"The Wire", la mejor serie de TV que prestigia a sus espectadores | Código Cine

La pasión por “The Wire” como la insignia iniciática que inviste al espectador «premium»

Análisis de los elementos que han conseguido que la pasión por esta serie sea la llave de acceso, la palabra clave, el rito iniciático, para formar parte de un club discreto que se autoconsidera la franja élite entre los espectadores de series de TV.

Se dice que el verdadero comienzo de la llamada “Golden age de las series de TV” se ha de buscar en el centro simbólico del triángulo que forman las series “Los Soprano”, “A dos metros bajo tierra” y un tercer y especialmente prestigiado vértice titulado “The Wire”. En realidad, los tres vértices gozan de una envidiable cuota de prestigio incuestionable que es ya patrimonio mismo de este nuevo tiempo narrativo televisivo, pero quizás en esto no estén los tres al mismo nivel. O mejor dicho, The Wire” es mucho más eficaz que sus dos compañeras a la hora de conferir a sus fans el prestigio más alto como espectadores de series de TV, un galardón iniciático que les distingue discretamente entre el resto de seguidores de las nuevas series. The Wire” etiqueta a sus fans para etiquetarse a sí misma y forjar así la leyenda de su propia exclusividad y de la calidad extrema de su relato. Este no es un análisis sobre “The Wire”, ya completamente desplegado en cientos de textos de análisis y hasta publicaciones físicas (ver “The Wire: 10 dosis de la mejor serie de TV”), sino el análisis de los elementos que han conseguido que la pasión por esta serie sea la llave de acceso, la palabra clave, el rito iniciático, para formar parte de un club discreto e internacional que se autoconsidera implícita o explícitamente como la franja élite entre los espectadores de series de TV.

The Wire” se ha convertido en la carta maestra de la baraja de las series, el comodín que sentencia toda contienda a favor de quién lo pone sobre el tapete. Su efecto suele ser o bien el silencio de quiénes no la conocen o no la han visto, o bien la connivencia definitiva del interlocutor, con quién se forja a partir de ese punto un lazo de confianza absoluto en materia de series. Esto no significa necesariamente que se trate, como se dice, de la mejor serie de la historia de la televisión, pero sí es cierto que ha conseguido instalarse cómodamente bajo esa etiqueta con un toque de distinción absolutamente brillante. “The Wire” es la marca que diferencia a unos supuestos elegidos y su disfrute se ha convertido en una suerte de “monolito” guía, al estilo de “2001, una odisea del espacio”, que alerta a una instancia superior indeterminada del alto nivel alcanzado por su portavoz, el espectador 2.0 que aspira a ganarse el prestigio entre los espectadores más avezados. Si existe diferencia entre esta pasión por la serie y el esnobismo sólo depende de la verdadera y profunda opinión del fan sobre si cree de veras que la serie merece estar en el pináculo del ranking o si tan sólo necesitamos que alguien exclame entre la multitud: “¡El emperador va desnudo!”.

En cualquier caso, no es objeto de este texto dirimir la calidad de “The Wire”, una que la mayoría reconoce que es muy notable, sino analizar las características y las causas, la etiología, de este efecto de prestigio de la audiencia que ha conseguido la serie buscando su propio beneficio, y que no sucede con otras series cuya calidad está apoyada también por una gran cantidad de críticos y espectadores.

Claves fundantes del movimiento de fans de “The Wire”

The Wire” ha alcanzado un enorme éxito entre los fans, como decíamos, pero no se ha convertido en una serie de masas. Fue concebida por David Simon como una continuación de su trabajo literario y televisivo sobre el mundo de la droga, del trabajo policial, del poder, etc., con un estilo realista y detallista inspirado en la realidad que vivió junto a la policía de Baltimore. Sin embargo, cuando la idea llegó a la HBO fue mejor entendida como una brillante oportunidad para que la cadena compartiera con sus audiencias y con todo el sector cuál era su visión sobre los contenidos televisivos que tenía intención de producir: Una serie inteligente, con un diseño de producción pegado a la realidad y las verdaderas calles de Baltimore, que captara la auténtica lógica de sus instituciones políticas, que reflejara la complejidad moral de sus poderes públicos y privados y que tuviera más interés por hacer sentir el trabajo policial y sus miserias que por alcanzar un final conclusivo y catártico. Una serie, en definitiva, al alcance de pocas cadenas, que la HBO pudiera exhibir con enorme orgullo y que la situara en la vanguardia de la nueva televisión. HBO entendió pronto que tal menester requeriría prescindir de gran parte de su audiencia, el más preciado tesoro de un contenido televisivo, y aceptó la propuesta dispuesta a vivir de una franja más reducida de espectadores, pero también más fieles y desde luego más cultivados. Un estandarte, un emblema, un escudo de difícil rentabilización, una especie de concept-car que la cadena pronto entendió que no llegaría a ser una gran fuente de ingresos, pero que sería el certificado oficial que sancionaba su línea de producción televisiva como la más prometedora del momento.

Y de este emblema que la serie es y de aquella insólita pretensión de la HBO surgen las características que han definido a este movimiento de fans de “The Wire” y que podemos sistematizar así:

1. La divinización de “The Wire”: Sí, porque rara vez una cadena acepta las premisas de partida de una serie como ésta, con la pérdida directa de audiencia que conlleva. Sus espectadores tienden a considerar que la producción de la serie fue un fenómeno insólito prácticamente irrepetible. Lo ven como un asombroso experimento que mantuvo en antena durante 5 espléndidas temporadas una “ficción” de audiencia escasa pero de un nivel narrativo extraordinario, es decir, una combinación de factores realmente inesperada y difícil de recrear nuevamente. Los fans de la serie tienden a pensar que esta carambola se produjo en la cadena adecuada y bajo unas circunstancias irrepetibles que justifican la divinización de “The Wire” sobre otros productos a los que también se les ha reconocido una gran calidad.

En la introducción de “The Wire: 10 dosis de la mejor serie de la TV”, David Simon afirma que “The Wire” es una serie “para los que se quedan, para los que aguantan episodio tras episodio a pesar de no contar con los ya habituales recursos para mantener el interés, como los finales de episodio impactantes o las historias que cobran sentido con resoluciones rápidas y reveladoras. Y por supuesto, la mayoría de los episodios carecen de escenas salvajes o plot points cruciales. Funcionan como las piezas de un puzzle formado por varios miles de ellas, como si cada una fuera aparentemente insignificante, infinitamente representativa del total, supuestamente prescindible. El espectador de “The Wire” se sorprende pronto en medio de una inmensa meseta narrativa sin un sendero claro, como carente de una dirección hacia la que derivar y con un equilibrio tal en la presentación e hilvanación de los elementos que pareciera una escena tomada de la más absoluta realidad: La encrucijada donde la mayoría de los espectadores, simplemente, abandona. Abandonan ante la carencia de una promesa de “qué llegar a ver” y sin tener idea alguna de lo que la serie podría depararles. No existe promesa de entrega alguna y quién “se queda” lo hace provisto de una buena dosis de fe. A pesar de todo, algunos espectadores… se quedan. Y estos forman la audiencia para la que Simon asegura filmar “The Wire”. Muchos de ellos se arman de paciencia y se esfuerzan por mantener la mirada fija en el horizonte narrativo seguros de que, en algún momento, la serie comenzará a unir las piezas, a enseñar su Norte, a mostrar los leves indicios que irán insinuando la línea básica de su relato. Con el tiempo, en efecto, el sentido termina llegando, y como la sensación de satisfacción suele ser proporcional al esfuerzo realizado, los espectadores “que se quedaron” terminan sintiendo el enorme placer de encontrar el fondo del pozo, y sienten la ilusión de pertenecer a un escaso club de fans que lo llegaron a alcanzar. En ese momento, el valor de lo recibido se torna a favor de su emisor original, y “The Wire” es etiquetada por “los que se quedaron” como “la mejor serie de TV”. La serie califica a sus espectadores y estos califican a la serie de vuelta en un baile de alabanzas recíprocas que alimenta su reputación. Los espectadores que alcanzan sirven de caja de resonancia para el contenido de una serie enriquecida. Si “The Wire” eligiera a sus espectadores, la selección sería exigente. Los espectadores tienden a colocarla en lo más alto del ranking de las series y con el paso del tiempo, la idealización de aquella infinita satisfacción tras el esfuerzo realizado, graba en piedra su puesto de honor y fortalece aún más su prestigio como ficción televisiva. Se procede, así, al proceso de divinización de la serie que no es más que una idealización histórica, merecida o no, que apuntala su puesto de honor y lo fija en su pináculo.

2. La divinización de David Simon. Si la serie misma ha sido objeto de un proceso de divinización, algo similar le ha sucedido a David Simon como creador y máximo garante de “The Wire”. Los espectadores han localizado en él la fuente de los principales valores de la serie, aquellos que la han elevado a los altares de la ficción televisiva, y han encontrado en su biografía y en sus lapidarias declaraciones el sentido base de lo que “The Wire” despliega en cada uno de sus capítulos. En primer lugar, porque David Simon no tiene reparos al declarar con vehemencia: “La pauta que sigo para ser verosímil es muy sencilla [...] : el lector medio que se joda, ya no sólo restando importancia al hecho de perder una franja donde se instala la gran mayoría de la audiencia, sino casi animándoles a hacerlo, filtrándola para quedarse tan solo con una atípica selección de espectadores. Ellos, a sí mismos, se observan como una cierta suerte de élite de la ficción televisiva, y para ellos, David Simon, es casi un líder espiritual.

Los seguidores de David Simon apoyan su admiración sobre tres pilares fundamentales. En primer lugar, que Simon trabajó junto a la policía para conocer de primera mano las técnicas policiales, el trabajo diario, sus éxitos y fracasos, y que llegó a tener un conocimiento muy profundo sobre cómo era el trabajo rutinario del cuerpo policial. Llegó a conocer las posibilidades reales de los agentes en esa batalla contra la droga, y también sus límites. Llegó a comprender cuántos de estos límites eran políticos, cuántos eran presupuestarios y, más interesante, cuántos de ellos eran puramente sistémicos y entroncaban con las miserias del propio modelo, con la estrategia general de la lucha contra la droga. A nadie se esconde que uno de los efectos de “The Wire” es hacer sentir que el modelo general de trabajo de las autoridades tiene a menudo un efecto demasiado limitado y en absoluto capaz de cambiar la escena general, que es el fracaso más importante del sistema institucional en el que se inscribe esa lucha policial. En segundo lugar, porque Simon sabe trasladar a la pantalla una muy enriquecida fotografía general del escenario en donde caben todas las subhistorias y personajes posibles. La narración de Simon y de su equipo de guionistas despliega una enorme red de relaciones, causas y efectos cuya infinitud de ida y vuelta parece a menudo captar la verdadera lógica de los acontecimientos, mostrando a menudo tanto el efecto buscado como los efectos secundarios generados con los que nadie cuenta. E incluso, en ocasiones, efectos de tercer orden que escapan al “story-telling” y que se internan ya por el pasaje de lo casual pero que redondean la fotografía general proporcionando una sensación de enorme y profundo conocimiento de la escena narrada. Muchos fans de las serie y desde luego algunos críticos que la han alabado, han apuntado frecuentemente que tras ver “The Wire” sienten que conocen la ciudad al dedillo y que podrían moverse por los lugares donde más frecuentemente suceden sus acontecimientos. En tercer lugar, que David Simon no se vende. En sus entrevistas y artículos presume con vehemencia de deberse exclusivamente a Baltimore, a la narración de sus problemas con la droga y sus problemas institucionales. Presume de haber mantenido la independencia narrativa frente a las políticas de la ciudad que intentaron durante años suavizar el discurso de la serie que arremetía contra las políticas antidroga. El hecho de que la HBO decidiera mantener la serie a pesar de no alcanzar una audiencia masiva le proporcionó siempre la libertad para mantener su discurso autónomo, aunque en su interior aparezcan con precisión las técnicas y malas artes de la política para tratar de modificar “el discurso social y cultural de la ciudad”. Simon quiso que la enorme fotografía institucional y social (que es “The Wire”) reflejara también el carácter torticero del poder local, de los políticos, y para ello necesitó mantener su independencia frente a la alcaldía. Por todo esto, los seguidores veneran el talante de Simon y su trabajo en la serie. Ven en él el camino a seguir para todos aquellos showrunners que deseen de veras trasladar la problemática de la realidad a sus espectadores, tratándoles con inteligencia y sin someter el sentido de su narración a un story-telling simplista que conduzca a una comprensión catártica (pero también errónea) de la realidad.

3. “Una serie para los que se quedan”. Aunque hay guionistas que son auténticos expertos en escribir capítulos piloto absolutamente magnéticos, capaces de garantizar una buena cantidad de espectadores aunque sólo sea por el efectismo de sus trucos o por sus escenas inaugurales, existen otros autores que ni lo son… ni pretenden serlo. Y luego está David Simon, que específicamente quiere no serlo. A Simon no le preocupa que sus obras no susciten una gran expectación al llamado “espectador medio” y desde luego no tiene interés alguno en tratar de captar su atención de forma artificial como hacen otras series. The Wire” se entrega al espectador desprovista de efectismo alguno y lo cierto es que, recién sacada de la caja, brilla bastante poco. La mayoría de los espectadores que terminaron aficionándose a ella confiesan que tuvieron que ver una buena cantidad de capítulos sufriendo una buena desgana antes de empezar a entender por qué veían la serie. Este efecto, que ya se ha comentado multitud de veces con series de éxito (incluso con absolutas ganadoras como “Breaking Bad”), en el caso de “The Wire” es aún más pronunciado. Como decíamos, el espectador novato se encontrará perdido durante una buena cantidad de episodios, preguntándose en qué consiste la historia, cuál es la historia principal, cuál es el sentido de lo narrado, cuáles podrían ser las opciones de final… sin saber que en realidad, el final de la serie será casi el principio. The Wire” es para los espectadores que, a pesar de la sensación de desamparo y de confusión que les genera, se quedan. Es para los que confían en que si no todos, al menos un puñado de los elementos plantados en sus primeros episodios terminen encontrando un sentido dentro de la historia. Y la serie se toma su tiempo, aunque Simon sabe reconfortar a los más pacientes con unos cuantos cierres aquí y allá para que todo vaya teniendo algo de sentido. Hacia la segunda o la tercera temporada, el espectador ya ha cultivado el ojo y ha entendido que no debe esperar un final como tal, puesto que no llegará. Descubre que el valor y la verdadera razón para ver la serie es asistir a su desarrollo per se, pues en él se encuentra, sutilmente dispersado, lo que otras series entregan al final en forma de sorpresa creativa disfrazada de “resolución”. A Simon, tales sorpresas, no sólo no le interesan, sino que las consideraría toda una traición a la realidad de la que trata de no despegarse. Simon divide sus chistes en varias partes y las separa temporalmente por temporadas de distancia, de tal modo que pueden pasar totalmente desapercibidos, y desde luego llenar de un júbilo silencioso a los más avezados que atan los cabos. “The Wire” tiene multitud de guiños que requieren toda la atención del espectador, toda su capacidad de observación y desde luego, mucha paciencia. En palabras de Simon: “The Wire” no es para los que necesitan que “se lo expliquen todo”. No es una serie para quiénes quieren engancharse rápidamente. Sí es una serie para quienes quieren hacer el esfuerzo de quedarse hasta el final y unirse al “escaso” grupo de sujetos que lo hicieron. Así es cómo se forma ese exclusivo y disgregado segmento de aficionados, seguramente ya para entonces incondicionales, que hacen valer el rito de iniciación que la serie es, así como el camino de su disfrute, para trazar la distancia que les separa del resto común de los aficionados a las series.

4. La altura moral de no tener altura moral. De hecho, se trata de una de las razones por las que los novatos suelen encontrarse durante los primeros episodios de la serie en esa aparente meseta narrativa sin asideros fáciles ni puntos cardinales preestablecidos. Allí donde el espectador mire, y David Simon nos hace mirar en muchas direcciones, aparecen personajes cuya conducta tiene una sólida reglamentación. Cada subhistoria responde a una lógica absolutamente férrea y coherente, seguramente la coherencia que a menudo las historias sólo consiguen a partir de la realidad, e independientemente de si se trata de un político, un comisario de policía o un narcotraficante, exhibirá una lógica de pensamiento y de acción absolutamente “comprensible” (no apoyable, pero sí comprensible en tanto que compatible con la lógica, esperable de su perfil y racionalmente enraizable en sus objetivos y estilo personal). Así, los vértices en tensión que articulan toda narración encuentran un magnífico e insólito equilibrio, que es uno de los mayores tesoros de la serie y uno de los ingredientes más complicados de encontrar. “The Wire” reparte con exquisita generosidad las oportunidades para que todos los sujetos de la serie puedan explicarse, entenderse, alcanzarse y, hasta cierto punto, comprenderse. Incluso los narcotraficantes aparecen aquí como personajes absolutamente complejos con recovecos morales e intelectuales suficientes para seducir al ojo del espectador receptivo. Los personajes de Stringer Bell u Omar Little son sendas bofetadas en la cara de aquellas series que dibujan sus villanos de trazo grueso con sed de venganza o con maldad endémica e inexplicada, confiando en que los espectadores no se pregunten de dónde procede tanta inquina o tanto odio. The Wire” no es una serie plana, sino porosa, que admite el agua por todos los recovecos homogeneizando sus grandes áreas y encontrando en todos los rincones buenos y malos olores. Lógicamente, se trata de un ejercicio algo cínico pues, aunque se pueda plantear un acceso psicológico para personajes como Stringer Bell que lo hagan fascinante para la audiencia, sigue siendo un narcotraficante, y esto doble juego requiere de una audiencia sutil que acepte el giro, que acepte la propuesta narrativa de asomarse al precipicio de comprender la conducta de un narcotraficante, que pueda dejar a un lado el simplismo de condenarlo en toda su extensión personal por determinados actos y que pueda interesarse por todo lo que el personaje es además de narcotraficante; pero todo ello sin dejar de ser consciente que lo es, y como tal, un delincuente a detener. Este doble juego que es un auténtico precipicio al que “The Wire” nos invita a asomarnos sin barandilla, permite llegar a atisbar la verdadera complejidad de la realidad en la que vivimos, y aunque su texto esté sometido a un cierto story-telling, aunque sea por explicar mínimamente su narración, lo cierto es que consigue hacernos sentir la marea que, en ocasiones, puede ser semejante red de intereses entre personajes inteligentes. La realidad en la que vivimos es un verdadero maremagnum de líneas de conexión que la narración televisiva a menudo pretende reducir y simplificar (baste advertirlo en otras series como "Secret State" por citar una), pero que “The Wire” cose deliberadamente ante nuestros ojos para hacernos sentir que su contenido es aún más real de lo acostumbrado.

Hasta cierto punto, y en base a esta noción, pudiera proponerse la concepción de esta estrategia de aproximación a la realidad que realiza “The Wire” como una forma de “estrategia de veracidad, un concepto proveniente de la semiótica y que nos recuerdan que la “verdad” es construible, que es un constructo apuntalable y edificable, una sensación intelectual que nos invade ante un escenario mental determinado y que, como tal, se puede intentar provocar. The Wire” pone en juego todos los vínculos posibles al estilo en que estos suceden en la realidad para que su narración se asemeje lo máximo posible a aquella, y por tanto nos invada esa inhóspita sensación de realidad. Sí, porque la realidad no suele aceptar acomodaciones simplistas y, a menudo, escapa a todo story-telling, manteniéndonos lejos de ese confort catártico al que las series fáciles acostumbran a conducirnos en sus finales de episodio o en las conclusiones de sus subhistorias. “The Wire” renuncia a tal confort, tanto en el interior de su narración, como en el área de sus espectadores, a los que solicita a cada minuto el esfuerzo de aceptar que la realidad es compleja e irreductible, y que la mayoría de las veces ni siquiera existe un modelo de actuación policial que realmente pueda resolver los problemas en profundidad, ni un conjunto de soluciones sindicales o laborales que permitan la solución definitiva del desempleo, ni siquiera una franja menor de políticos transparentes y especialmente honrados. Y así podríamos seguir revisando cada temporada de “The Wire”, recorriendo el escenario institucional de Baltimore y sus problemas. La realidad, al menos en el imaginario de David Simon, es un entramado complicado que conecta miles de puntos entre sí y que traslada las ondas positivas o negativas de una de sus esquinas a la esquina contraria, conectando personajes dispares de su imaginario con efectos terribles, injustos, casuales, lógicos… y hasta ilógicos. La realidad de “The Wire” se convierte así en un infinita sucesión de pequeños toquecitos que trasladan cantidad de movimiento de un lugar a otro de acuerdo a la naturaleza del vínculo que conecta los nodos. Una inmensidad de pequeños elementos que a veces pareciera que sufren olas de movimiento que no tienen por qué alcanzar sentidos, ni efectos conclusivos.

Esta lógica afecta a todos los personajes, sujetos a estas ondas de energías que trastocan sus lógicas y sus conductas, haciendo que cada personaje tenga su lógica y sus objetivos pero también sus propias costuras. El espacio de lo moral, en “The Wire”, se trastoca. Se hace más complejo, se escapa a todo reduccionismo, y su comprensión requiere de espectadores dispuestos a aceptar la existencia de grietas no ya en su realidad, que son desde luego evidentes, sino más bien incluso en su modelo quimérico sobre cómo debería de ser el mundo político, el mundo social, el mundo de la prensa, etc. The Wire” asfixia toda pretensión de su audiencia por localizar en un conjunto de personajes (léase “lo policial”, “lo político”, “lo sindical”, “lo periodístico”, etc.) cualquier bastión moral que permita instalar un punto de referencia inapelable. Se exige a los espectadores aceptar que el juego de “The Wire” hará resbaladizas todas las lógicas que se muestren, que no encontrarán etiologías claras sobre los males inherentes a los problemas sociales, y que en ellos encontrarán, para colmo, ciertas lógicas con porosidad suficiente para llegar ellos mismos a localizarse como sujetos. Es decir, que no sólo se propondrá al espectador encontrar y etiquetar las grietas en el modelo utópico que creía concebir como punto de referencia al que tender, sino que además será capaz de encontrarse sus propias grietas como espectador, en calidad de ciudadanos (virtuales) de Baltimore o de cualquier realidad político-social que responda a unas lógicas similares de las de Baltimore. Muchos espectadores no sabrán descodificar este discurso sin barandillas en donde lejos de localizar la clásica dialéctica entre el bien y el mal, sólo podrán sufrir la desorientación producida por la carencia total de personajes acendrados y morales. Incluso personajes como Lester, aparentemente bien autoritarios, líderes y morales, serán capaces, llegado el momento, de colaborar con quién se inventa a un asesino en serie para lograr una financiación extraordinaria con la que mejorar la acción policial anti-droga. ¿El fin justifica los medios? “The Wire” no sólo no tiene una respuesta sino que ni siquiera tiene intención de buscarla; más bien de ejemplificar la estulticia oculta en la pregunta. Los personajes de “The Wire” no simbolizan a, ni entroncan con, las Ideas (Platón) de lo correcto o lo incorrecto. De nuevo, este planteamiento sólo puede triunfar plantado en el interés de espectadores dispuestos a ponerlo TODO en cuestión, dispuestos a entender la dificultad del mundo en el que viven y a renunciar a todo precepto ideológico como solución directa a los problemas. La realidad de “The Wire”, como la del espectador, le supera a éste en tanto ciudadano y en tanto que espectador, abrumado por la complejidad del problema y el área de extensión de la red. Es inabordable en su totalidad, y pareciera que los hilos narrativos de “The Wire” son los intentos privados de cada una de las áreas institucionales de sus personajes por abordarla desde sus intereses y de acuerdo con su alcance personal.

Una serie con barreras de entrada

Parece una verdadera contradicción, una pretensión suicida en estos tiempos, y tanto más en los que han caracterizado a los primeros años de la golgen age, durante los cuáles, las series debían alcanzar en sus primeros capítulos (o incluso con solo un capítulo emitidos) un nivel de audiencia determinado si no quería ser fulminada y expulsada violentamente de la parrilla televisiva. Los guionistas y productores de series se han empeñado en orquestar los efectos más llamativos para captar la atención del espectador y para generarle una sensación lo suficientemente confortable como para que desee repetir la experiencia. Y todo ello, por supuesto, sin quemar demasiados cartuchos ni desvelar demasiados secretos de su trama. En definitiva, una esquizofrénica lógica de marketing y anti-marketing que requería satisfacer al mismo tiempo objetivos narrativos, de audiencia, de marketing, de producción, etc.

The Wire”, sin embargo, en lugar de armarse para triunfar en esa batalla imposible, pareció militar en lo contrario. La serie demostró tener, desde su primer episodio, muy escaso interés por mantener el del espectador, y cargó sobre las espaldas de éste una buena cantidad de razones para “no seguir”: Un tema manido, una narración mesetaria que no situaba al espectador en ningún bando, unos chistes divididos en partes que sólo se completaban varios capítulos después, un escaso desarrollo de las biografías personales de los personajes, unos finales de capítulos que parecían haber sido situados al azar, episodios difíciles de resumir que sin la dosis de sensibilidad necesaria parecen “vacíos”, una muy extensa coralidad llena de personajes, carencia total de cardinalidad moral, un protagonista no alineado con la lógica clásica del héroe, una permanente sensación de que todo posible final se aleja cada vez más, una narración que lejos de evadir al espectador le compromete y le reconduce a su propia realidad, un diseño de producción austero que en ocasiones parece no existir, etc. The Wire” es, como dice Simon, una serie para “los que se quedan”, aunque tengan a priori muy escasas razones para hacerlo. El acto de fe de todo espectador de “The Wire” vale doble, porque ni siquiera se le dice al principio que habrá valor al final del visionado. Todo esto eleva la barrera que rodea la serie, no porque acceder a ella sea difícil en términos de acceso operativo, sino porque es una serie de difícil acceso narrativo. Seguramente, la barrera de acceso más eficaz que existe. Al final de la ciénaga narrativa, una que es buena metáfora de la basura que la serie llega a describir, se encuentra la catarsis final (nunca narrativa, pues “The Wire” no tiene un final) que hace madurar al espectador y que le hace sentirse en un nuevo y avanzado nivel. Se completa así el ritual iniciático que le proporciona el pase de miembro a una selección (virtual) de espectadores avanzados. Sea ésta una selección artificial o quizás solamente sostenida por quienes así se consideran.

Por cierto, esta membresía exclusiva se hace brillar cuando tales espectadores se encuentran frente a ciertos destellos relacionados con “The Wire”. Por ejemplo, cuando encuentran a sus intérpretes en otros personajes en otras series de TV o películas, como si esas presencias fueran incursiones de “The Wire” más allá de los confines de sus propios límites productivos. Dominic West es uno de los grandes símbolos de “The Wire”, y parte de él viaja con su presencia a cualquier narración donde él interprete. Los fans de “The Wire” buscan a McNulty en el Noah de “The Affair”, y mucho más a Lester en el personaje del Jefe indio que Clarke Peters interpreta en “Treme” (siendo otra serie creada por David Simon). Tras “The Wire”, el escenario de las series de TV parece haber recibido una metralla que ha salpicado partes de aquella serie a otras narraciones y en las que los fans no pueden sino encontrar su propia nostalgia por “The Wire”.


En definitiva, “The Wire” se ha convertido en una suerte de examen, un bautizo iniciático que es toda una prueba de acceso: Si lo pasas, te prestigia. Pasas a VER lo que otros NO VEN; y en tanto que VES, pero es difícil de explicar, se forma una barrera de entrada. VER, el engranaje más certero, complejo y sibilino que se esconde tras el funcionar del mundo; la desorientación ética más profunda que en realidad se ha desplegado jamás en las series de TV sobre la misma temática; un difícil pero también omnisciente balcón intelectual desde el que asistir a la forma en descomposición de toda verdad moral; y un ejemplo paradigmático de una narración sin trampas que incrusta al espectador en la realidad de su tiempo y su espacio. Espectadores que VEN lo que otros NO VEN. Si lo que se VE es tan valioso como se dice que es, puede que “The Wire” sea la mejor serie de la historia de TV. Lo que desde luego sí hace es devolver el esfuerzo a sus espectadores en forma de prestigio y perspectiva.

Editor y director de Código Cine. Publica artículos, ensayos y reportajes de análisis y comentario fílmico en esta y otras publicaciones desde mediados de los años 90. También coeditor de SOLARIS, Textos de Cine, editorial fundada en Madrid que edita la Colección SOLARIS de libros, así como otras publicaciones de cine. Miembro de la Asociación Cultural Trama y Fondo.

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