Reseña: Under the Silver Lake - Un fascinante experimento semántico | Código Espagueti  
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Reseña: Under the Silver Lake – Un fascinante experimento semántico

| 19 de junio de 2019
Con Under the Silver Lake, una película compleja, ambiciosa y fascinante, el elegante director David Robert Mitchell regresa, después de la genial It Follows.

David Robert Mitchell es, tal vez, uno de los jóvenes exploradores de la idiosincracia americana más interesantes de esta era. Sus películas no nada más son absolutamente elegantes, límpidas y preciosistas, sino que esconden un secreto anacrónico: todas están situadas en un tiempo indefinido, definitivamente presente, pero al mismo tiempo lejano y eterno. Las imágenes de Detroit en sus dos primeras cintas muestran un amor distante por su lugar de nacimiento y por las complejas relaciones que mantiene con la cultura americana. Porque este director tiene una fascinación por los espacios, por las ciudades, por los contextos que habitamos y que nos habitan.

Como también mostró con encanto Jim Jarmusch en Only Lovers Left Alive (2013) y con horror Fede Álvarez en Don’t Breathe (2016), Detroit esconde, en sus calles derruidas, la tragedia de la promesa americana. Cuna del progreso, del automóvil, de la industria, Detroit se convirtió en un paraje de sombras que cuenta la tragedia nueva del desempleo, de la pobreza blanca – tan oculta en Estados Unidos-, de una sociedad depredándose entre las ruinas y los desechos… Ahora, con un giro absolutamente fascinante, David Robert Mitchell voltea su mirada curiosa hacia Los Ángeles, una ciudad con personalidad propia y una fábrica de sueños y tragedias muy distinta.

La lectura que hace Robert Mitchell de Los Ángeles es absolutamente cinematográfica: una mezcla de lo que se recuerda en el noir de Chandler interpretado por Billy Wilder (Double Indemnity, 1944) y Howard Hawks (The Big Sleep, 1946); mucho del Hitchcock de los años cincuenta (Rear Window, 1954 y Vertigo, 1958) mediado por la ciudad de David Lynch en el neo-noir de Mulholland Drive (2001); algo de Pynchon interpretado por Paul Thomas Anderson en Inherent Vice (2014); otra pizca más del humor negro de los hermanos Coen en Barton Fink (1991) con mucho de The Big Lebowski (1998); y, finalmente, la locura indecente de Hollywood representada por los dos extremos incoherentes de The Day of the Locust (1975) y Map to the Stars (2014). En este panorama, también, se atraviesan las tres divas de How to Marry a Millionaire (1953), Lauren Bacall, Marilyn Monroe y Betty Grable, para bañarse en los colores estridentes y hermosos del technicolor angelino.

Este mapa cinematográfico sirve para que David Robert Mitchell llene su mundo de símbolos, de pistas, de complejas ideas que no se conectan unas con otras más que por el capricho de un creador caprichoso y de los más caprichosos símbolos de la cultura pop. En esta locura ambiciosa y juguetona es difícil encontrarse, es fácil perderse, y es apasionante buscar. Under the Silver Lake puede no ser una película para todos y, sin embargo, es una película que va a perdurar en la memoria de los que la vean. Una verdadera oda a la búsqueda de sentidos y una carta de desprecio a las respuestas fáciles, esta cinta tiene, definitivamente, madera de culto.

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Las pistas y el vagabundo

Sam parece estar perdido. O, más bien, parece no querer encontrarse. Es joven, tiene un hermoso departamento al este de Los Ángeles y una amiga bastante simpática viene a visitarlo frecuentemente para tener relaciones sexuales y comer sushi. Sam pretende que tiene un trabajo, le miente a su madre diariamente y gasta su dinero sin pensar en las consecuencias. Sam es un drifter, un personaje angelino que no quiere asentarse, que no quiere trabajar y que pasa los días vagabundeando la ciudad satisfaciendo pequeños antojos. Su refugio es un televisor que le habla. Todo lo que ve Sam en la televisión, en revistas, en espectaculares, en efecto, le dice algo más que una imagen adormecedora: el parpadeo de una presentadora oculta una novela en código morse, los LPs tocados al revés dicen satánicas verdades, los fanzines hablan de realidades míticas en sus historias inconexas…

La búsqueda de sentidos ocultos se convierte en el primer sentido de la vida de Sam. Ese es su trabajo, ese es su foco, esa es la forma de abstraerse del adormecimiento crónico. El aburrimiento y el letargo se combaten con un sentido detectivesco que va más allá de lo evidente: los misterios a los que se enfrenta tienen que ser trascendentes porque, si no lo son, su vida es un desperdicio.

De pronto llega una mujer. Principio detectivesco que roba la atención distraída de un hombre en búsqueda de sentido: la mujer que toca a la puerta del detective en tantos relatos noir, la mujer misteriosa, la mujer de rojo, o de blanco, la mujer con un perrito…

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Sam queda atrapado en sus encantos casuales, en su tranquilidad y su risa fácil, en la forma en que lo interroga sobre masturbación, en la que fuma marihuana con él para ver How to Marry a Millionaire, en la que le enseña los pequeños placeres tranquilos como comer galletas y beber zumo de naranja. Es un encuentro mágico, un beso mágico y luego nada. La chica desaparece sin dejar rastro. O, bueno, sin dejar rastros aparentes. Si Sam ha pasado los últimos siete meses encontrando pistas en el parpadear de Miss Universo, debe encontrar algo más en la desaparición de su chica de ensueño.

¿Quién era esta misteriosa y fascinante mujer? ¿Quién era el pirata que vio sentado en su sala? ¿Qué significan los cohetes al final del verano? ¿Quién es el ladrón de perros que parece estar aterrorizando al este de Los Ángeles? ¿Hay un mensaje oculto tras todo esto? ¿Ese mensaje oculto será para todo mundo o sólo está destinado a él? ¿Acaso está perdiendo la razón?

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Perdiendo el sentido

El misterio que persigue Sam no tiene una sola bifurcación, sino que se construye como un laberinto que sólo existe para él. Todas las pistas parecen congregarse en su persona, casi como si fuera, en realidad, el personaje de una película. Una película particularmente rara que parece querer decirnos algo encima del mundanal ruido. Así, con giros que nos hacen cuestionar realidad y ficción, Under the Silver Lake se transforma en una locura paranoica que mezcla, con igual soltura, a Philip K. Dick y a Hitchcock para adentrarnos en un mundo completamente torcido en el que todo significa algo y, por ende, todo deja de tener significado.

El juego del sentido se desdobla, entonces, en los juegos formales de David Robert Mitchell para recrear sus influencias. Travellings acelerados en vez de zooms, recortes de luz para darle misterio a las miradas, paneos lentos y llenos de detalles, profundidad de campo extremadamente construída: todo aquí señala una admiración sin límites por un cine diferente, un cine que transformó los límites formales en una época esencial, el cine de Orson Welles y, luego, de Hitchcock. En esta admiración sin medida, los detalles en planos cercanos y construcciones lejanas se multiplican y la paleta de colores chillones, angelinos hasta el tuétano, se llena de minuciosos objetos, de pistas, de juegos con los códigos en el brillo del rutilante technicolor.

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El juego formal de Robert Mitchell nos hace prestar atención, como en las películas noir, como en las tramas detectivescas, para que captemos todos los detalles que se escapan al protagonista. De la misma forma, la música es un homenaje al cine noir de los cincuenta, mezclado con la extrañeza de silbidos cotidianos… Sin embargo, a diferencia del noir clásico, de lo detectivesco, Mitchell sólo quiere engañarnos. Lo que vende esta película es una distracción, mientras, tras una bomba de humo, el mago desaparece.

El truco aquí es que no hay ningún truco. El significado aquí es que no hay ningún significado. Lo terriblemente hermoso aquí es que, en una película sobre la frustración del sentido, nos obliguen a frustrarnos por la falta de sentido. Mitchell creó, más que una película, un ensayo semántico. Y la complejidad de entender Under the Silver Lake está en que, en realidad, no hay nada que entender. La satisfacción de la búsqueda no está en un final que unifique lo dispar y dote de sentido a lo disperso. Aquí no hay una gran enseñanza, no hay una gran razón detrás de todo. Esto es un capricho porque el sentido, también, es caprichoso.

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El sentido caprichoso

Sam no es el típico personaje de las aventuras angelinas sin sentido. No tiene la inocencia despistada de Barton Fink, ni la locura bien intencionada con humo de marihuana de Doc en Inherent Vice, ni la tranquilidad nonchalante de The Dude en The Big Lebowski. Sam, más bien, es un héroe del neo-noir cómico angelino para una generación millennial: deprimido, aburrido, sin prospectos, paranóico, narcisista, con unas enormes ganas de trascender sin hacer ningún esfuerzo para lograrlo. Sam no tiene ningún contacto con la realidad porque la realidad es absolutamente hostil y deprimente. Pagar su departamento parece ser la última de sus preocupaciones porque, en el día a día, es más importante preocuparse por el sentido último de un mundo ajeno a los derrotados.

Cada día duerme y coge y come bajo el póster de Kurt Cobain; bajo las figuras de Clark Gable y Gary Cooper y Hitchcock sabiendo que nunca será uno de ellos. Tal vez, en su narcolepsia, sólo es un asesino de perros que va resentido por la vida porque su exnovia, con la que tenía un perrito, se está casando con otro. Tal vez se enamoró de una mujer que se fue porque le dio la oportunidad de amar a otro perrito, a un perrito “dependable as sunshine”. Tal vez carga comida para perros en su bolsa porque, sin saberlo, asesina mascotas propagando su infelicidad. Tal vez. Pero Sam no quiere saber eso, no quiere saber si es el asesino de perros, si él mismo es la lechuza asesina, si todo está en su cabeza o si, en la realidad, tiene que pagar su renta y dejar de divagar.

Antes de enfrentarse a su propia locura, antes de confrontar su deberes, antes de afrontar una realidad deprimente, Sam prefiere buscar códigos en todo. La paranoia de esta empresa, la absoluta locura y la desproporción es el reflejo de una locura generacional. Esta generación que descubrió las redes sociales y el internet masivo, esta generación de la intercomunicación, de los motores de búsqueda y de las enciclopedias en línea es también la generación que más duda de su valor, que más pone en perspectiva su propia cordura. Es la generación de la hipocondria y de las comparaciones despreciativas. Y lo que Sam busca en todo esto es un propósito: ¿por qué estamos viviendo esta mala versión de otra vida mejor si no hay nada detrás? ¿Por qué recibimos tanta información si no quiere decir nada? ¿Por qué los medios, con su enorme poder sugestivo, no son usados para canalizar algo más que una ardiente cupidez?

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Sam no busca resolver el misterio de la chica con el perrito llamado Coca Cola porque quiera salvarla. Ni siquiera sabe quién es. La busca porque tiene que buscar algo, porque es algo que lo saca de su apatía y porque siente que todo está conectado con un designio superior que le dará, finalmente, sentido a su vida. Éste no es el detective abnegado, ni siquiera el detective en búsqueda de redención, éste es el detective egoísta. Y, como él no es el típico Marlowe, ésta no es la típica historia de Raymond Chandler.

De alguna extraña forma, de pronto, las pistas inconexas que va encontrando Sam comienzan a tener algo de sentido. Encuentra el camino de unas catacumbas con el rey de los vagabundos; encuentra a una mente maestra detrás de todas las canciones pop de las últimas décadas; encuentra, finalmente, que su amor de una noche está en una una tumba faraónica con el magnate que destruyó el coche de todos los millonarios angelinos, el codiciado Duesenberg SSJ 1935, para fingir su muerte. Entre todos los enredos de la película, Sam acaba entendiendo que Jesus and the Brides of Frankenstein sólo son peones, como las prostitutas de Shooting Stars y los extraños escritores de fanzines. Sam entiende, finalmente, que los viejos mitos de Los Ángeles perduran, pero que, como todos los mitos americanos, pueden espantarse a pistolazos.

Sam entiende todo lo que quiere entender y, por eso, está satisfecho al final de la película. A pesar de los cabos sueltos, el misterio central se resuelve y todo debería acabar como una película detectivesca en su conclusión. Pero algo falta ¿Por qué este final nos deja tan insatisfechos a nosotros, los detectives detrás de la pantalla? ¿Por qué la resolución de Sam no es exactamente la nuestra? ¿Por qué sentimos que queda mucho por explorar?

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David Robert Mitchell consultó con el criptólogo Kevin Knight (ese mismo que lee el personaje de Sam en su búsqueda de sentido) para llenar esta película de pistas. Los cohetes que suenan la noche en que Sam y Sarah se conocen, son un mensaje en Código Morse (.. / .- / … / -.-. / . / -. / -.. / -. / — / .–) que se leen como (I / A / S / C / E / N / D / N / O / W) en referencia a la tumba temprana que la espera. En el menú del café al principio de la cinta hay más claves en Código Morse, en otros lugares hay referencias a coordenadas criptográficas y los cigarros que fuma Sam son de la misma marca que los que fumaba, compulsivamente, el Smoking Man de The X-Files. A través de complejos caminos paranoicos de Reddit, hay gente que ha encontrado, incluso, pistas geográficas específicas en la película… una de ellas, incluso, los llevó hasta Australia.

¿Qué quiere decir todo esto? David Robert Mitchell parece estar jugando en su ensayo semántico. Lo que esta película dice es que el sentido no para y que el juego está en la búsqueda continua. La perplejidad en la que te deja la cinta sirve para provocar un movimiento de curiosidad en el espectador: si quieres entender esta locura tienes que rascar cada vez más hondo en significados que no llevan a ningún lado. Y ese es el punto: si encontráramos, finalmente, lo que quiere decir algo que nos intriga, perderíamos el deseo de la búsqueda. Eso es algo que entiende perfectamente David Lynch en su eterna obra sobre la búsqueda de sentido detectivesco: Twin Peaks. Y esa es la tragedia que le sucede a Sam: encuentra las respuestas y se da cuenta del complot superior del compositor, mata al padre de sus gustos, encuentra a la chica amada y muere una parte de su deseo. Algo se acaba al final de la búsqueda y el vacío que queda es casi intolerable. Satisfecho, tal vez, pero vacío, Sam debe ahora buscar consuelo en el misterio del canto de un pájaro en la casa de una vecina.

La búsqueda es aquí lo valioso, porque si llegamos a encontrar lo que buscamos con tanto anhelo, podemos toparnos con la ingrata sorpresa de que es algo profundamente decepcionante. Tal vez, el que codifica mensajes en las canciones pop no es más que un viejo decrépito jugando el juego incomprensible de sus propias frustraciones. Tal vez, el secreto detrás de las manipulaciones de los ricos y de los poderosos es que quieren ser salvados de su propia locura. Tal vez todos buscan propósitos y tal vez hay mensajes escondidos para todos. Tal vez se acabaron los misterios; tal vez en este mundo todos tienen todas las respuestas; tal vez ya no existen los símbolos de antaño y ya no basta perderse en un bosque para encontrar algo nuevo. Aún así, esta vida sigue siendo inmensamente bella, entre perros que viven y mueren, ardillas que se suicidan y zorrillos que perseveran, porque en cada amanecer, siempre habrá otro hombre en busca de sentido.

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Lo bueno
  • Las actuaciones del reparto con Jimmi Simpson, Topher Grace y Grace Van Patten.
  • Que Patrick Fischler aparece, de nuevo, como el miedo angelino de David Lynch.
  • Que el cantante de The Jesus Lizard sea el rey de los teporochos.
  • La maravillosa actuación de Andrew Garfield.
  • La maravillosa fotografía multicolor y brillante de Michael Gioulakis.
  • El score demencial de Disasterpeace.
  • Que aparezcan esas dos canciones de REM.
  • El brillante talento del director David Robert Mitchell.
  • Que sea una película absolutamente ambiciosa y que nunca se disculpe por sus pretensiones.
  • Que logra desplazar el sentido habitual de lo detectivesco.
  • Que funciona como un ensayo semántico fascinante.
  • Que Robert Mitchell quiere defender la búsqueda de sentido frente al sentido unitario.
  • Que tiene madera para sobrevivir como una cinta de culto.
Lo malo
  • Que requiere mucha paciencia del espectador.
  • Que no es una cinta particularmente fácil.
  • Que puede ser muy frustrante.
  • Que muchos la van a leer como un espectáculo vacío.
  • Que su fallo comercial puede perjudicar a este grandísimo director.
Veredicto

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Under the Silver Lake es una película misterio, una película rompecabezas, una película hecha para no comprenderse y, aún así, para ser perfectamente disfrutable. Es una cinta que advierte, insistentemente, contra el peligro de conocer el significado verdadero de las cosas; una cinta que quiere que disfrutemos el viaje del sentido y que quiere que nos perdamos en la complejidad de las cosas sin intentar explicarlas. Under the Silver Lake es, finalmente, un experimento de generosidad en la dispersión de significados, una demostración del poder evocador de los símbolos, una locura amigable que se suma a las interpretaciones más originales del noir angelino. Cada quien se queda con un pedazo de esta cinta y cada quien puede interpretarla como quiera… Yo, por mi parte, creo que ese pajarraco siempre dijo: “Hollywood”.

Título: Under the Silver Lake.

Duración: 139 min.

Director: David Robert Mitchell.

Elenco: Andrew Garfield, Riley Keough, Topher Grace, Callie Hernandez, Patrick Fischler, Jimmi Simpson, Grace Van Patten.

País: Estados Unidos.

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