El inicio de la era Reagan y su bochornoso atentado

Joan Oliver

LOS SIGLOS ESTADOUNIDENSES: Ningún otro presidente, desde Roosevelt, había heredado una economía en un estado tan desastroso como la que encontró Reagan al hacerse cargo de la Casa Blanca el 20 de enero. Estas palabras del periódico Business Week traducían el espíritu con que se juzgaba el mandato presidencial de Carter en determinados ambientes de Norteamérica y lo que se esperaba de la presidencia de Ronald Reagan, elegido para ocupar la Casa Blanca el 4 de noviembre de 1980. El paro y la inflación habían colocado a Estados Unidos en un nivel muy bajo de su vida económica, naturalmente teniendo en cuenta su extraordinaria capacidad.

Pero no sólo en el aspecto económica Norteamérica se encontraba en un mal momento. Le ocurría lo mismo también en su proyección internacional. La retención de los rehenes norteamericanos en Irán y la invasión soviética de Afganistán daban la medida de una situación que se había degradado considerablemente para el prestigio y los intereses de Estados Unidos en el mundo.

Washington asistía, impotente, a una progresiva expansión soviética en áreas que habían sido de influencia occidental (Polonia, por ejemplo, fue rescatada de la bancarrota por el Kremlin hacia 1980). La presencia cubano-soviética en varios países africanos, como Angola y Etiopía, la ocupación de Camboya por tropas vietnamitas, la alianza de la URSS con Yemen del Sur y sus buenas relaciones con Siria, reflejaban la puesta en práctica, por los dirigentes de Moscú, de una estrategia global, de un salto cualitativo a superpotencia con intereses imperiales a escala mundial. El secretario de Estado norteamericano, Alexander Haig, definió esta situación afirmando que “Rusia se ha transformado en una colosal potencia militar, capaz de aplicar una política exterior imperial”. Y añadía: “En los últimos años se ha producido un cambio en la relación de fuerzas jamás visto en un período de paz relativa”.

A PESAR DE TANTO PROBLEMA AMERICANO, REAGAN VENÍA BIEN MEDIÁTICO… A pesar del sombrío panorama económico en Estados Unidos, Reagan representaba la “América del nuevo comienzo”, la vuelta a las esencias de la vieja moral protestante. La vieja moral en su sentido más obvio, la Moral Majority de California: la represión del homosexual, la revisión de la legislación sobre el aborto, etc. Una vieja moral que alcanzaba también otros ámbitos, y muy en especial, el ámbito del trabajo. El espectacular nuevo programa económico de Reagan podría reducirse al intento de reimplantar (!) la moral del trabajo y su hermana gemela, la moral del beneficio.

Al hacerse cargo Reagan del poder, el país contaba con 24 millones de pobres “oficiales” y 7 millones y medio de trabajadores en paro. Su teoría era simple: los desempleados lo son porque no quieren trabajar; lo pobres no se preocupan de conseguir un mayor nivel de ingresos porque el Estado les garantiza la subsistencia. Todos ellos debían asumir su culpa (según la vieja moral protestante) y Reagan estaba dispuesto a “facilitarles” la penitencia, al limitar todas las prestaciones sociales, recortes a las subvenciones, a la vivienda, sanidad, educación, etc. En palabras del senador Edward Kennedy: “se les deja en la miseria”, a ver si (negros y blancos pobres) dejan de holgazanear.

Desmantelado el Estado de Bienestar (Welfare State), nacía el nuevo (viejo) Workfare State (Estado de la Productividad) de la moral protestante.

WORKFARE vs. WELFARE: El problema de Reagan, desde el inicio de su mandato, fue cómo encontrar ocupación para tanto golfo, para tanto holgazán. En su época de gobernador de California, el ambicioso CWEP (California Work Experience Program) no llegó a colocar, entre 1971 y 1974, ni un 1% de los “asistidos”. La solución que ofrecía al iniciar su mandato presidencial le llegaba de “nuevos” economistas que se dedicaban a desenterrar a los polvorientos economistas liberales decimonónicos.

Según Donald Reagan (casi homónimo del presidente, secretario del Tesoro y magnate de la Bolsa), todo ondeaba sobre ruedas porque al controlar el crecimiento de la masa monetaria se contenía la inflación; y al reducirse los impuestos (30% en 3 años) y diminuir el intervencionismo estatal en la economía, crecen el ahorro, la inversión, el beneficio y la productividad, se crean nuevos puestos de trabajo, se fortalecía el dólar, creando nuevas oportunidades de negocio en América y…

EL ATENTADO A REAGAN: LA VENGANZA DEL DESCONOCIDO JOHN W. HINCKLEY… Mil millones lo vieron, los cronistas no le daban mucho futuro a una sociedad como la norteamericana, donde los grandes acontecimientos históricos, recogidos por las cámaras y transmitidos a todo el mundo, hablaban por sí mismos. Los detectives, por el contrario, tienen el futuro asegurado, pues muy pocos conocen la sombría trama que suele ocultarse detrás de estos increíbles sucesos. A veces esta trama no llega a conocerse nunca, o sólo parcialmente.

Pero en este caso cualquier especulación era superflua: el héroe, el anarquista del atentado contra Reagan, ex-militante de un partido que se proponía la eliminación de los responsables del “derrumbamiento moral de Occidente”, actuó sólo y por amor (!). Sí, por amor, intentando lavar con la sangre de Reagan el presunto acoso a Jodie Foster (!!!) sí, la chica de Taxi Driver (!!!!!).

“Jodie, te pido por favor que apeles a tu corazón y me des por lo menos la oportunidad de ganarme tu respeto y tu amor con este acto histórico”. Así terminaba la carta de este muchacho americano de buena familia (¡?) dirigida a una jovencísima actriz Jodie Foster poco antes de incrustar una bala calibre 22 en el pulmón izquierdo del presidente de los Estados Unidos Ronald Reagan. En esa ocasión parecía no haber duda: el pistolero era un auténtico loco (de amor), que actuaba solo, un misántropo, un inadaptado, un alma melancólica y soñadora que quiso “vengar” a su amada actriz Jodie Foster de una afrenta presidencial (se dice que Reagan se permitió un comentario jocoso -algunos aseguran medio picante- sobre el genio dramático de la chica).

Ella, Jodie Foster, no conocía a su vengador. Él, en cambio, sí la conocía, como tantos otros que vieron Taxi Driver en donde Jodie interpretaba el papel de una adolescente que abandona su hogar paterno y se traslada a Nueva York, prostituyéndose para subsistir. La conocía (de lejos) pero jamás había hablado con ella. Fue la suya una historia de amor epistolar y unilateral: las cartas de este amante jamás recibieron respuesta por parte de la actriz.

Robert De Niro, el protagonista de la película (un taxista aquejado de oscuras veleidades justicieras en este filme de Scorsese), intentaba redimir a la muchacha y en un momento de exaltación amorosa llega a decir: “si no cambias de vida, mataré al presidente”.

John W. Hinckley cumplió, en el gran escenario del mundo, la amenaza vertida por el actor en la pantalla, errando el blanco (el corazón del presidente) por 4 centímetros. Lo cumplió con una pistola Roehm, modelo RG-14, comprada unos meses antes en una tienda de Dallas, a escasos metros de donde fue asesinado Kennedy (!!!!!!!). Actuó solo, como los héroes del Lejano Oeste, y la víctima elegida fue precisamente la superviviente de una época heroica, del New Wave de Hollywood de los años 70, tras la resaca de embriaguez idealista de los años 60. Mil millones de personas vieron aquel 30 de marzo arrugarse al viejo cowboy del cine Ronald Reagan, desplomarse ante las cámaras de televisión.

LA CIVILIZACIÓN DEL ESPECTÁCULO. Lo vimos todos: nunca antes como esa vez del atentado, el mundo fue como un gigantesco teatro, un enorme set de televisión, donde se confundieron hasta tal punto realidad y ficción.

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