�n de los marinos. Pero, capit�n, puesto que parece que ha estudiado usted a fondo este mar, �podr�a decirme cu�l es el origen de su nombre?

‑Hay numerosas explicaciones a este respecto, se�or Aronna.x. �Quiere conocer la opini�n de un cronista del si­glo XIV?

-D�game.

-Pretende dicho visionario que este mar recibi� su nom­bre tras el paso de los israelitas, cuando el fara�n pereci� en las aguas que hab�an vuelto a cerrarse a la orden de Mois�s:

 

Como signo delportento,

roja torn�se la mar,

y le dieron cognomento

de bermeja, roja mar

 

-Explicaci�n de poeta, capit�n Nemo, que no puede satis­facerme. Le pido su opini�n personal.

‑Mi opini�n personal, se�or Aronnax, es la de que hay que ver en esta denominaci�n de mar Rojo una traducci�n de la palabra hebrea Edrom, y si los antiguos le dieron tal nombre fue a causa de la coloraci�n particular de sus aguas.

-Hasta ahora, sin embargo, no he visto m�s que agua l�m­pida, sin coloraci�n alguna.

‑As� es, pero al avanzar hacia el fondo del golfo ver� usted el fen�meno. Yo recuerdo haber visto la bah�a de Tor com­pletamente roja, como un lago de sangre.

-Y ese color �lo atribuye usted a la presencia de un alga microsc�pica?

‑S�. Es una materia inucilaginosa, de color p�rpura, pro­duc�da por esas algas filamentosas llamadas Tricodesmias, tan diminutas que cuarenta mil de ellas apenas ocupan el es­pacio de un mil�metro cuadrado. Tal vez pueda verlas cuan­do lleguemos a Tor.

‑No es �sta, pues, la primera vez que recorre el mar Rojo a bordo del Nautilus.

‑No.

‑Puesto que antes se refer�a usted al paso de los israelitas y a la cat�strofe de los egipcios, le preguntar� si ha reconocido usted bajo el agua alg�n vestigio de ese hecho hist�rico.

‑No, se�or profesor, y ello por una s�lida raz�n.

‑�Cu�l?

‑La de que el lugar por el que pas� Mois�s con todo su pueblo est� hoy tan enarenado que los camellos apenas pue­den ba�arse las patas. Comprender� usted que mi Nautilus no tiene agua suficiente.

‑�D�nde est� ese lugar?

‑Un poco m�s arriba de Suez, en ese brazo que formaba an­tiguamente un profundo estuario, cuando el mar Rojo se ex­tend�a hasta los lagos Amargos. Fuese milagroso o no el paso, lo cierto es que los israelitas ganaron por all� la Tierra Prome­tida, y all� fue donde pereci� el ej�rcito del fara�n. Yo creo que si se hicieran excavaciones en esos arenales se descubrir�a una gran cantidad de armas y de instrumentos de origen egipcio.

‑Es evidente ‑respond�‑, y hay que esperar que los ar­que�logos realicen alg�n d�a esas excavac�ones cuando se erijan nuevas ciudades en el istmo tras la apertura del canal de Suez. Un canal in�til, por cierto, para un nav�o como el Nautilus.

-Pero de gran utilidad para el mundo entero ‑dijo el capi­t�n Nemo‑. Los antiguos comprendieron la utilidad para su tr�fico comercial de establecer una comunicaci�n entre el mar Rojo y el Mediterr�neo, pero no pensaron en abrir un canal di­recto y tomaron el Nilo como intermediario. Muy probable­mente, el canal que un�a al Nilo con el mar Rojo fue comenza­do bajo Sesostris, de creer a la tradici�n. Lo que es seguro es que, seiscientos quince a�os antes de Jesucristo, Necos em­prendi� las obras de un canal alimentado por las aguas del Nilo, a trav�s de la llanura de Egipto que mira a Arabia. Se re­corr�a el canal en cuatro d�as, y su anchura era suficiente para dejar paso a dos trirremes. Fue continuado por Dar�o, hijo de Hystaspo, y acabado probablemente por Ptolomeo II. Estra­b�n lo vio empleado en la navegaci�n. Pero la escasa pendiente entre su punto de partida, cerca de Bubastis, y el mar Rojo lo hac�a apto para la navegaci�n tan s�lo durante algunos meses al a�o. El canal sirvi� al comercio hasta el siglo de los Antoni­nos. Abandonado, se cubri� de arena hasta que el califa Omar orden� su restablecimiento. Fue definitivamente cegado en el a�o 761 � 762 por el califa Almanzor, para impedir que le lle­garan por �l v�veres a Mohamed ben Abdallah, que se hab�a su­blevado contra �l. Durante su expedici�n a Egipto el general Bonaparte encontr� vestigios del canal en el desierto de Suez, donde, sorprendido por la marea, estuvo a punto de perecer unas horas antes de llegar a Hadjaroth, el lugar mismo en que Mois�s hab�a acampado tres mil trescientos a�os antes que �l.

‑Pues bien, capit�n, lo que no osaron emprender los anti­guos, esta uni�n entre los dos mares, que acortar� en nueve mil kil�metros la traves�a desde C�diz a la India, lo ha hecho el se�or Lesseps, quien dentro de muy poco va a convertir a �frica en una inmensa isla.

‑As� es, se�or Aronnax, y puede usted sentirse orgulloso de su compatriota. Es un hombre que honra tanto a una naci�n como sus m�s grandes capitanes. Como tantos otros, ha comenzado hallando dificultades e incomprensi�n, pero ha triunfado de todo por poseer el genio de la voluntad. Es triste pensar que esta obra, que hubiera debido ser interna­cional, que habr�a bastado por s� sola para ilustrar a un rei­no, no hallar� culminaci�n m�s que por la energ�a de un solo hombre. �Gloria, pues, al se�or de Lesseps!

‑S�, �gloria a este gran ciudadano! ‑respond�, sorprendi­do por el tono con que el capit�n Nemo acababa de hablar.

‑Desgraciadamente ‑continu� diciendo‑ no puedo con­ducirle a trav�s de ese canal de Suez, pero podr� usted ver los largos muelles de Port‑Said, pasado ma�ana, cuando este­mos en el Mediterr�neo.

‑�En el Mediterr�neo! ‑exclam�.

‑S�, se�or profesor. �Le asombra?

‑Lo que me asombra es pensar que podamos llegar pasa­do ma�ana.

‑�De veras?

‑S�, capit�n, aunque ya deber�a estar acostumbrado a no sorprenderme ante nada desde que estoy con usted.

‑Pero �qu� es lo que le sorprende tanto?

‑�Qu� va a ser? La incre�ble velocidad que deber� usted exigir al Nautilus para que pueda estar pasado ma�ana en el Mediterr�neo tras haber dado la vuelta a �frica y doblado el cabo de Buena Esperanza.

‑Pero �qui�n le ha dicho que vamos a dar la vuelta a �fri­ca? �Qui�n ha hablado del cabo de Buena Esperanza?

‑�Pero ... ! A menos que el Nautilus pase por encima del ist­mo, navegando por tierra firme...

‑O por debajo, se�or Aronnax.

‑�Por debajo?

‑S� ‑respondi� tranquilamente el capit�n Nemo‑. Desde hace mucho tiempo, la naturaleza ha hecho bajo esta lengua de tierra lo que los hombres est�n haciendo hoy en su super­ficie.

‑�C�mo! �Hay un paso?

-S�, un paso subterr�neo al que yo he dado el nombre de T�nel Ar�bigo, y que partiendo desde un poco m�s abajo de Suez acaba en el golfo de Pelusa.

-Pero �no est� compuesto el istmo de arenas movedizas?

‑S�lo hasta una cierta profundidad. A cincuenta metros hay una s�lida base de roca.

Cada vez m�s sorprendido, pregunt�:

‑�Es el azar el que le ha permitido descubrir ese paso?

‑El azar y el razonamiento, y dir�a que m�s el razona­miento que el azar.

‑Capit�n, le escucho, pero mis o�dos se resisten a o�r lo que oyen.

‑�Ah! Aures habent et non aud�ent, siempre ha sido as�. Bien, no s�lo existe el paso, sino que yo lo he atravesado varias veces. Si no, no me hubiera aventurado hoy en el mar Rojo.

‑�Ser�a indiscreto preguntarle c�mo descubri� ese t�nel?

-No puede haber nada secreto entre hombres que no de­ben separarse nunca.

Haciendo caso omiso de su insinuaci�n, esper� el relato del capit�n Nemo.

‑Se�or profesor, fue un simple razonamiento de natura­lista lo que me condujo a descubrir este paso, que soy el �ni­co en conocer. Yo hab�a observado que en el mar Rojo y en el Mediterr�neo exist�an peces de especies absolutamente id�nticas: of�didos, p�rcidos, ater�nidos, exoc�tidos, budio­nes, larnpugas, etc. Convencido de este hecho, me pregunt� si no existir�a una comunicaci�n entre los dos mares. Pesqu� un gran n�mero de peces en las cercan�as de Suez, les puse en la cola un anillo de cobre y los devolv� al mar. Algunos meses m�s tarde, en las costas de Siria pesqu� varios peces anillados. Estaba demostrada la comunicaci�n entre ambos mares. La busqu� con mi Nautilus, la descubr�, y me aventu­r� por ella. Y dentro de muy poco usted tambi�n habr� fran­queado mi t�nel ar�bigo, se�or profesor.

 

 

5. �Arabian Tunnel�

 

Aquel mismo d�a refer� a Conseil y a Ned Land cuanto de aquella conversaci�n pod�a interesarles directamente. Al in­formarles de que dentro de dos d�as estar�amos en aguas del Mediterr�neo, Conseil palmote� de contento, pero el cana­diense se alz� de hombros.

‑�Un t�nel submarino! �Una comunicaci�n entre los dos mares! �Qui�n ha o�do hablar de tal cosa?

‑Amigo Ned ‑respondi� Conseil-, �hab�a o�do usted ha­blar alguna vez del Nautilus? No, y, sin embargo, existe. Lue­go, no se alce de hombros tan a la ligera, y no rechace nada bajo pretexto de que nunca ha o�do hablar de ello.

‑Ya veremos ‑replic� Ned Land, moviendo la cabeza‑. Despu�s de todo, nadie desea m�s que yo creer en la existen­cia de ese paso, y haga el cielo que el capit�n nos conduzca al Mediterr�neo.

Aquella misma tarde, a 210 30� de latitud Norte, el Nauti­lus, navegando en superficie, se aproxim� a la costa �rabe. Pude ver Yidda, importante factor�a comercial para Egipto, Siria, Turqu�a y la India. Distingu� claramente el conjunto de sus construcciones, los nav�os amarrados a lo largo de los muelles y los fondeados en la rada por su excesivo calado. El sol, ya muy bajo en el horizonte, deba de lleno en las casas de la ciudad, haciendo resaltar su blancura. En los arrabales, las caba�as de madera o de ca�as indicaban las zonas habitadas por los beduinos.

Pronto Yidda se esfum� en las sombras crepusculares, y el Nautilus se sumergi� en las aguas, ligeramente fosforescentes.

Al d�a siguiente, 10 de febrero, aparecieron varios barcos que llevaban rumbo opuesto al nuestro, y el Nautilus volvi� a sumergirse, pero a mediod�a, hall�ndose desierto el mar, emergi� nuevamente a la superficie.

Acompa�ado de Ned Land y de Conseil fui a sentarme en la plataforma. La costa se dibujaba al Este como una masa esfumada en la bruma.

Adosados al costado de la canoa, habl�bamos de unas co­sas y otras, cuando Ned Land, con la mano tendida hacia un punto del mar, me dijo:

‑�No ve usted nada, all�, se�or profesor?

‑No, Ned, pero ya sabe usted que yo no tengo su vista.

‑Mire bien, all�, por estribor, casi a la altura del fanal. �No ve una masa que parece moverse?

‑En efecto ‑dije, tras una atenta observaci�n‑, parece un largo cuerpo negruzco en la superficie del agua.

‑�Tal vez otro Nautilus? ‑dijo Conseil.

‑No ‑respondi� el canadiense‑, o mucho me equivoco o es un animal marino.

‑�Hay ballenas en el mar Rojo? ‑pregunto Conseil.

‑S�, muchacho, se ven a veces.

‑No es una ballena ‑dijo Ned Land, que no perd�a de vista el objeto se�alado‑. Las ballenas y yo somos viejos conoci­dos, y no puedo confundirme.

‑Esperemos un poco ‑dijo Conseil‑. El Nautilus se dirige hacia all� y dentro de poco sabremos a qu� atenernos.

Pronto el objeto negruzco estuvo a una milla de distancia. Parec�a un gran escollo, pero �qu� era? No pod�a pronun­ciarme a�n.

‑�Ah! �Se mueve, se sumerge! ‑exclam� Ned Land‑. �Mil diantres! �Qu� animal puede ser? No tiene la cola bifurcada como las de las ballenas o los cachalotes, y sus aletas parecen miembros troncados.

‑Pero entonces... es...

‑�Miren! ‑dijo el canadiense‑, se ha vuelto de espalda y ense�a las mamas.

‑Es una sirena, una verdadera sirena, diga lo que diga el se�or ‑dijo Conseil.

El nombre de sirena me puso en la v�a, y comprend� que aquel animal pertenec�a a ese orden de seres marinos que han dado nacimiento al mito de las sirenas, mitad muje­res y mitad peces.

‑No, no es una sirena, sino un curioso ser del que apenas quedan algunos ejemplares en el mar Rojo. Es un dugongo.

‑Orden de los sirenios, grupo de los pisciformes, subdase de los monodelfos, clase de los mam�feros, rama de los ver­tebrados.

Y cuando Conseil hablaba as�, no hab�a m�s que decir.

Ned Land continuaba mirando, con los ojos brillantes de codicia. Su mano parec�a dispuesta al manejo del arp�n. Se hubiese dicho que esperaba el momento de lanzarse al mar para atacarlo en su elemento.

‑�Oh! ‑exclam�, con una voz tr�mula de emoci�n-. �ja­mas he matado eso!

En esa frase estaba expresado todo el arponero.

En aquel momento, apareci� el capit�n Nemo. Vio al du­gongo y comprendi� la actitud del canadiense. Dirigi�ndose a �l, dijo:

‑Se�or Land, si tuviera usted un arp�n �no le quemar�a la mano?

‑Usted lo ha dicho, se�or.

‑�Le desagradar�a recuperar por un momento su oficio de arponero y a�adir ese cet�ceo a la lista de los que ha golpeado?

‑Puede creer que no.

‑Bien, pues haga la prueba.

‑Gracias, capit�n ‑respondi� Ned Land, cuyos ojos bri­llaban de alegr�a.

‑Pero le recomiendo muy vivamente -a�adi� el capit�n‑, y en su propio inter�s, que no falle.

‑�Es que es peligrosa la caza del dugongo? ‑pregunt�, a la vez que el canadiense se alzaba de hombros.

‑S�, a veces ‑respondi� el capit�n‑, porque el animal se revuelve contra sus atacantes, y en sus embestidas logra, fre­cuentemente, hacer zozobrar las barcas. Pero con el buen ojo y mejor brazo del se�or Land no cabe temer ese peligro. Si le recomiendo que no falle es porque el dugongo est� conside­rado, y con justicia, como una pieza gastron�mica, y yo s� que el se�or Land es aficionado a la buena mesa.

‑�Ah! ‑dijo el canadiense‑, as� que esa bestia se permite tambi�n el lujo de ser apetitosa en la mesa...

‑As� es, se�or Land. Su carne, que es verdadera carne, goza de gran estimaci�n, hasta el punto de que en toda la Malasia est� reservada a la mesa de los pr�ncipes. Por eso se le ha he­cho v�ctima y objeto de una caza tan encarnizada que, al igual que su cong�nere, el manat�, va escaseando cada vez m�s.

‑Entonces, capit�n ‑dijo Conseil‑, si por casualidad �ste fuera el �ltimo de su especie, convendr�a dejarle con vida, en inter�s de la ciencia.

‑Tal vez ‑replic� el canadiense‑, pero en inter�s de la co­cina, m�s vale cazarle.

‑Adelante, pues, se�or Land ‑respondi� el capit�n Nemo.

Siete hombres de la tripulaci�n, tan mudos e impasibles como siempre, aparecieron en la plataforma. Uno de ellos llevaba un arp�n y una cuerda semejante a las utilizadas por los pescadores de ballenas. Se retir� el puente de la canoa, se arranc� �sta a su alv�olo y se bot� al mar. Seis remeros se instalaron en sus bancos y otro se puso al tim�n. Ned, Con­seil y yo nos instalamos a popa.

‑�No viene usted, capit�n? ‑le pregunt�.

‑No. Les deseo buena caza, se�ores.

Impulsado por sus seis remeros, el bote se dirigi� r�pida­mente hacia el dugongo, que flotaba a unas dos millas del Nautilus.

Llegado a algunos cables del cet�ceo, el bote aminor� su marcha hasta que los remos descansaron en las aguas tran­quilas. Ned Land, arp�n en mano, se coloc� a proa.

El arp�n con que se golpea a la ballena est� ordinariamen­te sujeto a una cuerda muy larga que se desenrolla r�pida­mente cuando el animal herido la arrastra consigo. Pero la cuerda que iba a manejar Ned Land en esa ocasi�n no med�a m�s de una decena de brazas, y su extremidad estaba fijada a un barrilito que, al flotar, deb�a indicar la marcha del dugon­go bajo el agua.

Puesto en pie, observaba yo al adversario del canadiense, que se parec�a mucho al manat�. Su cuerpo oblongo termina­ba en una cola muy alargada, y sus aletas laterales en verdade­ros dedos. Se diferenciaba del manat� en que su mand�bula superior estaba armada de dos dientes largos y puntiagudos que formaban a cada lado defensas divergentes. Ten�a dimen­siones colosales, su longitud sobrepasaba casi los siete me­tros. No se mov�a y parec�a dormir en la superficie del agua, lo que hac�a m�s f�cil su captura.

El bote se aproxim� prudentemente a unas tres brazas del animal, manteni�ndose a dicha distancia, con los remos in­movilizados.

Ned Land, con el cuerpo ligeramente echado hacia atr�s, bland�a su arp�n con mano experta.

De repente se oy� un silbido y el dugongo desapareci�. El arp�n, lanzado con gran fuerza, hab�a debido herir el agua �nicamente.

‑�Mil diablos! ‑exclam�, furioso, el canadiense‑. �Err� el golpe!

‑No ‑le dije‑, el animal est� herido, mire la sangre, pero el arp�n no le ha quedado en el cuerpo.

‑�Mi arp�n! �Mi arp�n! ‑grit� Ned Land.

Los marineros comenzaron a remar, y el timonel dirigi� el bote hacia el barril flotante.

Repescado el arp�n, la canoa se lanz� a la persecuci�n del cet�ceo, que emerg�a de vez en cuando para respirar. Su he­rida no hab�a debido debilitarle, pues se desplazaba con una extremada rapidez. El bote, impulsado por brazos vigoro­sos, corr�a tras �l. Varias veces consigui� acercarse a unas cuantas brazas y entonces el canadiense intentaba golpearle, pero el dugongo se sumerg�a frustrando las intenciones del arponero, cuya natural impaciencia se sobreexcitaba con la ira. Ned Land obsequiaba al desgraciado animal con las m�s en�rgicas palabrotas de la lengua inglesa. Por mi parte, �ni­camente sent�a un cierto despecho cada vez que ve�a c�mo el dugongo burlaba todas nuestras maniobras.

Llev�bamos ya una hora persigui�ndole sin descanso, y comenzaba ya a creer que no podr�amos apoderarnos de �l, cuando el animal tuvo la inoportuna inspiraci�n de vengar­se, inspiraci�n de la que habr�a de arrepentirse. En efecto, el animal pas� al ataque en direcci�n a la canoa.

Su maniobra no escap� a la atenci�n del arponero.

‑�Cuidado! ‑grit�.

El timonel pronunci� unas palabras en su extra�a lengua, alertando sin duda a sus compa�eros para que se mantuvie­ran en guardia.

Llegado a unos veinte pies de la canoa, el digongo se detu­vo, olfate� bruscamente el aire con sus anchas narices aguje­readas no en la extremidad sino en la parte superior de su hocico y luego, tomando impulso, se precipit� contra noso­tros. La canoa no pudo evitar el choque y, volcada a medias embarc� una o dos toneladas de agua que hubo que achicar, pero abordada al bies y no de lleno, gracias a la habilidad de patr�n, no zozobr�.

Ned Land acribillaba a golpes de arp�n al gigantesco ani­mal, que, incrustados sus dientes en la borda, levantaba la embarcaci�n fuera del agua con tanta fuerza como la de un le�n con un cervatillo en sus fauces. Sus embates nos hab�an derribado a unos sobre otros, y no s� c�mo hubiera termina­do la aventura si el canadiense, en su feroz encarnizamiento, no hubiese golpeado, por fin, a la bestia en el coraz�n.

O� el rechinar de sus dientes contra la embarcaci�n antes de que el dugongo desapareciera en el agua, arrastrando consigo el arp�n. Pero pronto retorn� el barril a la superfi­cie y, unos instantes despu�s, apareci� el cuerpo del animal vuelto de espalda. El bote se acerc� y se lo llev� a remolque hacia el Nautilus.

Hubo de emplearse palancas de gran potencia para izar al dugongo a la plataforma. Pesaba casi cinco mil kilogramos. Se le despedaz� bajo los ojos del canadiense, que no quiso perderse ning�n detalle de la operaci�n.

El mismo d�a, el steward me sirvi� en la cena algunas ro­dajas de esta carne, magn�ficamente preparada por el coci­nero. Ten�a un gusto excelente, superior incluso a la de ter­nera, si no a la del buey.

Al d�a siguiente, 11 de febrero, la despensa del Nautilus se enriqueci� con otro delicado manjar, al abatirse sobre �l una bandada de golondrinas de mar, palm�pedas de la especie Sterna Nil�tica, propia de Egipto, que tienen el pico negro, la cabeza gris con manchitas, el ojo rodeado de puntos blan­cos, el dorso, las alas y la cola gris�ceas, el vientre y el cuello blancos y las patas rojas. Cazamos tambi�n unas docenas de patos del Nilo, aves salvajes con el cuello y la cabeza blancos moteados de puntos negros, que eran muy sabrosos.

El Nautilus se desplazaba a una velocidad muy moderada, de paseo, por decirlo as�. Observ� que el agua del mar Rojo iba haci�ndose menos salada a medida que nos aproxim�ba­mos a Suez.

Hacia las cinco de la tarde avistamos, al Norte, el cabo de Ras Mohammed, que forma la extremidad de la Arabia P�­trea, comprendida entre el golfo de Suez y el golfo de Aqaba.

El Naut�lus penetr� en el estrecho de jubal, que conduce al golfo de Suez. Pude ver con claridad la alta monta�a que do­mina entre los dos golfos el Ras Mohammed. Era el monte Horeb, ese Sina� en cuya cima Mois�s vio a Dios cara a cara, y al que la imaginaci�n corona siempre de incesantes rel�m­pagos.

A las seis, el Nautilus, alternativamente sumergido y en superficie, pas� ante Tor, alojada en el fondo de una bah�a cuyas aguas parec�an te�idas de rojo, observaci�n ya efec­tuada por el capit�n Nemo.

Se hizo de noche, en medio de un pesado silencio, roto a veces por los gritos de los pel�canos y de algunos p�jaros nocturnos, por el rumor de la resaca batiendo en las rocas o por el lejano zumbido de un vapor golpeando con sus h�li­ces las aguas del golfo.

Desde las ocho a las nueve, el Nautilus naveg� sumergido a muy pocos metros de la superficie. Deb�amos estar ya muy cerca de Suez, seg�n mis c�lculos. A trav�s de los cristales del sal�n, ve�a los fondos de roca vivamente iluminados por nuestra luz el�ctrica. Me parec�a que el estrecho iba cerr�n­dose cada vez m�s.

A las nueve y cuarto emergi� nuevamente el Nautilus. Im­paciente por franquear el t�nel del capit�n Nemo, no pod�a yo estarme quieto y sub� a la plataforma a respirar el aire fresco de la noche.

En la oscuridad vi una p�lida luz que brillaba, atenuada por la bruma, a una milla de distancia.

‑Un faro flotante ‑dijo alguien cerca de m�.

Me volv� y reconoc� al capit�n.

‑Es el faro flotante de Suez ‑a�adi�‑. No tardaremos en llegar al t�nel.

‑Supongo que la entrada no debe ser f�cil.

‑No. Por eso, soy yo quien asegura la direcci�n del barco tomando el tim�n. Y ahora le ruego que baje, se�or Aron­nax, pues el Nautilus va a sumergirse para no reaparecer a la superficie hasta despu�s de haber atravesado el Arabian Tunnel.

Segu� al capit�n Nemo. Se cerr� la escotilla, se llenaron de agua los dep�sitos y el nav�o se sumergi� una decena de me­tros.

En el momento en que me dispon�a a volver a mi camaro­te, el capit�n me detuvo.

-�Le gustar�a acompa�arme en la cabina del piloto, se�or profesor?

‑No me atrev�a a ped�rselo ‑respond�.

‑Venga, pues. As� ver� todo lo que puede verse en esta na­vegaci�n a la vez submarina y subterr�nea.

El capit�n Nemo me condujo hacia la escalera central. A media rampa, abri� una puerta, se introdujo por los corre­dores superiores y lleg� a la cabina del piloto que se elevaba en la extremidad de la plataforma. Las dimensiones de la cabina eran de unos seis pies por cada lado, y era muy semejante a la de los steamboats del Mississippi o del Hudson. En el centro es­taba la rueda, dispuesta verticalmente, engranada en los guar­dines del tim�n que corr�an hasta la popa del Nautilus. Cuatro portillas de cristales lenticulares encajadas en las paredes de la cabina daban visibilidad al timonel en todas direcciones.

Pronto mis ojos se acostumbraron a la oscuridad de la ca­bina y vi al piloto, un hombre vigoroso que manejaba la rue­da. El mar estaba vivamente iluminado por el foco del fanal situado m�s atr�s de la cabina, en el otro extremo de la plata­forma.

‑Ahora ‑dijo el capit�n‑ busquemos nuestro paso.

Una serie de cables el�ctricos un�an la cabina del timonel con la sala de m�quinas, y desde all� el capit�n pod�a comu­nicar simult�neamente direcci�n y movimiento a su Nauti­lus. El capit�n Nemo oprimi� un bot�n met�lico, y al instan­te disminuy� la velocidad de rotaci�n de la h�lice.

En silencio, yo miraba la alta y escarpada muralla ante la que �bamos pasando, basamento inquebrantable del macizo arenoso de la costa. Continuamos as� durante una hora, a unos metros de distancia tan s�lo. El capit�n Nemo no per­d�a de vista la br�jula, y a cada gesto que hac�a, el timonel modificaba instant�neamente la direcci�n del Nautilus.

Yo me hab�a colocado ante la portilla de babor, y por ello ve�a magn�ficas aglomeraciones de corales y zo�fitos, algas y crust�ceos que agitaban sus patas enormes entre las an­fractuosidades de la roca.

A las diez y cuarto, el capit�n Nemo se puso �l mismo al ti­m�n. Ante nosotros se abr�a una larga galer�a, negra y pro­funda. El Nautilus se adentr� audazmente por ella. O� un ruido ins�lito en sus flancos. Eran las aguas del mar Rojo que la pendiente del t�nel precipitaba hacia el Mediterr�neo. El Nautilus se confi� al torrente, r�pido como una flecha, a pesar de los esfuerzos de su maquinaria que, para resistir, bat�a el agua a contrah�lice.

A lo largo de las estrechas murallas del paso, no ve�a m�s que rayas brillantes, l�neas rectas, surcos luminosos traza­dos por la velocidad bajo el resplandor de la electricidad. Mi coraz�n lat�a con fuerza y yo sujetaba sus latidos con la mano.

A las diez treinta y cinco, el capit�n Nemo abandon� la rueda del gobernalle y volvi�ndose hacia m�, dijo:

‑El Mediterr�neo.

En menos de veinte minutos, arrastrado por el torrente, el Nautilus hab�a franqueado el istmo de Suez.

 

 

6. El archipi�lago griego

 

Al d�a siguiente, 12 de febrero, al despuntar el d�a, el Nauti­lus emergi� a la superficie. Yo me precipit� a la plataforma. A tres millas, al Sur, se dibujaba vagamente la silueta de Pelusa.

Un torrente nos hab�a llevado de un mar a otro. Pero ese t�nel, de f�cil descenso, deb�a ser impracticable en sentido opuesto.

Hacia las siete de la ma�ana, Ned y Conseil se unieron a m� en la plataforma. Los dos inseparables compa�eros ha­b�an dormido tranquilamente, sin preocuparse de las proe­zas realizadas mientras tanto por el Nautilus.

El canadiense se dirigi� a m� y me pregunt� con un tono burl�n:

‑�Qu�, se�or naturalista, y ese Mediterr�neo?

‑Estamos flotando en su superficie, amigo Ned.

‑�C�mo! �As� que esta misma noche! ‑exclam� Conseil.

-S�, esta misma noche, en algunos minutos, hemos fran­queado ese istmo infranqueable.

‑No me lo creo ‑respondi� el canadiense.

‑Pues se equivoca, se�or Land. Esa costa baja que se re­dondea hacia el Sur es la costa egipcia.

‑A otro con �sas, se�or ‑replic� el testarudo canadiense.

-Puesto que el se�or lo afirma, Ned, hay que creer al se­�or.

‑Adem�s, Ned, el capit�n Nemo me hizo el honor de invi­tarme a ver su t�nel. Estuve a su lado, en la cabina del timo­nel, mientras �l mismo dirig�a al Nautilus a trav�s del estre­cho paso.

‑�Oye usted, Ned? ‑dijo Conseil.

‑Usted, que tiene tan buena vista ‑a�ad�‑; puede ver desde aqu� las escolleras de Port‑Said que se internan mar adentro.

El canadiense mir� atentamente.

‑En efecto, tiene usted raz�n, se�or profesor, y su capit�n es un hombre extraordinario. Estamos en el Mediterr�neo. Bien. Charlemos, pues, si le parece, de nuestros asuntos, pero sin que nadie pueda o�rnos.

Comprend� la intenci�n del canadiense. En todo caso, pens� que m�s val�a hablar, puesto que as� lo deseaba, y nos fuimos los tres a sentarnos cerca del fanal, donde estar�amos menos expuestos a las salpicaduras de las olas.

‑Le escuchamos, Ned ‑le dije‑, �qu� es lo que tiene usted que comunicarnos?

‑Lo que tengo que comunicarles es muy sencillo. Estamos en Europa, y antes de que los caprichos del capit�n nos lle­ven al fondo de los mares polares o de nuevo a Ocean�a, de­bemos abandonar el Nautilus.

Debo confesar que continuaba result�ndome embarazo­sa esa discusi�n con el canadiense. Yo no quer�a de ninguna forma coartar la libertad de mis compa�eros, y sin embargo no ten�a el menor deseo de dejar al capit�n Nemo. Gracias a �l, gracias a su aparato, iba yo completando cada d�a mis es­tudios oceanogr�ficos y reescribiendo mi libro sobre los fondos submarinos en el seno mismo de su elemento. Cier­tamente, jam�s volver�a a tener una ocasi�n semejante de observar las maravillas del oc�ano. Yo no pod�a, pues, ha­cerme a la idea de abandonar el Nautilus antes de haber completado el ciclo de mis investigaciones.

‑Amigo Ned, resp�ndame francamente. �Se aburre usted a bordo? �Lamenta que el destino le haya lanzado en manos del capit�n Nemo?

Durante algunos instantes, el canadiense guard� silencio. Luego, cruz�ndose de brazos, dijo:

‑Francamente, no me pesa este viaje bajo el mar. Y me sentir� contento de haberlo hecho. Pero para haberlo hecho, menester es que haya terminado. �sa es mi opini�n.

‑Terminar�, Ned.

‑�D�nde y cu�ndo?

‑�D�nde? No lo s�. �Cu�ndo? No puedo decirlo. Supongo que acabar� cuando estos mares no tengan ya nada que en­se�arnos. Todo lo que tiene comienzo tiene forzosamente fin en este mundo.

‑Yo pienso como el se�or ‑dijo Conseil-, y es muy posi­ble que tras haber recorrido todos los mares del Globo, el ca­pit�n Nemo nos d� el vuelo a los tres.

‑�El vuelo! ‑exclam� el canadiense‑ �Un voleo, quiere decir?

‑No exageremos, se�or Land. No tenemos nada que te­mer del capit�n Nemo, pero tampoco comparto la esperan­za de Conseil. Conocemos los secretos del Nautilus, y no creo que su comandante tome el riesgo de verlos correr por el mundo, por darnos la libertad.

‑Pero, entonces, �a qu� espera usted? ‑pregunt� el cana­diense.

‑A que se presenten circunstancias favorables, que podre­mos y deberemos aprovechar, ya sea ahora ya dentro de seis meses.

‑�Ya, ya! ‑dijo Ned Land‑. �Y d�nde cree que estaremos dentro de seis meses, se�or naturalista?

‑Tal vez aqu�, tal vez en China. Usted sabe c�mo corre el Nautilus. Atraviesa los oc�anos como una golondrina el aire o un expr�s los continentes. No reh�ye los mares frecuenta­dos. �Qui�n nos dice que no va a aproximarse a las costas de Francia, de Inglaterra o de Am�rica, en las que podr�amos intentarla evasi�n tan ventajosamente como aqu�?

‑Se�or Aronnax, sus argumentos se caen por la base. Ha­bla usted en futuro: �Estaremos all�... estaremos all� ... �. Yo hablo en presente: �Ahora estamos aqu�, y hay que aprove­char la ocasi�n�.

Puesto contra el muro por la l�gica de Ned Land y sinti�n­dome batido en ese terreno, no sab�a ya a qu� argumentos apelar.

‑Oiga, supongamos, por imposible que sea, que el capit�n Nemo le ofreciera hoy mismo la libertad. �Qu� har�a usted?

‑No lo s� ‑le respond�.

‑Y si a�adiera que esa oferta no volver�a a hac�rsela nun­ca m�s, �aceptar�a usted?

No respond�.

‑�Y qu� es lo que piensa el amigo Conseil? ‑pregunt� Ned Land.

‑El amigo Conseil ‑respondi� pl�cidamente el interroga­do‑ no tiene nada que decir. Est� absolutamente desintere­sado. Al igual que el se�or y que su camarada Ned, es soltero. Ni mujer, ni hijos, ni parientes le esperan. Est� al servicio del se�or, piensa como el se�or, habla como �l, y por eso, y sin­ti�ndolo mucho, no debe contarse con �l para formar mayo­r�a. Dos personas tan s�lo est�n en presencia: el se�or, de un lado, y Ned Land, de otro. Dicho esto, el amigo Conseil escu­cha y est� dispuesto a marcar los tantos.

No pude impedirme sonre�r al ver c�mo Conseil aniqui­laba por completo su personalidad. En el fondo, el canadien­se deb�a estar encantado de no tenerlo contra �l.

‑Entonces, se�or Aronnax, puesto que Conseil no existe, discut�moslo entre los dos. Yo he hablado ya y usted me ha o�do. �Qu� tiene que responder?

Era evidente que hab�a que concluir y me repugnaba re­currir a m�s evasivas.

‑Amigo Ned, he aqu� mi respuesta. Tiene usted raz�n, y mis argumentos no resisten a los suyos. No podemos contar con la buena volunta del capit�n Nemo. La m�s elemental prudencia le prohibe ponernos en libertad. Por el contrario, la prudencia exige que aprovechemos la primera ocasi�n de evadirnos del Nautilus.

‑Bien, se�or Aronnax, eso es hablar razonablemente.

‑Sin embargo, quiero hacer una observaci�n, una sola. Es menester que la ocasi�n sea seria. Es preciso que nuestra primera tentativa de evasi�n tenga �xito, pues si se aborta, no tendremos la oportunidad de hallar una segunda oca­si�n, y el capit�n Nemo no nos perdonar�.

‑Eso es muy sensato ‑respondi� el canadiense-. Pero su observaci�n es aplicable a toda tentativa de huida, ya sea dentro de dos a�os o de dos d�as. Luego la cuesti�n contin�a siendo �sta; si se presenta una ocasi�n favorable, hay que aprovecharla.

‑De acuerdo. Y ahora, d�game, Ned, �qu� es lo que entien­de usted por una ocasi�n favorable?

‑La que nos deparar�a la proximidad del Nautilus a una costa europea en una noche oscura.

‑�Y tratar�a usted de escapar a nado?

‑S�, si estuvi�ramos a escasa distancia de la orilla y si el nav�o flotara en la superficie. No, si estuvi�ramos demasia­do alejados y con el barco entre dos aguas.

‑�Y en ese caso?

‑En ese caso, tratar�a de apoderarme de la canoa. S� c�mo hay que maniobrar para ello. Nos introducir�amos en el interior, y una vez quitados los tornillos, remontar�amos a la superficie sin que tan siquiera el timonel, situado a proa, se diera cuenta de nuestra huida.

‑Bien, Ned. Pues aceche esa ocasi�n, pero no olvide que un fracaso ser�a nuestra perdici�n.

‑No lo olvidar�, cr�ame.

‑Y ahora, Ned, �quiere conocer mi opini�n sobre su pro­yecto?

‑Naturalmente, se�or Aronnax.

‑Pues bien, pienso (no digo espero) que esa ocasi�n favo­rable no va a presentarse.

‑�Por qu�?

‑Porque el capit�n Nemo no puede ignorar que no hemos renunciado a la esperanza de recuperar nuestra libertad, y por tanto se mantendr� en guardia, sobre todo en las proxi­midades de las costas europeas.

‑Estoy de acuerdo con el se�or ‑dijo Conseil.

‑Ya veremos -respondi� Ned Land, que mov�a la cabeza en un gesto de determinaci�n.

‑Y ahora, Ned, dejemos esto. Ni una palabra m�s sobre ello. El d�a que est� usted dispuesto, nos lo dir� y nosotros le seguiremos. Lo dejo en sus manos.

As� termin� esta conversaci�n, que habr�a de tener m�s tarde tan graves consecuencias. Debo decir que los hechos parecieron confirmar mis previsiones, para desesperaci�n del canadiense. �Desconfiaba de nosotros el capit�n Nemo en esos mares tan frecuentados, o queria simplemente no ofrecerse a la vista de los numerosos barcos de todas las na­cionalidades que surcan el Mediterr�neo? Lo ignoro, pero lo cierto es que se mantuvo la mayor parte del tiempo en in­mersi�n y a gran distancia de la costa. Cuando emerg�a, lo hac�a tan s�lo m�nimamente, asomando la cabina del timo­nel, pero con m�s frecuencia se sumerg�a a grandes profun­didades, pues entre el archipi�lago griego y el Asia Menor no hall�bamos fondo a dos mil metros.

As�, s�lo supe de la proximidad de la isla de C�rpatos, una de las Esp�rades, por el verso de Virgilio que me recit� el ca­pit�n Nemo al tiempo que posaba su dedo en un punto del planisferio:

 

Est in Carpathio Neptuni gurgite vates

Caeruleus Proteus...

 

Era, en efecto, la antigua residencia de Proteo, el viejo pastor de los reba�os de Neptuno, y la actual isla de Escar­panto, situada entre Rodas y Creta. Tan s�lo pude ver su ba­samento gran�tico a trav�s de los cristales del sal�n.

Al d�a siguiente, 14 de febrero, decid� emplear algunas ho­ras en estudiar los peces del archipi�lago, pero por un moti­vo desconocido las portillas permanecieron herm�ticamen­te cerradas. Por la direcci�n del Nautilus observ� que marchaba hacia Cand�a, la antigua isla de Creta. En el mo­mento en que embarqu� abordo del Abraham Lincoln, la po­blaci�n de la isla acababa de sublevarse contra el despotismo turco. Ignoraba absolutamente lo que hubiera acontecido con esa insurrecci�n, y no era el capit�n Nemo, privado de toda comunicaci�n con tierra firme, quien hubiera podido informarme. No hice, pues, ninguna alusi�n a tal aconteci­miento cuando, por la tarde, me hall� a solas con �l en el sa­l�n. Por otra parte, me pareci� taciturno y preocupado. Lue­go, contrariamente a sus costumbres, orden� abrir las dos portillas del sal�n y yendo de una a otra observ� atentamen­te el mar. �Con qu� fin? Era algo que no pod�a yo adivinar, y por mi parte me puse a observar los peces que pasaban ante mis ojos.

Entre otros muchos vi esos gobios citados por Arist�teles y vulgarmente conocidos con el nombre de lochas de mar, que se encuentran particularmente en las aguas saladas pr�­ximas al delta del Nilo. Cerca de ellos evolucionaban pagros semifosforescentes, especie de esparos a los que los egipcios colocaban entre los animales sagrados, y cuya llegada a las aguas del r�o, anunciadora de su fecundo desbordamiento, era celebrada con ceremonias religiosas. Vi tambi�n unos d�ntalos de tres dec�metros de longitud, peces �seos de es­camas transparentes, de un color l�vido mezclado con man­chas rojas; son grandes devoradores de vegetales marinos, lo que les da ese gusto exquisito tan apreciado por los gastr�­nomos de la antigua Roma, que los pagaban a alto precio.

Sus entra�as, mezcladas con el licor seminal de las murenas, los sesos de pavo real y las lenguas de los fenic�pteros, com­pon�an ese plato divino que tanto gustaba al emperador Vi­telio.

Otro habitante de esos mares atrajo mi atenci�n y me hizo rememorar la Antig�edad. Era la r�mora, que viaja adherida al vientre de los tiburones. Al decir de los antiguos, este pe­que�o pez, adosado por su ventosa a la quilla de un nav�o, po­d�a detener su marcha, y uno de ellos, al retener as� la nave de Antonio durante la batalla de Actium, facilit� la victoria de Augusto. �De lo que depende el destino de las naciones!

Vi tambi�n admirables antias, pertenecientes a la familia de los p�rcidos, peces sagrados para los griegos, que les atri­buyen el poder de expulsar a los monstruos marinos de las aguas que frecuentaban; su nombre significa �flor�, y lo jus­tificaban por sus colores bell�simos, que recorr�an toda la gama del rojo, desde el rosa p�lido hasta el brillo del rub�, y los fugitivos reflejos que tornasolaban su aleta dorsal.

Mis ojos no pod�an apartarse de esas maravillas del mar, cuando s�bitamente vieron una ins�lita aparici�n. La de un hombre en medio de las aguas, un hombre con una bolsa de cuero en su cintura. No era un cuerpo abandonado al mar, era un hombre vivo que nadaba vigorosamente. El hombre apareci� y desapareci� varias veces. Ascend�a para respirar en la superficie y buceaba nuevamente.

Me volv� hacia el capit�n Nemo, emocionado:

‑�Un hombre! �Un n�ufrago! �Hay que salvarle a toda costa!

El capit�n no me respondi� y se acerc� al cristal.

El hombre se hab�a aproximado tambi�n y, con la cara pe­gada al cristal, nos miraba.

Profundamente estupefacto, vi c�mo el capit�n Nemo le hac�a una se�al.

El buceador le respondi� con un gesto de la mano, ascen­di� inmediatamente a la superficie y ya no volvi� m�s.

 

 

-No se inquiete ‑me dijo el capit�n‑. Es Nicol�s, del cabo Matap�n, apodado �El Pez�. Es muy conocido en todas las C�cladas. Un audaz buceador. El agua es su elemento. Vive m�s en el agua que en tierra, yendo sin cesar de una isla a otra y hasta a Creta.

‑�Le conoce usted, capit�n?

‑�Por qu� no, se�or Aronnax?

Dicho eso, el capit�n Nemo se dirigi� hacia un mueble si­tuado a la izquierda del sal�n. Al lado del mueble hab�a un cofre de hierro cuya tapa ten�a una placa de cobre con la ini­cial del Nautilus grabada, as� como su divisa Mobilis in mo­bile.

Sin preocuparse de mi presencia, el capit�n abri� el mue­ble, une especie de caja fuerte, que conten�a un gran n�mero de lingotes.

Eran lingotes de oro. �De d�nde proced�an esos lingotes que representaban una fortuna enorme? �D�nde hab�a obte­nido ese oro el capit�n y qu� iba a hacer con �l?

Sin pronunciar una palabra, le miraba. El capit�n Nemo cogi� uno a uno los lingotes y los coloc� met�dicamente en el cofre de hierro hasta llenarlo por completo. Yo evalu� su peso en m�s de mil kilogramos de oro, es decir, en unos cin­co millones de francos.

Una vez hubo cerrado el cofre, el capit�n Nemo escribi� sobre su tapa unas palabras que por sus caracteres de­b�an pertenecer al griego moderno. Hecho esto, el capit�n Nemo puls� un timbre. Poco despu�s, aparecieron cuatro hombres. No sin esfuerzo, se llevaron el cofre del sal�n. Lue­go o� c�mo lo izaban por medio de palancas por la escalera de hierro.

El capit�n Nemo se volvi� hacia m�:

‑�Dec�a usted, se�or profesor?

‑No dec�a nada, capit�n.

‑Entonces, perm�tame desearle una buena noche.

El capit�n Nemo sali�.

Yo volv� a mi camarote, muy intrigado, como puede supo­nerse. Trat� en vano de dormir. Buscaba una relaci�n entre la aparici�n del buceador y ese cofre lleno de oro. Luego, por los movimientos de balanceo y de cabeceo que hac�a el Nau­tilus, me di cuenta de que hab�a emergido a la superficie. O� un ruido de pasos sobre la plataforma y supuse que estaban botando la canoa al mar. Se oy� el ruido del bote al chocar con el flanco del Nautilus, y luego fue el silencio.

Dos horas despu�s, se reprodujeron los mismos ruidos, las mismas �das y venidas. La embarcaci�n, izada a bordo, hab�a sido encajada en su alv�olo, y el Nautilus volvi� a su­mergirse.

As�, pues, esos millones hab�an sido transportados a su destino. �A qu� lugar del continente? �Qui�n era el corres­ponsal del capit�n Nemo?

Al d�a siguiente, cont� a Conseil y al canadiense los acon­tecimientos de aquella noche que tanto sobreexcitaban mi curiosidad. Mis compa�eros se manifestaron no menos sor­prendidos que yo.

‑Pero �de d�nde saca esos millones? ‑pregunt� Ned Land.

No hab�a respuesta posible a esa pregunta. Me dirig� al sa­l�n, despu�s de haber desayunado, y me puse a trabajar. Hasta las cinco de la tarde estuve redactando mis notas. En aquel momento sent� un calor extremo, y atribuy�ndolo a una disposici�n personal, me quit� mis ropas de biso. Era incomprensible, en las latitudes en que nos hall�bamos, y adem�s, el Nautilus en inmersi�n no deb�a experimentar ninguna elevaci�n de temperatura. Mir� el man�metro y vi que marcaba una profundidad de sesenta pies, inalcanzable para el calor atmosf�rico.

Continu� trabajando, pero la temperatura se elev� hasta hacerse intolerable.

��Habr� fuego a bordo?�, me pregunt�. Iba a salir del sa­l�n, cuando entr� el capit�n Nemo. Se acerc� al term�me­tro, lo consult� y se volvi� hacia m�.

-Cuarenta y dos grados ‑dijo.

-Ya me doy cuenta, capit�n, y si este calor aumenta no po­dremos soportarlo.

‑�Oh!, se�or profesor, que el calor aumente depende de nosotros.

‑�Puede usted moderarlo a voluntad?

-No, pero puedo alejarme del foco que lo produce.

‑�Es, pues, exterior?

‑S�. Estamos en una corriente de agua hirviente.

‑�Es posible?

‑Mire.

Se abrieron las portillas y vi el mar completamente blanco en torno al Nautilus. Un torbellino de vapores sulfurosos se desarrollaba en medio de las aguas que herv�an como si es­tuvieran en una caldera. Apoy� la mano en uno de los crista­les, pero el calor era tan intenso que hube de retirarla.

‑�D�nde estamos?

‑Cerca de la isla Santorin, se�or profesor ‑me respondi� el capit�n‑, y precisamente en el canal que separa la Nea Ka­menni de la Palea Kamenni. He querido ofrecerle el curioso espect�culo de una erupci�n submarina.

-Yo cre�a que la formaci�n de estas nuevas islas hab�a ter­minado.

‑Nada est� nunca terminado en los parajes volc�nicos ‑respondi� el capit�n Nemo-. El Globo est� siempre siendo remodelado por los fuegos subterr�neos. Ya en el a�o 19 de nuestra era, seg�n Casiodoro y Plinio, apareci� una isla nue­va, Theia la divina, en el lugar mismo en que se han forma­do estos islotes. Se hundi� luego en el mar para reaparecer en el a�o 69, hasta que se hundi� definitivamente. Desde en­tonces a nuestros d�as el trabajo plut�nico qued� interrum­pido. Pero el 3 de febrero de 1866, emergi� un nuevo islote, al que se dio el nombre de George, en medio de vapores sul­furosos, cerca de Nea Kamenni, a la que qued� unida el 6 del mismo mes. Siete d�as despu�s, el 13 de febrero, apareci� el islote Afroesa, creando entre �l y Nea Kamenni un canal de diez metros de anchura. Yo estaba por aqu� cuando se pro­dujo el fen�meno y pude observar todas sus fases. El islote Afroesa, de forma redondeada, med�a trescientos pies de di�metro y ten�a una altura de treinta pies. Estaba compues­to por lavas negras y v�treas, con fragmentos feldesp�ticos. El 10 de marzo, un islote m�s peque�o, llamado Reka, apa­reci� junto a Nea Kamenni, y desde entonces, los tres islotes, soldados entre s�, no forman m�s que una sola isla.

-�Y este canal en el que estamos ahora?

‑V�alo aqu� ‑me respondi� el capit�n Nemo, mostr�ndo­me un mapa del archipi�lago‑. Como ve, he inscrito en �l los nuevos islotes.

‑Pero este canal acabar� colm�ndose un d�a, �no?

‑Es probable, se�or Aronnax, pues desde 1866 han surgi­do ya ocho peque�os islotes de lava frente al puerto San Ni­col�s de Palca Kamenni. Es, pues, evidente, que Nea y Palea se reunir�n un d�a no lejano. Si en medio del Pac�fico son los infusorios los que forman los continentes, aqu� son los fen�­menos eruptivos. Mire usted el trabajo que est� realiz�ndose bajo el mar.

Volv� al cristal. El Nautilus parec�a inm�vil. El calor era ya intolerable. Del blanco el mar hab�a pasado al rojo, coloraci�n debida a la presencia de una sal de hierro. Pese a que el sal�n estaba herm�ticamente cerrado, hab�a sido invadido por un olor sulfuroso absolutamente insoportable. Ve�a llamas escar­latas cuya vivacidad apagaba el brillo de la electricidad.

Estaba sudando a mares, me asfixiaba, iba a cocerme. S�, me sent�a literalmente cocido.

‑No podemos permanecer en esta agua hirviente ‑dije al capit�n.

‑No, no ser�a prudente ‑respondi� el impasible capit�n.

A una orden del capit�n Nemo, el Nautilus vir� de bordo y se alej� de aquel horno al que no pod�a desafiar impune­mente por m�s tiempo. Un cuarto de hora despu�s, respir�bamos el aire libre, en la superficie del mar. Se me ocurri� pensar entonces que si Ned hubiera escogido esos parajes como escenario de nuestra fuga no habr�amos podido salir vivos de ese mar de fuego.

Al d�a siguiente, 16 de febrero, abandonamos aquella re­gi�n que, entre Rodas y Alejandr�a, tiene fondos marinos de tres mil metros. Tras pasar a lo largo de Cerigo y doblar el cabo Matap�n, el Nautilus dejaba atr�s el archipi�lago griego.

 

 

 

7. El mediterr�neo en cuarenta y ocho horas

 

El Mediterr�neo, el mar azul por excelencia, el �gran mar� de los hebreos, el �mar� de los griegos, el mare nostrum de los romanos; bordeado de naranjos, de �loes, de cactos, de pinos mar�timos; embalsamado por el perfume de los mirtos; rodeado de monta�as; saturado de un aire puro y transparente, pero incesantemente agitado por los fuegos te­l�ricos, es un verdadero campo de batalla en el que Neptuno y Plut�n se disputan todav�a el imperio del mundo. En �l, en sus aguas y en sus orillas, dijo Michelet, el hombre se revigo­riza en uno de los m�s poderosos climas de la Tierra.

Pero apenas me fue dada la oportunidad de observar la belleza de esta cuenca de dos millones de kil�metros cua­drados de superficie. Tampoco pude contar con los conoci­mientos personales del capit�n Nemo, pues el enigm�tico personaje no apareci� ni una sola vez en el sal�n durante una traves�a efectuada a gran velocidad. Estimo en unas seiscientas leguas el camino recorrido por el Nautilus bajo la superficie del Mediterr�neo y en un tiempo de cuarenta y ocho horas. Hab�amos abandonado los parajes de Grecia en la ma�ana del 16 de febrero y al salir el sol el 18 ya hab�amos atravesado el estrecho de Gibraltar.

Fue evidente para m� que ese mar, cercado por todas par­tes por la tierra firme de la que hu�a, no agradaba al capit�n Nemo. Sus aguas y sus brisas deb�an traerle muchos recuer­dos y tal vez pesadumbres. En el Mediterr�neo no ten�a esa libertad de marcha y esa independencia de maniobras que le dejaban los oc�anos, y su Nautilus deb�a sentirse inc�modo entre las costas demasiado cercanas de �frica y de Europa.

Navegamos, pues, a una velocidad de veinticinco millas por hora, lo que equivale a doce leguas de cuatro kil�metros. Obvio es decir que Ned Land, muy a su pesar, debi� renun­ciar a sus proyectos de evasi�n, en la imposibilidad de ser­virse de un bote llevado a una marcha de doce o trece metros por segundo. Salir del Nautilus en esas condiciones hubiera sido una maniobra tan imprudente como saltar en marcha de un tren a esa velocidad. Adem�s, nuestro submarino no emergi� a la superficie m�s que por la noche, a fin de reno­var su provisi�n de aire, confiando la direcci�n de su rumbo a las solas indicaciones de la br�jula y de la corredera.

Del interior del Mediterr�neo pude ver tan s�lo lo que le es dado presenciar al viajero de un tren expreso del paisaje que huye ante sus ojos, es decir, los horizontes lejanos, y no los primeros planos que pasan como un rel�mpago. Sin embar­go, Conseil y yo pudimos observar algunos de esos peces me­diterr�neos que por la potencia de sus aletas consegu�an mantenerse algunos instantes en las aguas del Nautilus. Per­manecimos mucho tiempo al acecho ante los cristales del sa­l�n, y nuestras notas me permiten ahora resumir en pocas pa­labras nuestra visi�n ictiol�gica de ese mar. De los diversos peces que lo habitan, sin hablar de todos aquellos que la velo­cidad del Naut�lus hart� a mis ojos, puedo decir que vi algu­nos y apenas entrev� otros. Perm�taseme, pues, presentarlos en una clasificaci�n que ser� caprichosa, sin duda, pero que, al menos, reflejar� con fidelidad mis r�pidas observaciones.

Entre las aguas vivamente iluminadas por nuestra luz el�ctrica serpenteaban algunas lampreas, de un metro de longitud, comunes a casi todas las zonas dim�ticas. Algunas rayas de cinco pies de ancho, de vientre blanco y dorso gris ceniza con manchas, evolucionaban como grandes chales llevados por la corriente. Otras rayas pasaban tan r�pida­mente que no pude reconocer si merec�an ese nombre de �guilas que les dieron los griegos, o las calificaciones de rata, de sapo o de murci�lago que les dan los pescadores marinos. Escualos milandros, de doce pies de longitud, tan temidos por los buceadores, compet�an en velocidad entre ellos. Como grandes sombras azuladas vimos zorras marinas, animales dotados de una extremada finura de olfato, de unos ocho pies de longitud. Las doradas, del g�nero esparo, mostraban sus tonos de plata y de azul cruzados por franjas que contrastaban con lo oscuro de sus aletas; peces consa­grados a Venus, con el ojo engastado en un anillo de oro; es­pecie preciosa, amiga de todas las aguas, dulces o saladas, que habita r�os, lagos y oc�anos, bajo todos los climas, so­portando todas las temperaturas, y cuya raza, que remonta sus or�genes a las �pocas geol�gicas de la Tierra, ha conser­vado la belleza de sus primeros d�as. Magn�ficos esturiones, de nueve a diez metros de largo, dotados de gran velocidad, golpeaban con su cola poderosa los cristales de nuestro ob­servatorio y nos mostraban su lomo azulado con manchas marrones; se parecen a los escualos, cuya fuerza no igualan, sin embargo; se encuentran en todos los mares, y en la pri­mavera remontan los grandes r�os, en lucha contra las co­rrientes del Volga, del Danubio, del Po, del Rin, del Loira, del Oder ... y se alimentan de arenques, caballas, salmones y g�­didos; aunque pertenezcan a la clase de los cartilaginosos, son delicados; se comen frescos, en salaz�n, escabechados, y, en otro tiempo, eran llevados en triunfo a las mesas de los L�culos.

Pero entre todos estos diversos habitantes del Mediterr�­neo, los que pude observar m�s �tilmente, cuando el Nauti­lus se aproximaba a la superficie, fueron los pertenecientes al sexagesimotercer g�nero de la clasificaci�n de los peces �seos: los atunes, esc�mbridos con el lomo azul negruzco y vientre plateado, cuyos radios dorsales desprend�an reflejos dorados. Tienen fama de seguir a los barcos, cuya sombra fresca buscan bajo los ardores del cielo tropical, y no la des­mintieron con el Nautilus, al que siguieron como en otro tiempo acompa�ando a los nav�os de La P�rousse. Durante algunas horas compitieron en velocidad con nuestro subma­rino. Yo no me cansaba de admirar a estos animales verda­deramente dise�ados para la carrera, con su peque�a ca­beza, su cuerpo liso y fusiforme que en algunos de ellos sobrepasaba los tres metros, sus aletas pectorales dotadas de extraordinario vigor y las caudales en forma de horquilla. Nadaban en tri�ngulo, como suelen hacerlo algunos p�jaros cuya rapidez igualan, lo que hac�a decir a los antiguos que la geometr�a y la estrategia no les eran ajenas. Y, sin embargo, ese supuesto conocimiento de la estrategia no les hace esca­par a las persecuciones de los provenzales, que los estiman tanto como anta�o los habitantes de la Prop�ntide y de Ita­lia, y como ciegos y aturdidos se lanzan y perecen por milla­res en las almadrabas marsellesas.

Entre los peces que entrevimos apenas Conseil y yo, citar� a t�tulo de inventario los blanquecinos fierasfers, que pasa­ban como inaprehensibles vapores; los congrios y morenas, serpientes de tres o cuatro metros, ornadas de verde, de azul y de amarillo; las merluzas, de tres pies de largo, cuyo h�gado ofrece un plato delicado; las cepolas tenioideas, que flotaban como finas algas; las triglas, que los poetas llaman peces‑lira y los marinos peces silbantes, cuyos hocicos se adornan con dos l�minas triangulares y dentadas que se asemejan al ins­trumento ta�ido por el viejo Homero, y triglas golondrinas que nadaban con la rapidez del p�jaro del que han tomado su nombre; holocentros de cabeza roja y con la aleta dorsal guarnecida de filamentos; s�balos, salpicados de manchas negras, grises, marrones, azules, verdes y amarillas, que son sensibles al sonido argentino de las campanillas; espl�ndi­dos rodaballos, esos faisanes del mar, con forma de rombo, aletas amarillentas con puntitos oscuros y cuya parte supe­rior, la del lado izquierdo, est� generalmente veteada de ma­rr�n y de amarillo; y, por �ltimo, verdaderas bandadas de salmonetes, la versi�n mar�tima tal vez de las aves del para�­so, los mismos que en otro tiempo pagaban los romanos hasta diez mil sestercios por pieza, y que hac�an morir a la mesa para seguir con mirada cruel sus cambios de color, desde el rojo cinabrio de la vida hasta la palidez de la muerte.

Y si no pude observar ni rayas de espejos, ni balistes, ni tetrodones, ni hipocampos, ni centriscos, ni blenios, ni la­bros, ni eperlanos, ni exocetos, ni pageles, ni bogas, ni or­flos, ni los principales representantes del orden de los pleuronectos, los lenguados, los gallos, las platijas, comu­nes al Atl�ntico y al Mediterr�neo, fue debido a la vertigi­nosa velocidad a que navegaba el Nautilus por esas aguas opulentas.

En cuanto a los mam�feros marinos, creo haber reconoci­do al pasar ante la bocana del Adri�tico dos o tres cachalotes que por su aleta dorsal parec�an pertenecer al g�nero de los fiset�ridos, algunos delfines del g�nero de los globic�falos, propios del Mediterr�neo, cuya cabeza, en su parte anterior, est� surcada de unas rayas claras, as� como una docena de focas de vientre blanco y pelaje negro, de las llamadas frailes por su parecido con los dominicos, de unos tres metros de longitud.

Por su parte, Conseil crey� haber visto una tortuga de unos seis pies de anchura, con tres aristas salientes orienta­das longitudinalmente. Sent� no haberla visto, pues por la descripci�n que de ella me hizo Conseil, deb�a de pertenecer a esa rara especie conocida con el nombre de la�d. Yo tan s�lo pude ver algunas cacuanas de caparaz�n alargado. En cuanto a los zo�fitos, vi durante algunos instantes una ad­mirable galeolaria anaranjada que se peg� al cristal de la portilla de babor. Era un largo y tenue filamento que se com­plicaba en arabescos arborescentes cuyas finas ramas termi­naban en el m�s delicado encaje que hayan hilado jam�s las rivales de Aracne. Desgraciadamente, no pude pescar esa admirable muestra, y ning�n otro zo�flto mediterr�neo se habr�a presentado ante mis ojos de no haber disminuido singularmente su velocidad el Nautilus en la tarde del 16, y en las circunstancias que describo seguidamente.

Nos hall�bamos a la saz�n entre Sicilia y la costa de T�­nez. En ese espacio delimitado por el cabo Bon y el estrecho de Mesina, el fondo del mar sube bruscamente formando una verdadera cresta a diecisiete metros de la superficie, mientras que a ambos lados de la misma la profundidad es de ciento setenta metros. El Nautilus hubo de maniobrar con prudencia para no chocar con la barrera submarina.

Mostr� a Conseil en el mapa del Mediterr�neo el empla­zamiento del largo arrecife.

‑Pero ‑dijo Conseil‑, �si es un verdadero istmo que une a Europa y �frica!

‑S�, muchacho, cierra por completo el estrecho de Libia. Los sondeos hechos por Smith han probado que los dos con­tinentes estuvieron unidos en otro tiempo, entre los cabos Boco y Furina.

‑Lo creo ‑respondi� Conseil.

‑Una barrera semejante ‑a�ad�‑ existe entre Gibraltar y Ceuta, que en los tiempos geol�gicos cerraba completamen­te el Mediterr�neo.

‑�Mire que si un empuje volc�nico levantara un d�a estas dos barreras por encima de la superficie del mar! Entonces...

‑Es muy poco probable que eso suceda, Conseil.

‑Permftame el se�or acabar lo que iba a decir, y es que si se produjera ese fen�meno, lo sentir�a por el se�or de Les­seps que tanto se est� esforzando por abrir su istmo.

‑De acuerdo, pero te repito, Conseil, que ese fen�meno no se producir�. La violencia de las fuerzas subterr�neas va decreciendo cada vez m�s. Los volcanes, tan numerosos en los primeros d�as del mundo, se apagan poco a poco. El ca­lor interno se debilita, y la temperatura de las capas inferio­res subterr�neas va reduci�ndose siglo a siglo en una apre­ciable proporci�n, y ello en detrimento de nuestro planeta, pues ese calor es su vida.

‑Sin embargo, el sol...

‑El sol es insuficiente, Conseil. �Puede el sol dar calor a un cad�ver?

‑No, que yo sepa.

‑Pues bien, la Tierra ser� alg�n d�a ese cad�ver fr�o. Ser� inhabitable y estar� deshabitada como la Luna, que desde hace mucho tiempo ha perdido su calor vital.

‑�Dentro de cu�ntos siglos? ‑pregunt� Conseil.

‑Dentro de algunos centenares de millares de a�os.

‑Entonces, tenemos tiempo de acabar nuestro viaje, con el permiso de Ned Land.

Y Conseil, tranquilizado, se concentr� en la observaci�n del alto fondo que el Nautilus iba casi rozando a una mode­rada velocidad.

Sobre aquel suelo rocoso y volc�nico se desplegaba toda una fauniflora viviente: esponjas; holoturias; cid�pidos hia­linos con cirros rojizos que emit�an una ligera fosforescen­cia; beroes, vulgarmente conocidos como cohombros de mar, ba�ados en las irisaciones del espectro solar; com�tu­las ambulantes, de un metro de anchura, cuya p�rpura en­rojec�a el agua; euriales arborescentes de gran belleza; pavo­narias de largos tallos; un gran n�mero de erizos de mar comestibles, de variadas especies, y actinias verdes de tron­co gris�ceo, con el disco oscuro, que se perd�an en su cabe­llera oliv�cea de tent�culos.

Conseil se hab�a ocupado m�s particularmente de obser­var los moluscos y los articulados, y aunque su nomenclatu­ra sea un poco �rida, no quiero ofender al buen muchacho omitiendo sus observaciones personales.

En sus notas, cita entre los moluscos numerosos pect�ncu­los pectiniformes; esp�ndilos amontonados unos sobre otros; don�cidos o coquinas triangulares; hi�lidos tridenta­dos, con par�podos amarillos y conchas transparentes; pleurobranquios anaranjados; �vulas cubiertas de puntitos verdosos; aplisias, tambi�n conocidas con el nombre de lie­bres de mar; dolios; �ceras carnosas; umbrelas, propias del Mediterr�neo; orejas de mar, cuyas conchas producen un n�car muy estimado; pect�nculos apenachados; anomias, m�s estimadas que las ostras por los del Languedoc; alme­jas, tan preciadas por los marselleses; venus verrucosas blancas y grasas; esas almejas del g�nero mercenaria de las que tanto consumo se hace en Nueva York; pechinas opercu­lares o volandeiras de variados colores; litodomos o d�tiles hundidos en sus agujeros, cuyo fuerte sabor aprecio yo mu­cho; veneric�rdidos surcados con nervaduras salientes en la cima abombada de la concha; cintias erizadas de tub�rculos escarlatas; carneiros de punta curvada, semejantes a ligeras g�ndolas; f�rolas coronadas; atlantas, de conchas espirali­formes; tetis grises con manchas blancas, recubiertas por su manto festoneado; e�lidas, semejantes a peque�as limazas cavolinias rampando sobre el dorso; aur�culas, y entre ellas la aur�cula miosotis de concha ovalada; escalarias rojas; lito­rinas, janturias, peonzas, petr�colas, lamelarias, gorros de Neptuno, pandoras, etc.

En sus notas, Conseil hab�a dividido, muy acertadamen­te, en seis clases a los articulados, de las cuales tres pertene­cen al mundo marino. Son los crust�ceos, los cirr�podos y los an�lidos.

Los crust�ceos se subdividen en nueve �rdenes, el prime­ro de los cuales comprende a los dec�podos, es decir, a los animales cuya cabeza est� soldada al t�rax, y cuyo aparato bucal se compone de varios pares de miembros, y que po­seen cuatro, cinco o seis pares de patas tor�cicas o ambula­torias. Conseil hab�a seguido el m�todo de nuestro maestro Milne‑Edwards, que divide en tres secciones a los dec�po­dos: los braquiuros, los macruros y los anomuros, nombres tan b�rbaros como justos y precisos. Entre los braquiuros, Conseil cita un oxirrinco, el amat�as, armado de dos grandes puntas divergentes a modo de cuernos; el inaco escorpi�n que, no s� por qu�, simbolizaba la sabidur�a entre los grie­gos; lambro‑massena y lambro espinoso, probablemente ex­traviados en tan altos fondos puesto que generalmente viven a grandes profundidades; xantos; pilumnos; romboides; ca­lapas granulosos ‑de f�cil digesti�n, anota Conseil‑; coris­tos desdentados; ebalias; cimopolios, cangrejos aterciopela­dos de Sicilia; dorripos lanudos, etc. Entre los macruros, subdivididos en cinco familias, los acorazados, los cavado­res, los ast�cidos, los euc�ridos y los oquiz�podos, cita las langostas comunes, de carne tan apreciada, sobre todo en las hembras; cigalas, camarones ribere�os y toda clase de espe­cies comestibles, pero no dice nada de la subdivisi�n de los ast�cidos, en los que est� incluido el bogavante, pues las lan­gostas son los �nicos bogavantes del Mediterr�neo. En fin, entre los anomuros, cita las drocinas comunes, abrigadas en las conchas abandonadas de las que se apoderan, homolas espinosas, ermita�os, porcelanas, etc.

Ah� se deten�a el trabajo de Conseil. Le hab�a faltado tiempo para completar la clase de los crust�ceos con el exa­men de los estomat�podos, anf�podos, hom�podos, is�po­dos, trilobites, branqui�podos, ostr�codos y entomostr�­ceos. Y para terminar el estudio de los articulados marinos habr�a debido citar la clase de los cirr�podos, en la que se in­cluyen los c�dopes y los �rgulos, y la de los an�lidos que no hubiera dejado de dividir en tub�colas y en dorsibranquios. Pero es que el Nautilus, al dejar atr�s el alto fondo del estre­cho de Libia, hab�a recuperado su velocidad habitual. Por eso, no fue posible ya ver ni moluscos, ni articulados ni zo�­fitos, apenas algunos grandes peces que pasaban como som­bras.

Durante la noche del 16 al 17 de febrero, entramos en esa otra zona del Mediterr�neo cuyas mayores profundidades se sit�an a tres mil metros.

Impulsado por su h�lice y desliz�ndose a lo largo de sus planos inclinados, el Nautilus se hundi� hasta las �ltimas ca­pas del mar.

A falta de las maravillas naturales, el mar ofreci� all� a mis miradas escenas emocionantes y terribles. Nos hall�bamos surcando, en efecto, esa parte del Mediterr�neo tan fecunda en naufragios. �Cu�ntos son los barcos que han naufragado y desaparecido entre las costas argelinas y las provenzales! El Mediterr�neo no es m�s que un lago, si se le compara con la vasta extensi�n abierta del Pac�fico, pero un lago capricho­so y voluble, hoy propicio y acariciante para la fr�gil tartana que parece flotar entreel doble azul del mar y del cielo, ma­�ana furioso y atormentado, descompuesto por los vientos, destrozando los m�s s�lidos nav�os con los golpes violentos de sus olas.

As�, a nuestro r�pido paso por esas capas profundas, vi un gran n�mero de restos en el fondo, unos recubiertos ya por los corales y otros revestidos de una capa de or�n; �ncoras, ca�ones, obuses, piezas de hierro, paletas de h�lices, piezas de m�quinas, cilindros rotos, calderas destrozadas, cascos de buque flotando entre dos aguas, unos hacia abajo y otros ha­cia arriba.

Todos estos nav�os hab�an naufragado o por colisiones entre ellos o por choques con escollos de granito. Hab�a all� algunos que se hab�an ido a pique, y que, con su arbola­dura enhiesta y sus aparejos intactos, parec�an estar fon­deados en una inmensa rada, esperando el momento de zarpar. Cuando pasaba entre ellos el Nautilus, ilumin�n­dolos con su luz el�ctrica, parec�a que esos nav�os fueran a saludarle con su pabell�n y darle su n�mero de orden. Pero s�lo el silencio y la muerte reinaban en ese campo de cat�strofes.

Observ� que los restos de naufragios en los fondos medi­terr�neos iban siendo m�s numerosos a medida que el Nau­tilus se acercaba al estrecho de Gibraltar. Las costas de �frica y de Europa van estrech�ndose y las colisiones en tan estre­cho espacio son m�s frecuentes. Vi numerosas carenas de hierro, ruinas fant�sticas de barcos de vapor, en pie unos y tumbados otros, semejantes a formidables animales. Uno de ellos, con los flancos abiertos, su tim�n separado del codaste y retenido a�n por una cadena de hierro, con la popa corro�­da por las sales marinas, me produjo una impresi�n terrible. �Cu�ntas existencias rotas, cu�ntas v�ctimas hab�a debido provocar su naufragio! �Habr�a sobrevivido alg�n marinero para contar el terrible desastre? No s� por qu� me vino la idea de que ese barco pudiera ser el Atlas, desaparecido des­de hac�a veinte a�os sin que nadie haya podido o�r la menor explicaci�n. �Qu� siniestra historia la que podr�a hacerse con estos fondos mediterr�neos, con este vasto osario en el que se han perdido tantas riquezas y en el que tantas v�cti­mas han hallado la muerte!

R�pido e indiferente, el Nautilus pasaba a toda m�quina en medio de esas ruinas. Hacia las tres de la ma�ana del 18 de febrero, se presentaba en la entrada del estrecho de Gi­braltar.

Existen all� dos corrientes, una superior, reconocida des­de hace tiempo, que lleva las aguas del oc�ano a la cuenca mediterr�nea, y otra m�s profunda, una contracorriente cuya existencia ha sido demostrada por el razonamiento. En efecto, la suma de las aguas del Mediterr�neo, incesante­mente acrecentada por las del Atl�ntico y por los r�os que en �l se sumen, tendr�a que elevar cada a�o el nivel de este mar, pues su evaporaci�n es insuficiente para restablecer el equi­librio. Del hecho de que as� no ocurra se ha inferido natu­ralmente la existencia de esa corriente inferior que por el es­trecho de Gibraltar vierte en el Atl�ntico ese excedente de agua.

Suposici�n exacta, en efecto. Es esa contracorriente la que aprovech� el Nautilus para avanzar r�pidamente por el es­trecho paso. Durante unos instantes pude entrever las admi­rables ruinas del templo de H�rcules, hundido, seg�n Plinio y Avieno, con la isla baja que le serv�a de sustentaci�n, y al­gunos minutos m�s tarde, nos hall�bamos en aguas del Atl�ntico.

 

 

8. La bah�a de Vigo

 

�El Atl�ntico! Una vasta extensi�n de agua cuya superfi­cie cubre veinticinco millones de millas cuadradas, con una longitud de nueve mil millas y una anchura media de dos mil setecientas millas. Mar importante, casi ignorado de los antiguos, salvo, quiz�, de los cartagineses, esos holandeses de la Antig�edad, que en sus peregrinaciones comerciales costeaban el occidente de Europa y de �frica. Oc�ano cuyas orillas de sinuosidades paralelas acotan un per�metro in­menso, regado por los m�s grandes r�os del mundo, el San Lorenzo, el Mississippi, el Amazonas, el Plata, el Orinoco, el N�ger, el Senegal, el Elba, el Loira, el Rin, que le ofrendan las aguas de los pa�ses m�s civilizados y de las comarcas m�s salvajes. Llanura magn�fica incesantemente surcada por na­v�os bajo pabell�n de todas las naciones, acabada en esas dos puntas terribles, temidas de todos los navegantes, del cabo de Hornos y del cabo de las Tempestades.

El Nautilus romp�a sus aguas con el espol�n, tras haber recorrido cerca de diez mil leguas en tres meses y medio, dis­tancia superior a la de los grandes c�rculos de la Tierra.

�Ad�nde ibamos ahora y qu� es lo que nos reservaba el fu­turo?

Al salir del estrecho de Gibraltar, el Nautilus se hab�a adentrado en alta mar. Su retorno a la superficie del mar nos devolvi� nuestros diarios paseos por la plataforma.

Sub� acompa�ado de Ned y de Conseil. A una distancia de doce millas se ve�a vagamente el cabo de San Vicente que forma la punta sudoccidental de la pen�nsula hisp�nica. El viento soplaba fuerte del Sur. La mar, gruesa y dura, impri­m�a un violento balanceo al Nautilus. Era casi imposible mantenerse en pie sobre la plataforma batida por el oleaje. Hubimos de bajar en seguida tras haber aspirado algunas bocanadas de aire.

Me dirig� a mi camarote y Conseil al suyo, pero el cana­diense, que parec�a estar muy preocupado, me sigui�. Nues­tra r�pida traves�a del Mediterr�neo no le hab�a permitido dar ejecuci�n a sus proyectos de evasi�n y no se molestaba en disimular su enojo.

Tras cerrar la puerta de mi camarote, se sent� y me mir� en silencio.

‑Le comprendo, amigo m�o, pero no tiene nada que re­procharse. Tratar de abandonar el Nautilus, en las condicio­nes en que navegaba, hubiera sido una locura.

No me respondi� Ned Land. Sus labios apretados y su ce�o fruncido indicaban en �l la coercitiva obsesi�n de la idea fija.

‑Veamos, Ned, nada est� a�n perdido. Estamos cerca de las costas de Portugal. No est�n muy lejos de Francia ni In­glaterra, donde podr�amos hallar f�cilmente refugio. Si el Nautilus hubiera puesto rumbo al Sur, al salir del estrecho de Gibraltar, yo compartir�a su inquietud. Pero sabemos ya que el capit�n Nemo no reh�ye los mares civilizados. Dentro de unos d�as podr� actuar usted con alguna segu­ridad.

Ned Land me mir� con mayor fijeza a�n y por fin despeg� los labios.

‑Ser� esta noche ‑dijo.

Di un respingo, al o�rle eso. No estaba yo preparado, lo confieso, para semejante comunicaci�n. Hubiera querido responderle, pero me faltaron las palabras.

‑Hab�amos convenido esperar una circunstancia favora­ble ‑dijo Ned Land‑. Esa circunstancia ha llegado. Esta no­che estaremos a unas pocas millas de la costa espa�ola. La noche ser� oscura y el viento favorable. Tengo su palabra, se­�or Aronnax, y cuento con usted.

Yo continuaba callado. El canadiense se levant� y se acer­co a m�.

-Esta noche a las nueve ‑dijo‑. He avisado ya a Conseil. A esa hora el capit�n Nemo estar� encerrado en su camarote y probablemente acostado. Ni los mec�nicos ni los hombres de la tripulaci�n podr�n vernos. Conseil y yo iremos a la es­calera central. Usted, se�or Aronnax, permanecer� en la bi­blioteca, a dos pasos de nosotros, a la espera de mi se�al. Los remos, el m�stil y la vela est�n ya en la canoa, donde tengo ya incluso algunos v�veres. Me he procurado una llave inglesa para quitar las tuercas que fijan el bote al casco del Naut�lus. Todo est�, pues, dispuesto. Hasta la noche.

‑La mar est� muy dura ‑dije.

‑S� , es cierto, pero habr� que arriesgarse. �se ser� el pre­cio de la libertad y hay que pagarlo. Vale la pena. Adem�s, la embarcaci�n es s�lida y unas pocas millas, con el viento a nuestro favor, no ser�n un obst�culo de monta. �Qui�n sabe si ma�ana el Nautilus estar� a cien millas, en alta mar? Si las circunstancias nos favorecen, entre las diez y las once estare­mos en tierra firme, o habremos muerto. As�, pues, a la gra­cia de Dios y hasta esta noche.

El canadiense se retir�, dej�ndome aturdido. Yo hab�a pensado que cuando llegara el momento tendr�a tiempo de reflexionar y de discutir. Pero mi obstinado compa�ero no me lo permit�a. Despu�s de todo, �qu� hubiera podido de­cirle? Ned Land ten�a sobrada raz�n de querer aprovechar la oportunidad. �Pod�a yo faltar a mi palabra y asumir la responsabilidad de comprometer el porvenir de mis com­pa�eros por mi inter�s personal? �No era acaso muy proba­ble que el capit�n Nemo nos llevara al d�a siguiente lejos de toda tierra?

Un fuerte silbido me anunci� en aquel momento que se estaban llenando los dep�sitos y que el Nautilus se sumerg�a.

Permanec� en mi camarote. Deseaba evitar al capit�n para ocultar a sus ojos la emoci�n que me embargaba. Triste jornada la que as� pas�, entre el deseo de recuperar la pose­si�n de mi libre arbitrio y el pesar de abandonar ese maravi­lloso Nautilus y de dejar inacabados mis estudios submari­nos. �Dejar as� ese oc�ano, �mi Atl�ntico�, como yo me complac�a en llamarle, sin haber observado sus fondos, sin robarle esos secretos que me hab�an revelado los mares de la India y del Pac�fico! Mi novela ca�a de mis manos en el pri­mer volumen, mi sue�o se interrump�a en el mejor momen­to. �Qu� dif�ciles fueron las horas que pas� as�, ya vi�ndome sano y salvo, en tierra, con mis compa�eros, ya deseando, contra toda raz�n, que alguna circunstancia imprevista im­pidiera la realizaci�n de los proyectos de Ned Land!

Por dos veces fui al sal�n para consultar el comp�s. Que­r�a ver si la direcci�n del Nautilus nos acercaba a la costa o nos alejaba de ella. Segu�amos en aguas portuguesas, rumbo al Norte.

Hab�a que decidirse y disponerse a partir. Bien ligero era mi equipaje. Mis notas, �nicamente.

Me preguntaba yo qu� pensar�a el capit�n Nemo de nues­tra evasi�n, qu� inquietudes y qu� perjuicios le causar�a tal vez, as� como lo que har�a en el doble caso de que resultara descubierta o fallida. No pod�a yo quejarme de �l, muy al contrario. �D�nde hubiera podido hallar una hospitalidad m�s franca que la suya? Cierto es que al abandonarle no po­d�a acus�rseme de ingratitud. Ning�n juramento nos ligaba a �l. No era con nuestra palabra con lo que �l contaba para tenernos siempre junto a s�, sino con la fuerza de las cosas. Pero esa declarada pretensi�n de retenernos a bordo eter­namente, como prisioneros, justificaba todas nuestras ten­tativas.

No hab�a vuelto a ver al capit�n desde nuestra visita a la isla de Santorin. �Me pondr�a el azar en su presencia antes de nuestra partida? Lo deseaba y lo tem�a a la vez. Me puse a la escucha de todo ruido procedente de su camarote, contiguo al m�o, pero no o� nada. Su camarote deb�a estar vac�o.

Se me ocurri� pensar entonces si se hallar�a a bordo el ex­tra�o personaje. Desde aquella noche en que la canoa hab�a abandonado al Nautilus en una misteriosa expedici�n, mis ideas sobre �l se hab�an modificado ligeramente. Despu�s de aquello, pensaba que el capit�n Nemo, dijera lo que dije­se, deb�a haber conservado con la tierra algunas relaciones. �Ser�a cierto que no abandonaba nunca el Nautilus? Hab�an pasado semanas enteras sin que yo le viera. �Qu� hac�a du­rante ese tiempo? Mientras yo le hab�a cre�do presa de un acceso de misantrop�a, �no habr�a estado realizando, lejos de all�, alguna acci�n secreta cuya naturaleza me era total­mente desconocida?

Estas y otras muchas ideas me asaltaron a la vez. En la ex­tra�a situaci�n en que me hallaba, el campo de conjeturas era infinito. Sent�a yo un malestar insoportable. La espera me parec�a eterna. Las horas pasaban demasiado lentamen­te para mi impaciencia.

Me sirvieron, como siempre, la cena en mi camarote, y com� mal, por estar demasiado preocupado. Me levant� de la mesa a las siete. Ciento veinte minutos ‑que habr�a de con­tar uno a uno‑ me separaban a�n del momento en que deb�a unirme a Ned Land. Mi agitaci�n crec�a y me lat�an los pul­sos con fuerza. No pod�a permanecer inm�vil. Iba y ven�a, esperando calmar mi turbaci�n con el movimiento. La idea de sucumbir en nuestra temeraria empresa era la menor de mis preocupaciones. Lo que me hac�a estremecerme, lo que agitaba los latidos de mi coraz�n, era el temor de ver descubierto nuestro proyecto antes de dejar el Nautilus o la idea de vernos llevados ante el capit�n Nemo, irritado o, lo que hu­biera sido peor, entristecido por mi abandono.

Quise ver el sal�n por �ltima vez. Me adentr� por el corre­dor y llegu� al museo en que hab�a pasado tantas horas, tan agradables como �tiles. Mir� todas aquellas riquezas, todos aquellos tesoros, como un hombre en v�speras de un exilio eterno, que parte para nunca m�s volver. Iba yo a abandonar para siempre aquellas maravillas de la naturaleza y aquellas obras maestras del arte entre las que hab�a vivido tantos d�as. Hubiera querido hundir mis miradas en el Atl�ntico a trav�s de los cristales, pero los paneles de acero los recubr�an herm�ticamente, separ�ndome de ese oc�ano que no cono­c�a a�n.

Recorr� el sal�n y llegu� cerca de la puerta que lo comuni­caba con el camarote del capit�n. Vi con sorpresa que la puerta estaba entreabierta. Retroced� instintivamente. Si el capit�n Nemo se hallaba en su camarote pod�a verme. Pero al no o�r ning�n ruido me acerqu�. El camarote estaba vac�o. Empuj� la puerta y pas� al interior, que presentaba como siempre el mismo aspecto severo, cenobial.

Llamaron mi atenci�n unos aguafuertes colgados en la pared que no hab�a observado durante mi primera visita. Eran retratos, retratos de esos grandes hombres hist�ricos cuya existencia no ha sido m�s que una permanente y abne­gada entrega a un gran ideal: Kosciusko, el h�roe ca�do al grito de Finis Poloniae; Botzaris, el Le�nidas de la Grecia moderna; O'Connell, el defensor de Irlanda; Washington, el fundador de la Uni�n americana; Manin, el patriota italia­no; Lincoln, asesinado a tiros por un esclavista, y, por �lti­mo, el m�rtir de la liberaci�n de la raza negra, John Brown, colgado en la horca, tal como lo dibuj� tan terriblemente el l�piz de Victor Hugo.

�Qu� lazo exist�a entre aquellas almas heroicas y la del ca­pit�n Nemo? �Desvelaba tal vez aquella colecci�n de retratos el misterio de su existencia? �Era tal vez el capit�n Nemo un campe�n de los pueblos oprimidos, un liberador de las razas esclavas? �Hab�a participado en las �ltimas conmociones pol�ticas y sociales del siglo? �Hab�a sido tal vez uno de los h�roes de la terrible guerra americana, guerra lamentable y para siempre gloriosa?

Sonaron las ocho en el reloj, y el primer golpe sobre el timbre me arranc� a mis pensamientos. Me sobresalt� como si un ojo invisible hubiese penetrado en lo m�s profundo de mi ser, y me precipit� fuera del camarote.

Mi mirada se detuvo en la br�jula. Nuestra direcci�n con­tinuaba siendo el Norte. La corredera indicaba una veloci­dad moderada, y el man�metro una profundidad de unos sesenta pies. Las circunstancias favorec�an, pues, los proyec­tos del canadiense.

Regres� a mi camarote. Me vest� con la casaca de biso fo­rrada de piel de foca y el gorro de piel de nutria y me puse las botas de mar. Ya dispuesto, esper�. Tan s�lo el rumor de la h�lice romp�a el profundo silencio que reinaba a bordo. Yo tend�a la oreja, a la escucha, al acecho de alguna voz que pu­diera indicar el descubrimiento del plan de evasi�n de Ned Land. Me sobrecog�a una inquietud mortal. En vano trataba de recuperar mi sangre fr�a.

A las nueve menos unos minutos me puse a la escucha del camarote del capit�n. No o� el m�s m�nimo ruido. Sal� de mi camarote y fui al sal�n, que estaba vac�o y en semipe­numbra.

Abr� la puerta que comunicaba con la biblioteca. �sta se hallaba tambi�n vac�a y en la misma penumbra. Me apost� cerca de la puerta que daba a la caja de la escalera central, y all� esper� la se�al de Ned Land. En aquel momento, el ru­mor de la h�lice disminuy� sensiblemente hasta cesar por completo. �Cu�l era la causa de ese cambio en la marcha del Nautilus? No me era posible saber si aquella parada favore­c�a o perjudicaba a los designios de Ned Land.

Tan s�lo los latidos de mi coraz�n turbaban ya el silencio. S�bitamente, se sinti� un ligero choque, que me hizo com­prender que el Nautilus acababa de tocar fondo. Mi inquie­tud se redobl� en intensidad. No me Regaba la se�al del ca­nadiense. Sent� el deseo de hablar con Ned Land para instarle a aplazar su tentativa. Me daba cuenta de que nuestra nave­gaci�n no se hac�a ya en condiciones normales.

En aquel momento se abri� la puerta del gran sal�n para dar paso al capit�n Nemo. Al verme, y sin m�s pre�mbulos, me dijo:

‑�Ah!, se�or profesor, le estaba buscando. �Conoce usted la historia de Espa�a?

Aun conociendo a fondo la historia de su propio pa�s, en las circunstancias en que yo me hallaba, turbado el esp�ritu y perdida la cabeza, imposible hubiera sido citar una sola palabra.

‑�Me ha o�do? ‑dijo el capit�n Nemo‑. Le he preguntado si conoce la historia de Espa�a.

‑Poco y mal ‑respond�.

‑As� son los sabios. No saben. Bien, si�ntese, que le voy a contar un curioso episodio de esa historia.

El capit�n se sent� en un div�n y, maquinalmente, me ins­tal� a su lado, en la penumbra.

‑Se�or profesor, esc�cheme bien, pues esta historia le in­teresar� en alg�n aspecto, por responder a una cuesti�n que sin duda no ha podido usted resolver.

‑Le escucho, capit�n ‑le dije, no sabiendo bien ad�nde quer�a ir a parar y pregunt�ndome si tendr�a aquello rela­ci�n con nuestro proyecto de evasi�n.

‑Se�or profesor, si no le parece mal nos remontaremos a 1702. No ignora usted que en esa �poca, vuestro rey Luis XIV, creyendo que bastaba con un gesto de potentado para ente­rrar los Pirineos, hab�a impuesto a los espa�oles a su nieto el duque de Anjou. Este pr�ncipe, que rein� m�s o menos mal bajo el nombre de Felipe V, tuvo que hacer frente a graves dificultades exteriores. En efecto, el a�o anterior, las casas rea­les de Holanda, de Austria y de Inglaterra hab�an concerta­do en La Haya un tratado de alianza, con el fin de arrancar la corona de Espa�a a Felipe V para depositarla en la cabeza de un archiduque al que prematuramente hab�an dado el nom­bre de Carlos III. Espa�a hubo de resistir a esa coalici�n, casi desprovista de soldados y de marinos. Pero no le faltaba el dinero, a condici�n, sin embargo, de que sus galeones, car­gados del oro y la plata de Am�rica, pudiesen entrar en sus puertos.

�Hacia el fin de 1702, Espa�a esperaba un rico convoy que Francia hizo escoltar por una flota de veintitr�s nav�os bajo el mando del almirante Ch�teau‑Renault, para protegerlo de las correr�as por el Atl�ntico de las armadas de la coalici�n. El convoy deb�a ir a C�diz, pero el almirante, conocedor de que la flota inglesa surcaba esos parajes, decidi� dirigirlo a un puerto de Francia. Tal decisi�n suscit� la oposici�n de los marinos espa�oles, que deseaban dirigirse a un puerto de su pa�s, y que propusieron, a falta de C�diz, ir a la bah�a de Vigo, al noroeste de Espa�a, que no se hallaba bloqueada. El almirante de Ch�teau‑Renault tuvo la debilidad de plegarse a esta imposici�n, y los galeones entraron en la bah�a de Vigo. Desgraciadamente, esta bah�a forma una rada abierta y sin defensa. Necesario era, pues, apresurarse a descargar los galeones antes de que pudieran llegar las flotas coaliga­das, y no hubiera faltado el tiempo para el desembarque si no hubiera estallado una miserable cuesti�n de rivalidades. �Va siguiendo usted el encadenamiento de los hechos?

‑Perfectamente ‑respond�, no sabiendo a�n con qu� mo­tivos me estaba dando esa lecci�n de historia.

‑Contin�o, pues. He aqu� lo que ocurri�. Los comercian­tes de C�diz ten�an el privilegio de ser los destinatarios de todas las mercanc�as procedentes de las Indias occidentales. Desembarcar los lingotes de los galeones en el puerto de Vigo era ir contra su derecho. Por ello, se quejaron en Madrid y obtuvieron del d�bil Felipe V que el convoy, sin pro­ceder a su descarga, permaneciera embargado en la rada de Vigo hasta que se hubieran alejado las flotas enemigas. Pero, mientras se tomaba esa decisi�n, la flota inglesa hac�a su aparici�n en la bah�a de Vigo el 22 de octubre de 1702. Pese a su inferioridad material, el almirante de Ch�teau‑Renault se bati� valientemente. Pero cuando vio que las riquezas del convoy iban a caer entre las manos del enemigo, incendi� y hundi� los galeones, que se sumergieron con sus inmensos tesoros.

El capit�n Nemo pareci� haber concluido su relato que, lo confieso, no ve�a yo en qu� pod�a interesarme.

‑�Y bien? ‑le pregunt�.

‑Pues bien, se�or Aronnax, estamos en la bah�a de Vigo, y s�lo de usted depende que pueda conocer sus secretos.

El capit�n se levant� y me rog� que le siguiera. Le obede­c�, ya recuperada mi sangre fr�a. El sal�n estaba oscuro, pero a trav�s de los cristales transparentes refulg�a el mar. Mir�.

En un radio de media milla en torno al Nautilus las aguas estaban impregnadas de luz el�ctrica. Se ve�a neta, clara­mente el fondo arenoso. Hombres de la tripulaci�n equipa­dos con escafandras se ocupaban de inspeccionar toneles medio podridos, cofres desventrados en medio de restos en­negrecidos. De las cajas y de los barriles se escapaban lingo­tes de oro y plata, cascadas de piastras y de joyas. El fondo estaba sembrado de esos tesoros. Cargados del precioso bo­t�n, los hombres regresaban al Nautilus, depositaban en �l su carga y volv�an a emprender aquella inagotable pesca de oro y de plata.

Comprend� entonces que nos hall�bamos en el escenario de la batalla del 22 de octubre de 1702 y que aqu�l era el lu­gar en que se hab�an hundido los galeones fletados por el go­bierno espa�ol. All� era donde el capit�n Nemo subven�a a sus necesidades y lastraba con aquellos millones al Nautilus. Para �l, para �l s�lo hab�a entregado Am�rica sus metales preciosos. �l era el heredero directo y �nico de aquellos te­soros arrancados a los incas y a los vencidos por Hern�n Cort�s.

‑�Pod�a usted imaginar, se�or profesor, que el mar con­tuviera tantas riquezas? ‑pregunt�, sonriente, el capit�n Nemo.

‑Sab�a que se eval�a en dos millones de toneladas la plata que contienen las aguas en suspensi�n.

‑Cierto, pero su extracci�n arrojar�a un coste superior a de su precio. Aqu�, al contrario, no tengo m�s que recoger lo que han perdido los hombres, y no s�lo en esta bah�a de Vigo sino tambi�n en los m�ltiples escenarios de naufragios registrados en mis mapas de los fondos submarinos. �Com­prende ahora por qu� puedo disponer de miles de millones?

‑S�, ahora lo comprendo, capit�n. Perm�tame, sin embar­go, decirle que al explotar precisamente esta bah�a de Vigo no ha hecho usted m�s que anticiparse a los trabajos de una sociedad rival.

-�Cu�l?

‑Una sociedad que ha obtenido del gobierno espa�ol el privilegio de buscar los galeones sumergidos. Los accionis­tas est�n excitados por el cebo de un enorme beneficio, pues se eval�a en quinientos millones el valor de esas riquezas naufragadas.

‑Quinientos millones... Los hab�a, pero ya no.

‑En efecto ‑dije‑. Y ser�a un acto de caridad prevenir a esos accionistas. Qui�n sabe, sin embargo, si el aviso ser�a bien recibido, pues a menudo lo que los jugadores lamentan por encima de todo es menos la p�rdida de su dinero que la de sus locas esperanzas. Les compadezco menos, despu�s de todo, que a esos millares de desgraciados a quienes hubieran podido aprovechar tantas riquezas bien repartidas, y que ya ser�n siempre est�riles para ellos.

No hab�a terminado yo de expresar esto cuando sent� que hab�a herido al capit�n Nemo.

‑�Est�riles! ‑respondi�, con gran viveza‑. �Cree usted, pues, que estas riquezas est�n perdidas por ser yo quien las recoja? �Acaso cree que es para m� por lo que me tomo el tra­bajo de recoger estos tesoros? �Qui�n le ha dicho que no haga yo buen uso de ellos? �Cree usted que yo ignoro que existen seres que sufren, razas oprimidas, miserables por ali­viar, v�ctimas por vengar? �No comprende que ... ?

El capit�n Nemo se contuvo, lamentando tal vez haber ha­blado demasiado. Pero yo hab�a comprendido. Cualesquie­ra que fuesen los motivos que le hab�an forzado a buscar la independencia bajo los mares, segu�a siendo ante todo un hombre. Su coraz�n palpitaba a�n con los sufrimientos de la humanidad y su inmensa caridad se volcaba tanto sobre las razas esclavizadas como sobre los individuos.

Fue entonces cuando comprend� a qui�n estaban destina­dos los millones entregados por el capit�n Nemo, cuando el Nautilus navegaba por las aguas de la Creta insurrecta.

 

 

9. Un continente desaparecido

 

Al d�a siguiente, 19 de febrero, por la ma�ana, vi entrar al canadiense en mi camarote. Esperaba yo su visita. Estaba vi­siblemente disgustado.

‑�Y bien, se�or? ‑me dijo.

‑Y bien, Ned, el azar se puso ayer contra nosotros.

‑S�. Este condenado capit�n tuvo que detenerse precisa­mente a la hora en que �bamos a fugarnos.

‑S�, Ned. Estuvo tratando un negocio con su banquero.

‑�Su banquero?

‑O m�s bien su casa de banca; quiero decir que su ban­quero es este oc�ano que guarda sus riquezas con m�s segu­ridad que las cajas de un Estado.

Relat� entonces al canadiense los hechos de la v�spera, y lo hice con la secreta esperanza de disuadirle de su idea de aban­donar al capit�n. Pero mi relato no tuvo otro resultado que el de llevarle a lamentar en�rgicamente no haber podido hacer por su cuenta un paseo por el campo de batalla de Vigo.

‑�En fin! ‑suspir�‑. No todo est� perdido. No es m�s que un golpe de arp�n en el vac�o. Lo lograremos en otra oca­si�n, tal vez esta misma noche si es posible.

‑�Cu�l es la direcci�n del Nautilus? ‑le pregunt�.

‑Lo ignoro ‑respondi� Ned.

‑Bien, a mediod�a lo sabremos.

El canadiense volvi� junto a Conseil. Por mi parte, una vez vestido, fui al sal�n. El comp�s no era muy tranquiliza­dor. El Nautilus navegaba con rumbo Sur‑sudoeste. Nos ale­j�bamos de Europa.

Esper� con impaciencia que se registrara la posici�n en la carta de marear. Hacia las once y media se vaciaron los de­p�sitos y nuestro aparato emergi� a la superficie. Me lanc� hacia la plataforma, en la que me hab�a precedido Ned Land.

Ninguna tierra a la vista. Nada m�s que el mar inmenso. Algunas velas en el horizonte, de los barcos que van a buscar hasta el cabo San Roque los vientos favorables para doblar el cabo de Buena Esperanza. El cielo estaba cubierto, y se anunciaba un ventarr�n.

Rabioso, Ned Land trataba de horadar con su mirada el horizonte brumoso, en la esperanza de que tras la niebla se extendiera la tierra deseada.

A mediod�a, el sol se asom� un instante. El segundo de a bordo aprovech� el claro para tomar la altitud. El oleaje nos oblig� a descender, y se cerr� la escotilla.

Una hora despu�s, al consultar el mapa vi que la posici�n del Nautilus se hallaba indicada en �l a 160 17' de longitud y 330 22' de latitud, a ciento cincuenta leguas de la costa m�s cercana. In�til era pensar en la fuga, y puede imaginarse la c�lera del canadiense cuando le notifiqu� nuestra situaci�n.

En cuanto a m�, no me sent� muy desconsolado, sino, an­tes bien, aliviado del peso que me oprim�a. As� pude reanu­dar, con una calma relativa, mi trabajo habitual.

Por la noche, hacia las once, recib� la inesperada visita del capit�n Nemo, quien me pregunt� muy atentamente si me sent�a fatigado por la velada de la noche anterior, a lo que le respond� negativamente.

‑Si es as�, se�or Aronnax, voy a proponerle una curiosa excursi�n.

‑Le escucho, capit�n.

‑Hasta ahora no ha visitado usted los fondos submarinos m�s que de d�a y bajo la claridad del sol. �Le gustar�a verlos en una noche oscura?

‑Naturalmente, capit�n.

‑El paseo ser� duro, se lo advierto. Habr� que caminar durante largo tiempo y escalar una monta�a. Los caminos no est�n en muy buen estado.

‑Lo que me dice, capit�n, redobla mi curiosidad. Estoy dispuesto a seguirle.

‑Venga entonces conmigo a ponerse la escafandra.

Llegado al vestuario, vi que ni mis compa�eros ni ning�n hombre de la tripulaci�n deb�a seguirnos en esa excursi�n. El capit�n Nemo no me hab�a propuesto llevar con nosotros a Ned y a Conseil.

En algunos instantes nos hallamos equipados, con los de­p�sitos de aire a nuestras espaldas, pero sin l�mparas el�c­tricas. Se lo hice observar al capit�n, pero �ste respondi�:

‑Nos ser�an in�tiles.

Cre� haber o�do mal, pero no pude insistir pues la cabeza del capit�n hab�a desaparecido ya en su envoltura met�lica. Acab� de vestirme, y not� que me pon�an en la mano un bas­t�n con la punta de hierro. Algunos minutos despu�s, tras la maniobra habitual, toc�bamos pie en el fondo del Atl�ntico, a una profundidad de trescientos metros.

Era casi medianoche. Las aguas estaban profundamente oscuras, pero el capit�n Nemo me mostr� a lo lejos un punto rojizo, una especie de resplandor que brillaba a unas dos mi­llas del Nautilus. Lo que pudiera ser aquel fuego, as� como las materias que lo alimentaban y la raz�n de que se revivificara en la masa l�quida, era algo que escapaba por completo a mi comprensi�n. En todo caso, nos iluminaba, vagamente, es cierto, pero pronto me acostumbr� a esas particulares tinie­blas, y comprend� entonces la inutilidad en esas circunstan­cias de los aparatos Ruhmkorff.

El capit�n Nemo y yo march�bamos uno junto al otro, di­rectamente hacia el fuego se�alado. El fondo llano ascend�a insensiblemente. �bamos a largas zancadas, ayud�ndonos con los bastones, pero nuestra marcha era lenta, pues se nos hund�an con frecuencia los pies en el fango entre algas y pie­dras lisas. O�a, mientras avanzaba, una especie de crepita­ci�n por encima de mi cabeza, que redoblaba a veces de in­tensidad y produc�a como un continuo chapoteo. No tard� en comprender que era el efecto de la lluvia que ca�a violen­tamente sobre la superficie. Instintivamente me vino la idea de que iba a mojarme. �Por el agua, en medio del agua! No pude impedirme re�r ante una idea tan barroca. Pero es que hay que decir que bajo el pesado ropaje y la escafandra no se siente el l�quido elemento y uno se cree en medio de una at­m�sfera un poco m�s densa que la terrestre.

Tras media hora de marcha, el suelo se hizo rocoso. Las medusas, los crust�ceos microsc�picos, las penn�tulas lo iluminaban ligeramente con sus fosforescencias. Entrev� montones de piedras que cubr�an mifiones de zo�fitos y ma­torrales de algas. Los pies resbalaban a menudo sobre el vis­coso tapiz de algas y, sin mi bast�n con punta de hierro, m�s de una vez me hubiera ca�do.

Cuando me volv�a, ve�a el blanquecino fanal del Nautilus que comenzaba a palidecer en la lejan�a.

Las aglomeraciones de piedras de que acabo de hablar esta­ban dispuestas en el fondo oce�nico seg�n una cierta regulari­dad que no pod�a explicarme. Ve�a surcos gigantescos que se perd�an en la lejana oscuridad y cuya longitud escapaba a toda evaluaci�n. Habr�a otras particularidades de dificil interpre­taci�n. Me parec�a que mis pesadas suelas de plomo iban aplastando un lecho de osamentas que produc�an secos chas­quidos. �Qu� era esa vasta llanura que �bamos recorriendo? Hubiera querido interrogar al capit�n, pero su lenguaje de ges­tos que le permit�a comunicarse con sus compa�eros durante sus excursiones submarinas, me era todav�a incomprensible.

La rojiza claridad que nos guiaba iba aumentando e inflamaba el horizonte. Me intrigaba poderosamente la presencia de ese foco bajo las aguas. �Eran efluvios el�ctricos lo que all� se manifestaba? �Me hallaba acaso ante un fen�meno natural a�n desconocido para los sabios de la tierra? �O tal vez ‑pues reconozco que la idea atraves� mi cerebro‑ se deb�a aquella inflamaci�n a la mano del hombre? �Era �sta la que atizaba el incendio? �Acaso iba a encontrar, bajo esas capas profundas, a companeros, amigos del capit�n Nemo, protagonistas como �l de esa extra�a existencia, a los que �ste iba a visitar? �Hallar�a yo all� una colonia de exiliados que, cansados de las miserias de la tierra, hab�an buscado y hallado la indepen­dencia en lo m�s profundo del oc�ano? Todas estas locas ideas, estas inadmisibles figuraciones, me asaltaban en tro­pel, y en esa disposici�n de �nimo, sobreexcitado sin cesar por la serie de maravillas que pasaban ante mis ojos, no hu­biera encontrado sorprendente la existencia de una de esas ciudades submarinas que so�aba el capit�n Nemo.

Nuestro camino estaba cada vez m�s iluminado. El blan­quecino resplandor irradiaba de la cima de una monta�a de unos ochocientos pies de altura. Pero lo que yo ve�a no era una simple reverberaci�n desarrollada por las aguas cristali­nas. El foco de esa inexplicable claridad se hallaba en la ver­tiente opuesta de la monta�a.

En medio de los d�dalos de piedras que surcaban el fon­do del Atl�ntico, el capit�n Nemo avanzaba sin vacilaci�n. Conoc�a la oscura ruta. No cab�a duda de que la hab�a reco­rrido a menudo y que no tem�a perderse. Yo le segu�a con una confianza inquebrantable. Me parec�a ser uno de los ge­nios del mar, y al verlo andar ante m�, admiraba su alta esta­tura que se recortaba en negro sobre el fondo luminoso del horizonte.

Era ya la una de la madrugada. Hab�amos llegado a las primeras rampas de la monta�a. Pero para abordarlas hab�a que aventurarse por los dif�ciles senderos de una vasta espesura. S�, una espesura de �rboles muertos, sin hojas, sin sa­via, �rboles mineralizados por la acci�n del agua y de entre los que sobresal�an aqu� y all� algunos pinos gigantescos. Era como una hullera a�n en pie, manteni�ndose por sus ra�ces sobre el suelo hundido, y cuyos ramajes se dibujaban netamente sobre el techo de las aguas, a la manera de esas fi­guras recortadas en cartulina negra. Imag�nese un bosque del Harz, agarrado a los flancos de una monta�a, pero un bosque sumergido. Los senderos estaban llenos de algas y de fucos, entre los que pululaba un mundo de crust�ceos. Yo iba escalando las rocas, saltando por encima de los troncos abatidos, rompiendo las lianas marinas que se balanceaban de un �rbol a otro, y espantando a los peces que volaban de rama en rama. Excitado, no sent�a la fatiga, y segu�a a mi gu�a incansable.

�Qu� espect�culo tan indescriptible! �C�mo decir el as­pecto de esos �rboles y de esas rocas en ese medio l�quido, el de sus fondos tenebrosos y el de sus cimas coloreadas de to­nos rojizos bajo la claridad que difund�a la potencia reverbe­rante de las aguas! Escal�bamos rocas que se ven�an en se­guida abajo con el sordo fragor de un alud. A derecha e izquierda se abr�an tenebrosas galer�as por las que se perd�a la mirada. De vez en cuando se abr�an vastos calveros que parec�an practicados por la mano del hombre, y yo me pre­guntaba a veces si no iba a aparecerse de repente alg�n habi­tante de esas regiones submarinas.

El capit�n Nemo continuaba ascendiendo y yo le segu�a audazmente, no queriendo quedarme rezagado. Mi bast�n me prestaba un �til concurso, pues un solo paso en falso hu­biese sido tremendamente peligroso en aquellos estrechos pasos tallados en los flancos de los abismos. Marchaba yo con pie firme, sin sentir la embriaguez del v�rtigo. Unas ve­ces saltaba una grieta cuya profundidad me hubiese hecho retroceder en medio de los glaciares de la tierra, y otras me aventuraba sobre el tronco vacilante de los �rboles tendidos como puentes sobre los abismos, sin mirar bajo mis pies, por no tener ojos m�s que para admirar los lugares salvajes de la regi�n. Algunas rocas monumentales, inclinadas sobre sus bases irregularmente recortadas, parec�an desafiar las leyes del equilibrio. Entre sus rodillas de piedra, crec�an �rboles como surtidores sometidos a una formidable presi�n, que sosten�an a los que les soportaban a su vez. Torres naturales, amplios cortes tallados a pico, como cortinas, se inclinaban bajo un �ngulo que las leyes de la gravitaci�n no habr�an au­torizado en la superficie de las regiones terrestres.

Yo mismo no sent�a esa diferencia debida a la poderosa densidad del agua, cuando, pese a mis pesados ropajes, mi esfera de cobre y mis suelas met�licas, me elevaba sobre pen­dientes de una elevaci�n impracticable, que iba franquean­do, por as� decirlo, con la ligereza de una gamuza.

Bien s� que no podr� ser veros�mil con este relato de ex­cursi�n bajo el agua. Yo soy el historiador de las cosas de apariencia imposible, que sin embargo son reales, incontes­tables. No he so�ado. He visto y sentido.

A las dos horas de nuestra partida del Nautilus hab�amos atravesado la l�nea de �rboles, y ya, a cien pies por encima de nuestras cabezas, se ergu�a el pico de la monta�a cuya pro­yecci�n trazaba su sombra sobre la brillante irradiaci�n de la vertiente opuesta. Algunos arbustos petrificados corr�an aqu� y all� en ondulantes zigzags. Los peces se levantaban en masa bajo nuestros pasos como p�jaros sorprendidos en las altas hierbas. La masa rocosa estaba torturada por impene­trables anfractuosidades, profundas grutas, insondables agujeros en cuyos fondos o�a yo removerse cosas formida­bles. La sangre me asaltaba a torrentes el coraz�n cuando ve�a una antena enorme cerrarme la ruta o cuando alguna pinza espantosa se cerraba ruidosamente en la sombra de las cavidades. Millares de puntos luminosos acribillaban las ti­nieblas. Eran los ojos de crust�ceos gigantescos, agazapados en sus guaridas, de enormes bogavantes erguidos como alabarderos haciendo resonar sus patas con un estr�pito de chatarra, tit�nicos cangrejos apuntados como ca�ones so­bre sus cure�as, y pulpos espantosos entrelazando sus ten­t�culos como un matorral vivo de serpientes.

�Qu� mundo exorbitante era ese que yo no conoc�a a�n? �A qu� orden pertenec�an esos articulados a los que las ro­cas daban un segundo caparaz�n? �D�nde hab�a hallado la naturaleza el secreto de su existencia vegetativa, y desde cu�ntos siglos ven�an viviendo as� en las �ltimas capas del oc�ano?

Pero no pod�a yo detenerme. Familiarizado con esos te­rribles animales, el capit�n Nemo no paraba su atenci�n en ellos. Hab�amos llegado a una primera meseta, en la que me esperaban otras sorpresas. La de unas ruinas pin­torescas que traicionaban la mano del hombre y no la del Creador. Eran vastas aglomeraciones de piedras entre las que se distingu�an vagas formas de castillos, de templos re­vestidos de un mundo de zo�fitos en flor y a los que en vez de hiedra las algas y los fucos revest�an de un espeso manto vegetal.

Pero �qu� era esta porci�n del mundo sumergida por los cataclismos? �Qui�n hab�a dispuesto esas rocas y esas pie­dras como d�lmenes de los tiempos antehist�ricos? �D�n­de estaba, ad�nde me hab�a llevado la fantas�a del capit�n Nemo?

Hubiera querido interrogarle. No pudiendo hacerlo, le detuve, agarr�ndole del brazo. Pero �l, moviendo la cabeza, y mostr�ndome la �ltima cima de la monta�a, pareci� decir­me: �Ven, sigue, contin�a�.

Le segu�, tomando nuevo impulso, y en algunos minutos acab� de escalar el pico que dominaba en una decena de me­tros toda esa masa rocosa.

Mir� la pendiente que acab�bamos de escalar. Por esa par­te, la monta�a no se elevaba m�s que de setecientos a ocho­cientos pies por encima de la llanura, pero por la vertiente opuesta dominaba desde una altura doble el fondo de esa porci�n del Atl�ntico. Mi mirada se extend�a a lo lejos y abarcaba un vasto espacio iluminado por una violenta ful­guraci�n. En efecto, era un volc�n aquella monta�a. A cin­cuenta pies por debajo del pico, en medio de una lluvia de piedras y de escorias, un ancho cr�ter vomitaba torrentes de lava que se dispersaban en cascada de fuego en el seno de la masa l�quida. As� situado, el volc�n, como una inmensa antorcha, iluminaba la llanura inferior hasta los �ltimos l�­mites del horizonte.

He dicho que el cr�ter submarino escup�a lavas, no lla­mas. Las llamas necesitan del ox�geno del aire y no podr�an producirse bajo el agua, pero los torrentes de lava incandes­centes pueden llegar al rojo blanco, luchar victoriosamente contra el elemento l�quido y vaporizarse a su contacto. R�pi­das corrientes arrastraban a los gases en difusi�n y los to­rrentes de lava corr�an hasta la base de la monta�a como las deyecciones del Vesubio sobre otra Torre del Greco.

All�, bajo mis ojos, abismada y en ruinas, aparec�a una ciudad destruida, con sus tejados derruidos, sus templos abatidos, sus arcos dislocados, sus columnas yacentes en tie­rra. En esas ruinas se adivinaban a�n las s�lidas proporcio­nes de una especie de arquitectura toscana. M�s lejos, se ve�an los restos de un gigantesco acueducto; en otro lugar, la achatada elevaci�n de una acr�polis, con las formas flotan­tes de un Parten�n; all�, los vestigios de un malec�n que en otro tiempo debi� abrigar en el puerto situado a orillas de un oc�ano desaparecido los barcos mercantes y los trirre­mes de guerra; m�s all�, largos alineamientos de murallas derruidas, anchas calles desiertas, toda una Pompeya hun­dida bajo las aguas, que el capit�n Nemo resucitaba a mi mi­rada.

�D�nde estaba? �D�nde estaba? Quer�a saberlo a toda costa, quer�a hablar, quer�a arrancarme la esfera de cobre que aprisionaba mi cabeza.

Pero el capit�n Nemo vino hacia m� y me contuvo con un gesto. Luego, recogiendo un trozo de piedra pizarrosa, se di­rigi� a una roca de basalto negro y en ella traz� esta �nica palabra:

 

ATLANTIDA

 

�Qu� rel�mpago atraves� mi mente! �La Atl�ntida! �La an­tigua Mer�pide de Teopompo, la Atl�ntida de Plat�n, ese continente negado por Or�genes, Porfirio, J�mblico, D'An­ville, Malte‑Brun, Humboldt, para quienes su desaparici�n era un relato legendario, y admitido por Posidonio, Plinio, Ammien‑Marcellin, Tertuliano, Engel, Sherer, Tournefort, Buffon y D'Avezac, lo ten�a yo ante mis ojos, con el irrecusa­ble testimonio de la cat�strofe. �sa era, pues, la desapareci­da regi�n que exist�a fuera de Europa, del Asia, de Libia, m�s all� de las columnas de H�rcules. All� era donde viv�a ese pueblo poderoso de los atlantes contra el que la antigua Gre­cia libr� sus primeras guerras.

Fue el mismo Plat�n el historiador que consign� en sus escritos las haza�as de aquellos tiempos heroicos. Su di�lo­go de Timeo y Critias fue, por as� decirlo, trazado bajo la ins­piraci�n de Sol�n, poeta y legislador.

Un d�a, Sol�n tuvo una conversaci�n con algunos sabios ancianos de Sais, ciudad cuya antig�edad se remontaba a m�s de ochocientos a�os, como lo testimoniaban sus anales grabados sobre los muros sagrados de sus templos. Uno de aquellos ancianos cont� la historia de otra ciudad con miles de a�os de antig�edad. Esa primera ciudad ateniense, de no­vecientos siglos de edad, hab�a sido invadida y destruida en parte por los atlantes, pueblo que, dec�a �l, ocupaba un con­tinente m�s grande que �frica y Asia juntas, con una super­ficie comprendida entre los doce y cuarenta grados de lati­tud norte. Su dominio se extend�a hasta Egipto, y quisieron impon�rselo tambi�n a Grecia, pero debieron retirarse ante la indomable resistencia de los helenos. Pasaron los siglos, hasta que se produjo un cataclismo acompa�ado de inunda­ciones y de temblores de tierra. Un d�a y una noche bastaron para la aniquilaci�n de esa Atl�ntida, cuyas m�s altas cimas, Madeira, las Azores, las Canarias y las islas del Cabo Verde emergen a�n.

Tales eran los recuerdos hist�ricos que la inscripci�n del capit�n Nemo hab�a despertado en m�. As�, pues, conducido por el m�s extra�o destino, estaba yo pisando una de las monta�as de aquel continente. Mi mano tocaba ruinas mil veces seculares y contempor�neas de las �pocas geol�gicas. Mis pasos se inscrib�an sobre los que hab�an dado los con­tempor�neos del primer hombre. Mis pesadas suelas aplas­taban los esqueletos de los animales de los tiempos fabulo­sos, a los que esos �rboles, ahora mineralizados, cubr�an con su sombra.

�Ah! �C�mo sent� que me faltara el tiempo para descender, como hubiera querido, las pendientes abruptas de la monta­�a y recorrer completamente ese continente inmenso que, sin duda, debi� unir �frica y Am�rica, y visitar sus ciudades antediluvianas! All� se extend�an tal vez Majimos, la guerre­ra, y Eusebes, la piadosa, cuyos gigantescos habitantes vi­v�an siglos enteros y a los que no faltaban las fuerzas para amontonar esos bloques que resist�an a�n a la acci�n de las aguas. Tal vez, un d�a, un fen�meno eruptivo devuelva a la superficie de las olas esas ruinas sumergidas. Numerosos volcanes han sido se�alados en esa zona del oc�ano, y son muchos los nav�os que han sentido extraordinarias sacudi­das al pasar sobre esos fondos atormentados. Unos han o�do sordos ruidos que anunciaban la lucha profunda de los ele­mentos y otros han recogido cenizas volc�nicas proyectadas fuera del mar. Todo ese suelo, hasta el ecuador, est� a�n tra­bajado por las fuerzas plut�nicas. Y qui�n sabe si, en una �poca lejana, no aparecer�n en la superficie del Atl�ntico ci­mas de monta�as ign�vomas formadas por las deyecciones volc�nicas y por capas sucesivas de lava.

Mientras as� so�aba yo, a la vez que trataba de fijar en mi memoria todos los detalles del grandioso paisaje, el capit�n Nemo, acodado en una estela musgosa, permanec�a inm�vil y como petrificado en un �xtasis mudo. �Pensaba acaso en aquellas generaciones desaparecidas y las interrogaba sobre el misterio del destino humano? �Era �se el lugar al que ese hombre extra�o acud�a a sumergirse en los recuerdos de la historia y a revivir la vida antigua, �l que rechazaba la vida moderna? �Qu� no hubiera dado yo por conocer sus pensa­mientos, por compartirlos, por comprenderlos!

Permanecimos all� durante una hora entera, contemplan­do la vasta llanura bajo el resplandor de la lava que cobraba a veces una sorprendente intensidad. Las ebulliciones interio­res comunicaban r�pidos estremecimientos a la corteza de la monta�a. Profundos ruidos, netamente transmitidos por el medio l�quido, se repercut�an con una majestuosa amplitud.

Por un instante, apareci� la luna a trav�s de la masa de las aguas y lanz� algunos p�lidos rayos sobre el continente su­mergido. No fue m�s que un breve resplandor, pero de un efecto maravilloso, indescriptible.

El capit�n se incorpor�, dirigi� una �ltima mirada a la in­mensa llanura, y luego me hizo un gesto con la mano invi­t�ndome a seguirle.

Descendimos r�pidamente la monta�a. Una vez pasado el bosque mineral, vi el fanal del Nautilus que brillaba como una estrella. El capit�n se dirigi� en l�nea recta hacia �l, y cuando las primeras luces del alba blanqueaban la superficie del oc�ano nos hall�bamos ya de regreso a bordo.

 

 

10. Las hulleras submarinas

 

Me despert� muy tarde al d�a siguiente, 20 de febrero. Las fatigas de la noche hab�an prolongado mi sue�o hasta las once. Me vest� con rapidez porque me apremiaba la curiosi­dad de conocer la direcci�n del Nautilus. Los instrumentos me indicaron que segu�a con rumbo Sur a una velocidad de unas veinte millas por hora y a una profundidad de cien me­tros.

Lleg� Conseil y le cont� nuestra expedici�n nocturna. Como los cristales no estaban tapados, le fue dado ver toda­v�a una parte del continente sumergido.

En efecto, el Nautilus navegaba a unos diez metros tan s�lo del suelo formado por la llanura de la Atl�ntida. Corr�a como un globo impulsado por el viento por encima de las praderas terrestres; pero m�s apropiado ser�a decir que nos hall�bamos en aquel sal�n como en el vag�n de un tren ex­preso. Los primeros planos que pasaban ante nuestros ojos eran rocas fant�sticamente recortadas, bosques de �rboles pasados del reino vegetal al mineral y cuyas inm�viles silue­tas parec�an gesticular bajo el agua. Hab�a tambi�n grandes masas p�treas alfombradas de ascidias y de an�monas, entre las que ascend�an largos hidr�fitos verticales, y bloques de lava extra�amente moldeados que atestiguaban el furor de las expansiones plut�nicas.

Mientras observ�bamos ese extra�o paisaje que resplan­dec�a bajo la luz el�ctrica, cont� a Conseil la historia de los atlantes que tantas p�ginas encantadoras, desde un punto de vista puramente imaginario, inspiraron a Bailly. Le hablaba de las guerras de esos pueblos heroicos y argumentaba la cuesti�n de la Atl�ntida como hombre a quien ya no le es po­sible ponerla en duda. Pero Conseil, distra�do, no me escu­chaba apenas, y su indiferencia ante este tema hist�rico ten�a una f�cil explicaci�n. En efecto, numerosos peces atra�an sus miradas, y cuando pasaban peces, Conseil, arrastrado a los abismos de la clasificaci�n, sal�a del mundo real. Obliga­do me vi a seguirle y a reanudar as� con �l nuestros estudios ictiol�gicos.

Aquellos peces del Atl�ntico no difer�an sensiblemente de los que hab�amos observado hasta entonces. Rayas de un ta­ma�o gigantesco, de cinco metros de longitud, dotadas de una gran fuerza muscular que les permit�a lanzarse por en­cima de las olas; escualos de diversas especies, entre otros una tintorera de quince pies, de dientes triangulares y agu­dos, cuya transparencia la hac�a casi invisible en medio del agua; sagros oscuros, humantinos en forma de prismas y acorazados con una piel con escamas en forma de tub�rcu­los; esturiones, similares a los del Mediterr�neo; singnatos­trompetas, de un pie y medio de longitud, de colores amarllo y marr�n, provistos de peque�as aletas grises, sin dientes ni lengua, que desfilaban como finas y flexibles serpientes. Entre los peces �seos, Conseil anot� los makairas negruz­cos, de tres metros de largo y armados en su mand�bula su­perior de una penetrante espada; peces ara�a de vivos colo­res, conocidos en la �poca de Arist�teles con el nombre de dragones marinos, y cuyos aguijones dorsales son muy peli­grosos; llampugas de dorso oscuro surcado por peque�as rayas azules y con los flancos de oro; hermosas doradas; peces‑luna, como discos con reflejos azulados que se tornaban en manchas plateadas bajo la iluminaci�n de los rayos sola­res; peces‑espada de ocho metros de longitud, que iban en grupo, con aletas amarillentas recortadas en forma de hoces y espadas de seis pies de longitud, animales intr�pidos, m�s bien herb�voros que pisc�voros, que obedec�an a la menor se�al de sus hembras como maridos bien amaestrados.

Pero la observaci�n de esos espec�menes de la fauna ma­rina no me imped�a examinar las largas llanuras de la Atl�n­tida. A veces, los caprichosos accidentes del suelo obligaban al Nautilus a disminuir su velocidad y a deslizarse, con la pe­ricia de un cet�ceo, por estrechos pasos entre las colinas. Cuando el laberinto se hac�a inextricable, el aparato se ele­vaba como un aer�stato y, una vez franqueado el obst�culo, recuperaba su r�pida marcha a algunos metros del fondo. Admirable y magn�fica navegaci�n que recordaba las ma­niobras de un paseo aerost�tico, con la diferencia de que el Nautilus obedec�a sumisamente a la mano de su timonel.

Hacia las cuatro de la tarde, el terreno, compuesto gene­ralmente de un espeso fango en el que se entremezclaban las ramas mineralizadas, comenz� a modificarse poco a poco, torn�ndose m�s pedregoso, con formaciones conglomera­das, tobas bas�lticas, lavas y obsidianas sulfurosas. Ello me hizo pensar que las monta�as iban a suceder pronto a las lar­gas llanuras, y, en efecto, al evolucionar el Nautilus, vi el ho­rizonte meridional clausurado por una alta muralla que pa­rec�a cerrar toda salida. Su cima deb�a sobresalir de la superficie del oc�ano. Deb�a ser un continente o, al menos, una isla, una de las Canarias o una del archipi�lago de Cabo Verde. No habi�ndose fijado la posici�n ‑deliberadamente, acaso‑, yo la ignoraba. En todo caso, me pareci� que esa muralla deb�a marcar el fin de la Ad�ntida, de la que apenas hab�amos recorrido una m�nima porci�n.

La ca�da de la noche no interrumpi� mis observaciones, que efectu� solitariamente por haber regresado Conseil a su camarote. El Nautilus, a marcha reducida, revoloteaba por encima de las confusas masas del suelo, ya roz�ndolas cas como si hubiera querido posarse en ellas, ya remont�ndose caprichosamente a la superficie. Cuando esto hac�a pod�a yo ver algunas vivas constelaciones a trav�s del cristal de la aguas, y m�s precisamente cinco o seis de esas estrellas zo diacales que siguen a la cola de Ori�n.

Permanec� durante un buen rato a�n tras el cristal admi­rando la belleza del mar y del cielo, hasta que los paneles me­t�licos taparon el cristal. En aquel momento, el Nautilus ha­b�a llegado al borde de la alta muralla. C�mo iba a poder maniobrar all� era algo que yo ignoraba. Volv� a mi camaro­te. El Nautilus se hab�a inmovilizado. Me dorm� con la inten­ci�n de levantarme muy de madrugada.

Pero eran las ocho de la ma�ana cuando, al d�a siguiente, volv� al sal�n. La consulta al man�metro me indic� que el Nautilus flotaba en la superficie. O� adem�s el paso de al­guien sobre la plataforma. Sin embargo, ni el m�s m�nimo balanceo denunciaba la ondulaci�n del agua de la superficie.

Sub� a la plataforma ‑la escotilla estaba abierta‑, y en vez de la luz diurna que esperaba encontrar me vi rodeado de una profunda oscuridad. �D�nde est�bamos? �Me hab�a equivocado y era a�n de noche? No. Ni una sola estrella bri­llaba en el firmamento, y nunca la noche est� envuelta en ti­nieblas tan absolutas. No sab�a qu� pensar, cuando o� decir:

‑�Es usted, se�or profesor?

-�Ah! Capit�n Nemo, �d�nde estamos?

‑Bajo tierra, se�or profesor.

‑�Bajo tierra? �Y el Nautilus est� a flote?

‑S�, contin�a flotando.

‑No comprendo.

‑Espere unos instantes. Se va a encender el fanal, y si le gustan las situaciones claras va a verse satisfecho.

En pie sobre la plataforma, esper�. La oscuridad era tan completa que no pod�a ver tan siquiera al capit�n Nemo. Sin embargo, al mirar al cenit, exactamente por encima de mi cabeza, distingu� un resplandor indeciso, una especie de cla­ridad difusa que surg�a de un agujero circular. Pero en aquel momento, se encendi� s�bitamente el fanal y su viva luz eclips� la vaga claridad que acababa de atisbar.

Tras haber cerrado un instante los ojos, deslumbrados por la luz el�ctrica, mir� en torno m�o. El Nautilus estaba in­movilizado cerca de una orilla dispuesta como el malec�n de un muelle. El mar en que flotaba era un lago aprisionado en un circo de murallas que med�a dos millas de di�metro, o sea, unas seis millas de contorno. Su nivel ‑as� lo indicaba el man�metro‑ no pod�a ser otro que el exterior, pues necesa­riamente hab�a una comunicaci�n entre ese lago y el mar. Las altas murallas, inclinadas sobre su base, se redondeaban en forma de b�veda figurando un inmenso embudo inverti­do cuya altura era de unos quinientos o seiscientos metros. En lo alto se abr�a un orificio circular, por el que hab�a atis­bado yo esa vaga claridad, evidentemente debida a la luz diurna.

Antes de examinar m�s atentamente la disposici�n inte­rior de esa enorme caverna, antes de preguntarme si aquello era una obra de la naturaleza o del hombre, me dirig� hacia el capit�n Nemo.

‑�D�nde estamos? ‑le pregunt�.

‑En el centro de un volc�n apagado, un volc�n cuyo inte­rior ha sido invadido por el mar tras alguna convulsi�n del suelo. Mientras dorm�a usted, se�or profesor, el Nautilus ha penetrado en esta laguna por un canal natural abierto a diez metros por debajo de la superficie del oc�ano. �ste es un puerto de base, un puerto seguro, c�modo, secreto, abriga­do de todos los vientos. D�game d�nde, en sus continentes o en sus islas, puede hallarse una rada como este refugio pro­tegido del furor de los huracanes.

‑En efecto ‑respond�‑, aqu� se halla usted en total seguri­dad, capit�n Nemo. �Qui�n podr�a alcanzarle en el centro de un volc�n? Pero creo haber visto una abertura en su cima, �no?

‑S�, su cr�ter, un cr�ter lleno en otro tiempo de lavas, de vapores y de llamas y que hoy da paso a este aire vivificante que respiramos.

‑�Qu� monta�a volc�nica es �sta?

‑Pertenece a uno de los numerosos islotes de que est� sembrada esta parte del mar. Simple escollo para los barcos, caverna inmensa para nosotros. Me lo descubri� el azar, y muy �tilmente por cierto.

‑Pero �no ser�a posible descender por el orificio del cr�ter?

‑Es tan imposible descender por �l como para m� ascen­der. La base interior de la monta�a es escalable hasta un cen­tenar de metros, pero por encima de esa zona las paredes caen a pico y sus rampas son impracticables.

‑Veo, capit�n, que la naturaleza le sirve siempre y en to­das partes. Se halla usted aqu� en total seguridad, pues nadie m�s que usted puede visitar estas aguas. Pero �para qu� este refugio? El Nautilus no tiene necesidad de puertos.

‑As� es, se�or profesor, pero s� necesita de la electricidad para moverse, y por lo tanto, de elementos para producirla, como el sodio, y de carb�n para fabricar el sodio, y de hure­ras para extraer el carb�n. Y precisamente, aqu�, el mar re­cubre bosques enteros sumergidos en los tiempos geol�gi­cos, ahora mineralizados y transformados en hulla, que son para m� una mina inagotable.

‑Entonces, sus hombres �se transforman aqu� en mine­ros?

‑S�. Estas minas se extienden bajo el agua como las minas de Newcastle. Revestidos de sus escafandras y pico en mano mis hombres van a extraer esta hulla. Como ve, no necesito tampoco de las minas de la tierra para su obtenci�n. Al fa­bricar aqu� el sodio, el humo producido por la combusti�n de la hulla que escapa por el orificio del cr�ter debe darle a esta monta�a la apariencia de un volc�n a�n en actividad.

‑�Podremos ver a sus hombres en actividad?

‑No, no esta vez, al menos, pues quiero continuar sin de­mora nuestra vuelta al mundo. Esta vez voy a limitarme a embarcar las reservas de sodio que aqu� tenemos. Las opera­ciones de carga no nos llevar�n m�s que un d�a, y luego re­emprenderemos el viaje. Si quiere usted recorrer la caverna y dar la vuelta al lago puede aprovechar esta jornada, se�or Aronnax.

Di las gracias al capit�n y fui a buscar a mis companeros, que no hab�an abandonado a�n su camarote. Les invit� a seguirme sin decirles d�nde nos hall�bamos, y subieron conmigo a la plataforma. Conseil, a quien nada asombraba nunca, vio como la cosa m�s natural despertarse bajo una monta�a tras haber dormido bajo el mar. En cuanto a Ned Land, no tuvo otra idea que la de buscar si la caverna presen­taba alguna salida.

Tras haber desayunado, descendimos a la orilla hacia las diez horas.

‑Henos aqu� de nuevo en tierra -dijo Conseil.

‑Yo no le llamo �tierra� a esto -replic� el canadiense‑. Y adem�s no estamos encima, sino debajo.

Entre la base de las paredes de la monta�a y las aguas del lago se extend�a una orilla arenosa, que en algunos lugares llegaba a medir quinientos pies de anchura. Sobre la arena era f�cil dar la vuelta al lago. Pero la base de las altas paredes formaba un suelo atormentado sobre el que yac�an en un pintoresco amontonamiento bloques volc�nicos y enormes piedras p�mez. Todas esas masas disgregadas, recubiertas de un esmalte pulimentado por la acci�n de los fuegos sub­terr�neos, resplandec�an bajo la luz el�ctrica del fanal. La polvareda mic�cea que levantaban nuestros pasos sobre la orilla se dispersaba en un revoloteo chispeante.

El suelo se elevaba sensiblemente a medida que se alejaba del manso reflujo de las olas, y pronto llegamos a rampas lar­gas y sinuosas, empinadas cuestas que permit�an elevarse poco a poco. Pero hab�a que andar con precauci�n entre aquellas conglomeraciones no cimentadas entre s�, pues los pies resbalaban sobre las traquitas v�treas compuestas de cristales de feldespato y de cuarzo.

La naturaleza volc�nica de la enorme excavaci�n se afir­maba por todas partes, y se lo hice observar a mis compa­�eros.

‑�Os figur�is lo que debi� ser este embudo cuando se lle­naba de lavas hirvientes y el nivel del l�quido incandescente se elevaba hasta el orificio de la monta�a, como la fundici�n por las paredes de un horno?

‑Me lo imagino perfectamente ‑respondi� Conseil‑. Pero, d�ganos el se�or, por qu� el gran fundidor suspendi� sus operaciones y por qu� la fundici�n fue reemplazada por las aguas tranquilas de un lago.

‑Muy probablemente, Conseil, porque alguna convulsi�n produjo bajo la superficie del oc�ano esta abertura que ha dado paso al Nautilus. Las aguas del Atl�ntico se precipita­ron entonces al interior de la monta�a, produci�ndose una lucha terrible entre los dos elementos, lucha que acab� con la victoria de Neptuno. Pero han pasado muchos siglos des­de entonces, y el volc�n sumergido se ha transformado en una gruta tranquila.

‑Muy bien ‑dijo Ned Land‑. Yo acepto la explicaci�n, pero siento mucho, por nuestro propio inter�s, que la aber­tura de que habla el se�or profesor no se haya producido por encima del nivel del mar.

‑Pero, Ned, si ese pasaje no hubiera sido submarino, el Nautilus no habr�a podido entrar ‑dijo Conseil.

‑Y yo a�adir�, se�or Land, que las aguas no se habr�an precipitado bajo la monta�a y que el volc�n hubiera seguido siendo un volc�n. As� que su lamentaci�n es superflua.

Continuamos la ascenci�n por rampas cada vez m�s empinadas y estrechas. De vez en cuando hab�a que fran­quear las profundas excavaciones que las cortaban de trecho en trecho, y desviar la marcha ante grandes bloques cortados a pico. A veces, deb�amos marchar a gatas e inclu­so reptar sobre el vientre. Pero gracias a la habilidad de Conseil y a la fuerza del canadiense pudimos sortear todos los obst�culos.

A unos treinta metros de altura, se modific� la naturaleza del terreno sin que por ello se hiciera m�s transitable. A las conglomeraciones y a las traquitas sucedieron los basaltos negros, unos extendidos en capas llenas de protuberancias grumosas, otros formando prismas irregulares, dispuestos como una columnata de soporte a la inmensa b�veda, admi­rable muestra de la arquitectura natural. Entre los basaltos serpenteaban largos r�os de lava petrificada, incrustados de rayas bituminosas, y en algunos lugares se extend�an anchos mantos de azufre. Una luz ya m�s poderosa, procedente del cr�ter superior, inundaba de una vaga claridad todas aque­llas deyecciones volc�nicas para siempre enterradas en el seno de la monta�a apagada.

Nuestra marcha ascensional se vio interrumpida a unos doscientos cincuenta pies de altura por obst�culos infran­queables. El arco de la b�veda interior se verticalizaba casi a esa altura, oblig�ndonos a cambiar la escalada por un pa­seo circular. A esa altura el reino vegetal comenzaba a lu­char con el reino mineral. Algunos arbustos e incluso algu­nos �rboles sal�an de las anfractuosidades de las rocas de las paredes. Reconoc� unos euforbios que dejaban correr su jugo c�ustico. Unos heliotropos, incapaces all� de justificar su nombre por no llegar nunca a ellos los rayos solares, in­clinaban tristemente sus flores de colores y perfumes des­va�dos. Aqu� y all� algunos crisantemos crec�an t�mida­mente al pie de aloes de largas hojas tristes y enfermizas. Pero entre los regueros de lava vi peque�as violetas, cuyo ligero perfume aspir� con delicia. El perfume es el alma de la flor y las flores de mar, esos espl�ndidos hidr�fitos, no tienen alma.

Hab�amos llegado al pie de unos dragos robustos que se­paraban las rocas con la fuerza de sus musculosas ra�ces, cuando Ned Land lanz� un grito jubiloso:

‑�Mire, se�or, una colinena!

‑�Una colmena? ‑dije, haciendo un gesto de pasmosa in­credulidad.

‑S�, una colmena ‑repiti� el canadiense‑, y con abejas zumbando alrededor suyo.

Me acerqu� y hube de rendirme a la evidencia. En el orifi­cio de un agujero excavado en el tronco de un drago hab�a millares de esos ingeniosos insectos, tan comunes en todas las Canarias, y cuyos productos son tan estimados. Natural­mente, el canadiense quiso hacer su provisi�n de miel, y mal hubiera podido yo oponerme. Mediante las chispas arranca­das a su mechero, Ned Land quem� un mont�n de hojas se­cas mezcladas con azufre y comenz� a ahumar a las abejas. Los zumbidos de la colmena fueron cesando poco a poco, y no tard� Ned Land en llenar su mochila con unas cuantas li­bras de miel perfumada.

‑Con la mezcla de esta miel y de la pasta del artocarpo po­dr� hacerles un pastel suculento ‑dijo Ned.

‑�Estupendo! ‑dijo Conseil‑. Ser� una especie de alaj�.

‑Bienvenido sea el alaj� ‑dije‑, pero continuemos esta in­teresante excursi�n.

El lago se nos aparec�a en toda su extensi�n, en algunos de los recodos del sendero por el que camin�bamos. El fanal iluminaba completamente la superficie de las lisas, apacibles aguas del lago. El Nautilus estaba en una inmovilidad total. Sobre su plataforma y a sus orillas se agitaban los hombres de su tripulaci�n como oscuras sfluetas recortadas en la lu­minosa atm�sfera.

Al contornear la cresta m�s elevada de las rocas que for­maban la base de la b�veda, pude ver que las abejas no eran los �nicos representantes del reino animal en el interior del volc�n. Aves de presa planeaban y giraban en la sombra por todas partes o abandonaban sus nidos establecidos en las ro­cas. Eran gavilanes de vientre blanco y chillones cern�calos. Por las pendientes corr�an tambi�n, con toda la rapidez de sus zancas, hermosas y gruesas avutardas. La vista de esas suculentas piezas excit� al m�ximo la codicia del canadien­se, que se lament� de no tener un fusil a su alcance. Trat� Ned Land de sustituir el plomo por la piedra y, tras varias in­fructuosas tentativas, logr� herir a una de aquellas magn�fi­cas avutardas. Veinte veces arriesg� su vida por apoderarse de ella, y tanto empe�o puso en conseguirlo que al fin logr� que su pieza fuera a hacer compa��a en la mochila a la pro­visi�n de miel.

La impracticabilidad de la muralla nos oblig� a descender hacia la orilla. Por encima de nosotros, el agujero del cr�ter parec�a la ancha abertura de un pozo. A trav�s de ella ve�a­mos el cielo y las nubes desmelenadas que por �l corr�an, al impulso del viento del Oeste, dejando en la cima de la mon­ta�a una estela de brumosos jirones. Ello probaba la escasa altura a que navegaban esas nubes, pues el volc�n no se ele­vaba a m�s de ochocientos pies sobre el nivel del mar.

No hab�a transcurrido apenas media hora desde la �ltima proeza cineg�tica del canadiense cuando ya nos hall�bamos en la orilla interior. All�, la flora estaba representada por ex­tensas alfombras de esa peque�a planta marina umbel�fera, el hinojo marino, tambi�n conocida con los nombres de per­forapiedras y pasapiedras, con la que se puede hacer un buen confite. Conseil se hizo con unos cuantos manojos. En cuanto a la fauna, hab�a millares de crust�ceos de todas cla­ses, bogavantes, bueyes de mar, palemones, misis, segado­res, galateas, y un n�mero prodigioso de conchas, porcela­nas, rocas y lapas.

Se abr�a en aquel lugar una magn�fica gruta, en cuyo suelo de fina arena nos tendimos con placer mis compa�eros y yo. El fuego hab�a pulido sus paredes esmaltadas y jaspeadas por el brillo del polvo de mica.

No pude por menos de sonre�r al ver a Ned Land palpar las murallas como tratando de averiguar su espesor. La conver­saci�n se orient� entonces a sus eternos proyectos de evasi�n, y, sin comprometerme demasiado, cre� poder darle la espe­ranza de que tal vez el capit�n Nemo hubiera descendido ha­cia el Sur con el �nico prop�sito de renovar sus provisiones de sodio. Hecho esto, pod�a esperarse que volviera hacia las cos­tas de Europa y de Am�rica, lo que permitir�a al canadiense reemprender con m�s �xito su abortada tentativa de fuga.

Hac�a ya una hora que permanec�amos tendidos en el suelo de la hermosa gruta. La conversaci�n, animada al principio, iba languideciendo, a medida que nos invad�a una cierta somnolencia. Como no ve�a raz�n alguna para resis­tirme al sue�o, me dej� ganar por �l. So�� entonces ‑no se eligen los sue�os‑ que mi existencia se reduc�a a la vida ve­getativa de un simple molusco. Me parec�a que aquella gruta formaba la doble valva de mi concha.

La voz de Conseil me despert� bruscamente.

‑�Peligro! �Peligro! ‑gritaba el muchacho.

‑�Qu� pasa? ‑pregunt�, incorpor�ndome a medias.

‑Nos invade el agua.

Me incorpor� del todo. El mar se precipitaba como un to­rrente en nuestro refugio. Decididamente, como no �ramos moluscos, hab�a que ponerse a salvo. En unos instantes nos hallamos en seguridad sobre la cima misma de la gruta.

‑�Qu� es lo que pasa? ‑pregunt� Conseil‑. �Qu� nuevo fe­n�meno es �ste?

‑Es la marea, amigos m�os ‑respond�‑, no es m�s que la marea que ha estado a punto de sorprendernos como al h�­roe de Walter Scott. El oc�ano se hincha fuera, y, por una ley natural de equilibrio, el nivel del lago sube. Y lo hemos paga­do con un buen remoj�n. Vayamos a cambiarnos de ropa al Nautilus.

Tardamos tres cuartos de hora en recorrer nuestro cami­no circular y en regresar a bordo, justo al tiempo en que los hombres de la tripulaci�n acababan de embarcar las provi­siones de sodio.

El Nautilus estaba ya en disposici�n de reemprender la marcha. Sin embargo, el capit�n Nemo no dio ninguna or­den. �Acaso quer�a esperar la noche y salir secretamente por su pasaje submarino? Tal vez.

Fuera como fuese, al d�a siguiente, el Nautilus, habiendo dejado su puerto, navegaba por alta mar a algunos metros por debajo de las olas del Atl�ntico.

 

11. El mar de los Sargazos

 

El Nautilus no hab�a modificado su rumbo. As�, pues, toda esperanza de regresar hacia los mares europeos deb�a ser moment�neamente abandonada. El capit�n Nemo mante­n�a el rumbo Sur. �Ad�nde nos llevaba? No me atrev�a yo a imaginarlo.

Aquel d�a, el Nautilus atraves� una zona singular del oc�ano Atl�ntico. Nadie ignora la existencia de esa gran co­rriente de agua c�lida conocida con el nombre de Gulf Stream, que tras salir de los canales de Florida se dirige ha­cia el Spitzberg. Pero antes de penetrar en el golfo de M�xi­co, hacia los 440 de latitud Norte, la corriente se divide en dos brazos, el principal de los cuales se encamina hacia las costas de Irlanda y de Noruega, en tanto que el segundo se orienta hacia el Sur a la altura de las Azores, para ba�ar las costas africanas y, desde all�, tras describir un �valo alarga­do, volver hacia las Antillas. Este segundo brazo ‑es m�s bien un collar que un brazo‑ rodea con sus anillos de agua c�lida esa zona fr�a del oc�ano, tranquila, inm�vil, que se llama el mar de los Sargazos. Verdadero lago en pleno Atl�ntico, las aguas de la gran corriente no tardan menos de tres a�os en circunvalarlo.

El mar de los Sargazos, hablando propiamente, cubre toda la parte sumergida de la Atl�ntida. Algunos autores han llegado incluso a mantener que las espesas hierbas de las que est� sembrado las ha arrancado de las praderas de ese anti­guo continente. Es m�s probable, sin embargo, que esas ma­sas herb�ceas, algas y fucos, arrancadas de las orillas de Eu­ropa y Am�rica, hayan sido arrastradas hasta esa zona por el Gulf Stream. �sa fue una de las razones que llevaron a Col�n a suponer la existencia de un nuevo mundo. Cuando los na­v�os del audaz explorador llegaron al mar de los Sargazos, navegaron no sin dificultad en medio de estas hierbas que deten�an su marcha, con gran espanto de las tripulaciones, y perdieron tres semanas en atravesarlas.

Tal era la regi�n que visitaba el Nautilus en aquel mo­mento. Una verdadera pradera, una tupida alfombra de al­gas, de fucos, de uvas del tr�pico, tan espesa, tan compacta que la roda de un nav�o no pod�a desgarrarla sin gran es­fuerzo.

El capit�n Nemo no quiso arriesgar su h�lice en esa masa herb�cea y se mantuvo a algunos metros de profundidad.

El nombre dado a esta zona del mar viene de la palabra es­pa�ola �sargazo� aplicada a estas algas, que son las que prin­cipalmente forman este banco inmenso de hidr�fitos, cuya formaci�n es explicada as� por el erudito Maury, autor de la Geograf�a f�sica del Globo:

�La explicaci�n que puede darse me parece resultar de un experimento de todos conocido. Si se colocan en un vaso fragmentos de tapones de corcho o de cualquier cuerpo flo­tante y se imprime al agua de ese vaso un movimiento circu­lar, se ver� c�mo esos fragmentos dispersos se agrupan en el centro de la superficie l�quida, es decir, en el punto menos agitado. En el fen�meno que nos ocupa, el vaso es el Atl�nti­co, el Gulf Stream es la corriente circular, y el mar de los Sar­gazos, el punto central en el que vienen a reunirse los cuer­pos flotantes. �

He podido estudiar el fen�meno en este medio especial en el que los nav�os penetran raramente, y comparto la opini�n de Maury.

Por encima de nosotros flotaban cuerpos de todo origen, amontonados en medio de las hierbas oscuras, troncos de �rboles arrancados a los Andes o a las monta�as Rocosas y transportados por el Amazonas o el Mississippi, numerosos restos de naufragios, de quillas y carenas, tablones desgaja­dos y tan sobrecargados de conchas y de percebes que no pod�an remontar a la superficie del oc�ano. El tiempo justi­ficar� alg�n d�a esta otra opini�n de Maury: la de que estas materias, as� acumuladas durante siglos, se mineralizar�n bajo la acci�n de las aguas y formar�n inagotables hulleras. Reserva preciosa que prepara la previsora naturaleza para el momento en que los hombres hayan agotado las minas de los continentes.

En medio de tan inextricable tejido de hierbas y de fucos observ� unos hermosos alciones estrellados de color rosa; actinias que arrastraban sus largas cabelleras de tent�culos; medusas verdes, rojas, azules, y esos grandes riz�stomas de Cuvier, cuya ombrela azulada est� bordeada por un fest�n violeta.

Pasamos toda la jornada del 22 de febrero en el mar de los Sargazos, en el que los peces hallan un abundante alimento en crust�ceos y en plantas marinas.

Al d�a siguiente, el oc�ano hab�a recuperado su aspecto habitual. Desde entonces y durante diecinueve d�as, del 23 de febrero al 12 de marzo, el Nautilus prosigui� su marcha en medio del Atl�ntico a la velocidad constante de cien le­guas diarias. El capit�n Nemo quer�a evidentemente realizar su programa submarino, y yo no dudaba de que tuviera la intenci�n, tras haber doblado el cabo de Hornos, de volver hacia los mares australes del Pac�fico.

Los temores de Ned Land estaban justificados. En estos mares privados de islas no era posible ninguna tentativa de evasi�n. Ning�n medio de oponerse a la voluntad del capi­t�n Nemo. No hab�a otro partido que el de someterse. Pero lo que no cab�a ya esperar de la fuerza o de la astucia, pod�a obtenerse, me dec�a yo, por la persuasi�n. Terminado el via­je, �no acceder�a el capit�n Nemo a devolvernos la libertad bajo el juramento de no revelar jam�s su existencia? jura­mento de honor que cumplir�amos escrupulosamente. Pero hab�a que tratar de esta delicada cuesti�n con el capit�n, y �pod�a yo reclamar nuestra libertad? �Acaso no hab�a decla­rado �l mismo, desde el principio y muy solemnemente, que el secreto de su vida exig�a nuestro aprisionamiento a perpe­tuidad a bordo del Nautilus? Mi silencio durante esos cuatro meses �no le habr�a parecido una t�cita aceptaci�n de la si­tuaci�n? Volver sobre el asunto implicaba el riesgo de hacer nacer sospechas que podr�an perjudicar a nuestros proyec­tos si m�s tarde se presentara alguna circunstancia favorable para su ejecuci�n. Sopesaba y daba vueltas en mi mente a to­das estas razones, y las somet�a a Conseil, quien no se mos­traba menos perplejo que yo. En definitiva, y aunque yo no me desanimaba f�cilmente, comprend�a que las probabili­dades de volver a ver alguna vez a mis semejantes dismi­nu�an de d�a en d�a, a medida que el capit�n Nemo avanzaba temerariamente hacia el sur del Atl�ntico.

Durante los diecinueve d�as antes citados ning�n inciden­te particular marc� nuestro viaje. Ve�a poco al capit�n. Nemo trabajaba. En la biblioteca hallaba a menudo los libros dejados por �l abiertos; eran sobre todo libros de Historia Natural. Mi obra sobre los fondos marinos, hojeada por �l, estaba cubierta de notas en los m�rgenes, que contradec�an, a veces, mis teor�as y sistemas. Pero el capit�n se limitaba a anotar as� mi trabajo, y era raro que discutiera de ello con­migo. A veces o�a los sonidos melanc�licos de su �rgano que �l tocaba con mucho sentimiento, pero solamente de noche, en medio de la m�s secreta oscuridad, cuando el Nautilus dorm�a en los desiertos del oc�ano.

Durante aquella parte del viaje navegamos durante jorna­das enteras por la superficie de las olas. El mar parec�a aban­donado. Apenas unos veleros, con carga para las Indias, se dirig�an hacia el cabo de Buena Esperanza. Un d�a fuimos perseguidos por las embarcaciones de un ballenero, cuyos tripulantes nos tomaron, sin duda, por una enorme ballena de alto precio. Pero el capit�n Nemo no quiso hacer perder a aquella gente su tiempo y termin� la caza sumergi�ndose bajo el agua. El incidente pareci� interesar vivamente a Ned Land. No creo equivocarme al decir que el canadiense debi� lamentar que nuestro cet�ceo de acero no hubiese sido gol­peado mortalmente por el arp�n de los pescadores.

Los peces observados por Conseil y por m� durante ese per�odo difer�an poco de los que ya hab�amos estudiado bajo otras latitudes. Los principales fueron algunos espec�­menes de ese terrible g�nero de cartilaginosos, dividido en tres subg�neros que no cuentan con menos de treinta y dos especies: escualos de cinco metros de longitud, de cabeza deprimida y m�s ancha que el cuerpo, de aleta caudal redon­deada y cuyo dorso est� surcado por siete grandes bandas negras, paralelas y longitudinales; otros escualos de color gris ceniza, con siete aberturas branquiales y provistos de una sola aleta dorsal colocada casi en mitad del cuerpo.

Pasaron tambi�n grandes perros marinos, peces voraces donde los haya. Puede no darse cr�dito a los relatos de los pescadores, pero he aqu� lo que dicen. Se han encontrado en el cuerpo de uno de estos animales una cabeza de b�falo y un ternero entero; en otro, dos atunes y un marinero unifor­mado; en otro, un soldado con su sable; en otro, por �ltimo, un caballo con su caballero. Todo esto, a decir verdad, no es art�culo de fe. En todo caso, ninguno de esos animales se dej� atrapar en las redes del Nautilus y yo no pude verificar su voracidad.

Durante d�as enteros nos acompa�aron bandadas de ele­gantes y traviesos delfines. Iban en grupos de cinco o seis, cazando juntos como los lobos en el campo. No son los delfi­nes menos voraces que los perros marinos si debo creer a un profesor de Copenhague que sac� del est�mago de un delf�n trece marsopas y quince focas. Era, es cierto, un ejemplar perteneciente a la mayor especie conocida, y cuya longitud sobrepasa, a veces, los veinticuatro pies. Esta familia de los delfinidos cuenta con diez g�neros, y los que yo vi pertene­c�an al de los delfinorrincos, notables por un hocico excesi­vamente estrecho y de una longitud cuatro veces mayor que la del cr�neo. Sus cuerpos med�an tres metros, y eran negros por encima y de un blanco ros�ceo por debajo sembrado de manchitas muy raras.

Debo citar tambi�n en esos mares unos curiosos espec�­menes de esos peces, del orden de los acantopterigios y de la familia de los esci�nidos. Algunos autores, m�s poetas que naturalistas, pretenden que estos peces cantan melodiosa­mente y que sus voces reunidas forman un concierto que no podr�a igualar un coro de voces humanas. No digo que no, pero a nosotros, y lo lamento mucho, no nos dieron ninguna serenata a nuestro paso.

Conseil pudo clasificar una gran cantidad de peces vola­dores. Nada m�s curioso que ver a los delfines lanzarse a su caza con una precisi�n maravillosa. Cualquiera que fiiese el alcance de su vuelo o la trayectoria que describiese, aunque fuera sobre el mismo Nautilus, el infortunado pez acababa hallando la boca abierta del delf�n para recibirle. Eran pir�­pedos o triglas‑milanos de boca luminosa, que durante la noche, tras haber trazado rayas de fuego en el aire se hun­d�an en las aguas oscuras como estrellas errantes.

Nuestra navegaci�n continu� en esas condiciones hasta el 13 de marzo. Aquel d�a, se someti� al Nautilus a diversos ex­perimentos de sondeo que me interesaron vivamente.

Hab�amos recorrido cerca de trece mil leguas desde nues­tra partida de los altos mares del Pac�fico. Nos hall�bamos entonces a 450 37' de latitud Sur y a 370 53' de longitud Oeste. Eran los mismos parajes en los que el capit�n Denham, del Herald, hab�a largado catorce mil metros de sonda sin hallar fondo. Los mismos tambi�n en los que el teniente Parcker, de la fragata americana Congress, no hab�a podido hallar los fondos submarinos a quince mil ciento cuarenta metros.

El capit�n Nemo decidi� enviar su Naut�lus a la m�s extre­ma profundidad, a fin de controlar esos sondeos. Yo me dis­puse a anotar todos los resultados de su investigaci�n. Se abrieron los paneles del sal�n y comenzaron las maniobras necesarias para alcanzar esas capas tan prodigiosamente profundas.

Se comprende que no se tratara de sumergirse llenando los dep�sitos, pues aparte de que no habr�an bastado para aumentar suficientemente el peso espec�fico del Nautilus, al remontarse a la superficie habr�a que expulsar la sobrecarga de agua y las bombas no tendr�an la potencia necesaria para vencer la presi�n exterior.

El capit�n Nemo resolvi� buscar el fondo oce�nico por una diagonal suficientemente alargada, por medio de sus planos laterales, a los que se dispuso en un �ngulo de 45'. Se llev� a la h�lice a su m�ximo de revoluciones y su cu�druple paleta azot� el agua con una extraordinaria violencia. Bajo esta poderosa presi�n, el casco del Nautilus se estremeci� como una cuerda sonora y se hundi� con regularidad en las aguas. Apostados en el sal�n, el capit�n y yo observ�bamos la aguja del man�metro, que se desviaba r�pidamente. Pronto sobrepasamos la zona habitable en que residen la mayor�a de los peces. Si algunos de ellos no pueden vivir m�s que en la superficie de los mares o de los r�os, otros, me­nos numerosos, se mantienen a profundidades bastante grandes. Entre �stos vi al hexanco, especie de perro marino provisto de seis hendiduras respiratorias; al telescopio, de ojos enormes, al malarmat‑acorazado, de dorsales grises y pectorales negras, protegidas por un peto de rojas placas �seas, y, por �ltimo, al lepid�podo, que, a los mil doscientos metros de profundidad en que viv�a, soportaba una presi�n de ciento veinte atm�sferas.

Pregunt� al capit�n Nemo si hab�a visto peces a profundidades a�n mayores.

‑�Peces? ‑me respondi�‑. Raramente. Pero �qu� se supo­ne, qu� se sabe, en el estado actual de la ciencia?

‑Se sabe, capit�n, que al descender hacia las bajas capas del oc�ano la vida vegetal desaparece m�s r�pidamente que la vida animal. Se sabe que all� donde se encuentran a�n se­res animados no vegeta ya una sola hidr�fita. Se sabe que las peregrinas y las ostras llegan a vivir a dos mil metros de pro­fundidad y que Mac Clintock, el h�roe de los mares polares, sac� una estrella viva desde una profundidad de dos mil qui­nientos metros. Se sabe que la tripulaci�n del Bull‑Dog, de la Marina real, pesc� una asteria a dos mil seiscientas brazas, o sea, a una profundidad de m�s de una legua. Pero quiz� me diga usted, capit�n, que no se sabe nada.

‑No, se�or profesor ‑respondi� el capit�n‑, no incurrir� en tal descortes�a. Pero s� le preguntar� c�mo se explica us­ted que haya seres que puedan vivir a tales profundidades.

‑Lo explico por dos razones ‑respond�‑. Ante todo, por­que las corrientes verticales, determinadas por las diferen­cias de salinidad y de densidad de las aguas, producen un movimiento que basta para mantener la vida rudimentaria de las encrinas y las asterias.

‑Muy justo ‑dijo el capit�n.

‑Y adem�s, porque si el ox�geno es la base de la vida, se sabe que la cantidad de ox�geno disuelto en el agua marina aumenta con la profundidad en lugar de disminuir, y que la presi�n de las capas bajas contribuye a comprimirlo.

‑�Ah! �Se conoce eso? ‑dijo el capit�n Nemo, con un tono ligeramente sorprendido‑. ‑Pues bien, se�or profesor, eso est� muy bien, porque es la pura verdad. Yo a�adir� que la vejiga natatoria de los peces pescados en la superficie contiene m�s �zoe que ox�geno a la inversa de la de los peces ex­tra�dos de las grandes profundidades. Lo que da la raz�n a su sistema. Pero continuemos nuestras observaciones.

Mir� al man�metro. El instrumento indicaba una profun­didad de seis mil metros. Llev�bamos ya una hora en inmer­si�n. El Nautilus continuaba descendiendo en plano inclina­do. Las aguas eran admirablemente transparentes y de una diafanidad indescriptible. Una hora m�s tarde nos hall�ba­mos ya a trece mil metros ‑unas tres leguas y cuarto‑, y el fondo del oc�ano no se dejaba a�n presentir.

A los catorce mil metros vi unos picos negruzcos que sur­g�an en medio del agua. Pero esas cimas pod�an pertenecer a monta�as tan altas como el Himalaya o el Monte Blanco, o m�s incluso, y la profundidad de los abismos continuaba siendo dif�cil de evaluar.

El Nautilus descendi� a�n m�s, pese a la poderosa presi�n que sufr�a. Yo sent�a sus planchas temblar bajo las junturas de sus tuercas; sus barrotes se arqueaban; sus tabiques ge­m�an; los cristales del sal�n parec�an combarse bajo la pre­si�n del agua. El s�lido aparato habr�a cedido, sin duda, si tal como hab�a dicho su capit�n no hubiese sido capaz de resis­tir como un bloque macizo.

Al rasar las paredes de las rocas perdidas bajo las aguas pude ver a�n algunas conchas, serpulas, espios vivos y algu­nos espec�menes de asterias. Pero pronto estos �ltimos re­presentantes de la vida animal desaparecieron, y, por debajo de las tres leguas, el Nautilus sobrepas� los l�mites de la exis­tencia submarina, como lo hace un globo que se eleva en el aire por encima de las zonas respirables. Hab�amos alcanza­do una profundidad de diecis�is mil metros ‑cuatro le­guas‑, y los flancos del Nautilus soportaban entonces una presi�n de mil seiscientas atm�sferas, es decir, de mil seis­cientos kilogramos por cada cent�metro cuadrado de su su­perficie.

‑�Qu� situaci�n! ‑exclam�‑. �Recorrer estas profundas regiones a las que el hombre jam�s hab�a llegado! Mire, ca­pit�n, mire esas magn�ficas rocas, esas grutas deshabitadas, esos �ltimos recept�culos del Globo donde la vida no es ya posible. �Qu� l�stima que nos veamos reducidos a no con­servar m�s que el recuerdo de estos lugares desconocidos!

-�Le gustar�a llevarse algo mejor que el recuerdo? ‑me pregunt� el capit�n Nemo.

‑�Qu� quiere usted decir?

‑Quiero decir que no hay nada m�s f�cil que tomar una vista fotogr�fica de esta regi�n submarina.

Apenas hab�a tenido tiempo para expresar la sorpresa que me caus� esta nueva proposici�n cuando, a una simple or­den del capit�n, se nos trajo una c�mara fotogr�fica. A tra­v�s de los paneles, el medio l�quido, iluminado el�ctrica­mente, se distingu�a con una claridad perfecta. No hubiese sido el sol m�s favorable a una operaci�n de esta naturaleza. Controlado por la inclinaci�n de sus planos y por su h�lice, el Nautilus permanec�a inm�vil. Se enfoc� el instrumento sobre el paisaje del fondo oce�nico, y en algunos segundos pudimos obtener un negativo de una extremada pureza. Es el positivo el que ofrezco aqu�. Se ven en �l esas rocas pri­mordiales que no han conocido jam�s la luz del cielo, esos granitos inferiores que forman la fuerte base del Globo, esas grutas profundas vaciadas en la masa p�trea, esos perfiles de una incomparable l�nea cuyos remates se destacan en negro como si se debieran a los pinceles de algunos artistas fla­mencos. Luego, m�s all�, un horizonte de monta�as, una ad­mirable l�nea ondulada que compone los planos de fondo del paisaje. Soy incapaz de describir ese conjunto de rocas li­sas, negras, bru�idas, sin ninguna adherencia vegetal, sin una mancha, de formas extra�amente recortadas y s�lida­mente establecidas sobre una capa de arena que brillaba bajo los resplandores de la luz el�ctrica.

Tras terminar su operaci�n, el capit�n Nemo me dijo.

-Ascendamos, se�or profesor. No conviene abusar de la situaci�n ni exponer por m�s tiempo al Nautilus a tales pre­siones.

‑Subamos ‑respond�.

‑Ag�rrese bien.

No hab�a tenido apenas tiempo de comprender la raz�n de la recomendaci�n del capit�n cuando me vi derribado al suelo.

Embragada la h�lice a una se�al del capit�n y erguidos verticalmente sus planos, el Nautilus se elevaba con una ra­pidez fulgurante, como un globo en el aire, y cortaba la masa del agua con un estremecimiento sonoro. Ning�n detalle era ya visible. En cuatro minutos franque� las cuatro leguas que le separaban de la superficie del oc�ano, y tras haber emer­gido como un pez volador, recay� sobre ella haciendo saltar el agua a una prodigiosa altura.

 

 

12. Cachalotes y ballenas

 

Durante la noche del 13 al 14 de marzo, el Nautilus prosi­gui� su derrota hacia el Sur. Yo cre�a que a la altura del cabo de Hornos har�a rumbo al Oeste, dirigi�ndose a los ma­res del Pac�fico para acabar su vuelta al mundo, pero no lo hizo as� y continu� su marcha hacia las regiones australes. �Ad�nde quer�a ir? �Al Polo? Era, sencillamente, insensato. Empec� a pensar que la temeridad del capit�n justificaba so­bradamente los temores de Ned Land.

Desde hac�a alg�n tiempo, el canadiense no me hablaba ya de sus proyectos de evasi�n. Se hab�a tornado menos co­municativo, casi silencioso. Ve�a yo c�mo pesaba en �l tan prolongada reclusi�n y sent�a c�mo iba concentr�ndose la ira en su �nimo. Cuando se cruzaba con el capit�n en sus ojos se encend�a una torva mirada. Yo viv�a en el continuo temor de que su natural violencia le llevara a cometer un de­satino.

Aquel d�a, el 14 de marzo, Conseil y �l vinieron a buscar­me a mi camarote. A mi pregunta sobre la raz�n de su visita, me dijo el canadiense:

‑Quisiera hacerle una simple pregunta, se�or.

‑D�game, Ned.

‑�Cu�ntos hombres cree usted que hay a bordo del Nau­tilus?

‑No lo s�, amigo m�o.

‑Me parece ‑dijo Ned Land‑que su manejo no requiere una tripulaci�n muy numerosa.

‑En efecto ‑respond�‑, una decena de hombres debe bastar.

‑�Por qu� entonces habr�an de ser m�s?

‑�Por qu�?

Mir� fijamente a Ned Land, cuyas intenciones eran f�ciles de adivinar.

‑Porque ‑le dije‑ si mis presentimientos son ciertos y si he comprendido bien la existencia del capit�n, el Nautilus no es s�lo un nav�o, sino tambi�n un lugar de refugio para los que como su comandante han roto toda relaci�n con la tierra.

‑Puede que as� sea ‑dijo Conseil‑, pero, de todos modos, el Nautilus no puede contener m�s que un n�mero limitado de hombres. �No podr�a evaluar el se�or ese m�ximo?

‑�De qu� manera, Conseil?

‑Por el c�lculo. Dada la capacidad del nav�o, que le es co­nocida al se�or, y, consecuentemente, la cantidad de aire que encierra, y sabiendo, por otra parte, lo que cada hombre gas­ta en el acto de la respiraci�n, as� como la necesidad del Nau­tilus de remontar a la superficie cada veinticuatro horas, la comparaci�n de estos datos...

No acab� Conseil la frase, pero comprend� ad�nde quer�a venir a parar.

‑Te comprendo ‑dije‑, pero esos c�lculos, de f�cil realiza­ci�n, no pueden darnos m�s que un resultado muy incierto.

‑No importa ‑dijo Ned Land.

‑Bien, vayamos, pues, con el c�lculo. Cada hombre gas­ta en una hora el ox�geno contenido en cien litros de aire, o sea, en veinticuatro horas, el ox�geno contenido en dos mil cuatrocientos litros.

‑Exactamente ‑asinti� Conseil.

‑Ahora bien ‑prosegu�‑, dado que la capacidad del Nautilus es de mil quinientas toneladas, y la de la tonelada es de mil litros, el Nautilus contiene un mill�n quinientos mil li­tros de aire, que divididos por dos mil cuatrocientos...

R�pidamente calcul� con el lapicero:

‑...Arrojan un cociente de seiscientos veinticinco, lo que equivale a decir que el aire contenido en el Nautilus podr�a en rigor, bastar a seiscientos veinticinco hombres durante veinticuatro horas.

‑�Seiscientos veinticinco! ‑exclam� Ned.

‑Pero podemos estar seguros ‑a�ad�‑ de que entre pasa­jeros, marineros y oficiales no llegamos ni a la d�cima parte de esa cifra.

‑Lo que resulta todav�a demasiado para tres hombres ‑murmur� Conseil.

‑As� que, mi pobre Ned, no puedo hacer m�s que aconse­jarle paciencia.

‑Y m�s a�n que paciencia, resignaci�n ‑a�adi� Conseil, usando la palabra justa‑ Despu�s de todo, el capit�n Nemo no podr� ir eternamente hacia el Sur. Forzoso le ser� dete­nerse, aunque no fuera m�s que por los bancos de hielo, y re­gresar hacia aguas m�s civilizadas. Entonces ser� llegado el momento de volver a pensar en los proyectos de Ned Land.

El canadiense movi� la cabeza, se pas� la mano por la frente, y se retir�.

‑Perm�tame el se�or hacerle una observaci�n. El pobre Ned est� pensando continuamente en todas las cosas de que est� privado. Toda su vida le viene a la memoria y echa de menos todo lo que aqu� nos est� prohibido. Le oprimen los recuerdos y sufre. Hay que comprenderle. �Qu� es lo que pinta �l aqu�? Nada. No es un sabio como el se�or y no puede interesarse como nosotros por las cosas admirables del mar. Ser�a capaz de arrostrar todos los peligros por poder entrar en una taberna de su pa�s.

Cierto es que la monoton�a de la vida a bordo deb�a ser in­soportable al canadiense, acostumbrado a una existencia li­bre y activa. Raros eran all� los acontecimientos que pod�an apasionarle. Sin embargo, aquel d�a surgi� un incidente que vino a recordarle sus buenos d�as de arponero.

Hacia las once de la ma�ana, el Nautilus, navegando en superficie, se encontr� de repente en medio de un grupo de ballenas. No me sorprendi� el encuentro, pues bien sab�a yo que la persecuci�n a ultranza de que son v�ctimas estos ani­males les ha llevado a refugiarse en los mares de las altas lati­tudes.

Considerables han sido el papel y la influencia ejercidos por las ballenas en el mundo marino y en los descubrimien­tos geogr�ficos. Fueron ellas las que atrayendo a los vascos primero y luego a los asturianos, ingleses y holandeses les estimularon a arrostrar los peligros del oc�ano y les condu­jeron de una extremidad a otra de la Tierra. Las ballenas sue­len frecuentar los mares australes y boreales. Antiguas le­yendas pretenden incluso que estos cet�ceos atrajeron a los pescadores hasta siete leguas tan s�lo del Polo Norte. Si el hecho es falso, ser� verdadero alg�n d�a, porque probable­mente ser� la caza de la ballena en las regiones �rtica o ant�r­tica la que lleve a los hombres a alcanzar esos puntos desco­nocidos del Globo que son los Polos.

Est�bamos sentados sobre la plataforma. El mar estaba en bonanza. El mes de marzo, equivalente en esas latitudes al de septiembre, nos procuraba hermosos d�as de oto�o. Fue el canadiense quien avist� una ballena en el horizonte, al Este. No pod�a �l equivocarse. Mirando atentamente, se ve�a el lomo negruzco de la ballena elevarse y descender alternati­vamente sobre la superficie del mar, a unas cinco millas del Nautilus.

‑�Ah! ‑exclam� Ned Land‑. �Si estuviera yo a bordo de un ballenero, he ah� una vista que me har�a feliz! Es un animal de gran tama�o. F�jense con qu� potencia despiden sus espir�culos columnas de aire y vapor. �Mil diantres! �Por qu� he de verme encadenado a este armatoste met�lico?

‑As�, Ned‑le dije‑, todav�a vive en usted el viejo pesca­dor..

‑�Cree usted, se�or, que un pescador de ballenas puede olvidar su antiguo oficio? �Es que puede uno hastiarse algu­na vez de las emociones de una caza como �sa?

‑�No ha pescado nunca en estos mares, Ned?

‑Nunca, se�or. �nicamente en los mares boreales, tanto en el estrecho de Bering como en el de Davis.

-Entonces, la ballena austral le es desconocida. La que ha pescado usted hasta ahora es la ballena franca que nunca se arriesgar�a a atravesar las aguas c�lidas del ecuador.

‑�Qu� es lo que me est� usted diciendo, se�or profesor? ‑me replic� el canadiense, en un tono que denotaba su in­credulidad.

‑Digo lo que es.

‑�Ah, s�? Pues, mire usted, el que le est� hablando, en el a�o 65, o sea, hace dos a�os y medio, captur�, cerca de Groenlandia, una ballena que llevaba a�n en su flanco el arp�n marcado de un ballenero de Bering. Pues bien, yo le pregunto c�mo un animal arponeado al oeste de Am�rica pudo venir a hacerse matar al Este sin haber franqueado el ecuador, tras haber pasado ya sea por el cabo de Hornos, ya por el de Buena Esperanza.

‑Pienso lo mismo que el amigo Ned ‑dijo Conseil‑ y aguardo la respuesta del se�or.

‑Pues el se�or os responde, amigos m�os, que las ballenas est�n localizadas, seg�n sus especies, en algunos mares que no abandonan. Si uno de estos animales ha pasado del estre­cho de Bering al de Davis es, simplemente, porque debe existir un paso de un mar a otro, ya sea por las costas de Am�rica o por las de Asia.

‑�Hay que creerle? ‑dijo el canadiense, a la vez que cerra­ba un ojo.

‑Hay que creer al se�or ‑sentenci� Conseil.

‑As�, pues -dijo el canadiense‑, como nunca he pescado en estos parajes no conozco las ballenas que los habitan, �no es as�?

‑As� es, Ned.

‑Pues raz�n de m�s para conocerlas‑ dijo Conseil.

‑�Miren! �Miren! ‑grit� el canadiense, con una voz con­movida‑. �Se acerca! �Viene hacia nosotros! �Me est� desa­fiando! �Sabe que no puedo nada contra ella!

Ned golpeaba la plataforma con el pie y su brazo se agita­ba blandiendo un arp�n imaginario.

‑�Son tan grandes estos cet�ceos como los de los mares boreales?

‑Casi, casi, Ned.

‑Es que yo he visto ballenas muy grandes, se�or, ballenas que med�an hasta cien pies de longitud. Y he o�do decir que la hullamock y la umgallick de las islas Aleutianas sobrepa­san a veces los ciento cincuenta pies.

‑Eso me parece exagerado ‑respond�‑. Esos animales no son m�s que balen�pteros, provistos de aletas dorsales, y, al igual que los cachalotes, son generalmente m�s peque�os que la ballena franca.

La mirada del canadiense no se apartaba del oc�ano.

‑�Ah! �Se acerca, viene hacia el Nautilus!

Luego, reanud� la conversaci�n.

‑Habla usted del cachalote como si fuera un peque�o ani­mal. Sin embargo, se ha hablado de cachalotes gigantescos. Son unos cet�ceos inteligentes. Algunos, se dice, se cubren de algas y fucos, y se les toma entonces por islotes sobre los que se acampa y se hace fuego...

‑Y se edifican casas ‑dijo Conseil.

‑En efecto, se�or bromista ‑respondi� Ned Land‑. Y lue­go, un buen d�a, el animal se sumerge y se lleva a todos sus habitantes al fondo del abismo.

‑Como en los viajes de Simbad el Marino‑ repliqu�, riendo‑. Parece, se�or Land, que le gustan las historias extraor­dinarias. �Qu� cachalotes, los suyos! Espero que no se lo crea.

Muy seriamente, respondi� as� el canadiense:

‑Se�or naturalista, de las ballenas hay que cre�rselo todo. �Ah, c�mo marcha �sa! �C�mo se desv�a ... ! Se dice que estos animales podr�an dar la vuelta al mundo en quince d�as.

‑No dir� que no.

‑Pero lo que seguramente no sabe usted, se�or Aronnax, es que en los comienzos del mundo las ballenas marchaban m�s r�pidamente a�n.

‑�Ah, s�? �De veras, Ned? �Y por qu�?

‑Porque entonces ten�an la cola a lo ancho, como los pe­ces, es decir, que la cola, comprimida verticalmente, bat�a el agua de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Pero el Creador, al darse cuenta de que marchaban demasiado r�pi­damente, les torci� la cola, y desde entonces azotan el agua de arriba a abajo, en detrimento de su velocidad.

‑Bien, Ned -dije, tomando una expresi�n del canadien­se‑, �hay que creerle?

‑No demasiado ‑respondi� Ned Land-, no m�s que si le dijera que hay ballenas de trescientos pies de longitud y de cien mil libras de peso.

‑Mucho es eso, en efecto. Sin embargo, hay que admitir que algunos cet�ceos adquieren un desarrollo considerable, puesto que, al parecer, dan hasta ciento veinte toneladas de aceite.

‑Eso es verdad, eso lo he visto yo ‑dijo el canadiense.

‑Lo creo, Ned, como creo que hay ballenas que igualan en tama�o a cien elefantes. Calcule usted el efecto que puede producir una masa as� lanzada a toda velocidad.

‑�Es verdad que pueden echar un barco a pique? ‑pre­gunt� Conseil.

‑No lo creo ‑le respond�‑. Se cuenta, sin embargo, que en 1820, precisamente en estos mares del Sur, una ballena se precipit� contra el Essex y le hizo retroceder a una velocidad de cuatro metros por segundo. Las olas penetraron por la popa y el Essex se fue a pique en seguida.

Ned me mir� con un aire burl�n, y dijo:

‑En cuanto a m�, he recibido un coletazo de ballena; en mi bote, claro. Mis compa�eros y yo nos vimos despedidos a una altura de seis metros. Pero al lado de la ballena del se�or profesor, la m�a no era m�s que un ballenato.

‑�Viven muchos a�os estos animales? ‑pregunt� Conseil.

‑Mil a�os ‑respondi� el canadiense, sin vacilar.

‑�C�mo lo sabe usted, Ned?

‑Porque as� se dice.

‑�Y por qu� se dice?

‑Porque se sabe.

‑No, Ned, eso no se sabe, se supone, y esa suposici�n se basa en este razonamiento. Hace cuatrocientos a�os, cuan­do los pescadores se lanzaron por vez primera en persecu­ci�n de las ballenas, �stas ten�an un tama�o muy superior al actual. Se supone, pues, bastante l�gicamente, que la infe­rioridad de las actuales ballenas se debe a que no han tenido tiempo de alcanzar su completo desarrollo. Esto es lo que hizo decir a Buffon que estos cet�ceos pod�an y deb�an vivir mil a�os. �Me oye usted?

Pero Ned Land no o�a ni escuchaba. La ballena continua­ba acerc�ndose y �l la segu�a, devor�ndola con los ojos.

‑�No es una ballena, son diez, veinte, es una manada en­tera! �Y no poder hacer nada! �Estar aqu�, atado de pies y manos!

‑�Por qu� no pide permiso de caza al capit�n Nemo, ami­go Ned?

No hab�a acabado todav�a Conseil de hablar, cuando ya Ned Land se precipitaba al interior en busca del capit�n.

Algunos instantes despu�s, ambos reaparec�an en la pla­taforma. El capit�n Nemo observ� la manada de cet�ceos que evolucionaba a una milla del Nautilus.

‑Son ballenas australes ‑dijo‑. Hay ah� la fortuna de una flota de balleneros.

‑Y bien, se�or ‑dijo el canadiense‑, �no podr�a yo darles caza, aunque s�lo fuese para no olvidar mi antiguo oficio de arponero?

‑�Para qu�? ‑respondi� el capit�n Nemo‑. �Cazar �ni­camente por destruir? No necesitamos aceite de ballena a bordo.

‑Sin embargo ‑dijo el canadiense‑, en el mar Rojo usted nos autoriz� a perseguir a un dugongo.

‑Se trataba entonces de procurar carne fresca a mi tripu­laci�n. Aqu� ser�a matar por matar. Ya s� que es �ste un privi­legio reservado al hombre, pero yo no admito estos pasa­tiempos mort�feros. Es una acci�n condenable la que cometen los de su oficio, se�or Land, al destruir a estos seres buenos e inofensivos que son las ballenas, tanto la austral como la franca. Ya han despoblado toda la bah�a de Baffin y acabar�n aniquilando una clase de animales �tiles. Deje, pues, tranquilos a estos desgraciados cet�ceos, que bastante tienen ya con sus enemigos naturales, los cachalotes, los es­padones y los sierra. .

F�cil es imaginar la cara del canadiense ante ese curso de moral. Emplear semejantes razonamientos con un cazador, palabras perdidas. Ned Land miraba al capit�n Nemo, y era evidente que no comprend�a lo que �ste quer�a decirle. Ten�a raz�n el capit�n. El b�rbaro, desconsiderado encarniza­miento de los pescadores har� desaparecer un d�a la �ltima ballena del oc�ano.

Ned Land silb� entre dientes su Yankee doodle, se meti� las manos en los bolsillos y nos volvi� la espalda.

El capit�n Nemo observaba la manada de cet�ceos. S�bi­tamente, se dirigi� a m�.

‑Ten�a yo raz�n en decir que, sin contar al hombre, no le faltan a las ballenas enemigos naturales. Dentro de poco �sas van a pasar un mal rato. �Distingue usted, se�or Aronnax, esos puntos negruzcos en movimiento, a unas ocho millas, a sotavento?

‑S�, capit�n ‑respond�.

‑Son cachalotes, animales terribles que he encontrado a veces en manadas de doscientos o trescientos. A esos ani­males crueles y da�inos, s� que est� justificado extermi­narlos.

Al o�r estas palabras, el canadiense se volvi� con viveza.

‑Pues bien, capit�n ‑dije‑, estamos a tiempo, en inter�s de las ballenas.

‑In�til exponerse, se�or profesor. El Nautilus se basta a s� mismo para dispersar a esos cachalotes, armado como est� de un espol�n de acero que, creo yo, vale tanto al menos como el arp�n del se�or Land.

El canadiense no se molest� en disimular lo que pensaba, encogi�ndose de hombros. �Atacar a golpes de espol�n a los cet�ceos! �D�nde, cu�ndo se hab�a visto tal cosa?

-Espere, se�or Aronnax ‑dijo el capit�n Nemo‑. Vamos a mostrarle una caza que no conoce usted a�n. Nada de piedad con estos feroces cet�ceos. No son m�s que boca y dientes.

Boca y dientes. No se pod�a definir mejor al cachalote ma­croc�falo, cuyo tama�o sobrepasa a veces los veinticinco metros. La cabeza enorme de este cet�ceo ocupa casi el ter­cio de su cuerpo. Mejor armado que la bafiena, cuya mand�­bula superior est� dotada �nicamente de barbas, est� pro­visto de veinticinco grandes dientes de veinte cent�metros de altura, cil�ndricos y c�nicos en su v�rtice, que pesan dos li­bras cada uno. En la parte superior de su enorme cabeza, en grandes cavidades separadas por cartilagos, contiene de trescientos a cuatrocientos kilogramos de ese aceite precio­so llamado �esperma de ballena�. El cachalote es un animal feo, �m�s renacuajo que pez�, seg�n la observaci�n de Fre­dol, mal construido, �malogrado�, por as� decirlo, en toda la parte izquierda de su estructura y con la visi�n limitada ape­nas a su ojo derecho.

La monstruosa manada continuaba acerc�ndose. Hab�a visto ya a las ballenas y se dispon�a a atacarlas. Pod�a prede­cirse de antemano la victoria de los cachalotes, no s�lo por estar mejor conformados para el ataque que sus inofensivos adversarios, sino tambi�n porque pueden permanecer m�s tiempo bajo el agua sin subir a respirar a la superficie[L18] .

Era tiempo ya de acudir en socorro de las ballenas. El Nautilus comenz� a navegar entre dos aguas. Conseil, Ned y yo nos apostamos en el observatorio del sal�n. El capit�n Nemo se dirigi� a la cabina del timonel para maniobrar su aparato como un artefacto de destrucci�n. Poco despu�s sent� c�mo se multiplicaban las revoluciones de la h�lice y aumentaba nuestra velocidad.

Ya hab�a comenzado el combate entre los cachalotes y las ballenas cuando lleg� el Nautilus. La maniobra de �ste se orient� a cortar la manada de macroc�falos. Al principio, �s­tos no parecieron mostrarse temerosos a la vista del nuevo monstruo que se mezclaba en la batalla, pero pronto hubie­ron de emplearse en esquivar sus golpes.

�Qu� lucha! El mismo Ned Land acab� batiendo palmas, entusiasmado. El Nautilus se hab�a tornado en un arp�n for­midable, blandido por la mano de su capit�n. Se lanzaba contra las masas carnosas y las atravesaba de parte a parte, dejando tras su paso dos movedizas mitades de cachalote. No sent�a los tremendos coletazos que azotaban a sus flan­cos ni los formidables choques. Exterminado un cachalote, corr�a hacia otro, viraba r�pidamente para no fallar la presa, se dirig�a hacia adelante o hacia atr�s, d�cil al tim�n, sumer­gi�ndose cuando el cet�ceo se hund�a en las capas profimdas o ascendiendo con �l cuando volv�a a la superficie, golpe�ndole de lleno u oblicuamente, cort�ndole o desgarr�ndole con su terrible espol�n, y en todas las direcciones y a todas las velocidades.

�Qu� carnicer�a! �Qu� ruido en la superficie de las aguas produc�an los agudos silbidos y los ronquidos de los espan­tosos animales! En medio de aquellas aguas ordinariamente tan bonancibles sus coletazos produc�an una verdadera ma­rejada.

Una hora dur� aquella hom�rica matanza a la que no po­d�an sustraerse los macroc�falos. En varias ocasiones, diez o doce reunidos trataron de aplastar al Nautilus bajo sus ma­sas. A trav�s del cristal ve�amos sus grandes bocazas pavi­mentadas de dientes, sus ojos formidables. Ned Land, que ya no era due�o de s�, les amenazaba e injuriaba. Sent�amos que intentaban fijarse a nuestro aparato como perros que hacen presa en un jabato entre la espesura del bosque. Pero el Nautilus, forzando su h�lice, les arrastraba consigo o les llevaba a la superficie, sin sentir en lo m�s m�nimo su enor­me peso ni sus poderosas convulsiones.

Al fin fue clare�ndose la masa de cachalotes y las aguas re­cobraron su tranquilidad. Sent� que ascend�amos a la super­ficie. Una vez en ella, se abri� la escotilla, y nos precipitamos a la plataforma.

El mar estaba cubierto de cad�veres mutilados. Una for­midable explosi�n no habr�a dividido, desgarrado, descuar­tizado con mayor violencia aquellas masas carnosas. Flot�­bamos en medio de cuerpos gigantescos, azulados por el lomo y blancuzcos por el vientre, y sembrados todos de enormes protuberancias como jorobas. Algunos cachalotes, espantados, hu�an por el horizonte. El agua estaba te�ida de rojo en un espacio de varias millas, y el Nautilus flotaba en medio de un mar de sangre.

El capit�n Nemo se uni� a nosotros, y dirigi�ndose a Ned Land, dijo:

‑�Qu� le ha parecido?

El canadiense, en quien se hab�a calmado el entusiasmo, respondi�:

‑Pues bien, se�or, ha sido un espect�culo terrible, en efecto. Pero yo no soy un carnicero, soy un pescador, y esto no es m�s que una carnicer�a.

‑Es una matanza de animales da�inos ‑respondi� el ca­pit�n‑ y el Nautilus no es un cuchillo de carnicero.

‑Yo prefiero mi arp�n ‑replic� el canadiense.

‑A cada cual sus armas ‑dijo el capit�n, mirando fija­mente a Ned Land.

Tem� por un momento que �ste se dejara llevar a un acto violento de deplorables consecuencias. Pero su atenci�n y su ira se desviaron a la vista de una ballena a la que se acer­caba el Nautilus en ese momento. El animal no hab�a podi­do escapar a los dientes de los cachalotes. Reconoc� la balle­na austral, de cabeza deprimida, que es enteramente negra. Se distingue anat�micamente de la ballena blanca y del Nord‑Caper por la soldadura de las siete v�rtebras cervica­les y porque tiene dos costillas m�s que aqu�llas.

El desgraciado cet�ceo, tumbado sobre su flanco, con el vientre agujereado por las mordeduras, estaba muerto. Del extremo de su aleta mutilada pend�a a�n un peque�o balle­nato al que tampoco hab�a podido salvar. Su boca abierta dejaba correr el agua, que murmuraba como la resaca a tra­v�s de sus barbas.

El capit�n Nemo condujo al Nautilus junto al cad�ver del animal. Dos de sus hombres saltaron al flanco de la ballena. No sin asombro vi como los dos hombres retiraban de las mamilas toda la leche que conten�an, unas dos o tres tonela­das nada menos.

El capit�n me ofreci� una taza de esa leche a�n caliente. No pude evitar hacer un gesto de repugnancia ante ese bre­baje. �l me asegur� que esa leche era excelente y que no se distingu�a en nada de la leche de vaca. La prob� y hube de compartir su opini�n.

Era para nosotros una �til reserva, pues esa leche, en for­ma de mantequilla salada o de queso, introducir�a una agra­dable variaci�n en nuestra dieta alimenticia.

Desde aquel d�a, observ� con inquietud que la actitud de Ned Land hacia el capit�n Nemo iba torn�ndose cada vez m�s peligrosa, y decid� vigilar de cerca los actos y los gestos del canadiense.

 

 

13. Los bancos de hielo

 

El Nautilus prosigui� su imperturbable rumbo Sur por el meridiano cincuenta, a una velocidad considerable. �Acaso se propon�a llegar al Polo? No pod�a yo creer que �se fuera su prop�sito, pues hasta entonces hab�an fracasado todas las tentativas de alcanzar ese punto del Globo. Por otra parte, estaba ya muy avanzada la estaci�n, puesto que el 13 de mar­zo de las tierras ant�rticas corresponde al 13 de septiembre de las regiones boreales, a unos d�as tan s�lo del comienzo del per�odo equinoccial.

El 14 de marzo, hall�ndonos a 550 de latitud, vi hielos flotan­tes, apenas unos bloques p�lidos de unos veinte a veinticinco pies que se erig�an como escollos contra los que romp�a el mar.

El Nautilus navegaba en superficie. La pr�ctica de la pes­ca en los mares �rticos hab�a familiarizado a Ned Land con el espect�culo de los icebergs. Conseil y yo lo admir�bamos por primera vez.

En la atm�sfera, en el horizonte meridional, se extend�a una franja blanca deslumbrante. Los balleneros ingleses le han dado el nombre de iceblink. Ni