Efectos secundarios | Crítica | Película | Cine Divergente

Efectos Secundarios

El sabotaje del director Por Pablo Sánchez Blasco

The tyranny of narrative is beginning to frustrate me, or at least narrative as we’re currently defining it. I’m convinced there’s a new grammar out there somewhere.Steven Soderbergh

Se dice que Steven Soderbergh ya no quiere rodar más películas. Al menos, dentro de las condiciones actuales de producción que le ofrece la industria estadounidense. Si nadie le convence de lo contrario, Efectos secundarios (Side effects, 2013) será entonces su penúltima película de ficción, solo prolongada por Behind the candelabra (2013), un proyecto personal sobre la vida del famoso artista y músico Liberace. A pesar de sus esfuerzos –abundantes desde hace veinte años–, Soderbergh no ha logrado nunca aquello de alternar películas personales y profesionales, una para él y otra para los demás. Obras tan interesantes como Bubble (2005) o, sobre todo, The girlfriend experience (2009) no han superado el millón de dólares a nivel mundial, así que lo correcto ha sido habituarse a productos como Efectos secundarios, esta miscelánea de drama médico y thriller con un guion que, realizado por cualquier otro, por un director menos riguroso que el de Atlanta, hubiera caído inevitablemente en la banalidad.

Sospecho que al director esta historia le resulta igual de rutinaria que a su público. En la última media hora tiene lugar un giro inverosímil que, de repente, traiciona el punto de vista y nos revela una trama subyacente entre dos de sus personajes. Basta decir de ella que parece imaginada por Brian de Palma, y no en una de sus mejores películas. Pero ni mucho menos –como han asegurado numerosos críticos– este giro traiciona la narración planteada por Soderbergh en los minutos previos. Solo así cobraría significado su apuesta estética por una fotografía y una puesta en escena traslúcidas, tenues, de difusa iluminación. A través de esos planos Efectos secundarios insinúa una frontera ingrávida entre la verdad y la mentira que sirve, a la postre, de justificación al cambio de género.

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Todo lo previsible que resulta su guión queda desbaratado por el trabajo fascinante del encuadre, en el que abundan los brillos sospechosos, los claroscuros, los reflejos, los primeros planos enigmáticos que ofrecen nuevas dimensiones a la psicología de los personajes. Sutil, seductora y nebulosa, la película concentra entonces un misterio propio que sobrepasa las revelaciones de su guion convencional. En esa atmósfera indescifrable, cada acto o cada mirada se alzan en incógnitas desasosegantes sobre los agujeros negros de la conducta humana.

Estoy seguro, de hecho, de que al director esta historia le resulta igual de rutinaria que a su público. Es por ello que en este trabajo de orfebrería que realiza Soderbergh, pueden percibirse determinadas pistas que “sabotean” la trama principal. La intriga sería solo un rito formulario que, cuanto primero se desarme, menos distraerá de la temática. Mucho antes de su resolución, el cineasta ya nos indica las motivaciones de los personajes a través de la puesta en escena. Emily es presentada, por ejemplo, con su reflejo en un retrovisor mientras se pinta los labios, se “maquilla” para su primera interpretación en la cárcel. Pero eso es lo de menos. En la secuencia de su primer intento de suicidio, la protagonista deja caer su bolso a propósito para llamar la atención del mecánico del garage. En un principio nosotros no deberíamos sospechar de ella. Lo curioso es que lo hace a la altura de una manguera colocada en el plano con una premeditación, como mínimo, sospechosa. Emily avanza por la imagen hacia esa línea delimitadora y entonces arroja sus objetos en el punto exacto, igual que una coreografía orquestada, no ya por el director –demasiado obvia para ser eficaz–, sino por el mismo personaje, en doble artificio.

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Efectos secundarios es, en ese sentido, una película de una susceptibilidad rigurosa. Esa luz irradiada que rodea a los personajes transmite a la perfección el estado etéreo e inseguro de sus relaciones sociales. Al igual que ocurría en The girlfriend experience, por ejemplo, los brillos que surgen de pantallas o cristaleras producen una sensación de amenaza en medio del entorno cotidiano. No es casualidad, por lo tanto, el detalle magistral de las gafas que lleva el personaje de Catherine Zeta-Jones. En los dos encuentros que la psicóloga mantiene con Jonathan Banks, sus gafas emiten unos destellos molestos que nos impiden ver sus ojos al refractar la iluminación del interior. Esto, que en otra película podría considerarse un error de la fotografía, es una idea brillante por la que Soderbergh nos advierte de la falsedad de la mujer, reforzada además por el equilibrio desafiante de su plano/contraplano frontal. De esta manera, un personaje hasta entonces secundario es señalado como amenaza a ojos del espectador. Si fuéramos aún más lejos, el esfuerzo por disfrazar a una actriz tan conocida como Zeta-Jones causa, sin más, un efecto de extrañeza en el film. Cuando la mujer desvele sus cartas en la última media hora, Soderbergh prescindirá precisamente de las gafas para desnudar sus intenciones.

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Pero la escena más intrigante de la película aparece en el segundo suicidio frustrado de Emily. Nada más acceder al andén, la chica lanza una mirada furtiva al agente de policía situado junto a las vías. Es una mirada subjetiva que transmite amenaza y, sobre todo, lucidez por parte de la chica: el uso del homogéneo gran angular para describir su perspectiva choca, así mismo, con la duda permanente a la que nos tenía acostumbrados el teleobjetivo. Emily retira la vista del agente y, a continuación, cruza la distancia de seguridad de la vía en un plano detalle de sus zapatos. El rostro de Rooney Mara nada nos dice de sus intenciones; se mantiene impávida la ambigüedad de su mirada. Sin embargo, el primer gesto de la chica al ser detenida por el policía es mirar su placa. Soderbergh hace entonces un plano/contraplano entre el contrapicado de Emily mientras la memoriza y el propio nombre del agente. Ni esa información es pertinente para la escena ni tampoco es coherente con la motivación de la chica. Alguien decidido a terminar con su vida nunca analizaría de esa forma el contexto que la rodea. Esos dos planos podrían haberse eliminado además en el montaje. O es que el cineasta se muestra muy torpe como narrador –opción descartada a la luz de su perfecta realización– o Soderbergh está revelándonos que Emily sabe sin asomo de duda lo que se disponía a ejecutar. En cualquier caso, una pista consciente para que el público prevea con antelación el futuro giro de la trama.

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¿Por qué podría suceder esto? Las razones de Steven Soderbergh para “sabotear”, literalmente, los preámbulos de su thriller se relacionan con sus declaraciones sobre la frustración del relato narrativo. Al director no le interesa la concatenación cronológica de los hechos sino la capacidad expresiva de sus imágenes. Aboliendo el thriller, surge ante nosotros la película, su película. Alrededor de ella, en las afueras de su guion, se encuentran las sugerencias más interesantes para el cineasta. En este caso, la historia del enésimo crimen imperfecto desvela un escenario de especulación financiera, poderosas multinacionales y experimentos médicos ajenos a un control admisible. Es necesario negar una vez más que el giro hacia el thriller en la segunda parte traicione sus reflexiones anteriores sobre el abuso de medicamentos en Estados Unidos. Al contrario, cuando Emily y la doctora Siebert planean su crimen, solo están aprovechándose de los agujeros de un sistema donde todos intentan sacar beneficio. Ellas no poseen inteligencias brillantes para el delito; no son casos aislados del paisaje. Sus propósitos, de hecho,  fracasan al sospechar una traición mutua motivada por el deseo de más, aún más, dinero en el trato: el único punto de fricción de su plan.

Quien realmente debería interesarnos es, en cambio, el personaje que interpreta Jude Law, el doctor Jonathan Banks. Se trata de un hombre que acepta más pacientes de los deseables para poder comprarse una casa. Forma parte de un costoso programa de experimentación con medicamentos y se los receta a sus propios pacientes. Prescribe a Emily un producto del que desconoce sus contraindicaciones. En realidad, sería cierto que yerra en el tratamiento de la chica a pesar de que, más tarde, aquellos síntomas formaran parte de otro plan. Pero él se equivoca en su diagnóstico y en su manera de tratarlo. Efectos secundarios definitivamente construye una crítica sobre el abuso de medicación en la cultura americana, sobre la excesiva libertad de los psiquiatras para prescribirlos y quizás, en muchos casos, a causa de intereses particulares. Solo hay que meditar su maléfico y devastador final. Una vez detenida la doctora Sieberg, Banks utiliza el poder recibido desde los tribunales para ingresar a Emily en un hospital psiquiátrico con un agresivo tratamiento. Él puede hacerlo amparado por la ley y hasta que su criterio decida detener la tortura. En sus dos últimas escenas, los destinos de ambos se han invertido. Mientras Emily es detenida, Soderbergh nos muestra el colegio privado donde estudia el hijo del doctor. Él ha conseguido su objetivo y ha recuperado la posición social –digamos incluso la inmunidad– que tanto ansiaba. Ella, por el contrario, vive entre paredes acolchadas y su mirada, vacía y condenada a la locura, condensa todos los desequilibrios dentro del sistema. Ningún problema parece haberse resuelto tras el relato y su cínico y cíclico cierre –en respuesta al plano inicial– suspende el momento de las preguntas para mejor ocasión. El orden, como mandan los cánones, ha sido reinstaurado. Pero ahora el problema es ese orden.

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Comentarios sobre este artículo

  1. Francisco Javier Briongos dice:

    Fantástica observación la de las gafas de Catherine. Vi la película en el cine, y no desde luego no me percaté, pero seguro que produjo, de alguna manera, el efecto deseado.

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