Spencer, ¿realidad o ficción? El ‘fact checking’ de la película sobre Diana protagonizada por Kristen Stewart

La película de Pablo Larraín se toma muchas libertades con la historia de la vida de Diana, pero comprende a la perfección qué es lo que la ha convertido en un icono tan duradero.
Fotograma de Spencer con Kristen Stewart
Fotograma de Spencer con Kristen StewartCourtesy Everett Collection / Cordon Press

Al repasar la vida documentada al detalle de la princesa Diana, resulta bastante sencillo saber qué es lo que estaba haciendo en prácticamente cualquier día determinado. Las noticias de diciembre de 1991 la muestran asistiendo a una recaudación de fondos con motivo del cuarto Día Mundial del SIDA, llevándose a los príncipes Harry y Guillermo a ver un espectáculo en el Royal Albert Hall y visitando Glasgow para conocer un centro de investigación médica. Si bien la acción de Spencer, el biopic en boca de todos protagonizado por Kristen Stewart interpretando a una Diana atrapada y atormentada, se sitúa en ese año y mes en concreto, este no es el tipo de acontecimiento que el director Pablo Larraín traslada a la pantalla. En lugar de eso, la narrativa del filme se centra en una serie de decisiones que Diana debió tomar en aquel momento mientras se desplazaba por Inglaterra. Por aquel entonces la prensa ya especulaba con que su relación con el príncipe Carlos pronto se daría por terminada (aquel verano, una portada de la revista People dedicada a su décimo aniversario calificó su matrimonio de “farsa dolorosa”) y en diciembre de 1992 la pareja anunció su separación.

Para llenar ese vacío, la película se sirve de especulaciones bien informadas, resumiendo sus intenciones en un breve epígrafe: “Una fábula a partir de una tragedia real”. Aun así, la interpretación por parte de Stewart de la famosa royal es lo suficientemente convincente como para tener que recordarme a mí misma hace poco en una proyección que lo que tenía ante mí era una obra de ficción. En los primeros minutos de la cinta, una Diana aturdida se pierde de camino a Sandringham en pleno diciembre. En el diario Times, la corresponsal de realeza Roya Nikkhah puso de relieve que lo más probable es que no tuviese problema alguno para situarse en la finca que la vio crecer y que visitó ocasionalmente hasta su muerte, pero la escena me invitó a creer en lo increíble durante unas pocas horas. En ella podemos verla pasando apuros en un camino sinuoso cuando ve a lo lejos un espantapájaros desgastado y acaba cogiéndole la chaqueta, que en su día perteneció a su padre. La prenda vuelve a aparecer a lo largo de la película, erigiéndose en símbolo de su deseo por sentirse segura, sus remordimientos y la manera en que su apellido de soltera podría contener una versión inocente (e ingobernable) de sí misma.

Ni qué decir tiene que, por supuesto, nada de esto sucedió en la realidad, pero Spencer se sirve de las fiestas navideñas de 1991 en Sandringham como escenario para representar una década entera de frustración y dolor acumulados. Al hacerlo, se detiene en las emociones que ahora sabemos que debía llevar mucho tiempo sintiendo, como su lucha contra la bulimia y sus intentos de suicidio que se hicieron públicos por primera vez en Diana: su verdadera historia, el libro que Andrew Morton publicó en 1992, y la inconmensurable tristeza que sintió con respecto a Camilla Parker-Bowles (algo a lo que se refirió más adelante en su entrevista con Martin Bashir en 1995) y las condensa en un único fin de semana, situando estéticamente sus traumas en un entorno tan lujoso como claustrofóbico.

Al abordar todas esas emociones intensas e indelebles desde la perspectiva del presente, 24 años después de su muerte, la película se ocupa tanto del mito de Diana como de la mujer que fue, y al hacerlo recurre a la ironía dramática y la clarividencia del futuro que Diana no podrá tener mientras conduce su descapotable por las carreteras de Norfolk. Al representar a la princesa en un momento en el que contempla de manera consciente su propio futuro y su legado, Spencer plantea enérgicamente aquellas cuestiones que nuestra obsesión colectiva por Diana da por sentadas. ¿Cómo deberíamos reflexionar sobre su búsqueda de la libertad sabiendo que únicamente disfrutará de ella durante cinco años? ¿Cómo deberíamos pensar en la persona que existió en la realidad cuando sabemos que su trágico final la convertirá en una suerte de mártir de nuestra cultura?

GTRES
From the Everett Collection.

El relato imaginario supone una manera fructífera de reflexionar sobre las historias de la vida de Diana que ella no pudo llegar a contarse a sí misma. La versión de la princesa de Stewart se obsesiona con el deseo de visitar Park House, el hogar de su infancia, y siente un profundo apego hacia esa chaqueta, pero la Diana de verdad no pareció sentir particular nostalgia hacia su infancia turbulenta — dicho lo cual, cabe recordar que su padre, John Spencer, falleció a consecuencia de un ataque al corazón en marzo de 1992, apenas unos meses antes de que Carlos y ella se separaran, y su dolor pudo jugar un papel importante en su consiguiente soledad y desesperación. Ken Wharfe, su guardaespaldas, conversó con una Diana llorosa poco después de conocer su muerte, describiéndola así más adelante: “Parecía una niña pequeña que acababa de darse cuenta de que estaba completamente sola en el mundo”.

El papel central de la figura de Ana Bolena es otro de los recursos narrativos que la cinta emplea a fondo. Más allá de una famosa ocurrencia que al parecer soltó de adolescente sobre lo divertido que sería emparentarse con la familia real por medio del matrimonio “como Ana Bolena”, parece no haber constancia de que a Diana le preocupara especialmente la segunda esposa de Enrique VIII, a la que este ejecutó. Pero resulta imposible negar la conexión entre los arquetipos de las dos mujeres: ambas fueron utilizadas y posteriormente desechadas por dos hombres de la realeza británica. En Spencer, un entrometido caballerizo real interpretado por Timothy Spall coloca una biografía de Ana Bolena en la habitación de Diana en Sandringham, a modo de aparente advertencia para decirle que se comporte. Supone un ejemplo de la manera en que “los hombres con trajes grises” a los que Diana despreciaba tiraron de trucos sutiles e insinuaciones para reforzar su posición de poder dentro de palacio.

Ahora que es de sobras conocido el alcance de las desavenencias de la pareja, impresiona el que Diana y Carlos fuesen capaces de mantener las apariencias tanto tiempo como lo hicieron, quizás debido a la típica maquinaria de palacio dedicada a sostener el abismo entre todas las vidas privadas de los miembros de la realeza y sus personajes públicos. Las entrevistas se controlan estrictamente y la mayoría de lo que sabemos sobre lo que sucede dentro nos llega de manera indirecta gracias a un regimiento de funcionarios de prensa, amigos de la familia y empleados que chismorrean a escondidas. La incógnita que rodea a las personas más fotografiadas del mundo es una paradoja que los biógrafos a menudo describen (así como al propio palacio) como la mística monárquica. De hecho, resulta tan esencial para su propio autoconcepto que buena parte de las intrigas con la prensa y miedo a la exposición por parte de la familia están diseñados con la idea de preservarla.

Diana desafió constantemente dicha creencia en vida y quiso ser de veras escuchada y conocida hasta el punto de resultar incómoda frente a toda esa maquinaria palaciega. No obstante, debido a lo prematuro de su muerte, una buena parte de lo que nos queda de ella nos llega de manera permanentemente indirecta. Lamentar la muerte de Diana en la actualidad implica echar profundamente de menos a la persona de 60 años en que se habría convertido, aquella que podría narrarnos cómo se fracturó hasta tal punto su cuento de hadas, y hacerlo beneficiándose de su propia perspectiva y de un poco de paz interior. De modo que, al morir, Diana dejó tras de sí una mística más trágica, y a la hora de imaginar cómo podría haberse sentido en algunos de sus momentos más íntimos, Spencer parece diseñada a la perfección para analizarla.

Hay algunos aspectos en los que Larraín erra el tiro socavando hasta cierto punto el éxito del filme en tanto que retrato de los príncipes de Gales. El elenco que encarna a la familia real es apropiado, pero le falta la chispa que los ha convertido en los populares (a la par que terribles) representantes por excelencia de la aristocracia británica. El de Jack Farthing es un príncipe Carlos que bordea el sadismo y la monarca de Stella Gonet lanza dardos verbales a su nuera. Pero en la crónica de 1985 de una estancia en Balmoral firmada por Tina Brown, las reuniones “espantosamente sociables” de los Windsor parecen no ser en absoluto así de glaciales, y en otras noticias se hace mención a su tradición de hacerse regalos chistosos, su compromiso para con las inocentadas y las salas de estar a rebosar de carcajadas. El problema no es que los miembros de la realeza sean fríos autómatas, sino que emplean una combinación de modales refinados y sentido del humor excéntrico para sofocar cualquier intento de diálogo abierto. Si bien Spencer presenta a los Windsor como villanos, resulta casi más inquietante considerarlos prácticamente tontos, tan estrechos de miras y egocéntricos que arrastraron a Diana al extremo sin llegar a prever las consecuencias de sus actos. Esta es la visión de la realeza británica que nos transmite la cuarta temporada de The Crown, en la que tanto Diana como Margaret Thatcher son puestas a prueba en Balmoral.

Al poner tanto énfasis en su dolor, Spencer también pierde de vista la serena vitalidad que la hizo tan irresistible para quienes la conocieron. En 1991, Camilla y Carlos supuestamente llevaban años saliendo y Diana ya había tenido su propia (presunta) aventura. Aquel mes de junio empezó a comunicarse en secreto con Morton para prestarle ayuda con su libro, y a mediados de 1992 su publicación provocó un escándalo. En Diana’s Revenge, su artículo de 1993 para Vanity Fair, Anthony Holden la describe como el “único miembro de la familia real que mantiene una lealtad tribal por parte del público que la adora”. Por decirlo claramente, resulta difícil imaginarse a una mujer que pronto ganaría por goleada a la familia real en el juego que ellos mismos diseñaron sintiéndose demasiado avergonzada como para asistir a una cena formal con ellos.

Unos pocos meses después de la muerte de Diana, un experto en el mercado de los juguetes hizo una predicción pesimista del impacto que tendría su imagen en el futuro. “En cierto modo, no será muy diferente a la comercialización de Marilyn Monroe o de algún que otro Elvis”, comentó el experto a la revista Marketing Week en abril de 1998. “Pero en el caso de Diana no hay películas que la sostengan. En realidad no es más que un cúmulo de recortes de prensa y, por tanto, resulta más difícil de comercializar a largo plazo. Dudo que cualquier niño menor de cinco años vaya a recordarla. No creo que la suya sea una marca duradera”.

A toro pasado, su valoración fue tan incorrecta que resulta cómica. Pese a que la tragedia de su muerte se deba precisamente a su vida inacabada, las incertidumbres que aún persisten convierten su historia en un terreno fértil para cualquiera que se busque a sí mismo en la imagen de la solitaria princesa. Spencer toma la historia de Diana y la interpreta siguiendo su propia idiosincrasia, pero aún sigue quedando mucho terreno por explorar.

Artículo original publicado por Vanity Fair USA y traducido por Darío Gael Blanco. Acceda al original aquí.