Bertrand Russell, el filósofo de la paz

Bertrand Russell, el filósofo de la paz

Aniversario

Hoy se cumplen 50 años de la muerte de Bertrand Russell, uno de los filósofos más importantes del siglo XX . Escribió sobre una amplia gama de cuestiones y su labor intelectual fue de la mano con un activo compromiso pacifista

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Fotografía de Bertrand Russell en 1957.

CC0

Era un monstruo de la lógica. Se cuenta que, en cierta ocasión, Bertrand Russell (1872-1970) defendía que de una afirmación falsa se puede deducir cualquier cosa. Alguien entre el público le formuló entonces una cuestión provocativa: si dos más dos son cinco, ¿se sigue de ello que yo soy el papa? Russell aceptó el desafío y, con una agilidad mental increíble, se sacó de la manga una ingeniosa respuesta.

Si dos más dos son cinco, cuatro es igual a cinco. Si restamos tres a ambos lados de la ecuación, tenemos que uno es igual a dos. El Papa y yo somos dos. Como dos es igual a uno, entonces yo soy el Papa. Cuesta poco imaginar su sonrisa satisfecha después de desarmar así a su interlocutor.

Hijo de una familia aristocrática, nuestro protagonista era el tercer conde de Russell. Tras quedar huérfano a los seis años, su educación quedó al cargo de su abuela, lady Frances Elliot, una mujer tradicional en lo religioso pero progresista en otros aspectos, partidaria del darwinismo y del autogobierno en Irlanda. El pequeño, como era habitual entre la nobleza, no fue a la escuela ya que contaba con preceptores particulares.

Por lo que confesaría después, la estancia en prisión le resultó gratificante en muchos sentidos

Adquirió así grandes conocimientos, pero su vida se desarrolló en un ambiente estricto que tuvo consecuencias negativas sobre su personalidad: se convirtió en un chico tímido y solitario. Prefería guardarse sus opiniones para sí porque, en aquel entorno conservador, las opiniones atrevidas provocaban escándalo con facilidad. Por eso, el futuro filósofo prefería vivir en compañía de sus libros.

Este aislamiento se acabó cuando ingresó en la Universidad de Cambridge, en la que encontró un espíritu muy distinto. Allí formó parte de una sociedad denominada Los Apóstoles, en la que se organizaban debates en los que los participantes se expresaban con total libertad, sin verse limitados por ningún prejuicio. Este periodo también fue importante en su biografía porque tuvo como profesor a Alfred North Whitehead, con el que más tarde escribiría Principia Mathematica, una de sus obras fundamentales.

Durante la Primera Guerra Mundial, Russell se opuso al enfrentamiento que devastaba el continente europeo. A los pocos días del estallido de su inicio, señaló en la revista The Nation que el conflicto invertía los valores comúnmente aceptados en tiempos de paz: “Hace un mes, Europa era un pacífico grupo de naciones; si un inglés mataba a un alemán, era ahorcado por asesinato. Ahora si un inglés mata a un alemán, o si un alemán mata a un inglés, son patriotas”.

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El filósofo Bertrand Russell en el año 1954.

Dominio público

En 1916, con una carta a The Times, se declaró autor de un panfleto contra la introducción del Servicio Militar después de que seis jóvenes fueran detenidos por repartirlo. Esta confesión les costó cara: el Trinity College, una prestigiosa institución de la Universidad de Cambridge, lo expulsó de su claustro de profesores. En el último año de la Gran Guerra, estuvo en prisión seis meses por manifestarse contrario a que Estados Unidos interviniera en la contienda.

Por lo que confesaría después, la estancia en prisión le resultó gratificante en muchos sentidos. No tenía compromisos que cumplir ni decisiones difíciles que tomar, leía mucho y tenía tiempo para escribir un libro, Introducción a la filosofía matemática, y empezar otro. No apoyaba las soluciones militares a los conflictos, a excepción de circunstancias muy especiales.

Ese tipo de situación fue la que se produjo a partir de 1939, con el estallido de la Segunda Guerra Mundial. El filósofo británico apoyó a los aliados porque creía que un mundo en el que dominara el fascismo sería una catástrofe sin precedentes. Durante la guerra fría, su activismo se encauzó hacia la lucha contra las armas nucleares. Tras el lanzamiento de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, no tardó en expresar su indignación con un artículo que era un llamamiento a la cordura: “La humanidad se enfrenta a una clara alternativa: O bien morimos todos o bien adquirimos un ligero grado de sentido común”.

Con armas atómicas, ninguna de las grandes potencias podía aspirar a la victoria en una confrontación

Diez años después, en 1955, dio a conocer junto a Albert Einstein y otros nueve científicos e intelectuales un manifiesto contra la amenaza de una guerra atómica. Einstein, por cierto, dio su apoyo al texto solo dos días antes de morir. El texto no se andaba por las ramas: la humanidad se exponía a un peligro muy real de aniquilación si continuaba por el camino del militarismo. Con armas atómicas, ninguna de las grandes potencias podía aspirar a la victoria en una confrontación. Sucediera lo que sucediera, ambos bandos sufrirían los efectos del polvo y de la lluvia de las nubes radiactivas.

Por eso, no bastaba con un acuerdo para prohibir los arsenales nucleares que se incumpliría si llegaba a desencadenarse una contienda. Había que dar un paso más allá y erradicar la guerra en sí misma. El manifiesto no se limitaba a advertir del destino apocalíptico que esperaba al planeta si no se ponía freno al crecimiento de los arsenales no convencionales. Los firmantes proponían una reunión de científicos de todo el mundo, por encima de las adscripciones ideológicas, para abordar los problemas derivados de la proliferación nuclear.

Este fue el origen de la Conferencia Pugwash, surgida dos años después y así denominada porque tuvo lugar por primera vez en una pequeña localidad de Canadá. Desde entonces, estas reuniones se han celebrado en diversas localidades. En 1995, su labor fue reconocida con el Premio Nobel de la Paz. Para alcanzar la paz, nuestro protagonista proponía que los diversos Estados se desarmaran y conservaran las fuerzas estrictamente necesarias para tareas internas.

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Bertrand Russell liderando una marcha antinuclear en Londres en 1961.

Tony French / CC BY-SA-3.0

Como entonces ninguna nación poseería ejércitos amenazadores, no habría problema en que todas ellas aceptaran una fuerza internacional en manos de una autoridad universal. Este contingente, por su pequeño tamaño, no ocasionaría grandes gastos. En los años sesenta, Russell se opuso activamente a las hostilidades en Vietnam. Creía que Estados Unidos debía ser juzgado por crímenes de guerra con las mismas leyes que habían servido, en el Juicio de Nuremberg, para procesar a los nazis.

Por eso, en 1966, impulsó la constitución de un tribunal que juzgara a los norteamericanos, aunque fuera a un nivel simbólico. La iniciativa fue secundada por algunos brillantes intelectuales, entre los que destacaba el francés Jean-Paul Sartre. En la última etapa de su vida, pese a su edad avanzada, no dejó de implicarse en las causas que le parecieron justas, por lo que era habitual verle en manifestaciones.

Era, sin duda, un hombre siempre dispuesto a luchar por aquello que le parecía justo. No obstante, también es cierto que conservó durante toda su vida un fondo de escepticismo que le impidió adherirse al cien por cien a ninguna ideología. De ahí que, en cierta ocasión, expresara su rechazo a morir por una convicción. ¿Y si estaba equivocado?

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