Ese domingo fue un domingo atípico.

Y lo fue porque ese domingo fue un domingo convencional.

"Buenas noches, amor mío", dijo Robin. Después esperó a que Susan, su esposa, a la que había conocido siete años antes y con la que se había casado cuatro años después, le respondiera. La bahía de San Francisco, en su amodorramiento veraniego, descansaba detrás de Susan, enmarcada en los enormes ventanales de la habitación de la casa de la pareja en Tiburón, California, al norte de la ciudad en la que el cómico había comenzado su carrera pateándose todos los clubes nocturnos. Pero Robin Williams no prestaba atención a la bahía, ni pensaba en la fresca brisa de la noche lamiendo la terraza de su casa. Le daba igual. Solo prestaba atención a Susan, mirando sus ojos, mirando su boca, esperando a que ella repitiera el sortilegio. Necesitaba escucharlo para que se obrara la magia.

Como siempre y como nunca.

"Buenas noches, amor mío", dijo ella. Un beso. Una caricia. Era una liturgia de la pareja que se ejecutaba cada noche con un fervor religioso durante todos y cada uno de los días de todos y cada uno de los siete años que llevaban juntos, aunque estuviera separados físicamente, trabajando en ciudades diferentes. Era la frase que ponía punto y final al repaso de cómo había ido el día, a cómo se sentían, qué había ido bien, qué les preocupaba. Y no, no se podían acostar sin la réplica: buenas-noches-amor-mío. Ahora dormían en habitaciones separadas para facilitar el sueño al actor, pero no renunciaban a la complicidad de los últimos minutos juntos antes de irse a la cama. Robin sonrió cuando la escuchó, con esa mueca infinita de satisfacción que convertía su rostro en una caricatura, transformando la forma ovalada de su cabeza en un diamante chato, y se marchó a su cuarto. No sabemos qué pasó por la cabeza de Robin, pero sí sabemos lo que pensó Susan: sintió en ese preciso instante que las cosas, por fin, estaban cambiando.

Así que el 10 de agosto de 2014 había sido un buen domingo después de muchos malos domingos. De hecho había sido un buen fin de semana después de muchos malos fines de semana. De nuevo, la víspera de un lunes abría posibilidades infinitas.

Llevaban prácticamente un año tratando de averiguar qué demonios le ocurría a Robin. Ningún médico era capaz de darles una explicación para la ansiedad extrema, los constantes temblores y la dificultad para razonar que sufría el cómico después del verano de 2013. A los médicos les confundían el insomnio, el estreñimiento y el progresivo deterioro del sentido del olfato que padecía, además del historial depresivo previo del actor y su relación de años con la heroína y el alcohol.

Cuando se conocieron, Robin todavía estaba sumido en una depresión, pero llevaba ya seis años inactiva. Un primer diagnóstico había aventurado Parkinson, pero ni Susan ni Robin terminaban de creérselo del todo. Sí, estaba también el insomnio, vinculado a la enfermedad, pero no había más síntomas que apuntaran en esa dirección. El 10 de agosto de 2014 Robin había asegurado sentirse mejor. Así que, sí, el segundo fin de semana de agosto de 2014, vaya, había sido un excelente fin de semana, pensó Susan. Parecía que Robin se encontraba mejor, que la medicación que le habían prescrito funcionaba. Había esperanza. Así que se fue a dormir esperanzada.

A la mañana siguiente encontró muerto a su marido.

Su cuerpo sin vida.

Un cinturón alrededor del cuello.

A las 11.55 am del 11 de agosto de 2014, Susan llamó al 911. La ambulancia tardó siete minutos exactos.


Robin regresó a su habitación despacio.

Cerró la puerta para quedarse a solas con su enfermedad, cuya gravedad probablemente había ocultado a su mujer ese fin de semana, ese domingo, tuviera o no la intención de acabar con su vida unas horas después. Era un tipo que había estudiado interpretación en Juilliard, así que, por qué no. ¿Por qué no actuar también para aliviar el dolor de su esposa? Solo así se puede entender que ella pensara que todo estaba bien, que había esperanza, que la medicación, que luego se descubriría que lo único que había hecho era agravar la enfermedad y acelerar su avance y síntomas, estaba funcionando.

Él sabía perfectamente que algo no estaba bien. Sabía que había atravesado una nueva frontera que nunca antes había conocido, ni en una depresión, ni en sus escarceos con las drogas.

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A principios de abril, Robin tuvo un ataque de pánico mientras rodaba Noche en el museo: El secreto del faraón. Estaba en Vancouver. Era la tercera vez que interpretaba el mismo papel (Teddy Roosevelt, o, mejor dicho, la versión de cera de Teddy Roosevelt, enamorado hasta las cachas de Sacajawea), así que debería haberse sentido cómodo en su piel. Además era un secundario sin demasiado peso en la trama. Durante el rodaje de la película, Robin había tenido problemas para recordar frases del guión, pero sobre todo, como le había reconocido al director, Shawn Levy, había tenido problemas para improvisar. Y esa era la delgada línea roja que probablemente le había dado a Robin Williams la magnitud de su tragedia.

Sabía que no era una cuestión de edad. Tres años antes, cumplidos los sesenta, había defendido en Broadway, todos los días (algunos de ellos con dos funciones diarias), durante cinco meses, la obra de teatro El tigre de Bengala en el zoológico de Bagdag. "Esta pérdida de memoria e incapacidad para controlar su ansiedad fue devastadora para él", escribió Susan en septiembre de 2016, en Neurology, una revista científica, para estimular la investigación de esta enfermedad.

Porque todo esto sí se lo contaba a Susan.

Su médico le había recetado un medicamento antipsicótico para ayudarle a manejar la ansiedad. Los antipsicóticos a menudo empeoran las cosas para las personas con demencia de Lewy. Además, Robin tenía una gran sensibilidad a los medicamentos y, a veces, sus reacciones eran impredecibles. Ahora se sabe que este es también otro síntoma de la enfermedad.

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"Estaba muy preocupado por las inseguridades que tenía sobre sí mismo y las interacciones con los demás. Los miedos eran infundados y no pude convencerlo de lo contrario. Fui impotente para ayudarlo a ver su propia brillantez", dice Susan.

"Por primera vez, mi propio razonamiento no tuvo ningún efecto en ayudar a mi esposo a encontrar la luz a través de los túneles de su miedo. Sentí su incredulidad en las verdades que estaba diciendo. Habíamos llegado a un lugar en el que nunca habíamos estado. Mi esposo estaba atrapado en la arquitectura retorcida de sus neuronas y no importaba lo que hiciera, no podía sacarlo", añade.

El actor acabó de rodar a finales de mayo. Y quizá ese fue el momento en el que decidió que había cosas que había que contar y otras que no.

En realidad las cosas que ocultaba se resumían en una sola: la magnitud de los síntomas de su enfermedad, una demencia de cuerpos de Lewy que los médicos no descubrirían hasta su autopsia y que él, por supuesto, desconocía. Porque Robin Williams moriría sin saber lo que le ocurría. Susan no lo sabría hasta que tres meses después de la muerte de su marido leyera en el informe del forense lo que había ocurrido. Según el informe de la autopsia, tenía aproximadamente un 40% de pérdida de neuronas de dopamina y prácticamente ninguna neurona estaba libre de cuerpos de Lewy en todo el cerebro y el tronco cerebral. Los médicos y Susan sospecharon que había ocultado la gravedad de los síntomas, sobre todo al final. Como las alucinaciones.

"Durante el transcurso de la batalla de Robin, había experimentado casi todos los síntomas de la demencia de cuerpos de Lewy, excepto uno: Nunca dijo que tenía alucinaciones. Un año después de su muerte, al hablar con uno de los médicos que revisó sus registros, se hizo evidente que lo más probable es que tuviera alucinaciones, pero que también se las guardaba para sí mismo", escribió Susan tres años después de la muerte del actor. Cuando Robin regresó a su cuarto él sí lo sabía.

robin williams, su primera esposa valerie williams y un amigo después de grabar un programa de saturday night live en nueva york
Ron Galella

Todo había comenzado a finales de octubre de 2013, dos años después de casarse (en terceras nupcias). Robin había empezado el habitual peregrinaje del enfermo que no sabe de qué está enfermo, cuando todavía no ha empezado el miedo real a una enfermedad sin marcha atrás. Los síntomas de Williams no tenían relación entre ellos: padecía estreñimiento y dificultad para orinar, también ardor de estómago, sí, pero estaban acompañados de insomnio, y le fallaba el sentido del olfato y sentía demasiado estrés. Los síntomas parecían aparecer y desaparecer de forma aleatoria.

Algunos síntomas parecían más frecuentes que otros, pero todos ellos fueron aumentando en frecuencia y gravedad a medida que pasaba el tiempo. "En invierno, los problemas de paranoia, los delirios, el insomnio, los fallos de memoria y los altos niveles de cortisol, solo por nombrar algunos síntomas, se estaban asentando con fuerza", escribió años después Susan.

Williams, además, sufría un leve temblor en la mano izquierda, un síntoma que también iba y venía (en muchas entrevistas en televisión, el actor, para ocultarlo, asía con esa mano los brazos de los sofás de invitados; como constantemente saltaba de ellos para improvisar, a todo el mundo le pasaba desapercibido... viendo algunas de esas entrevistas cabe la sospecha de que el temblor pudiera haber empezado mucho antes) y que sería determinante en la aceleración de los acontecimientos, ya que llevaría a un diagnóstico erróneo. Pero antes aún de pensar en un trastorno del movimiento, el temblor se asoció a una vieja lesión del actor en el hombro izquierdo. Luego, sí, el temblor se asoció al Parkinson. El 28 de mayo de 2014, tres meses antes de su muerte, le diagnosticaron la enfermedad de Parkinson.

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Había otro motivo para que Susan estuviera esperanzada el 10 de agosto. "Me estaba acostumbrando a que los dos pasáramos más tiempo revisando cómo había sido nuestro día. Cada vez más todo giraba en torno al miedo o a la ansiedad. Eran inquietudes que había tenido antes, pero siempre dentro de lo normal. Ahora aparecían con demasiada frecuencia. Una vez que se revisó el informe del forense, un médico pudo señalarme que había una alta concentración de cuerpos de Lewy dentro de la amígdala.

Esto probablemente causó la paranoia aguda y las respuestas emocionales que no tenían que ver con su forma de ser que estaba padeciendo. Cuánto habría deseado que hubiera sabido contra qué estaba luchando, que lo que le ocurría no era una debilidad de su corazón, espíritu o carácter", anotó Susan años después. Por eso ese domingo fue diferente: le hizo creer que se sentía mejor. Lo que no sabía es que no le produciría después ningún consuelo saber que era mentira.

"Nunca sabré la verdadera profundidad de su sufrimiento, ni cuán duro estaba luchando. Pero desde donde estaba, vi al hombre más valiente del mundo jugando el papel más difícil de su vida. Robin estaba perdiendo la cabeza y era consciente de ello. ¿Te imaginas el dolor que sintió cuando experimentó su desintegración ? ¿Y no de algo de lo que alguna vez sabría el nombre o entendería? Ni él ni nadie pudieron detenerlo, ninguna cantidad de inteligencia o amor podría detenerlo", recuerda ahora su viuda.

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