Los odiosos ocho | Cine Divergente

Los odiosos ocho

Solo hay que ahorcar a los cabrones infames, pero a los cabrones infames hay que ahorcarlos. Por Marco Antonio Núñez

I

Escribir sobre un filme de Quentin Tarantino supone asumir hasta sus últimas consecuencias el postulado de Susan Sontag en su ensayo, Contra la interpretación, cuando sostiene que el crítico debe describir y no buscar un sentido oculto más allá del texto. Pues bien, en el cine de Tarantino, donde los argumentos nunca figuran alegorías, entendidas estas como un desplazamiento semántico, ni sus imágenes configuran la cobertura retórica de lo verdaderamente relevante desde un punto de vista significativo, ni es dable construir espejos donde reconocernos, esto es, desde donde reconstruir una identidad, unas intenciones y un sentido más allá de la materialidad recalcitrante del significante, el postulado anterior nos abre, quizá, la única vía de acercamiento a su obra, la que nos permite soslayar el lugar común que cita con cierta monotonía a su cine con el “vacío”.

Los filmes de Tarantino son tan profundos como su epidermis. La Historia (tan frecuentada por él últimamente) comparece como función narrativa, medio para anudar un conflicto dramático, nunca como elementos que polarice el sentido. Su cine es solo forma (como el de Sergio Leone, como el de Brian de Palma). El despliegue de unos estilemas alumbrados, ya con portentosa clarividencia, en su debut, elaboran un manierismo egotista, onanista si se quiere, ensimismado, pero siempre productivo pese a haberse instalado en una zona de confort que no permite augurar reinvenciones ni excesivos riesgos futuros (algo que siempre se le exige a un artista de pedigrí).

Antaño, el crítico cretino se divertía buscando citas, referencias, plagios con los que desenmascarar al impostor. Lo más sensato, creo, es afirmar que Tarantino siempre fue su propio género, privilegio reservado a los más grandes (como David Lynch, como David Cronemberg). Lleva años transitando géneros (como Howard Hawks, como Stanley Kubrick), para dejar su sello indeleble en cada uno de ellos. Lleva años vomitando imágenes hechas con pedazos de otras imágenes, pero que solo remiten a sí mismas. Que solo se justifican por sí mismas, sintiéndose el centro de sí mismas.

En los últimos lustros hemos vistos westerns maravillosos, escasos, pero maravillosos. Open Range (2003; Kevin Costner) -quizá la película más infravalorada del siglo XXI-, El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (The Assassination of Jesse James By The Coward Robert Ford, 2007; Andrew Dominik), Valor de Ley (True Grit, 2010; Joel & Ethan Coen). Cintas diversas pese a la filiación, que rescribían el género con caligrafía neoclásica (a excepción de la de Dominik, que tanto en lo narrativo como en lo visual, ejecutaba una “sobre-escritura” de los códigos desde referentes nada clásicos). La aportación de Tarantino al género que escribe el mito fundacional de los Estados Unidos, está siendo (se insinúa una trilogía) más que destacable.

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II

La talla de un Cristo prestado por Samuel Fuller, testigo silente de la mascarada, indiferente al drama humano que veremos desplegarse, nos da la bienvenida a una historia que comienza como tantos otros westerns, con una diligencia deteniéndose a recoger a un extraño. A partir de aquí, Quentin Tarantino nos ofrece en su 8º filme, Los odiosos ocho (The Hateful Eight, 2015) -literal, cacofónica e innecesaria traducción del original -una exhibición de talento y autoestima, al asumir las limitaciones que se impone en el plano narrativo, como máximas virtudes, apostando a su destreza de prestidigitador como dialoguista, contando con la complicidad de un reparto de amigos sobre los que deposita su plena confianza, y filmando como nadie lo hace en el cine actual.

Su segundo western tiene, a mi juicio, poco de western y mucho de él mismo. Los códigos genéricos se adelgazan en la superficie de significantes inmotivados (véase, a modo de ejemplo, el continuo repiqueteo de espuelas que, sin embargo, nadie calza), y se rellenan con la argamasa de una pieza de cámara de planteamientos próximos a los de La cosa (The Thing, 1982; John Carpenter), y el motivo del progresivo deterioro de las relaciones de un grupo de hombres de intenciones nunca claras, atrapados doblemente, en una mercería por la ventisca y en los pliegues abundantes de la impostura, lo que genera una tensión abocada inexorablemente a la consabida explosión de violencia. Una tensión engendrada con minimalismo maniático, a lo largo y ancho de encuadres magistrales que se van angostando, donde se gestiona cuidadosamente el espacio con fines estrictamente dramáticos y con resultados espectaculares (a pesar de que no hemos podido disfrutarla en su formato original). Una tensión que inexorablemente se precipita a una violencia visualizada con la alegría de un niño perverso y consentido que sabe, ya no escandaliza a nadie.

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Los odiosos ocho nace de la secuencia del sótano de Malditos bastardos (Inglourious Bastards, 2009), verdadera obra maestra que ponía en liza el peligroso juego de las falsas apariencias al que se apuntaban todos los concurrentes, reiterado en mise en abyme por el juego intradiegético que consistía en adivinar la identidad de una personalidad célebre.

Motivo reiterado, con peor fortuna, en la segunda mitad de Django desencadenado (Django Unchained, 2012), pero que ahora explota hasta sus últimas y retorcidas posibilidades. El desarrollo narrativo de Django desencadenado acababa configurándose como espacio de un deseo idéntico a Malditos bastardos, redimir la historia en el arte (¿habrá leído Tarantino a Walter Benjamin?), lo que desemboca en un desenlace explosivo, gozoso, delirante, arbitrario, deliberadamente naive. No obstante, limitaba el alcance del filme al incurrir en una estructura episódica, colección de ocurrencias que funcionan con desigual fortuna. En Los odiosos ocho, por el contrario, se arma de un guión compacto, milimétrico, el devenir narrativo responde a una causalidad implacable, el destino probable de los personajes es rastreable a partir de la introducción de motivos y elementos funcionales, operadores narrativos que hubieran dejado satisfecho al mismísimo Chéjov, cuando reclamaba que el relato debía ser espacio de la más estricta necesidad racional.

Desde el café de “Hangman” Ruth (Kurt Russell) hasta la carta de Lincoln que atesora Marquis Warren (Samuel L. Jackson), pasando por la soberbia secuencia de la “mentira visualizada” (protagonizada por cierta parte de la anatomía de Warren, luego, malparada), hasta, por último, el férreo sentido de la justicia de de Ruth, que entrega vivos a sus cautivos pese a las dificultades que ello entraña, deparando el mejor cierre posible, cuando los supervivientes ejecuten su última voluntad; cada objeto, cada palabra, desempeña su papel de operador narrativo con precisión quirúrgica. Por eso, por ejemplo, echamos en falta que los postes que clavan al principio para no perderse en la ventisca, camino del establo y el retrete, no tengan luego función alguna.
Con todo, no es descabellado afirmar que Los odiosos ocho es uno de sus guiones, si bien, más convencionales, menos entregado a ejercicios de gimnástica narrativa, es también uno de los más sólidos, inspirados y redondos.

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En el plano visual, el filme evoca alegrías de otros tiempos. Aferrado al celuloide y la nobleza de sus texturas, Tarantino incurre en la soberbia añadida de filmar en Super-Panavision 70 mm., formato que apura hasta sus últimas pulgadas, sacando gran rendimientos a los segundos términos (hacía tiempo que no veía jugar tanto con el cambio de foco ni el doble objetivo), permitiendo al espectador ubicar a los personajes, distribuidos siempre en relación a su desempeño dramático en cada escena.

En cuanto al elemento musical, en consonancia con un cierto minimalismo puesto de manifiesto en otros órdenes, Los odiosos ocho es también una de las obras más sobrias de Tarantino. Con una utilización, en general, clásica -con la sola excepción del tema “Apple Blossom” en la diligencia, casi un homenaje a la maravillosa Jennifer Jason Leigh-, la poderosa composición de Ennio Morricone contribuye a la creación de una atmósfera tensa, no exenta de solemnidad trágica.

El único momento musical intradiegético es el de la memorable interpretación que hace Daisy de “Jim Jones at Botany Bay”, como preludio de la tormenta. La sabiduría narrativa de Tarantino en esta secuencia está solo al alcance de un maestro.

III

Con todo (ya apunté que a los grandes hay que exigirles), debemos delinear los límites del cine de Quentin Tarantino, y ahora -aunque la señora Sontag me tuerza su bello gesto-, voy a tratar de hacer de Los odiosos ocho un espejo.

La humanidad en Tarantino es siempre anecdótica. Las dudas, los miedos, la avaricia, la debilidad, el poder, el deseo, la seducción (nunca es aprovechada en Los odiosos ocho, la presencia femenina para crear tensión sexual entre los personajes), no hacen acto de presencia. Sus encarnaciones (los personajes de Tarantino son siempre textos encarnados, verbo animado) son monomaníacas voluntades férreas, ciegamente entregadas a un destino elegido y nunca cuestionado, caracteres inamovibles a los que los acontecimientos externos no permean ni influyen en vistas a una posible modificación o alteración de conductas, ni sucumben a la mentira piadosa del perdón, ni transigen con la especie del arrepentimiento, en abierto contraste con el típico personaje novelesco moderno, y en una clara asunción de la preceptiva clásica (¿habrá leído la Poética de Aristóteles?).

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Salvo en Jackie Brown (1997) y ciertos momentos de Kill Bill, vol. II (2004), durante los que lloro como una vieja, la emoción no se conjuga en su cine, más proclive a las moción. La reflexión no se insinúa en su obra, más entregada a las flexión, el cambio de desinencia de ciertos temas, determinadas raíces que resuenan machaconamente desde su glorioso debut.

A este respecto hemos de preguntarnos si la presencia de la talla del principio, insinúa un viraje hacia una cierta espiritualidad o a la indiferencia y el silencio divinos (aquí vuelvo al Cristo ciego de Fuller en 1 Rojo: División de choque (The Big Red One, 1980).

No, no lo creo. Su imagen es tan gratuita como hermosa. Diría que ofrece la clave en la que interpreta luego una pieza maestra, austera, rugosa, áspera, llena de resonancias a su propia obra, nihilista hasta el desespero. Tarantino es simple como un zapato y complejo como el oscuro y borrascoso oleaje de nuestro deseo (que siempre es de otro), como el primer dibujo del sol en la mañana. Tarantino es pura alegría, como Hawks, y el mejor tratamiento contra la depresión, cine puro en vena.

Disfruten, disfrutemos de la sobredosis de Los odiosos ocho.

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Comentarios sobre este artículo

  1. Juan Mata dice:

    Se agradece tan culta crítica al cine tarantiniano. Creo que los millones de «víctimas» de «tarantism» no podíamos esperar menos.

    Espero y me desespero ansiando el siguiente chute filmográfico del maestro.

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