La eterna lucha del amor contra el odio (“hate” versus “love”) es la historia que cuenta, a las primeras de cambio, el pretendido reverendo que encarna de forma mítica, y mística, Robert Mitchum en ‘La noche del cazador’. Hablamos de la batalla más grande que el ser humano puede concebir, la del cielo contra el infierno, Dios contra Satán… Más allá de religiones y credos, hablamos del bien contra el mal.

El reverendo y asesino múltiple Harry Powell lleva en sus manos escrito “Love” y “Hate” para interpretar, de forma física, su charleta sobre ello, un discurso ensayado para impresionar a ingenuos feligreses y, sobre todo, feligresas. Pero que no os engañe, él es pura mano izquierda, no por su sutilidad, sino porque esa es la que tiene tatuado el odio. Robert Mitchum era un hombre seco y franco, un conquistador al que no le hacía faltar más que estar para ser. Mitchum, como el mismo decía, solo tenía dos registros interpretativos, a caballo y a pie. En esta película de 1955 bordó los dos.

La mano derecha de la película, la del amor, es Lillian Gish, una de las actrices más grandes de la historia, musa del cine mudo y del mejor Griffith, una presencia irrepetible de inmensos ojos que no paró de rodar hasta los 93 años. Murió en 1993 con 99 años y 136 días. Nunca se casó ni tuvo hijos, pero interpretó a la madre de las madres, a la Señora Cooper. “Los niños son fuertes, resisten” que dirá una y otra vez el personaje de Lillian Gish, admiradora y preservadora irreductible de la inocencia. No, nunca veremos a una anciana sostener mejor una escopeta…

‘La noche del cazador’ no fue la gran interpretación de Mitchum ni el resurgir de la veterana Lillian Gish. Sobre todo, ‘La noche del cazador’ no fue la película que daría a Charles Laughton la carrera como cineasta que, indudablemente, merecía. La película fue un auténtico fracaso, apenas se estrenó en cines en Estados Unidos más que de forma limitada en las grandes ciudades como Los Ángeles y Nueva York. En España se estrenó 15 años después, y directamente en televisión. Laughton nunca volvió a dirigir y, aunque nos inunde la rabia de pensar en las posibilidades que pudo depararnos que ampliara su filmografía, tendremos que conformarnos con la seguridad, indudable, de que ‘La noche del cazador’ es una película única.

Actor inglés, de gigantesca presencia escénica y oriunda figura, Laughton estuvo toda la vida casado con Elsa Lanchester, conocida por encarnar a ‘La novia de Frankenstein’. Solo tras su muerte ella diría que él era homosexual y que, cabreada por enterarse tras la boda, se negó a tener hijos con él. Sin embargo, muchas amistades han apuntado al permanente deseo de Laughton de convertirse en padre por lo que nos gusta pensar en que esta, su primera y única película como director, fue lo más parecido.

la noche del cazador
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No hablamos solo del sentimiento paternal que uno tiene ante su creación, sino a que la extrañeza que, probablemente, contribuyó a su fracaso de crítica y público, nace de que ‘La noche del cazador’ es un cuento de hadas de lo más tenebroso. La mezcla perfecta de Mark Twain y Edgar Allan Poe o, mejor, como si las historias bíblicas de niños extraviados, sacrificados o huidos, se contasen alrededor de una hoguera de campamento, en busca del mejor cuento de terror. Todo eso, al fin y al cabo, gira en torno a los niños.

Por encima de todo, ‘La noche del cazador’ es una película infantil, aunque llena de tinieblas. Recordemos, para los que todavía no la han visto, que cuenta la historia de un asesino, lleno de odio hacia las mujeres y que cree tener una personal relación con Dios, que coincide en la cárcel con un condenado a muerte, que ha escondido el dinero robado en su hogar. El falso predicador acudirá al hogar de su compañero, que dejó el dinero oculto en la muñeca de su hija Pearl, conquistará a la madre y se enfrentará con el hijo, John, que sabe dónde está oculto el botín. Cuando se pongan las cartas sobre la mesa y Powell asesine a la madre, ambos niños y la muñeca huirán por el río de su incansable perseguidor, que no cesa de avanzar a lomos de su robado caballo blanco, mientras canta ‘Leaning On the Everlasting Arms’, de Anthony J. Showalter, como quien entona una nana para dormir a su bebe y acaba dándole pesadillas.

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La película es una adaptación de la novela del mismo título de Davis Crubb y, como la cinta, se basa en la confrontación entre el bien y el mal. Pero ‘La noche del cazador’ está lejos de ser una película marcada por su historia, una que, en manos de cualquier otro se hubiese convertido en otro thriller más. Laughton, que había trabajado con los grandes del cine europeo como Jean Renoir, Ernst Lubitsch o Alfred Hitcock (con el que se llevaba bastante mal) convirtió el relato en lo más cerca que ha estado el cine americano del Expresionismo Alemán. Stanley Cortez declaró que solo había trabajado con dos directores que entendiesen la importancia de la luz en el cine, Orson Welles (con el que trabajó en ‘El cuarto mandamiento’) y nuestro protagonista.

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No cabe duda de que la truncada carrera de Charles Laughton como cineasta podría haberse tildado de estética. La narración está reducida a su máxima sencillez (que no simpleza), el bien y el mal, los malos y los buenos. Cuando algo se ha de decir, se dice, y, sí se quiere hacer una reflexión, esta se expresa directamente a cámara, como quien piensa en voz alta. Como el bien y el mal, el blanco y el negro se enfrentan en una contrastada fotografía que llena la película de líneas marcadas, esquinas y techos angulosos que no existen, sombras imposibles que se solapan. Hablamos de una película en la que hasta los cadáveres exhalan una belleza digna de la mejor poesía romántica.

Hay en ‘La noche del cazador’ una poesía extraña, única, en torno a lo tenebroso y la inocencia que solo podemos encontrar, a ratos, en la también excepcional ‘Matar a un ruiseñor’ (Robert Mulligan, 1962). Laughton, todavía más que Mulligan, consiguió filmar el horror a través de los ojos infantiles, la oscuridad en un mundo de cuento. Como haría Carla Simón en ‘Verano 1993’ con el SIDA y la muerte de los padres en torno a Frida, John y Pearl se pasean por un mundo oscuro desde otra dimensión, una que consigue atrapar la atmósfera de la película. Sin embargo, como en la cinta de la catalana, el valiente John también explota en lágrimas al final, mientras detienen a Powell y él agita la muñeca, a la que se le caen los billetes, diciendo “no lo quiero, papá, no lo quiero” en un arrebato de realidad, que entra de golpe como si fuese el agua que revienta una presa.

Pero, al contrario que muchos relatos infantiles de corte dramático como bien podría ser ‘Juegos prohibidos’ (René Clement, 1952), ‘Pelle el conquitador (Bille August, 1987)’ o la misma ‘Matar a un ruiseñor”, Laughton no convierte su relato en un coming of age, en una fábula del crecimiento y la maduración. ‘La noche del cazador’ es una oda a la infancia, algo que quiere conservar en sus dos protagonistas y defiende con la misma fiereza con la que la Señora Cooper agarra su escopeta y se mece, mientras acompaña a su rival en su amenazante canción, o como cuando imita a una mama pato y arrastra a todos sus chicos, lejos de la jauría humana que se dirige al linchamiento del barba azul predicador. Recordemos, un lobo con piel de cordero que les había engañado a todos, menos a un par de niños y a una anciana.

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Más allá de los angulosos contrastes, de Lillian Gish y su escopeta, del cadáver de Willa Harper (Shelley Winters) sumergido en el lago o de Powell y sus bíblicos puños, la mejor escena para entender la personalidad única, el carácter de cuento universal de esta película de terror (entre otras cosas), sea la Navidad final. ‘La noche del cazador’ empieza con Powell pero no se despide con su ejecución, no estamos viendo ‘A sangre fría’ (Richard Brooks, 1967). Lo hace con John, avergonzado por no tener regalo para su cuidadora, un fuerte roble de muchas ramas que le ha acogido. El joven se escapa a la habitación de al lado a coger una manzana, similar a la que se comió la primera vez que hablaron de verdad. La envuelve en un tapate de la mesa junto a una pinza sacada del árbol de Navidad. Lo hace con todo el cariño y la delicadeza de la que es capaz, y se la regala. En él no hay vergüenza y en ella no hay humor, sorpresa ni compasión ante lo improvisado del presente. Todo es sincero cuando ella responde “este es el mejor regalo que nadie podría recibir”.

‘La noche del cazador’ no solo trata sobre la batalla del bien contra el mal, sino sobre la fortaleza del primero frente al horror de lo segundo. “Ellos resisten y perduran” es la frase sobre los niños que dice la Señora Cooper directamente al espectador del cuento para despedir la cinta. Pocas películas consiguen filmar en un minuto el mal, ese momento en el que un Powell, desesperado en el río mientras los niños escapan, pega un grito rabioso; y el bien, ese instante en el que Pearl le canta a su hermano, dormido de agotamiento (la canción se llama 'Pearl’s Dream' y la compuso Walter Schumann), y sobrecoger más si cabe con lo segundo que con lo primero.

Probablemente no haya una obra, a la vez, tan oscura y tan luminosa como la única cinta que dirigió Charles Laughton, el mayor ejemplo del mal gusto que, demasiadas veces en la historia, hemos tenido tanto la crítica como el público en un primer instante. Pero el bien es más fuerte que el mal y, aquí estamos, 65 años después, admirando la cegadora luz que desprende esta oscura e irrepetible obra maestra del cine.

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Rafael Sánchez Casademont

Rafael es experto en cine, series y videojuegos. Lo suyo es el cine clásico y de autor, aunque no se pierda una de Marvel o el éxito del momento en Netflix por deformación profesional. También tiene su lado friki, como prueba su especialización en el anime, el k-pop y todo lo relacionado con la cultura asiática.

Por generación, a veces le toca escribir de éxitos musicales del momento, desde Bizarrap hasta Blackpink. Incluso tiene su lado erótico, pero limitado, lamentablemente, a seleccionarnos lo mejor de series y películas eróticas. Pero no se limita ahí, ya que también le gusta escribir de gastronomía, viajes, humor y memes.

Tras 5 años escribiendo en Fotogramas y Esquire lo cierto es que ya ha hecho un poco de todo, desde entrevistas a estrellas internacionales hasta presentaciones de móviles o catas de aceite, insectos y, sí, con suerte, vino. 

Se formó en Comunicación Audiovisual en la Universidad de Murcia. Después siguió en la Universidad Carlos III de Madrid con un Máster en Investigación en Medios de Comunicación. Además de comenzar un doctorado sobre la representación sexual en el cine de autor (que nunca acabó), también estudió un Master en crítica de cine, tanto en la ECAM como en la Escuela de Escritores. Antes, se curtió escribiendo en el blog Cinealacarbonara, siguió en medios como Amanecemetropolis, Culturamas o Revista Magnolia, y le dedicó todos sus esfuerzos a Revista Mutaciones desde su fundación. 

Llegó a Hearst en 2018 años y logró hacerse un hueco en las redacciones de Fotogramas y Esquire, con las que sigue escribiendo de todo lo que le gusta y le mandan (a menudo coincide). Su buen o mal gusto (según se mire) le llevó también a meterse en el mundo de la gastronomía y los videojuegos. Vamos, que le gusta entretenerse.