Una jornada particular | Crítica | Película | Cine Divergente

Una jornada particular

Por Manuel Quaranta

¿Qué sucedió el 6 de mayo de 1938? Bien. La historia oficial indica que Adolf Hitler pisaba Roma para visitar a Benito Mussolini. La pretensión del dux era mostrarle al mundo una alianza estratégica y dejar en claro la postura que el régimen fascista tomaría en los años subsiguientes. El despliegue fue, indudablemente, monumental. Todo Roma se detuvo durante los siete días del agasajo. Familias enteras ilusionadas acudían a los diversos lugares de reunión para poder contemplar a los líderes. Una emoción inmensa embargaba a los italianos. Estaban transformándose, como lo habían sido alguna vez, en el centro del mundo civilizado. Aunque es cierto que con el correr del tiempo comenzarían a tomar consciencia de que ese lugar sólo sería ocupado por un solo país elegido: Alemania.

Pero ¿no sucedió otra cosa el 6 de mayo de 1938? Según la historia que postula la trascendencia de los grandes acontecimientos, la visita de Adolf Hitler a Roma con el fin de estrechar los lazos con su colega Benito Mussolini fue lo único relevante –y de mucha relevancia, por cierto– que puede rescatarse de ese día. Sin embargo es posible pensar que existen micro-sucesos, cotidianos, casi banales si se los compara con los extraordinarios, que también conforman, aunque con minúscula, la historia.

¿A quién podría interesarle que un loro se escape de su jaula? ¿Quién se apasiona por la vida de una mujer común que debe limpiar su casa todos los días? ¿En qué modifica la Historia una breve historia de amor?

El 6 de mayo de 1938 fue una jornada particular para la vida de un hombre y una mujer comunes.

No se habían visto jamás. Pero se necesitaban. Ella sobre todo. Requerían de ese encuentro que se produjo mientras Hitler estampaba la mano de Mussolini. ¿Para qué se necesitaban? Para encontrarse a sí mismos. Ella más que nada. Solos. Todos afuera observando la fiesta fascista salvo ellos dos. Perdidos en un mundo que estaba a punto de estallar. La mujer: vacía, paralizada por una moral burguesa, machista, frustrada sexualmente, triste, patética. El hombre: vacío, antifascista, heterodoxo, homosexual, triste, patético.

El cóctel perfecto: compartían como alguien dijo en una ocasión la desgracia de existir pero a la vez expresaban concepciones de mundo casi antagónicas: la mujer con una supuesta moral intachable arde de pasión por el primer hombre más o menos apuesto que se le cruza: lo que se llama sin duda una moral pequeño burguesa. El hombre siente el deseo de aquella mujer a cada paso, siente el infierno que la habita. Ella lo desprestigia por no tomarse la vida en serio. Los hombres son todos iguales, le dice. Siguen hablando. Ella lo besa. El no reacciona y luego rechaza la acusación anterior: yo no soy marido ni soldado ni padre. No es lo que se debe ser. Declara su homosexualidad. Ella le da una bofetada. No puede comprender el modo en que la dejó en evidencia. Comienza un forcejeo. ¿Esperaba que, como es natural, si un hombre está a solas con una mujer comience a manosearla? El no es así. El no quiere. No la desea. El buscaba confianza, una charla, una amiga. Una tregua. Se acercan y se alejan. Ese es el movimiento del film. Más cerca y más lejos. Se buscan. Se necesitan. Se distancian. Se besan. Terminan haciendo el amor. Ella confía en poder enderezarlo. El refuta esa opción. Se despiden.

La fiesta del primer día termina. La gente retorna a sus casas demostrando una gran algarabía. Han visto a los líderes. La giornata particolare se consume. El hombre acompañado por otros dos parece abandonar definitivamente el edificio. La mujer lo advierte. Lo mira. El representa la cifra de lo que ella anhela. No hace nada. Todo volverá a repetirse: los hijos, el marido, la comida, la cama, cada día.

La mujer se desviste, se acuesta, y presumo que una pregunta –vieja conocida del Maestro ruso– la acompañará hasta el final: ¿un instante de felicidad es suficiente para toda una vida?

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