La seducción | Crítica | Película | Cine Divergente

La seducción

Aves heridas Por Diego Salgado

“Old enough for kisses then, and old enough to hate”The Beguiled

I.

Existen diferencias sustanciales entre El seductor (The Beguiled, Don Siegel, 1971) y la versión de aquel filme realizada ahora por Sofia Coppola. La comparativa entre una y otra película, que no beneficia a La seducción, resulta, más que pertinente, obligada. A Coppola no le apetecía en principio dirigir un remake. Pero habían transcurrido casi cuatro años desde su anterior largometraje, The Bling Ring (2013). Había fracasado su implicación en una lectura adulta de La sirenita, el cuento de Hans Christian Andersen, que aspiraban a producir Working Title y Universal Pictures. Y, cuando se animó a ver la cinta de Don Siegel, descubrió que podía valer la pena actualizarla. Plantearla, no en base a la mirada de su protagonista masculino, un soldado de la Unión herido en una pierna mientras combate durante la Guerra de Secesión norteamericana en el estado de Virginia; sino desde el punto de vista de las mujeres sureñas que le salvan la vida, integrantes como maestras, alumnas o sirvientas de una residencia de señoritas.

En The Beguiled, la novela de 1966 que inspira las películas de Siegel y Coppola —inédita en castellano como todos los libros posteriores de Thomas P. Cullinan (1919-1995), aunque disponible online a cada tanto en inglés—, los sentidos de la historia ya pendían de la subjetividad de las ocho mujeres que atendían al atractivo militar y acababan por sucumbir a sus manipulaciones, espoleadas por el deseo, sus frustraciones, los espejismos. The Beguiled es, desde su ambiguo título, un ejemplo de narración no fiable llevado al límite. ¿Quiénes son realmente el seducido, los seducidos, o, si se prefiere, los pájaros heridos, como el que cuida la residente más pequeña del internado, Amy? ¿El soldado John McBurney, que sobrevalora el poder de sus encantos para evitar que las mujeres le entreguen a las autoridades del Sur? ¿La directora de la institución, Miss Farnsworth, y sus pupilas, que se creen especiales cuando el militar coquetea con ellas, y más puras de corazón de lo que delatan sus pensamientos abrasadores? ¿El lector, atrapado en la telaraña de una fábula que puede entenderse misógina, misántropa, o feminista de acuerdo a los postulados de una Camille Paglia?

La turbiedad moral y la violencia física que presiden The Beguiled —calificada por Stephen King en su ensayo Danza Macabra (1981) como “novela hipnótica, enajenada”— deben lo suyo a un género literario y cinematográfico en el cénit de su popularidad por entonces, cuyas claves baraja sin complejos Thomas Cullinan: el gótico sureño, sublimación cultural de una derrota sociopolítica, que intensifica sus rasgos, hasta el manierismo primero y la autoparodia después, a medida que el movimiento por los derechos civiles, la contracultura, y el menosprecio creciente por la América rural, deslegitiman un entendimiento romántico del fenómeno. La matanza de Texas (The Texas Chainsaw Massacre, Tobe Hooper, 1974) y las novelas de Richard Laymon simbolizan derivas extremas —lógicas— del southern gothic, vaticinadas en 1960 por una de sus practicantes literarias más insignes, Flannery O’Connor: “lo grotesco puede ser un condimento más del naturalismo mágico característico del género, siempre que el autor y el lector reconozcan en los personajes torturados y las atmósferas decadentes confines últimos de la realidad. Si no es así, unos y otras solo pueden arrojar sombras deformes, monstruosas, sobre nuestro plano de existencia y nuestras concepciones de lo artístico”.

II.

Es una de las razones por las que la adaptación en 1971 de la novela de Cullinan por Clint Eastwood y Don Siegel, está teñida de crispación visual. A ello ha de sumarse que Eastwood estaba interesado en dar vida a John McBurney para poner a prueba su estatus como estrella masculina y jugar con su imagen de castigador sexual —durante varias escenas, viste un camisón—. Por su parte, en plena segunda ola del feminismo, Siegel pretendió enaltecer a las mujeres haciendo de ellas criaturas tan detestables como los hombres. Y Universal Pictures, sin saber qué hacer con esta mezcla, trató de vender El seductor como otro filme de acción a la medida del actor. Fruto de todo ello, un fiasco en taquilla, y una película de culto, que, como ha señalado Carlos Losilla, constituye “el trabajo más atrevido de Siegel en lo que se refiere, no solo a un abandono voluntario de su territorio habitual, sino a la adopción de determinadas formas narrativas, ritmos y cadencias (…) al mismo tiempo, a partir de ella nos es dado rastrear motivos esenciales de su cine (…) El seductor y Código del hampa son las grandes oportunidades perdidas de Siegel en relación con la modernidad cinematográfica”.

La seducción

 El seductor (1971)

No compartimos la valoración pesimista final de Losilla, pero sí que El seductor se erige en muestra muy fructífera de relato clásico en crisis. Por un lado, nunca obvia los trances imaginados por Cullinan y sus implicaciones discursivas, que fluyen con brío casi determinista. Por otro, abundan figuras retóricas usuales, pero aplicadas con modos extemporáneos. Lejos de armonizar con el tallo gramatical de la cinta, actúan a modo de interrogantes, apostillas y exclamaciones; de impulsos propios de un borrador, de imágenes entendidas, no como meta, sino como proceso. Véanse la conjunción en su reparto de damas del teatro como Geraldine Page, y actrices sin apenas método interpretativo, como Jo Ann Harris; el insolente quehacer con la luz y la oscuridad, los primeros planos y los espacios, lo costumbrista y lo numinoso, de Bruce Surtees, en lo que fue su primer empeño como director de fotografía; el recurso dislocado al punto de vista subjetivo de McBurney, y a un flujo de conciencia en off que evidencia el angst que abruma tras sus máscaras a los personajes femeninos; dos intensas secuencias oníricas de signo antitético, que Siegel y el montador Carl Pingitore conjugan en encadenados; varios flashbacks mordaces que exponen el auténtico carácter del soldado mientras embauca a unas y otras, y que remiten a Sergio Leone; y unas cuantas insinuaciones sacrílegas, incestuosas y lésbicas.

El fruto de esta borrasca formal es una cinta irregular, elocuente, que no tiene miedo a caer en el ridículo, y que se comprende fuera tasada por el director como una de sus mejores propuestas. Para apreciar hasta qué punto es enriquecedor el sincretismo de que hace gala El seductor a partir de su encabalgamiento de sensibilidades cinematográficas, la época en que fue producida, y su rol en la trayectoria de Siegel, basta con cotejar dos escenas. La que muestra a McBurney indeciso acerca de en qué dormitorio saciar la noche, el de Martha (Page) o el de la recatada Edwina (Elizabeth Hartman), hasta que acepta con una sonrisa la invitación muda de Carol (Harris) para que penetre en el suyo; una jugada dramática de precisión desplegada en siete planos, que nos hipnotiza y cierra el telón sobre la parte amable del filme. Y aquella otra de espíritu ténèbre, la amputación de un miembro, en la que las reacciones de las participantes en la operación incitan a que el público disponga, por el contrario, de su mirada como considere oportuno, bajo su propia responsabilidad.

III.

Es un momento en el que adquiere además relevancia la figura de Hallie (Mae Mercer), esclava negra de Miss Farnsworth. En la novela, el personaje, nombrado Mattie por Thomas Cullinan, es una versión apenas sofisticada de la Mammy descrita por Margaret Mitchell en Lo que el viento se llevó (1936); una figura maternal que trata de avisar sin éxito a sus amas sobre el demonio, “la destrucción”, que han dejado entrar en la mansión. En la realización de Siegel, pasa a ser una testigo, tan sagaz como obligada a ser prudente, del peligroso juego psicológico que se traen entre manos su dueña, las jóvenes a su cargo, y el soldado de la Unión. Los artífices de El seductor respetan la inteligencia del espectador, la verosimilitud de la ficción, desechando hacer de la esclava una abanderada del black power en auge asimismo cuando fue producida la película. Su visión, adulta, de Hallie hace de ella una mujer viva, creíble, atrapada en una situación explosiva que le deja poco margen de maniobra más allá de gestionar su servidumbre y su ira con inteligencia. El diálogo que sostiene la joven con McBurney mientras le afeita, es una de las cumbres de El seductor.

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Que Sofia Coppola haya eliminado a Mattie/Hallie de La seducción, ha disparado todas las alarmas entre la crítica y los plumillas norteamericanos. La excusa de la cineasta, como suele ocurrir, la ha dejado en peor situación que antes. Su comunicado trasluce pereza o cobardía creativa, falta de rigor, sumisión para con el afán represor imperante hoy por hoy con las mejores intenciones en la esfera pública: “En la novela de Cullinan, Mattie es un estereotipo discutible que yo no quería perpetuar”. ¿No se cuentan precisamente entre sus privilegios como artista el de debatir a golpe de talento esos supuestos estereotipos? Como era previsible, sus declaraciones no han servido sino para exacerbar la sed de sangre de las jaurías que cohíben Internet exigiendo representaciones mediáticas y culturales que, para estar, como pretenden, ajustadas a sus idiosincrasias, habrían de confiarse a George Grosz o James Ensor. Divierte constatar que la propia Coppola hizo en una de sus películas más recomendables, The Bling Ring, un retrato alegórico perfecto en torno a la verdadera naturaleza de los social justice warriors.

La autora de Las vírgenes suicidas (The Virgin Suicides, 1999) y María Antonieta (Marie Antoinette, 2006), directora brillante y figura capital para aprehender el statuo quo anímico de Occidente desde la caída del Muro de Berlín hasta el comienzo en 2008 de la Gran Recesión, ha pecado de deshonesta. Para explicar, si es que debía hacerlo, la ausencia en La seducción de Mattie, de toda mención explícita a la esclavitud, le habría bastado con recordar que la clase, el género o la raza jamás han jugado rol alguno en su cine, salvo el que quiera inferirse por omisión. Sus realizaciones son manifestación intransferible de una sensibilidad alienada de cariño y roce con la realidad, atrapada en una jaula de oro en la que cada signo de riqueza o simple objeto es reinterpretado por sus protagonistas de manera fetichista, desesperada, como prenda de afecto, como moneda de cambio emocional. Las películas de Coppola están plagadas de pájaros sabedores de que están heridos, pero carentes de útiles sensibles que les permitan abrazar la sanación; aves domésticas resignadas a desfallecer entre los encajes y oropeles que adornan sus lechos, con el único alivio en ocasiones de una cierta forma de sororidad indolente con otras mujeres.

IV.

Son muy reveladores en este aspecto los compases últimos de La seducción, cuyo desarrollo sigue por lo demás las líneas maestras trazadas en sus obras por Cullinan y Siegel. En la cena en la que Miss Farnsworth y sus alumnas se libran de McBurney, El seductor nos brindaba un inserto de las manos entrelazadas del soldado y Edwina: la quimera de un vínculo sentimental por fin veraz, una perspectiva de futuro, que se malograba de inmediato. Y, cuando las mujeres se deshacían del cuerpo del hombre, la cámara las dejaba fuera de la institución en que habían languidecido, la verja de entrada abierta de par en par. No se advertía entre ellas más lazo que el tocante al ansia de volar, plantar cara al mundo. “Las mujeres que más me han conmovido siempre, hasta el punto de dejarme sin palabras, son las valientes, las que se han atrevido a explorar los confines de lo posible sin manuales que las guiaran, pero sí con el valor suficiente como para ser vulnerables” (Gloria Steinem, 1972). En La seducción, por el contrario, son Martha y sus pupilas quienes unen sus manos durante la cena, en un ceremonial siniestro que liga sus destinos e impide una relación positiva con el exterior, como subraya el plano final, en el que se deja encerradas a las mujeres en la residencia.

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Si el filme de Coppola tiene algo de político, es por su crítica en este desenlace a los espacios seguros, al sectarismo histérico que caracteriza actualmente a muchas feministas de tercera ola, por el que la vida les pasará factura abultada antes o después. Es una lectura, en cualquier caso, arriesgada. Como hemos apuntado, los intereses de Coppola vuelven a hacer acto de presencia en La seducción, y, al abordar otros, no se la aprecia tan cómoda. La duración de su película es inferior en quince minutos a la de El seductor, pero de ello no se deduce una mayor destilación o abstracción argumental. Sabemos lo que va a contarnos Coppola porque hemos visto El seductor. En sí misma, su película adolece de un principio de ablación expresiva frecuente en el cine contemporáneo, producido demasiadas veces sin que sea posible vislumbrar en la pantalla otra cosa que una asertividad sin objeto. ¿Nos hallamos, en el caso de La seducción, ante un mero encargo, y Coppola lo ha resuelto de modo tan profesional como poco inspirado? ¿Se ha visto desbordada por los numerosos temas escabrosos que trataban Cullinan y Siegel, por una incomprensión generacional de los mismos, por las reacciones pacatas que podía suscitar su plasmación? La seducción se desenvuelve de puntillas, con aseo y corrección, apuntalada por una fotografía en celuloide de Philippe Le Sourd cuyo trasvase a digital para su proyección masiva ha hecho perder enteros a las texturas, propias en ocasiones de un filme ampuloso de bajo presupuesto o una miniserie de prestigio.

Sea como sea, las imágenes fracasan en su pulcritud a la hora de calar en los personajes y sus ambigüedades, los perniciosos malentendidos entre ellos, así como en los cambios de registro dramático. Tampoco se aporta nada reseñable, ni al southern gothic, ni a la larga y problemática tradición sobre women in peril durante la Guerra de Secesión que integran, entre otros títulos, El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, David Wark Griffith, 1915), Lo que el viento se llevó (Gone With the Wind, VV.AA., 1939), por supuesto El seductor, y En defensa propia (The Keeping Room, Daniel Barber, 2014). La seducción es una película arrastrada por la inercia y el desconcierto. La correspondencia más acertada que se produce en su seno es la que asocia a media voz la escena temprana en que Martha (Nicole Kidman) se excita hasta el sofoco mientras lava a un McBurney inconsciente, y la postrera que, en la misma habitación, el cuarto de música, detalla el coito entre el militar y Edwina (Kirsten Dunst).

La sugerencia en torno al deseo pospuesto, transferido y satisfecho de una mujer a otra, y la atención asfixiante en las dos secuencias, formato 1.66:1 mediante, a la carne y los tejidos y lazadas que la estrechan —como el filme de Siegel, el de Coppola ironiza con las habilidades asignadas femeninas con el hilo y la aguja de coser—, representan comentarios sobre la existencia, sus promesas e imponderables, la distancia abismal y al tiempo ínfima entre la muerte en vida y el vuelo hacia lo imposible, más revulsivos que los muchos minutos restantes de metraje. Como ha escrito Jacki Willson a propósito de María Antonieta, “la exuberancia perceptible en cada gesto y en la dirección artística alude a apetitos, placer, dolor, anhelos y la eventualidad de una liberación a través del vestuario, los complementos y el color. El estilo es el contenido. Las prendas, sus tonalidades y tactos, nos hablan desde una ubicación imprevista, no política de por sí, pero significativa por cuanto plasma a mujeres que performan su experiencia por la vía de una superficie visual erótica”.

No es suficiente. Resulta como mínimo paradójico que Don Siegel y Clint Eastwood no pudiesen ofrecer en su momento al Festival de Cannes El seductor debido a la negativa tajante de Universal Pictures, tratándose de una colaboración memorable entre ellos; mientras que Sofia Coppola ha ganado en el mismo festival el premio a la mejor directora con La seducción, quizá su película más endeble.

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