Maria Chapdelaine (2021), de Sébastien Pilote

No es la primera vez que se adapta la cine la novela “Maria Chapdelaine”, del francés Louis Hémon. Con ese título se estrenó en 1934 una versión de Julien Duvivier protagonizada por Madeleine Renaud; en 1950 Marc Allégret rodó otra protagonizada por Michèle Morgan; y finalmente en 1983 se estrenó otra adaptación a cargo de Gilles Carle. Pero de entre todas ellas la que aquí se reseña es sin duda las más fiel al texto original, una historia de pioneros en Canadá que obtuvo tanta repercusión en su país que pronto pasó a formar parte de los planes de estudio en los colegios.

Ambientada en 1910, Maria Chapdelaine narra la historia de una familia establecida en una zona remota del Canadá, a algunos kilómetros al norte de la localidad de Péribonka. Los padres y sus hijos han levantado una pequeña granja en medio del bosque y el padre trabaja duro en la tala de árboles para establecer un amplio perimetro para sembrar y cultivar. Hasta allí no llega nada de la civilización; tan sólo reciben de cuando en cuando la visita de un vecino lejano, de algún conocido de la ciudad o de trabajadores de temporada (entre ellos, los hijos mayores de la familia) para ayudar en las tareas del verano. Pero la mayor de las hijas, Maria, que tiene dieciséis años, no pasa desapercibida a los ojos de los pocos visitantes y pronto recibe la atención de tres jóvenes, en vistas a un futuro matrimonio.

El director Sébastien Pilote concibe su Maria Chapdelaine de modo muy realista, tanto en la puesta en escena, como en la definición de los personajes y sus reacciones. El ritmo es lento, pausado, en consonancia con la rutina diaria de la familia, el trabajo en el campo, las labores de la casa, los juegos de cartas. Retrata la película a una familia muy unida, de personas fuertes, habituadas a la vida dura, de escasas palabras, con un profundo sentido cristiano de la vida y una aguda querencia por reservar su intimidad, donde hablar de más o dejar aflorar los sentimientos es siempre una excepción. De este modo, Pilote ofrece una sentida panorámica de la vida sencilla y valiente de estos pioneros que, superando las inclemencias meteorológicas y todos tipo de peligros derivados del aislamiento, decidieron instalarse en medio de la naturaleza para ofrecer un futuro a sus hijos.

Estamos ante una bella película. Aunque quizá la austeridad con que se muestran contadamente las emociones sea un rasgo que haga algo pesaroso el desarrollo de la trama, a lo que se añade una extensión de más de dos horas y media de duración. También se echan en falta escenas de acción que muestren la lucha del hombre con la naturaleza, porque aquí se huye de lo grandilocuente, de la épica impactante, del heroísmo vistoso. Los acercamientos amorosos hacia Maria (véase la idílica escena de la recolección) son tan leves que casi hay que tener imaginación para captarlos, algo que también se aprecia especialmente en los sentimientos del padre de familia cuando la desgracia irrumpe en el hogar. Aquí una mano en el hombro puede ser el colmo de la ternura, no digamos una lágrima. Por lo demás, se ofrece una mirada atractiva a un pasado auténtico, a un modo de vida tranquilo y sacrificado, donde no se depende de nadie más que de sí mismo y donde la naturaleza explota en todo su esplendor, aunque los veranos en este caso sean tan extraordinariamente cortos y la nieve haga muy trabajosa la existencia. La fotografía de Michel La Veaux saca el partido necesario a esos espacios, aunque extraña por lo demás la completa ausencia de animales salvajes en semejante paraje. Y entre el reparto destaca la joven Sara Montpetit, que interpreta con gran sobriedad a la protagonista, pero de quien al cabo del rato sabemos interpretar su amago de sonrisa, su mirada negra y profunda, sus agitada respiración.