To the Ends of the Earth | Kiyoshi Kurosawa | Cine Divergente

To the Ends of the Earth

Los sueños de Kiyoshi Kurosawa Por Álvaro Peña

Si hiciéramos un top de escenas dramáticas de To the Ends of the Earth (Tabi no owari, sekai no hajimari, Kiyoshi Kurosawa, 2019) y de todo el pasado año en el cine japonés, seguramente puntuaría muy alto aquella en la que Yōko, una presentadora de televisión interpretada por la ex idol Atsuko Maeda, pregunta a una cabra de una aldea uzbeka qué quiere en la vida. Kurosawa lo anticipa con un elegante travelling lateral mediante el cual ambas figuras, reportera y animal de granja, devienen centro efímero de un universo compuesto de colinas ocres y postes de electricidad. En el corte siguiente la cámara trata de seguir el movimiento errático (para nosotros) de la cabra husmeando entre hierbajos en un plano cercano, adoptando así la mirada de la joven, sin duda más perdida que el objeto de su atención. Cuando volvemos a ver a Yōko, pues, es en un falso contraplano que obviamente no responde a la mirada de la cabra, sino a la nuestra como espectadores. Llama la atención, además, la estabilidad del encuadre en comparación con los precedentes, así como el reencuadre a un primer plano del rostro, infrecuente en el cine del director japonés.

En realidad, dicho plano hace de cierre de un paréntesis abierto unos diez minutos antes por otro similar. Rodeada por su equipo en plena discusión sobre qué filmar para cumplir con la duración estipulada del reportaje, Yōko propone la idea de «rescatar» a aquel animal con el que se topó la noche anterior. Kurosawa introduce en la escena un principio de subjetividad —encuadre del grupo con ella en el centro, de espaldas a la cámara— y otro de aislamiento —cambio a plano frontal de Yōko con el resto del encuadre desenfocado—. En determinado instante un sutil salto de eje (Kurosawa es de los pocos directores actuales que no usa este recurso de manera exhibicionista) nos anuncia una inminente ruptura de la dialéctica entre Yōko y el resto del grupo. ¿Consistirá en un desacuerdo, en una soledad aún más profunda? La respuesta se nos brinda enseguida con el siguiente plano, que cierra aún más el encuadre sobre Maeda.

To the Ends of the Earth

Sí, sobre Maeda, la actriz que interpreta a Yōko. Si nos atenemos a la máxima godardiana de que toda película de ficción es un documental sobre sus actores, no parece que esta distinción aporte gran cosa, puesto que de todas formas cada segundo del metraje de To the Ends of the Earth constituiría un documental sobre su estrella. Y, a priori, Kurosawa parece considerar totalmente integrada en la ficción la interpretación de Maeda, de la que afirma que «aunque hay partes tal cual indica el guion, también existen otras improvisadas a la manera de un documental. Creo que acaso no se notará esa diferencia» 1. Sin embargo, estos términos acerca de la labor de su actriz podrían invertirse a la hora de valorar la suya propia de realización, de la que podríamos decir que hay partes no improvisadas, sino planificadas a la manera de un documental. Al cerrar el plano en su rostro, Kurosawa ejerce sobre Maeda un acto de escritura violento, que rompe la indeterminación entre imagen-ficción e imagen-documental en torno al personaje-actriz, entre Yōko y Atsuko, y fuerza la mirada sobre esta última. Se trata de una operación parecida a la que impone un relato inteligible en los documentales de naturaleza a través del montaje, o mediante bustos parlantes en un true crime. Lejos de recuperar la ambigüedad perdida, la comentada irrupción del registro musical, culminante en otro primer plano final con ruptura de la cuarta pared incluida, conecta todo el metraje con la faceta performativa de Maeda.

To the Ends of the Earth

Antes de analizar dicho vínculo conviene identificar cuál es la película que queda a su sombra. Como es sabido, el proyecto nace con el propósito conmemorativo de los 25 años de relación diplomática entre Japón y Uzbekistán, y se desarrolla bajo el auspicio de la productora Loaded Films, compañía especializada en coproducciones internacionales de cara a su distribución en el circuito de festivales. Esto explica el cambio de planteamiento de la fotografía de Akiko Ashizawa, colaboradora habitual de Kurosawa de gran reputación —fue condecorada por el gobierno japonés con una Medalla de Honor con Cinta Púrpura al mérito artístico—y experimentada en complacer el ojo de la cinefilia extranjera (Fiel a sí misma [Unloved, Kunitoshi Manda, 2001], Sayonara [Sayōnara, Kōji Fukada, 2015]). Corresponsable, precisamente, del mayor éxito critico internacional de Kurosawa, Tokyo Sonata (Tōkyō Sonata, 2008), en To the Ends of the Earth abandona el rigor de los 35 mm de aquella —rutilante en interiores, como el grueso de su filmografía conjunta— y emplea en su lugar una VARICAM 35/LT digital con alta sensibilidad para capturar la luz ambiente de los escenarios naturales, contando, además, con un dispositivo avanzado de corrección de color que permite la supervisión in situ de Kurosawa. Ello favorece una puesta en escena menos orientada a sofisticados juegos lumínicos y más a un control aproximado del tono en tiempo real; algo propio de los documentales que dan prioridad a la captura del instante sobre la construcción de la imagen, pero también de las últimas tendencias del cine de autor expuestas en el escaparate de festivales como el D’A 2020.

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También es afín a tales corrientes el uso del panorámico para denotar perspectiva subjetiva en un entorno abrumador para el personaje, lo que explica la frecuente ubicación de Yōko en plano cercano y en el centro del encuadre, enfatizando así la sensación de aislamiento. Compárese, por ejemplo, con Charisma (Karisuma, 1999), película con una buena porción de metraje rodado en campo abierto; sin embargo, en aquella Kurosawa tendía a situar al protagonista a una distancia significativa de la cámara, normalmente alineado con otros personajes en el mismo plano de profundidad. Ello confería al escenario un peso específico en virtud de un ordenamiento espacial independiente de los personajes, un cosmos extrañado de lo humano con el árbol que da título al filme en su centro. El detective interpretado por Kōji Yakusho abandonaba el orden cotidiano para someterse al de aquella montaña, sin supeditarlo a su propia (e infeliz) circunstancia; una disociación entre paisaje e individuo poco dada a exaltaciones poéticas del yo, como aventuraba la menor relación de aspecto del encuadre impuesta por lentes esféricas en 35 mm.

To the Ends of the Earth

El mundo que llena el scope de To the Ends of the Earth, por el contrario, se relaciona con Yōko en términos de conflicto permanente con ella, como si explorara un paraje marciano. ¿A qué se debe esa percepción de hostilidad? La lectura superficial del choque de culturas se antoja problemática en cuanto nos planteamos qué queremos decir con la palabra “cultura”. La escena más violenta de la película, el calvario que sufre Yōko al montarse en una demencial atracción de feria con el fin de rodar un reportaje, no tiene nada que ver con tradiciones ni con costumbres uzbekas. Estas, de hecho, son ignoradas cuando no despreciadas por el equipo de televisión, como la recomendación de su guía (interpretado por la estrella local Adiz Rajabov) de visitar el teatro Navoi de Taskent 2. Para los compañeros de Yōko el Otro no parece existir, salvo en la medida en que puedan instrumentalizarlo para sus propósitos. ¿Es que entonces solo ella es sensible al impacto cultural?

To the Ends of the Earth

Como en la escena descrita al comienzo de este texto, la presentadora no exhibe lazos mucho más fuertes con sus colegas que con la región centroasiática en la que se hallan. Tan solo la repentina noticia de una catástrofe en Tokyo parece reanimar su atracción hacia el núcleo sociocultural al que teóricamente se adscribe. Acaso su reacción visceral obedezca menos a la preocupación por su pareja —un bombero que no merece imagen alguna durante sus breves y banales llamadas telefónicas— que al efecto convocatoria de mecanismos sociales depurados a lo largo de siglos de terremotos, tifones y otros desastres naturales que asolan cíclicamente el archipiélago, de los cuales Fukushima y Tōhoku son sus más recientes topónimos de resonancia generacional; ciclos intersectados, a su vez, por flexiones traumáticas de la historia, como la guerra del Pacífico o el ataque con gas sarín de la secta Aum Shinrikyō. Ello nos lleva a insistir en la cuestión ¿hay algo más allá de las trompetas del Apocalipsis que defina “lo japonés” frente al Otro?

La aldea japonesa global

En contraste con esta conciencia social nacida de la adversidad, robustecida a la intemperie y al margen de los poderes fácticos coyunturales 3, en el último medio siglo los distintos gobiernos y sus agentes económicos afines se han dedicado a abonar brotes de identidad cultural, en un ejercicio de cooptación de la mayor parte de medios de comunicación y expresión audiovisual del país. Uno de los artefactos de construcción identitaria ad hoc más arraigados en el imaginario japonés de este tiempo ha sido el concepto de furusato. Traducible como «pueblo de origen» (literalmente «antigua aldea»), enuncia un ideal nostálgico del mundo rural como depositario de las esencias del pueblo japonés (de cada japonés), y cobra mayor presencia en el acervo cultural contemporáneo gracias a diversas campañas regionales de promoción turística en los años 70 y 80, las cuales anticipan diversos planes de desarrollo del campo ligados a la percepción de agotamiento del modelo industrial y ecológico centralizado en grandes núcleos urbanos 4. Desde entonces la temática del furusato impregna el mainstream japonés y sus manifestaciones audiovisuales 5 —con un repunte desde los 2000, a raíz de la recesión económica y la nostalgia por tiempos edulcorados en el recuerdo—, incluyendo programas de televisión… como el que graban Yōko y su equipo.

Publirreportaje de TV de una aldea de Aomori, al norte de Japón

Aunque se localiza en otro país, apenas hay diferencia entre su enfoque y el de cualquier reportaje de la NHK sobre un área rural japonesa a unas horas en tren del corazón de Tokyo: segmentos cortos, presentadora alegre “inmersa” en el entorno, énfasis en lo pintoresco frente a lo realmente cotidiano, variedad mareante de escenarios, ausencia de apuntes culturales profundos… Mismas formas que corresponden a igual fondo: la presentación de un Otro accesible, es decir, un no-Otro que borde de ensueño la rutina del sarariiman explotado, del estudiante de instituto víctima de ijime, del ama de casa a solas con su revolución televisada o de la madre soltera (de)pendiente de las ofertas previas al cierre del supermercado; siempre en el marco de la asunción paradójica de que contemplan una realidad distinta a la propia y, al tiempo, íntimamente ligada a una potencial autorrealización.

Al otro lado de la tramoya audiovisual, la tarea de los profesionales en To the Ends of the Earth no es otra que transformar en hallazgo la extrañeza o, peor aún, la falta de ella. Reciclarla en las imágenes aptas para el consumo nacional que conforman el furusato, el material con que se sueña a sí misma el alma japonesa, aunque provenga de otro país —como, por ejemplo, la Kenia de Takashi Miike en The Lion Standing in the Wind (Kaze ni tatsu no raion, 2015), intervenida médica y emocionalmente por un sacrificado médico nipón—. Lo frustrante para Yōko es verse en la función de mediadora entre la realidad en bruto y unas aspiraciones de autorrealización que comparte con su público, sin que nadie medie por ella a su vez: su empeño en insuflar lo banal de sentido para sí misma alcanza su clímax en la grabación de un paseo por un mercado, el cual, a raíz de un malentendido con las autoridades uzbekas, degenera en una patética huida en la que abandona su cámara, metáfora de su incapacidad para atribuir valor a las imágenes que ha recogido. Tampoco lo hay en las interacciones con sus compatriotas desplazados con ella, un microcosmos demasiado próximo para proyectar cualquier ilusión de “lo japonés”, salvo que así se considere el despotismo pragmático de su productor (Shōta Sometani, rostro por antonomasia del Japón desolado por las Décadas Perdidas).

Hasta aquí, como vemos, hay un fino discurso de Kiyoshi Kurosawa que elucida tensiones entre el individuo y su entorno sensible, entre lo identitario y lo biográfico, entre la realización personal y aquellas imágenes reacias a ser pastoreadas hasta el redil del sentido pleno. Sin embargo, de la misma manera que tales imágenes rehúyen a Yōko, Kurosawa abandona las suyas propias en pos de metas acaso más elevadas: la sublimación cinematográfica de ese objeto pop llamado Atsuko Maeda, recordemos, célebre por su etapa al frente del grupo de idols AKB48 creado por Yasushi Akimoto. Cuando el cineasta llena el scope con el gesto de la cantante nos anuncia la candidatura de un universo interior para reemplazar el desierto ahí fuera —que no tomar sus riendas—: las dimensiones de dicho universo se cifrarían no en el trasfondo del personaje de Yōko, sino en sus resonancias con la imagen icónica de Maeda. Una llamada a la metaficción en auxilio de la ficción.

To the Ends of the Earth

Izquierda, To the Ends of the Earth; derecha, el documental para fans MU-BOU-BI: Atsuko Maeda in Phuket

El cazador de sueños

Al lector no se le escapará el paralelismo entre esta transfusión del pop a la ficción y el aderezo exótico con que el equipo de TV de la película trata de condimentar las convenciones del furusato. No es el único. La irrupción del registro musical en To the Ends of the Earth como expresión de la búsqueda de una misma, tan alabada en el circuito de festivales y sus afluentes críticos, es una de las figuras más recurrentes en el indie japonés del siglo XXI; a menudo por realizadores de los que, dicho coloquialmente, Kurosawa podría ser su padre en todos los sentidos 6. Esta falta de originalidad no supone de por sí un desdoro para un autor a quien nunca le ha importado enfangarse en condicionantes de género (la moda del J-Horror Pulse [Kairo, 2001]) o de producción (el multiformato de la amorfa Foreboding [Yochō, 2017]) para lograr, como hace patente su trayectoria, imágenes más problematizadas que resolutivas. Pero es justo la ausencia de problematización, la fuerte voluntad de clausura del filme en torno a lo popular y lo artístico, lo que lo emparenta con sus coetáneos más vulgares, si bien matizada por un sentido del humor soterrado que no abunda entre las nuevas generaciones.

Baste comparar la elaboración escénica de las ¡dos veces! que Yōko canta L’hymne à l’amour de Édith Piaf —una pieza tan integrada en la cultura popular en Japón como las Gymnopédies de Erik Satie— con el vídeo musical Seventh Chord de Atsuko Maeda que acompañaba la película de Kurosawa Seventh Code (2013), protagonizada asimismo por la cantante 7. Interpoladas parcialmente en la secuencia previa a los créditos finales del filme, las imágenes de aquel vídeo —dirigido también por el cineasta de Kobe—, con una Maeda al micrófono que no era ya que rompiera la cuarta pared, sino que escapaba completamente de la diégesis, no proponían un clímax dramático y metarreflexivo a la manera de To the Ends of the Earth; antes bien, se constituían en sello de autenticidad de todo el conjunto como artefacto pop en sí mismo, certificado justamente por su resistencia a ser escrutado. Mientras que en Seventh Code la representación se nos revelaba como un pliegue más de la macroimagen pop de Atsuko Maeda, imposible de abarcar por el formato fílmico, en To the Ends of the Earth nos dibuja los contornos de un relato aprehensible, invocando sobre su imagen una ilusión de conmensurabilidad. Con la coartada de expandir la ficción, en realidad el registro musical hace de cremallera para aislarla de algo más grande que ella. La puesta en escena del número final, Maeda cantando en glorioso travelling panorámico con una majestuosa cordillera uzbeka al fondo, se revela así más ordinaria que los tiros y explosiones que en Seventh Code se dirían extraídos de un directo a vídeo, pero que nos abren la puerta a una dimensión pop más amplia que aquella de la que parten.

Izquierda, Seventh Code; derecha, To the Ends of the Earth

Desde el punto de vista de la crítica de los autores —y, Locarno nos lo confirmó, Kurosawa todavía lo es—, la autorreclusión en imágenes seguras abre interrogantes. ¿Por qué un director con un dominio de la planificación fuera de toda duda, capaz de asimilar códigos de la ficción popular como los del slasher, el J-Horror o el cine de yakuzas, no da señales de progresar en su exploración pop de Atsuko Maeda? La pregunta podría inaugurar todo un tratado (cada vez más necesario) sobre la creciente divergencia de lo pop respecto al mainstream en el Japón del siglo XXI, así como la falta de desarrollo teórico de una crítica de sus manifestaciones audiovisuales, imprescindible para cerrar el circuito de la cultura popular. Pero la mayor dificultad a priori para abordar su figura radica en que, a diferencia de artistas de generaciones precedentes como Hikaru Utada o Namie Amuro, Maeda no llegó a postularse como el sueño de una nación, sino como vórtice al que se abandonaban sus desterrados: otakus, almas solitarias o, en general, cualquiera que encontrara sentido a destinar sumas nada despreciables a apoyar a «una idol que puedes conocer» 8. Una fantasía viva, apartada del ajuar de una cultura mainstream embalsamada por las élites políticas y corporativas, y tan intensa como las transacciones económicas entre la idol y sus fans.

Lo interesante de la etapa actual de Maeda, más centrada en la interpretación que en una irregular deriva musical 9, es el trazo libre de su curso entre aquella fantasía idol de nicho y la tierra de nadie de los magazines y los doramas nostálgicos para amas de casa del mainstream japonés, destino final al que le impelen su edad y su maternidad. Pasados los años desde Seventh Code, en lugar de exponer su cine como lienzo en blanco para la escritura pop, esta vez Kurosawa parece aprovechar el vuelo más bajo de la estrella para atraparla en un cuadro con su firma. Sin voluntad de crear un aparato teórico propio para inscribir en el presente la fantasía popular de otro tiempo —como sí hiciera Quentin Tarantino en Érase una vez en Hollywood (Once Upon a Time in Hollywood, 2019)—, Kurosawa termina simplemente inscribiéndola en el coto de su ficción. Así pues, no nos hallamos ante una película sobre Atsuko Maeda, sino sobre el sueño de Kurosawa de ver a Maeda interpretar a Édith Piaf para él y sus audiencias internacionales, como Yōko desea salvar una cabra para dotar de significado su absurdo periplo por Uzbekistán. La obra bella e inútil del exiliado, tan influida por el hermoso paisaje a la vista como por el yermo a sus espaldas al que teme regresar.

La exploración artística como excusa para materializar el verdadero anhelo, que no es otro que exiliarse de una sociedad que reduce lo humano a una fantasía lucrativa, hace de To the Ends of the Earth una película genuinamente japonesa; la apelación a la alta cultura no por su potencial de destilación de la realidad, sino por romper todos los puentes con ella, nos revela una globalidad que llega hasta los confines del mundo.

To the Ends of the Earth

 

  1. Entrevista con Kiyoshi Kurosawa por Kyōko Kandori en Cinema Quest
  2. Reflejo más que significativo del hecho de que Kurosawa emplazara la escena en ese teatro a petición del ministro de Turismo de Uzbekistán, un marco que condicionó a su vez la decisión de que Maeda cantara el tema de Édith Piaf. Entrevista por Kyōko Akayama para FILMAGA.
  3. Ver HOGGE, Timothy (2016): «Turning Crisis into Blessings: The Evolution of Japanese Culture Through Disaster». Tesis para la Universidad de Pittsburgh (Pensilvania). Acceso libre.
  4. CREIGHTON, Millie (1997). «Consuming Rural Japan: The Marketing of Tradition and Nostalgia in the Japanese Travel Industry», en Ethnology, Vol. 36, No. 3 (verano), pp. 239-254.
  5. Donald Richie ya se interesó en los años ochenta por la tendencia, hasta el punto de rastrear hasta los orígenes del cine japonés el motivo del furusato y sus fluctuaciones conceptuales en relación a la urbe. Ver RICHIE, Donald (1991): «Attitudes toward Tokyo on film», en A Lateral View: Essays on Culture and Style in Contemporary Japan. The Japan Times, Tokyo. pp. 185-195.
  6. Hasta el punto de que desde 2012 existe un festival especializado como el MOOSIC LAB, el cual se nutre de colaboraciones ad hoc entre directores y músicos amateur, y que este 2020 ha presentado una edición online de libre acceso a raíz de la crisis del coronavirus.
  7. Ambos títulos (el del vídeo y el de la película) se pronuncian y se escriben igual de acuerdo al silabario japonés.
  8. «Ai ni ikeru aidoru», un concepto con que AKB48 atraía a sus fans, concretándose en conciertos prácticamente diarios en una sala de aforo limitado del barrio tokiota de Akihabara, así como en breves encuentros controlados con derecho a apretón de manos.
  9. Su álbum de debut en solitario, Selfish (2016), solo alcanzó la posición 8 de la lista Oricon de éxitos en su semana de lanzamiento, lejos del nº 1 logrado con su primer single (Flower, 2011).
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