El Cielo sólo está en el Cielo, por el Padre John Perricone, filósofo | Razones para Creer

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El Cielo sólo está en el Cielo, por el Padre John Perricone, filósofo Gustave Doré Full view

El Cielo sólo está en el Cielo, por el Padre John Perricone, filósofo

Nota del traductor: Este artículo apareció en inglés en Crisis Magazine el 9 de mayo de 2024

No pasa ninguna mañana en estos días en la que un católico no despierte ante la inquietante presencia de esa bestia de dos cabezas que deambula por nuestra sociedad: el secularismo. Una de sus cabezas es el ateísmo (la pasión del hombre moderno por ser dios), y la otra es el utopismo (la otra obsesión del hombre por convertir este mundo en una especie de cielo). Se trata de males gemelos que se alimentan uno del otro. Rara vez una cultura puede sobrevivir a sus terrores. Sólo la gracia de Cristo puede derrotarlos.

Sólo la gracia de Cristo nos permite siquiera verlos, porque el mayor triunfo de estos males es convencer a los hombres de que son su mayor triunfo. Como escribió Walt Whitman en Hojas de hierba: “Nada, ni Dios, /es mayor para uno/que uno mismo”. Percy Bysshe Shelley es aún más escalofriante en Prometeo liberado, cuando grita ante una imagen de Cristo crucificado: “¡Oh, Horrible! Tu nombre/no pronunciaré/se ha convertido en una maldición”. En efecto: esto es nada menos que una bestia entre nosotros.

Hoy, el ateísmo aparece con dos rostros. El más familiar es el rostro del hombre que se emancipa de todo tipo de autoridad excepto la autoridad del Yo. Whittaker Chambers llamó a esto el culto al Hombre Todopoderoso. No sólo Dios cae ante el Hombre Todopoderoso, sino también la moral, la religión, el derecho, la familia e incluso el género. El segundo rostro del ateísmo es más insidioso, ya que está camuflado en las vanidades adoras tan queridas por el hombre secular.

Esta especie de ateísmo no descarta a Dios sino que simplemente lo reubica. El Dios Antiguo era puramente Dios; el Nuevo Dios ahora soy Yo. Un cambio eminentemente conveniente: porque Dios ahora es ser yo mismo endiosado. Con su habitual mordacidad, GK Chesterton vio este nuevo Dios (en realidad, un ateísmo para pusilánimes) como el fraude que realmente es: “De todas las religiones horribles, la más horrible de todas es la religión del Dios Interior. Porque cuando el señor Jones le habla al Dios interior, el señor Jones sólo le habla al señor Jones”.

El otra lado del secularismo es el utopismo, la idea de que el hombre puede crear un mundo perfecto aquí y ahora. Es una ideología implacable que no admite oposición mientras lucha por un universo a pedido, hecho a imagen y semejanza de un fanático o, más probablemente hoy, de un equipo anónimo de expertos en una mesa de dibujo. A veces es un Marx, la mayoría de las veces es una burocracia aparentemente inofensiva que promete todo y deja al hombre sin nada. Las infladas garantías de una existencia libre de riesgos se promocionan con un mandato obligatorio: que se cierren los ojos ante los medios utilizados para alcanzarla.

Cosas que alguna vez fueron horrorosas hoy se consideran el precio del progreso. ¿Quién protesta ahora porque los úteros de las mujeres se han convertido en campos de exterminio en la búsqueda incesante del niño perfecto, perfectamente sano, perfectamente deseado y perfectamente formado?

Ideas perversas de igualdad son comunes, donde todos deben tener lo mismo, siendo todos obligados a entregarlo todo. Añádase a esto la aspiración terriblemente moderna de un mundo sin dolor físico o emocional ni el más mínimo inconveniente. Todo esto se compra a un precio muy alto: el sacrificio de nuestra propia humanidad. Sin embargo, ante este costo despiadado, el hombre moderno no levanta ni un susurro de protesta.

Ante enemigos tan formidables, la única defensa de la humanidad es Cristo que asciende al Cielo. Profundamente entretejidos en los pliegues inefables de los misterios de esta fiesta están los instrumentos de nuestra victoria. Cristo deja este mundo, un mundo cariñosamente elaborado por Su mano amorosa, para llevar la majestad de Su Sagrada Humanidad al mundo del Cielo. A menudo nos enseñó que “mi Reino no es de este mundo” (Juan 18:36). Nuestra imaginación tropieza ante este misterio. Se vuelve más fácil de comprender si consideramos que si el Salvador creó este mundo con tan deslumbrante hermosura, cómo será este Reino al que Él asciende. En verdad, seríamos los hombres más torpes si tratáramos a este mundo como algún tipo de substituto del Reino donde Él ahora reina a la diestra de Su Padre.

Nuestro Salvador nos instruye que Él deja este mundo sólo “para prepararos un lugar” (Juan 14:3). Es temerario conformarse con un hogar aquí cuando Dios anuncia que nos espera en un hogar que sacia ilimitadamente todo deseo. El Dr. Johnson comentó una vez: «Toda la tarea del hombre es ser feliz en casa». Con esa sabia idea, nos recordaba que la alegría no se encuentra en grandes proyectos, filosofías cerebrales o riqueza acumulada, sino en los profundos placeres de la familia y las cosas muy simples que la rodean.

El cielo es la ampliación de esos gozos más allá de lo que cualquier hombre pueda imaginar. Tratar de encajar el Cielo en el modesto recipiente de este mundo resulta en destruir ambos, con consecuencias diabólicas. Los gulags y los campos de concentración fueron intentos de crear un mundo perfecto (un cielo) en la tierra. Sólo resultó el infierno. Eliseo Vivas lo expresó provocadoramente: “las utopías imaginadas son siempre los verdaderos infiernos”.

Sin degradar la belleza de este mundo, el Cristo Ascendido eleva nuestros ojos hacia el que es perfectamente bello. Este mundo es sólo un campo de pruebas donde profundizamos las posesiones más importantes de todo hombre: la Fe, la Esperanza y la Caridad. A medida que estas se hacen más grandes y ocupan partes más vastas de las almas de los hombres, este mundo es visto como el lugar muy pequeño –, aunque “muy bueno” (Génesis 1:31) – que es. A medida que la gracia dilata nuestras almas, vemos claramente que esperar los gozos del Cielo en este mundo es como tratar de capturar una puesta de sol en un dedal o comprimir el cometa Halley en una botella.

La Madre Iglesia tiene mucha razón al llamar a este mundo nuestro “valle de lágrimas”; no es que estemos perpetuamente tristes, sino que estamos perpetuamente decepcionados. Anhelamos desesperadamente el Cielo, y este mundo simplemente no lo es. Sin duda, los católicos harán de este mundo lo que Dios quiere que sea, cada uno de nosotros perfeccionando cuidadosamente todas las capacidades con los que Él nos ha bendecido.

Pero nunca esperaremos de este mundo lo que sólo esperamos del otro. La gracia nos proporciona una inmunidad sobrenatural al utopismo. Leo Strauss escribió que el hombre moderno está destinado a la “búsqueda triste de la alegría” precisamente porque exige de este mundo lo que este mundo no puede dar. Los católicos saben dónde se encuentra la alegría, por eso la poseen, haciendo de su alegría la envidia del mundo.

Incluso a los mejores católicos se les debe recordar las santas verdades de Nuestro Salvador Ascendido: que este mundo no es el Cielo; sólo el Cielo es el Cielo. Parece ser bastante simple; pero incluso los mejores de nosotros persistimos en tratar de encontrar en este mundo lo que Nuestro Señor reserva sólo para el próximo.

Original en inglés:

Heaven Is Only in Heaven

Written by Edy Nelson Rodriguez Morel de la Prada

Teólogo, filósofo y Conductor de EWTN radio y televisión.