La trepidante vida de Simone Signoret, la gran dama del cine francés marcada por la política y el amor de Yves Montand

Se cumple el centenario del nacimiento de Simone Signoret, la gran dama del cine francés que, además de su talento interpretativo, destacó por su compromiso político.

Simone Signoret e Yves Montand

Cordon Press.

En 1960, Simone Signoret viajó a Estados Unidos para recoger el Oscar de Hollywood por su interpretación en Un lugar en la cumbre, película dirigida por el británico Jack Clayton. A diferencia de otros actores, cuando Signoret declaró que no se esperaba el premio, decía la verdad. Era la primera vez que la estatuilla a la mejor actriz recaía en una francesa que trabajaba en una producción no estadounidense. Además, la imagen que tenía Signoret en el país americano no jugaba precisamente a favor de obra. Militante de izquierdas vinculada al Partido Comunista Francés, la actriz había visto cómo el visado para entrar en Estados Unidos le había sido negado en varias ocasiones por motivos ideológicos. De hecho, su asistencia a la Ceremonia de los Oscar estuvo pendiente de un hilo hasta el último momento.

"No creo que nadie se preocupe por mis aficiones políticas, pero ya que me lo pregunta no soy ni he sido nunca comunista", declararía unos días después de la entrega de premios. Estas declaraciones, que tal vez tranquilizaron a John Edgar Hoover y sus muchachos del FBI, en realidad dejaban entrever que Signoret estaba más comprometida con la lucha por las libertades que los mismísimos burócratas del Politburó, contra los que ya se había pronunciado en 1956 cuando las tropas soviéticas invadieron Hungría.

De hecho, la militancia de la actriz francesa con la causa de la izquierda y los trabajadores era tal que, unos años después, Signoret dedicó duras palabras a la que se suponía que era la actriz más politizada de Hollywood: Jane Fonda. “Carece de conciencia social. Su activismo es para ella un hobby como para mí lo es la numismática”, afirmaba la actriz francesa que, a continuación, decía: “No, Jane no es una revolucionarla, ni siquiera una persona con las preocupaciones socioeconómicas de la clase trabajadora. Es solamente una ‘niña de papá’, que ha triunfado como actriz y que últimamente le ha dado por jugar a la política”.

Atravesada por el siglo XX

Simone Signoret había nacido el 25 de marzo de 1921 en Wiesbaden, Alemania, del matrimonio formado por André Kaminker, lingüista y militar francés de ascendencia judía, y Georgette Signoret, de quien tomaría el apellido artístico para disimular esos orígenes durante el ascenso del nazismo. Criada en Francia, Simone se formó como profesora de inglés. Además de impartir clases de esa lengua, comenzó a trabajar de secretaria en el periódico Les Noveaux Temps, para poder mantener a su madre y sus dos hermanos cuando, durante la ocupación alemana, su padre tuvo que trasladarse a Inglaterra para seguir luchando contra los nazis.

En 1942, Simone comenzó a compaginar esos trabajos con algunos papeles en películas en las que ni siquiera aparecía acreditada. A esos filmes se fueron sumando otros en los que tenía cada vez más protagonismo, hasta llegar a la que sería su primera película propiamente dicha: Les demons de L’Aube (1946), dirigida por el que por entonces era su marido, el realizador Yves Allégret. Iniciada en 1944, la relación con Allégret —de la que nació una hija, la también actriz Catherine Allegret—, apenas duró cinco años, al final de los cuales, la pareja se divorció. La ruptura coincidió con el despegue de la carrera de la actriz que, en 1950, rodó con Max Ophüls La ronda, a la que siguieron cintas como Teresa Raquin, París bajos fondos o Las diabólicas, éxitos profesionales que coincidieron con una buena época en el aspecto sentimental.

En esos años, Simone Signoret había conocido a Yves Montand, con el que comenzó una relación que duró más de tres décadas. “Yves me ha ayudado a encontrarme a mí misma, a desarrollar mis inquietudes y, sobre todo, a sentirme segura”, declaró sobre su relación que, a pesar de su solidez, no estuvo exenta de infidelidades. “Simone y yo, juntos, hemos sido una cosa verdaderamente seria, siempre”, comentaba Yves Montand para salir al paso de esos rumores que, en ocasiones, no eran infundados. Ejemplo de ello fue el affaire que el actor mantuvo con Marilyn Monroe durante el rodaje en Hollywood de El millonario. “¿Qué hombre se hubiera resistido a Marilyn?”, le disculpó Signoret, y Montand puso fin a la polémica declarando: “Siempre vuelvo con Simone, soy de Simone”.

Una mujer comprometida

Además de por su relación amorosa, la pareja acaparó la atención de los medios de comunicación por su actividad política. “Mi encuentro con Montand fue mi primera incursión en el mundo obrero, en lo que guarda el mundo del trabajo, en el proletariado, para no decir el subproletariado, de gente de buena fe que fueron engañados, utilizados, mistificados, hasta el punto de desconfiar de sus reacciones más naturales, juzgándolas subversivas y antirrevolucionarias”, recordaba la actriz que, hasta ese momento, se consideraba “lo que la gente llama ‘una intelectual de izquierdas’, con todo lo que comporta de ridículo y, a la vez, también, de generoso”.

Durante los años 60, 70 y 80, Signoret y Montand aprovecharon su repercusión mediática para llamar la atención de la opinión pública mundial sobre diferentes conflictos políticos. Participaron en manifestaciones para pedir el desarme nuclear, enviaron cartas a Franco para exigir que se parase la ejecución de Julián Grimau, protestaron contra la guerra de Vietnam, acudieron a manifestaciones contra la intervención soviética en Checoslovaquia, apoyaron el Mayo del 68 francés, se posicionaron contra Pinochet e hicieron declaraciones contra la dictadura cívico-militar-eclesiástica de Rafael Videla en Argentina.

Sin embargo, ese posicionamiento político también provocó la reacción de detractores de la pareja que, vinculados a la derecha francesa, aprovecharon para arremeter contra Signoret. Entre otras muchas cosas, la acusaban de frívola, de llevar monos de trabajo de Hermès, de vender L’Humanité con abrigo de pieles o, incluso peor, de mandar a la criada a venderlo mientras ella controlaba que lo hiciera correctamente. Unas críticas de las que tampoco se libraba Montand, pero que, en el caso de Signoret, se vieron complementadas con otras que hacían referencia a su aspecto físico y su edad.

A principios de los sesenta, la joven rubia, esbelta y de ojos azules que impactó a los espectadores de medio mundo durante la década anterior, había ganando peso y mostraba signos de envejecimiento. Esos cambios fueron aprovechados por sus detractores para criticarla y ni siquiera los críticos de cine evitaron opinar al respecto, como demostraba José Luis Guarner en uno de sus textos para La Vanguardia: “A la generación feliz de Indiana Jones el nombre de Simone Signoret no decía gran cosa. Sería poco más que esa dama gruesa de facciones porcinas —gran actriz, eso sí—, que aparecía en películas francesas no muy distinguidas y estaba casada con Yves Montand. De ahí la general sorpresa cuando, no hace mucho, al emitir TV3 una famosa pero no memorable epopeya de terror, Las diabólicas, se descubrió a una rubia atractiva y falaz absolutamente fatal que afirmaba ser Simone Signoret, entre otras cosas porque era Simone Signoret”.

A pesar de todo, Signoret nunca prestó demasiada atención a esas críticas relacionadas con su aspecto. Prefirió asumir los cambios en su cuerpo como una fase más de su vida y un aliciente para su trabajo. “Es un milagro encarnar papeles cada vez más hermosos, y fuertes, y cargados de vuestra memoria y vuestras experiencias personales que han sembrado vuestro rostro de arrugas. Son las cicatrices de la risa, las lágrimas, las preguntas, las sorpresas y las certidumbres, que son también las de vuestros contemporáneos. Para la mayoría de las mujeres, estas cicatrices son sus enemigos, intentan ocultarlas, hacerlas desaparecer. ¡Y cómo las comprendo! No se confraterniza con el enemigo si este no os aporta nada, cuando uno no puede servirse de él. Para la gente como yo, que no ha tenido ni la audacia, ni el gusto, ni el valor de hacer el oficio de estrella, esas cicatrices se convierten en aliadas, casi en coartadas”, reflexionaba la actriz en La nostalgia ya no es lo que era, su libro de memorias.

Talento y versatilidad

Además de actriz, Simone Signoret fue una notable escritora. En 1976 publicó La nostalgia ya no es lo que era, al que siguió la novela Le lendemain, elle était souriante, inédita en castellano, y Adiós, Volodia, un libro sobre la vida de un grupo de judíos ucranianos en la época de entreguerras, que recibió elogiosas críticas en lo literario, pero que fue destrozado por los historiadores por no ser demasiado riguroso con los hechos históricos sobre la política ucraniana.

Adiós, Volodia fue publicado en 1986, pocos meses antes del fallecimiento de Simone Signoret en Autheuil-AnthouiIlet, Normandía, a consecuencia de un cáncer de páncreas. Aunque todavía faltaban tres años para la caída del muro de Berlín, la actriz e Yves Montand ya habían comenzado a distanciarse del Partido Comunista Francés y de la URSS. Entre las razones para ese desapego estuvo la actuación del PCF contra Des terroristes à la retraite, un documental narrado por Signoret que contaba la historia de doscientos miembros de la resistencia francesa detenidos por la Gestapo en noviembre de 1943, una veintena de los cuales fueron posteriormente fusilados. Durante años, y así se contaba en la película, se afirmó que la pista para que la policía alemana detuviera a esos militantes, muchos de ellos judíos, la había proporcionado la propia dirección del PCF.

Cuando en 1985 el documental iba a ser emitido por la televisión francesa, el PCF comenzó una intensa campaña mediática destinada a evitar el pase. Finalmente la película no se programó, provocando la indignación de Signoret, que criticó el hecho y llegó a declarar en el programa Telescopage: “Creo que he cruzado la frontera del anticomunismo, y que estoy entrando en eso que L’Humanité llama ‘la banda’, el ‘lobby' anticomunista”. Un adjetivo que hubiera sido útil para entrar en Estados Unidos en el pasado pero que, a esas alturas de su vida, resultaba no solo inútil sino gratuito.