Críticas
Cantando en las azoteas: Retrato del transformista en su tercera edad
Hubo un tiempo en que Barcelona era un cabaré. Como toda zona de influencia portuaria, el Barrio Chino fue también un espacio de fiesta y transgresión, un umbral hacia lo subversivo donde lo marginal crecía de espaldas a la gran ciudad. Los cambios de los últimos 25 años en el Raval han borrado buena parte de aquella cultura del cuplé noctámbulo y malherido, pero, por fortuna, retratos como el de Gilda Love en Cantando en las azoteas recuerdan la posibilidad de la resistencia. A pesar del precio.
Enric Ribes ha expandido su cortometraje homónimo, también dedicado a la figura de Gilda Love/ Eduardo, de 96 años, para elaborar en su primer largometraje documental un perfil cotidiano del transformista en su tercera edad, cuando el cuerpo ya está cansado y los bolos escasean. Aunque la vejez es una etapa a la que cuesta mirar de frente -y aún más al artista anciano-, Ribes asume la tarea con una frontalidad íntegra, entre el pudor respetuoso, la ternura luminosa y el ánimo de contar las cosas tal cual son.
Cuando el cineasta nos presenta cara a cara por primera vez a Gilda/Eduardo -sin escorzos furtivos lejanos ni evocando el pasado mediante pasajes de antiguos VHS-, es en un momento repleto de afecto, con el protagonista jugando cariñoso con su pájaro y olvidando por un rato las cartas que informan de deudas bancarias. Para Gilda/ Eduardo, remarca esa escena de Cantando en las azoteas, hay otras prioridades en la vida.
Gilda Love en Cantando en las azoteas: diva y abuela
Superviviente de una época de esplendor de la farándula popular pero también de marginalidad y menosprecio, la Gilda Love que muestra Ribes es también una proletaria de la lentejuela, que vive de su arte y comparte lo que tiene. No obstante, el cineasta rehúye de ofrecer un retrato de Love -algo que ya realizó en el cortometraje previo- para ahondar en la relación del protagonista con Cloe, una pequeña que queda a su cargo durante unos días.
Quizá esa trama no sea todo lo poderosa que prometía, pero sin duda dibuja un personaje de una dignidad conmovedora. La experiencia de una y la inocencia de la otra protagonizan un arco narrativo singular, que abre la puerta a la idea de la comunidad como la otra familia, capaz de acoger y cuidar cuando las cosas se tuercen. A Ribes le gusta ese doble perfil de la Gilda diva y el Eduardo abuelo, y el resultado engrandece aún más su acercamiento al personaje.
El Chino, en segundo plano
Si Jean Genet describió descarnadamente el Barrio Chino, en el sur del Raval, en el retrato de los bajos fondos que ofrece Diario de un ladrón, Enric Ribes sitúa en un sutil segundo plano esa topografía en su día canalla por la que se mueve Gilda/ Eduardo. Poco queda ya de la Barcelona cabaretera -a todas luces también castigada por la pandemia-, y la película se hace eco de esa atmósfera de los últimos días del transformismo como fenómeno cultural.
Por ello, Cantando en las azoteas es también un retrato de la Barcelona que se fue, en todos los sentidos. La del Cangrejo del Raval, el Villarrosa o el Kentucki. Algunos de estos locales aún perviven como cabarés mientras que han nacido nuevas propuestas para al arte drag. Sin embargo, el transformismo de hoy no es el mismo que el de ayer. Como reducto simbólico de todo ello, evoca el cineasta, quedan las azoteas, ese pequeño enjambre de sábanas mecidas por la brisa del verano cantadas por Lorca en su hermosa Canción del mariquita.
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