Las noches de la luna llena | Éric Rohmer | Cine Divergente

Las noches de la luna llena

El (des)amor astral Por Carles Matamoros

Ha transcurrido más de un siglo desde aquel asombro primigenio ante el movimiento de las hojas de los árboles en La comida del bebé (Repas de bébé, Louis Lumière, 1985), pero la capacidad reveladora del cine del mundo físico que nos circunda, aunque sea discretamente, ha permanecido vigente a lo largo de la historia del medio. Éric Rohmer no era un ingenuo y, aunque decía sentirse fascinado por las «maravillas de la naturaleza» 1, rechazaba tanto la simbología como las estampas de postal. A su entender, el paisaje natural podía ser mostrado por la cámara, pero no se le debía dar nunca un significado cerrado acorde a la trama ni decantarse por un uso complaciente o manipulador con el espectador. Eso no impide que la climatología, por la que el cineasta francés se preocupaba puntillosamente en sus rodajes y en la construcción de sus guiones, tenga una incidencia relevante, ya sea de forma intencionada o azarosa, en el devenir emocional de las criaturas rohmerianas. Muy particularmente, el viento es un fenómeno atmosférico que parece anteceder o responder al sentir de los personajes en varios instantes sublimes de la serie Comedias y proverbios. Las hojas se agitan suavemente en los planos/contraplanos cada vez más cerrados e íntimos en los que coquetean François (Philipp Marlaud) y Lucie (Anne-Laure Meury) en el parque parisino Les Buttes Chaumont en La mujer del aviador (La Femme de l’aviateur, 1981); el viento capta la emoción de Sabine (Béatrice Romand) cuando conversa con Edmond (André Dussollier) en el balcón de una lujosa casa en la campiña en La buena boda (Le Beau Mariage, 1982), pero poco después la joven observa el movimiento de los árboles en solitario a través del cristal de una ventana, hasta que una panorámica melancólica la abandona para detenerse en el paisaje; Marion (Arielle Dombasle) argumenta efusivamente con sus manos que el amor que Henri (Feodor Atkine) siente por ella es verdadero ante la insistencia de su frustrado amigo Pierre (Pascal Greggory) y el viento remueve las hojas y su cabellera a medida que aumenta la tensión verbal entre ambos en Pauline en la playa (Pauline à la plage, 1983); el camino frondoso en el campo de Cherburgo por el que pasea solitariamente Delphine (Marie Rivière), que incluso palpa las plantas que le rodean y se detiene a oler unas flores silvestres, parece cobrar vida con el estruendo del viento cada vez más presente y Rohmer muestra una serie de planos insertos de ese entorno natural agitado que acaban desencadenando la conmoción interior de la joven protagonista de El rayo verde (Le rayon vert, 1986), que rompe a llorar en su encuentro tortuoso con el paisaje como lo hacía Ingrid Bergman en el volcán de Stromboli, tierra de Dios (Stromboli, terra di Dio, Roberto Rossellini, 1950); y, por último, en El amigo de mi amiga (L’Ami de mon amie, 1987), Blanche (Emmanuelle Chaulet) y Fabien (Eric Viellard), tras titubear por sus relaciones frustradas, acaban sucumbiendo a su atracción en un bosque que Rohmer nos descubre en movimiento mediante panorámicas y planos de las copas de los árboles en un vínculo directo con los amantes en el que se perciben ecos de Una partida de campo (Partie de campagne, Jean Renoir, 1936), quizás la película que mejor ha expresado esa conexión entre los fenómenos atmosféricos (la lluvia, el viento) y la pulsión sexual. Significativamente, Las noches de la luna llena (Les Nuits de la pleine lune, 1984) es el único filme de la serie Comedias y proverbios en el que los personajes no se desplazan a entornos naturales y en el que, por tanto, esa agitación de las hojas por el viento no tiene lugar. Tanto es así que, en uno de sus encuentros en un café parisino, el seductor Octave (Fabrice Luchini) comparte abiertamente con su amiga Louise (Pascale Ogier) su rechazo al campo y celebra el bullicio de la vida urbana: «El aire está contaminado, pero puedo respirar, allí me ahogaría». Ahora bien, tal y como se nos sugiere desde su título, la naturaleza ausente acabará manifestándose en una noche singular, donde la heroína parecerá sometida al influjo lunar.

Las noches de la luna llena

El movimiento de las hojas en cinco películas de la serie Comedias y proverbios

Rohmer sostenía que el mundo tiene, teológicamente, «un sentido» y que los individuos formamos parte de la naturaleza y no podemos controlarla. Lo mismo ocurre con el arte, que al tratarse de un «producto humano» nunca podrá igualar a la «obra divina» del universo porque «no hay más belleza ni orden que el del mundo» 2. Ante esta tesitura, el autor francés exponía en Eric Rohmer, con pruebas en la mano (Cinéma, de notre temps: Eric Rohmer – Preuves à l’appui, André S. Labarthe y Jean Douchet, 1994) un ejemplo muy clarividente: «Un marinero en una tormenta no puede ir dónde quiere, si no que tiene que ir a la deriva y confiar en que haya un viento favorable. El cine es un arte más incierto que otros (…) Muchos cineastas te dirán lo contrario, que todo debe ser pensado y planificado. Tienen miedo a dejar cosas al azar… El único cineasta que reconoce el poder del azar y la importancia de un método que se basa en el azar es Renoir (…) Él dijo: “Sabía lo que quería, tengo algunas cosas que no quería, pero lo que tengo es mejor que lo que quiero”». En cierto modo, el descreimiento de la protagonista de Las noches de luna llena en ese orden del mundo del que forma parte; es decir, en todo aquello que está más allá de ella y que queda al margen de sus juegos egocéntricos, acabará pasándole factura amorosa. Aunque, tal y como veremos, Rohmer nunca impone en sus películas lecturas morales ni a sus criaturas ni al espectador.

Esta creencia en la realidad tangible y en la capacidad del cine para revelarla es muy manifiesta en El rayo verde, donde el cineasta francés se dejó llevar más que nunca hasta entonces por la improvisación en el rodaje y por una mirada documental abierta al azar. Aquella película, en la que hizo todo lo posible durante meses para poder capturar con la cámara el inaudito fenómeno atmosférico que le da nombre, fue, de hecho, una reacción autoimpuesta ante la sofisticación estética alcanzada con Las noches de la luna llena, donde Rohmer pareció culminar todo lo ensayado formalmente en los tres primeros capítulos de las Comedias y proverbios. Tanto es así que el filme muestra una precisión asombrosa en los múltiples elementos de su puesta en escena: desde los movimientos coreográficos de los actores hasta la elección de los decorados, desde la gama de colores de la fotografía de Renato Berta hasta el vestuario que lucen los intérpretes, desde el trabajo con el fuera de campo hasta la composición de los encuadres, desde la declamación de los diálogos hasta las secuencias de baile. Todos estos aspectos, además, se nos presentan con suma naturalidad y transparencia expositiva, sin subrayados ni salidas de tono formales, como si no formasen parte de un engranaje fílmico complejo. Podríamos decir, incluso, que el autor francés logró en Las noches de la luna llena plasmar aquello que defendía en su célebre debate teórico con Pier Paolo Pasolini en 1970: «Un cine donde la cámara sea invisible puede ser un cine moderno. Lo que yo quisiera hacer es un cine de cámara completamente invisible. Siempre se puede hacer la cámara menos visible.» 3

Los minutos iniciales de la película son ejemplares en su exactitud descriptiva de los espacios, los movimientos, los colores y los comportamientos humanos que definirán el devenir de la ficción. Una panorámica en un amanecer azulado y nebuloso en Marne-la-Vallée —una ville nouvelle situada en los suburbios parisinos ideada durante los sesenta y en la que todavía no se había edificado su principal atracción turística: Disneyland Paris— nos invita a contemplar un entorno urbano silencioso de bloques geométricos, donde apenas distinguimos a unos operarios en la calle y cuyo paisaje vaciado nos permite observar a un tren saliendo de la estación en la lejanía. El movimiento se detiene en la entrada exterior de un moderno edificio, donde Rohmer incrusta el título de la película aprovechando las formas rectilíneas de la fachada. Entonces, la cámara se eleva para descubrir el exterior de la vivienda de dos plantas en la que residen Louise y su pareja, Rémi (Tchéky Karyo), sobre la que se inscribe el proverbio que nos introduce tangencialmente a situaciones que luego nos plantea el relato: «Quien tiene dos mujeres pierde el alma, quien tiene dos casas pierde la razón». El siguiente plano es definitorio del carácter físico asociado a Rémi, al que vemos ejercitándose con pesas en el balcón de la planta baja, y también incluye la aparición en pantalla de la palabra “Noviembre”, que nos advierte tanto del contexto invernal en el que se sitúa la acción como de la estructura de la película delimitada en episodios mensuales; luego vendrán “Diciembre”, “Enero” y “Febrero”. Louise es la protagonista del siguiente plano, que se ubica en el dormitorio de la pareja de la planta superior, y que nos la muestra conversando telefónicamente con Octave. La presentación de su personaje por parte de Rohmer es también rica en detalles: el teléfono y la maleta definen el carácter movedizo de la joven, que en sus llamadas busca planes para pasar las noches sabatinas en París, lejos de la estabilidad que supone la vida en pareja en los suburbios. Desde su ventana, de hecho, podemos vislumbrar la estación de tren, el medio de transporte con el que se desplaza siempre que puede a la capital francesa. Por último, en la mesilla de noche dos elementos decorativos subrayan la singularidad de Louise en un entorno grisáceo: unas margaritas blancas y una lámpara amarilla. Más adelante, sabremos que Rémi es arquitecto y trabaja en la gestión urbanística de Marne-la-Vallée, mientras que Louise es becaria en una agencia de interiorismo en París y su hobby es diseñar lámparas. Estos compases iniciales ya nos permiten intuir que ambos pertenecen a entornos opuestos.

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El descenso inmediato de Louise a la planta baja supone la primera aparición de un elemento relevante en la construcción formal de Rohmer en Las noches de luna llena: la escalera. Es significativo que en ningún momento de la película veamos juntos a la pareja en su dormitorio de la planta superior, lo que evidencia espacialmente la imposibilidad de su convivencia. La escalera, en este sentido, se convierte en el punto de intersección conflictivo entre ambos, tal y como vemos plasmado en esta escena inicial, que da lugar a una discusión de pareja. Louise baja las escaleras convencida de pasar la noche en París junto a su amigo Octave e intenta escaparse de un Rémi que le reclama atención y le transmite su deseo de compartir más tiempo juntos. Las distintas aficiones, hábitos horarios y visiones vitales de la pareja —él es un ser diurno amante del deporte, que aprecia la estabilidad sentimental; ella es un ser nocturno que disfruta saliendo a bailar, que aprecia su independencia— emergen en esta disputa verbal, que, a su vez, nos descubre distintos elementos decorativos de color (la lámina de Mondrian, la sombrilla azul, las flores rojas) como señas de identidad de Louise en un espacio dominado por las preferencias de Rémi. La persecución masculina nos permite advertir también el notorio contraste entre el físico corpulento de él y la figura grácil de ella antes de que Louise logre escabullirse por la puerta y se desplace hasta la estación de tren.

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Volviendo a la relevancia espacial de la escalera, cabe mencionar otras tres escenas relevantes en la película: una segunda discusión en la planta baja mucho más violenta entre Louise y Rémi, que provoca que ella suba los escalones asustada para refugiarse en el dormitorio; un inesperado avistamiento de Rémi en un café parisino por parte de Louise, que ve cómo él baja las escaleras del local para dirigirse al lavabo en lo que es una señal premonitoria de su infidelidad y, por último, una inesperada vuelta matutina de Louise a Marne-la-Vallée tras la noche de luna de llena en París, donde ella sube al fin las escaleras con el deseo de encontrarse con él, pero la ausencia de Rémi acaba delatando lo que se confirmará después: su ruptura sentimental.

Las dualidades que plantea Las noches de la luna llena entre espacios y personajes acaban confirmándose en ese primer viaje a la capital francesa que muestra la película. Rohmer no solo otorga importancia al desplazamiento como rasgo definitorio de su heroína, al filmarla mientras viaja en tren, sino que también se permite que la luz de la mañana ilumine a Louise en su llegada a París, lejos ya del cielo encapotado de Marne-la-Vallée. Luego, tras mostrarnos brevemente su entorno laboral —al cineasta francés nunca le gustó filmar a sus personajes trabajando, pero sí lograba que sus profesiones ayudasen a forjar su personalidad—, nos presenta a Octave. No solo su físico delgaducho es contrapuesto al de Rémi, sino que le vemos andando con un libro en la mano y en plena noche, mientras que al novio de Louise le hemos conocido unos minutos antes ejercitándose con unas pesas a primera hora de la mañana. Las bufandas que lucen ambos amigos —Octave, de color azul; Louise, de color rojo— refuerzan el vínculo afectivo entre sendos personajes, que se moverán juntos por unas calles mucho más concurridas y ricas cromáticamente que las de Marne-la-Vallée. Su destino es un estudio parisino propiedad de Louise; un espacio que ella redecorará con la voluntad de convertirlo en el refugio de su independencia, en esa segunda casa a la que aludía el proverbio inicial y en donde aspira a escapar del control de Rémi sin romper su relación sentimental con él.

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Será en ese piso todavía sin pintar y decorar en el que veremos poco después a Octave intentando seducir a Louise para que se acueste con él —el personaje masculino lo intentará en varias ocasiones durante el filme, incluso manoseando a su amiga, pero siempre será rechazado explícitamente por ella— y la postura corporal de Fabrice Luchini postrado ante Pascal Ogier tendrá evidentes similitudes con la mostrada poco antes por Tchéky Karyo en la casa de Marne-la-Vallée. Lo que le permite a Rohmer sugerir que, pese a las enormes diferencias entre Octave y Rémi, ambos se ven obligados a implorar su amor a la protagonista, que no parece dispuesta a desearlos. Los dos hombres reaccionarán a ese rechazo femenino como individuos posesivos, sin ser del todo conscientes de los deseos que manifiesta en voz alta Louise cuando confiesa que «a mí, cuando me aman mucho, amo menos».

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Las posturas de Rémi y de Octave para seducir a Louise

La sofisticación formal mostrada por Rohmer en estos minutos iniciales aquí descritos —y que se mantiene a lo largo de toda su película— no es necesariamente contradictoria con su defensa de un cine abierto a lo inesperado. Porque, al fin y al cabo, el autor francés construía sus películas siendo consciente de que siempre podía haber hallazgos en la preproducción, el rodaje o el montaje que escapasen felizmente a las previsiones de sus guiones. En el caso de Las noches de la luna llena conviene detenerse en cómo los actores impregnan y alteran la puesta en escena del cineasta; es decir, en todo aquello que los seres filmados aportan de sí mismos a los personajes concebidos inicialmente por Rohmer. El propio director, que en sus castings consideraba clave poder ver a los intérpretes en su vida real y no en el teatro o en el cine porque allí «están dirigidos a actuar de una determinada manera» 4, lo explicaba así: «Los actores a menudo traen sus expresiones verbales, más frescas, más cercanas a la realidad de lo que podría encontrar. A menudo eligen los nombres de sus personajes. Aquí, quería nombres románticos. Octave, Marianne y Camille son un homenaje a [Alfred de] Musset. Pero Bastien (…) no hace alusión a Mozart, y la propia Pascale Ogier eligió a Louise» 5.

Precisamente, Rohmer concedió una enorme libertad en su vestuario a la actriz protagonista, a quien también encargó la decoración del estudio que habita su personaje e incluso de parte del piso señorial en el que vive Octave con su mujer y su hija. Ogier era aficionada al diseño y conocía bien las tendencias de la moda de la época, por lo que su aportación fue fundamental para definir la personalidad de Louise en Las noches de la luna llena: «El trabajo consistía en vestir completamente un espacio vacío (…) y, por lo demás, en escoger muebles, objetos y lámparas ya conocidos o en fase de diseño, cuyo tono correspondiera a un cierto movimiento, tendencia moderna de los ochenta, que se dibujaría a lo largo de toda la película, haciendo referencia a una mezcla de creaciones nuevas (…) y a influencias relativamente antiguas (Bauhaus, Mondrian de los años cincuenta…) o volviendo decididamente la espalda al siglo XX (paños, columnas…). Tuve una libertad total de elección, sobre todo en lo que respecta al estudio de Louise. Se trataba de construir un universo propio del personaje, dando rienda suelta a sus fantasías más íntimas (…) muy ligado a su adolescencia (juguetes electrónicos, magnetofón Boyer, cómics, antiguos libros de la “Biblioteca rosa”)». 6

Un caso significativo es también el de Fabrice Luchini, que reconoció haber incorporado mucho de su forma de ser al personaje de Octave. En palabras de Rohmer, Luchini «es un actor muy extraño» con unos métodos particulares y aparentemente contradictorios: «A menudo piensas que está improvisando, que está inventando sus propias frases, a su manera, casi al límite, proporcionándonos un autorretrato permanente. Pero, sin embargo, necesita fuertes restricciones iniciales, un texto del que realmente no se puede desviar en absoluto. En Las noches de la luna llena, le di un texto que solo estaba ligeramente escrito, que estaba lejos de ser sagrado, y él no pudo manejarlo en absoluto. Por eso, para “ser” Luchini, me pidió que escribiera más el texto, para restringirlo aún más». 7. En cuanto a Tchéky Karyo, era un intérprete procedente del Teatro Nacional de Estrasburgo con una formación más cercana al método de Actors Studio que a los rodajes naturalistas de Rohmer, pero esa diferencia, ese choque expresado con la contención de su cuerpo atlético, sus duros gestos faciales y sus andares toscos, acabó definiendo a Rémi, al que vemos físicamente muy desubicado en el entorno bohemio en el que se mueven con pasos sinuosos Octave, Louise y Bastien (Christian Vadim), que acabará convirtiéndose en el amante de ella tras dos escenas memorables en la pista de baile. Karyo también aportó sugerencias a ciertas secuencias y suya fue la idea de autolesionarse para plasmar la frustración de Rémi en una disputa con Louise. El actor propuso primero a Rohmer golpearse su cabeza contra la pared, pero el cineasta no quiso llegar tan lejos y, tras debatirlo, acordaron una vía intermedia: darse varias bofetadas a sí mismo 8.

Los gestos en el rostro de Rémi cuando observa a Louise bailando con Bastien

La adaptación de la puesta en escena a las particularidades de los seres filmados, así como a los espacios en los que transcurre la acción o a la historia que se pretende narrar, explica también la considerable variedad de registros formales manejada por Rohmer a lo largo de su carrera. Era un cineasta que no tenía un sistema a priori, que evitaba imponerse un dispositivo fílmico: «la técnica del cine, los medios empleados, me vienen dictados por el deseo de mostrar algo. Dicho de otra manera, si hago planos cortos, no es porque prefiera los planos cortos a los largos, es que, para lo que quiero mostrar, el plano corto es más interesante. Si ocurriera que sólo pudiera mostrarlo en planos largos, haría planos largos». 9

En Eric Rohmer, con pruebas en la mano, el cineasta francés confesó, sin embargo, que en Las noches de la luna llena sí recurrió, en varias escenas, a un método muy estudiado para evitar los planos/contraplanos entre personajes. Consistía en una disposición frontal de reminiscencias teatrales, donde los actores conversan entre sí compartiendo el encuadre, pero apenas sin mirarse, ya que sus ojos se dirigen a esa cuarta pared en la que se ubica el espectador. El director francés cita como ejemplo la escena en la que se produce la ruptura definitiva entre Louise y Rémi, pero hay otros dos instantes reveladores en la película que prueban la refinación de este mecanismo formal. Por un lado, la escena que transcurre en el piso de Octave, en la que el amigo vuelve a intentar seducir a Louise y en la que Rohmer saca enorme partido de dos elementos de la escenografía: el espejo, que refuerza la dualidad de los personajes, y una fotografía de la esposa de Octave, que aparece y desaparece de escena en función de los movimientos de los intérpretes. Por otro, la escena en la que Louise y Rémi especulan con el futuro de su relación y dejan entrever la posibilidad de conocer a otras personas y de volver a enamorarse, que Rohmer resuelve con las miradas de ambos hacia el fuera de campo, hacia ese incierto futuro compartido, donde no parece posible un contraplano que permita seguir creyendo en el amor, como sí ocurre en el final cósmico de El rayo verde.

Dos escenas en las que el dispositivo formal de Rohmer se decanta por la frontalidad teatral

El fin del amor en Las noches de la luna llena y el principio del amor en El rayo verde

Como apuntábamos al empezar estas líneas, la naturaleza adquiere un protagonismo inusitado en el bloque final de la película, donde Rohmer traza una relación dialéctica entre planos de la luna llena —en los que el astro es, además, atravesado por las nubes— y la noche que comparten Louise y Bastien, que se mueven a toda velocidad en moto por varios locales de París hasta acabar en la cama juntos. Son varias las posibles lecturas ante esta repentina relación sexual, en la que la heroína rohmeriana acaba consumando su infidelidad, pero la más llamativa nos la ofrece un personaje singular —un dibujante con el que Louise se encuentra en un bistrot de madrugada, tras haber abandonado sigilosamente su apartamento dejando a Bastien dormido—, que vincula el comportamiento de la protagonista con la astrología. Según este señor, en las noches de luna llena nadie puede dormir por el influjo de este astro, “ni siquiera los que se han acostado”. Ante el escepticismo de Louise —“Yo no creo en estas cosas”, “Yo tenía un motivo [para estar despierta]”—, el dibujante concede que en este dominio lunar es posible que haya algo de autosugestión, pero la película deja abierta la posibilidad cósmica, que se refuerza cuando la heroína narra a este desconocido sus vicisitudes sentimentales con Rémi y su también insatisfactoria aventura con Bastien. De algún modo, la luna llena parece incidir tanto en los deseos sexuales de Louise —que admite ante Octave esa misma noche que lo que siente por Bastien es una atracción física que no puede ignorar— como en su lucidez clarividente de madrugada cuando, en su estudio parisino, parece tomar conciencia de que su lugar emocional se encuentra al lado de Rémi en Marne-la-Vallée.

Los efectos de la luna llena en una noche parisina…

No deja de ser significativo que la canción de Elli & Jacno que se escucha en la pista de baile en el momento en que se conocen Louise y Bastien se titule Les tarots en una alusión clara a la astrología, que volvería a estar muy presente en El rayo verde, con la aparición de una serie de naipes que parecen guiar el destino de la desorientada Delphine. Otra melodía de Elli & Jacno, titulada esta vez de forma explícita Les nuits de la pleine lune, se escuchará durante la noche parisina que comparten los amantes, en la que Rohmer también rompe con algunas de las pautas formales seguidas por la película hasta entonces. El cineasta francés, que no creía en la astrología pero tampoco se consideraba un escéptico porque “amo a los creyentes aunque ellos crean en algo que yo no creo” 10, se decanta así para este momento culminante por un montaje con reminiscencias al videoclip, donde emplea música extradiegética —un recurso que rechazaba explícitamente, salvo para excepciones muy concretas— y donde abundan los planos cortos y con los personajes en movimiento. No hay tampoco diálogos —el personaje de Bastien tiene, de hecho, apenas un par de frases en toda la película, lo que pone de manifiesto que es más una proyección fantasiosa de Louise que un indivuo de carne y hueso— y la escena en su conjunto es una suerte de espejismo, de ensoñación noctámbula que se desvanecerá por la mañana, una vez Louise intente retomar demasiado tarde su relación sentimental con Rémi.

En su estimulante monografía dedicada a Rohmer, Carlos F. Heredero y Antonio Santamarina 11 sugieren una lectura de esta escena en clave teen: «Hay en esta composición un marcado carácter de sueño, casi de fantasía juvenil. La filmación en exteriores —prácticamente por primera vez durante toda la narración—, el nombre (asociado a las «1001 noches») de la discoteca a la que acuden —«Les 120 nuits»— y la juventud de Bastien expresan, dentro del film, la culminación de los sueños de Louise, su regreso efímero al mundo de las ilusiones juveniles». Esta interpretación es muy plausible si contemplamos también las distintas alusiones de Louise a su preciada juventud en conversaciones con Octave a lo largo del relato, en las que llega a confesar que “todavía no me siento adulta”, que su relación con Rémi “está matando mi juventud” y que para ella es absolutamente irrenunciable poder “salir con los amigos, conocer gente nueva, ir a bailar y no tener siempre un plan para el domingo”. Todo ello, sumado a los elementos decorativos juveniles antes mencionados del estudio parisino, nos invita a pensar en una Louise incapaz de renunciar a su adolescencia en la edad adulta y que se verá abocada a fracasar en una relación más madura como la que le ofrece Rémi.

En el final circular de Las noches de la luna llena, una panorámica inversa a la inicial nos despide de Marne-la-Vallée y de Louise, que desaparece del plano en dirección a la estación de tren mientras desfilan los títulos de crédito. En la construcción de su personaje, Rohmer ha logrado exponer nítidamente todas sus debilidades e incongruencias, pero al mismo tiempo nos ha permitido comprender sus acciones y sus sentimientos. Esa empatía hacia Louise, que no implica concesiones al sentimentalismo, es la que provoca que su ruptura con Rémi, que es el final lógico e inevitable tras los hechos narrados, nos resulte particularmente conmovedora, de una emoción que desborda la contención expositiva. La clausura de la película, además, cobra una dimensión trágica al suponer prácticamente el final cinematográfico y vital de Pascale Ogier 12, que murió poco después del estreno de Las noches de la luna llena.

La ausencia de Rémi es el preludio de la ruptura con Louise, que abandonará Marne-la-Vallée

 

  1. Cita del director francés recogida en HEREDERO, C. F.; SANTAMARINA, A. (1991); Éric Rohmer, Madrid: Cátedra, p. 53.
  2. Ibíd., p. 51
  3. PASOLINI, P. P.; ROHMER, É. (1970); Cine de poesía contra cine de prosa, Barcelona: Anagrama, p. 46.
  4. Las declaraciones del director francés pertenecen al documental Eric Rohmer, con pruebas en la mano (Cinéma, de notre temps: Eric Rohmer – Preuves à l’appui, André S. Labarthe y Jean Douchet, 1994).
  5. Cita de Rohmer recogida en LEIGH, J. (2012); The Cinema of Eric Rohmer: Irony, Imagination, and the Social World, Nueva York: Continuum, capítulo 4, parte 1.
  6. Cita de Pascale Ogier recogida en HEREDERO, C. F.; SANTAMARINA, A. (1991); Éric Rohmer, Madrid: Cátedra, p. 222.
  7. Declaración recogida en HANDYSIDE, F. (2013); Eric Rohmer: Interviews, Estados Unidos: University Press of Mississipi.
  8. DE BAECQUE, A., HERPE, N. (2014); Éric Rohmer: A Biography, Nueva York: Columbia University Press, p.392.
  9. PASOLINI, P. P.; ROHMER, É. (1970): Op.cit., p. 59.
  10. Cita del director francés recogida en HEREDERO, C. F.; SANTAMARINA, A. (1991): Op. cit., p. 88-89.
  11. Ibíd, p. 227
  12. Pascale Ogier murió el 25 de octubre de 1984 con tan solo 25 años y poco después de ganar la Copa Volpi a mejor actriz por su actuación en Las noches de la luna llena en la 41.ª Mostra de Venecia celebrada a principios de septiembre de ese año. Más tarde, también en 1984, se estrenó Ave Maria, de Jacques Richard, en la que Ogier tenía un papel secundario. Su último rol fue en Rosette vend des roses, un cortometraje dirigido por Rosette —otra actriz rohmeriana— estrenado ya en 1985.
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