"Soy un escritor francés, pero soy argentino para muchas cosas": Santiago Amigorena, del nazismo y la emigración a los premios en Europa
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      “Soy un escritor francés, pero soy argentino para muchas cosas”: Santiago Amigorena, del nazismo y la emigración a los premios en Europa

      Nació en nuestro país pero desde los 11 años vive en Francia. Su abuelo llegó buscando una vida mejor y su bisabuela murió en Auschwitz

      "Soy un escritor francés, pero soy argentino para muchas cosas": Santiago Amigorena, del nazismo y la emigración a los premios en EuropaUn recorrido familiar. Santiago Amigorena, en septiembre, en Francia, presentando su película "Last words". Foto AFP
      07/12/2020 17:01

      "Soy un escritor francés", dirá Santiago Amigorena, aunque nació en la Argentina. Y dirá la verdad. Y tendrá razón aunque la historia con la que estuvo nominado a tres grandes premios sea la de un inmigrante que encuentra un futuro en nuestro país...  y que es su abuelo. "Pero soy argentino para muchas otras cosas", cierra Amigorena. Y también es cierto.

      Narrar el silencio parecería ser una imposibilidad absoluta. Sin embargo, ese es el principio rector del proyecto literario de Amigorena (1962). “Es la historia de alguien que puede escribir para empezar a hablar y poco a poco se da cuenta de que la escritura es otra forma del silencio”.

      Hijo de padres psicoanalistas, emigró a Francia a los once y allí se radicó para siempre. Construyó, además, una carrera como guionista de cine (escribió alrededor de 40 filmes), productor y director. Trabajó junto al mítico Hugo Santiago, quien solía decirle: “por suerte te salvaste de la vergüenza del éxito”.

      Su prosa llegó al país recién en octubre de 2020, con El Gueto Interior, novela finalista de los tres principales premios de las letras francesas (Goncourt, Médicis y Renaudot). Editada por Literatura Random House, fue traducida por su primo Martín Caparrós. Esto no es casual: cuenta la historia de su abuelo, Vicente Rosenberg, quien emigró de su Polonia natal en 1928 buscando un futuro próspero en Argentina. Aquí formó una familia y se distanció de sus orígenes. A la vez, se comunicaba por carta con su madre, quien permaneció en Varsovia y terminó asesinada en el campo de concentración de Auschwitz.

      La novela narra, en dosis precisas, las disquisiciones de Vicente en torno al significado del ser judío, el dolor de la ausencia y sus sentimientos ante el horror del nazismo. Un aura desgarradora une al autor con el narrador y la propia vida de su abuelo.

      -¿Cómo viviste la repercusión de la novela y su llegada a la Argentina?

      -Hay muchas lecturas que me enseñan. Un escritor polaco que trabajó toda su vida sobre el gueto de Varsovia me dijo que le pareció que el libro estaba escrito para él. Puede pasar con un lector en Perú, Lituania o Japón. Las traducciones permiten lecturas que uno no espera.Si bien es el décimo libro que publiqué en Francia, ninguno tuvo tanto éxito comercial y crítico como este.

      Perfume francés. Santiago Amigorena, con la actriz Juliette Binoche, en 2006. Foto APPerfume francés. Santiago Amigorena, con la actriz Juliette Binoche, en 2006. Foto AP

      -¿Cuál es el origen de El gueto interior?

      -A mi abuelo Vicente lo nombro en mi primer libro, Una infancia lacónica. Hay tres orígenes textuales: una especie de libro familiar de mi primo Martín (Caparrós), Los Abuelos; un libro de mi tía radicada en Londres, Viqui Rosenberg, Time Secret (escrito en inglés) y las cartas de mi bisabuela. Todos estamos dentro de una relación con el idioma que nos lleva hacia el silencio de mi abuelo. Me di cuenta que se podía leer como una introducción o una conclusión. Me gusta esa ambigüedad.

      -Hay varios momentos muy argentinos, como la cena en Las Cuartetas o los veranos en Mar del Plata

      -Soy un escritor francés. No soy para nada un escritor argentino. Pero soy argentino para muchas otras cosas. La descripción que hago es la de los años 60 que sí conocí.Tenía alguna expectativa de cómo podía ser leído en Argentina. Aquí en Europa se lee como algo folklórico el hecho de hablar de la Shoah desde tan lejos. Escribía sobre un país que no conocía mezclado con lo que sí.

      -En la novela reflexionás sobre lo que significa ser judío. Tu abuelo Vicente, por momentos, reniega de sus orígenes y cuando el plan de exterminio nazi se recrudece, se siente más judío.

      -El personaje de mi abuelo Vicente en la novela también soy yo. Lo conocí poco. Murió cuando tenía siete. Al irse de Polonia en 1928 casi no se sentía judío. Cuando llegó a Argentina, como muchísimos inmigrantes, se sintió argentino muy rápido. Tuvo ese sentimiento de sentirse judío solamente porque alguien dice que hay que ser judío para no ser nada más, para morir. Era algo que sintieron muchos judíos durante la Segunda Guerra. Ser judío en ese momento quería decir expropiación, guetización y exterminio. Siente que en el sentirse judío hay algo del lado de la muerte y no de la vida. No poder sentirse más padre o amigo es una destrucción de la identidad, no una creación.

      -Hay mucha literatura escrita sobre la Shoah. ¿Qué creés que hay de particular en tu novela?

      -Nunca sentí que estaba escribiendo un libro sobre la Shoah sino sobre el silencio de mi abuelo y cómo ese era mi silencio. Lo que cuento sobre la destrucción de los judíos es muy poco literario. Me era muy simple hacer un diálogo en el Tortoni o en Las Cuartetas pero nunca pude hacerlo con mi bisabuela en el gueto de Varsovia.

      -Es interesante la idea del silencio como algo más atronador que el sonido.

      -En este libro traté de encontrar qué puede poner silencio dentro de las palabras. Me interesa cómo se transmite un silencio. A veces lo digo en joda: las tres hijas de Vicente Rosenberg son psicoanalistas, pasaron gran parte de su vida escuchando y en la generación siguiente todos escribimos sobre ese personaje. Somos muchos los que estamos buscando palabras para poder contar nuestra historia de una manera que, también, permita olvidar. Un olvido de vida, donde el pasado no sea una negación sino, más bien, vivir en paz con el pasado.

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      -Yendo al presente, ¿Cómo te afectó la pandemia?

      -Los primeros meses de encierro, me pedían algún tipo de reflexión y siempre respondía lo mismo: no cambió mucho mi vida. Vivo casi todo el tiempo encerrado. Es algo terrible que sufren y van a sufrir, como siempre, los más pobres. El nuevo encierro que hay en Francia es bastante deprimente. Respecto al cine es dramático. Nadie tiene idea de cómo se va a salir de esto. Podría ser un cambio radical. Al mismo tiempo, como pasa seguido en las crisis, a veces la cultura produce formas más potentes.

      -En Argentina se habló mucho de la literatura del yo. ¿Qué opinás al respecto?

      -En Francia hubo ese debate con la autoficción. En general estoy en contra. Lo que se define acá como autoficción es una especie de pacto con el lector donde lo que uno escribe sería verdad. Siempre en la autoficción se utiliza una tercera instancia ligada a los medios para certificar que algo fue verdad. Con El gueto interior me preguntaron si todo era verdad. Empieza con un diálogo en un café entre amigos en 1940. ¿Cómo puede ser todo verdad? La verdad en literatura no tiene que ver con la verdad histórica.

      -Hay un refrán que dice “Nadie es profeta en su tierra”. ¿Te gustaría ser más leído en tu país natal?

      -En cualquier momento y lugar donde preguntan qué soy digo: "Soy argentino". Salvo cuando estoy en Buenos Aires o cuando escribo, que me siento escritor francés. Para ser un profeta de verdad hay que ser un profeta falso, errado. Como Hamlet, que nadie puede concebir lo que propone como novedad. Me intriga que se me lea en Argentina. Por ejemplo en mi primer libro, Una infancia lacónica, hablo de los seis años que viví en Buenos Aires cuando era chico. En La primera derrota cuento la vuelta a Argentina por primera vez en 1983. Eso me gustaría que se pueda leer allá. Pero el resto, que se lea en Argentina o Japón me da lo mismo. O que no se lea. No es tanto un drama.

      Así empieza El gueto interior

      El 13 de septiembre de 1940, en Buenos Aires, la tarde estaba lluviosa y la guerra europea tan lejos que se podría haber creído que todavía eran tiempos de paz. La avenida de Mayo, esa gran arteria bordeada de edificios Art Nouveau que separa la Casa de Gobierno del Congreso, estaba casi vacía; solo algunos hombres apurados, que salían de sus oficinas céntricas con un diario sobre la cabeza para conjurar las gotas, corrían bajo la lluvia buscando un colectivo o un taxi para volver a casa. Entre esos transeúntes furtivos, un hombre de 38 años, Vicente Rosenberg, protegido por su sombrero, avanzaba con paso calmo pero indeciso hacia la puerta del Tortoni, un café de moda donde era posible, en esos tiempos, cruzarse con Jorge Luis Borges y las glorias del tango o con refugiados europeos como Ortega y Gasset, Roger Caillois o Arthur Rubinstein. Vicente era un joven judío. O un joven polaco. O un joven argentino. De hecho, el 13 de septiembre de 1940, Vicente Rosenberg no sabía exactamente qué era. Al entrar al café no había tardado en ver, en una de esas mesitas pegadas a la pared frente a la barra, la silueta maciza de Ariel Edelsohn, su mejor amigo. Con los codos y un café sobre el mármol de la mesa, Ariel esperaba a Vicente leyendo el diario no muy lejos de los billares de la sala trasera. A su lado, mirando hacia el fondo del local para vigilar las carambolas, nervioso como siempre, estaba Sammy Grunfeld, un joven que solía unírseles. Tras darles la mano, Vicente sacudió su abrigo para aliviarlo de las últimas gotas que trataban de empapar la gabardina espesa y se sentó junto a sus amigos, estirando el cuello para leer los títulos de los diarios: en Europa, los nazis empezaban a encerrar a los judíos en guetos. Ariel, que sus amigos argentinos llamaban «el Oso», dobló el diario con un suspiro hondo.

      –Los judíos me rompen las pelotas. Siempre me rompieron las pelotas. Cuando me di cuenta de que mi madre se iba a volver tan judía e hinchapelotas como la suya, entonces decidí irme.

      Amigorena Básico

      Buenos Aires, 1962. Escritor y director de cine, ha desarrollado su carrera en Francia, donde vive desde los 11 años. A lo largo de dos décadas, ha construido un universo literario propio para narrar su vida, con obras como Una infancia lacónica, El primer amor o La primera derrota. Su última novela, El gueto interior, se adentra en la historia de su abuelo y fue la revelación de la literatura francesa en 2019. Pocas veces, una misma obra ha estado en la lista de los tres grandes premios franceses: Goncourt, Médicis y Renaudot.

      PK


      Sobre la firma

      Pablo Díaz Marenghi